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Secuestrado
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Secuestrado

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Me convertí en jacobita de por vida el día en que leí esta novela. […] Aún hoy mi corazón se exalta solo de oír su primera frase. Seamus Heaney

A la muerte en 1751 de su padre, maestro rural, el joven David Balfour, aleccionado por el párroco del pueblo, que le entrega una carta del difunto para llevar en mano «al distinguido caballero Ebenezer Balfour de Shaws», emprende un viaje a casa de su tío con la perspectiva de mejorar su condición con una herencia inesperada. Pero su destino resulta ser una lóbrega mansión y el señor Ebenezer «un ser miserable, encorvado y estrecho de hombros, con una cara que parecía de arcilla». Con falsas promesas lo embarca en un bergantín, con la intención de venderle como esclavo. Narrada por su protagonista, con la elegante prosa de Robert Louis Stevenson, Secuestrado (1886) es una novela de padecimiento y recompensa.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2018
ISBN9788490654750
Secuestrado
Autor

Robert Louis Stevenson

Robert Louis Stevenson (1850-1894) was a Scottish poet, novelist, and travel writer. Born the son of a lighthouse engineer, Stevenson suffered from a lifelong lung ailment that forced him to travel constantly in search of warmer climates. Rather than follow his father’s footsteps, Stevenson pursued a love of literature and adventure that would inspire such works as Treasure Island (1883), Kidnapped (1886), Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde (1886), and Travels with a Donkey in the Cévennes (1879).

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    Secuestrado - Robert Louis Stevenson

    Secuestrado

    Las aventuras de David Balfour

    De su secuestro y su naufragio; de sus penurias en una isla desierta; de su viaje por las agrestes Tierras Altas de Escocia; de cómo conoció a Alan Breck Stewart y otros famosos jacobitas escoceses; y de lo que sufrió a manos de su tío Ebenezer Balfour de Shaws, falsamente así llamado. Escritas de su puño y letra y ahora presentadas por

    Robert Louis Stevenson

    Traducción

    Catalina Martínez Muñoz

    ALBA

    Nota al texto

    Secuestrado, o el chico del botón de plata (Kidnapped: or, The Lad with the Silver Button) se publicó por entregas en la revista Young Folks Paper del 1 de mayo al 31 de julio de 1866. A mediados de julio de ese mismo año apareció en un volumen titulado Secuestrado: memorias de las aventuras de David Balfour en el año 1751 (Kidnapped: Being Memoirs of the Adventures of David Balfour in the Year 1751) en Londres (Cassell & Co.) y unos meses más tarde en Nueva York (Scribner’s). Stevenson revisó la novela en 1892, cuando Cassell’s & Co. la publicó de nuevo, junto con su secuela Catriona, en un volumen titulado en conjunto Las aventuras de David Balfour (The Adventures of David Balfour). Esta última edición es la que se considera más próxima a la voluntad final del autor y sobre ella se basa la presente traducción.

    Dedicatoria

    Mi querido Charles Baxter:

    Si llegas a leer este relato, es probable que te hagas más preguntas de las que yo quisiera responder. Por ejemplo, cómo ocurrió ese asesinato en Appin en el año de 1751, cómo es que las Torran Rocks se han acercado tanto a las costas de Earraid o por qué las transcripciones judiciales nada dicen de cuanto atañe a David Balfour. Son estos huesos duros de roer para mí. Ahora bien, si me pones a prueba sobre la culpabilidad o la inocencia de Alan, creo que podría defender la lectura del texto. Hasta el día de hoy encontrarás que, en Appin, la tradición está claramente a favor de Alan. Si indagas, puede que incluso te digan que los descendientes del «otro hombre», el que disparó, siguen viviendo en la comarca hasta la fecha. Pero el nombre de ese otro hombre no llegarás a oírlo por más que preguntes, y es que las gentes de las Tierras Altas aprecian un secreto por su valor intrínseco tanto como por el grato ejercicio de guardarlo. Podría extenderme largo y tendido para justificar tal punto y reconocer que tal otro es indefendible, pero es más honrado confesar desde el principio lo poco que me mueve el afán de precisión. Esto no es una pieza para la biblioteca del erudito sino un libro para el aula de la escuela nocturna, un día de invierno, cuando las tareas han terminado y se acerca la hora de acostarse. Y el honrado Alan, que fue en su día un monstruo temible, no tiene en su nuevo avatar propósito más urgente que el de robar la atención de algún joven caballero, apartarlo de su Ovidio y transportarlo un rato a las Tierras Altas y al siglo pasado, antes de dejarlo en la cama con unas cuantas imágenes interesantes para que se mezclen con sus sueños.

    En cuanto a ti, mi querido Charles, ni siquiera espero que te guste esta narración. Aunque puede que a tu hijo llegue a gustarle, cuando crezca; tal vez le agrade ver el nombre de su padre en la dedicatoria. Entretanto, para mí es una satisfacción ponerlo ahí, como recuerdo de tantos días felices y de algunos (hoy quizá igual de gratos de recordar) tristes. Si a mí me resulta extraño observar desde la distancia tanto espacial como temporal estas pasadas aventuras de nuestra juventud, más extraño debe de ser para ti que hoy recorres las mismas calles –que mañana mismo podrías abrir la puerta de la Speculative¹, donde empezamos a codearnos con Scott, Robert Emmet y ese querido granuja de Macbean–, o pasar por la esquina de la calle donde los miembros de la admirable L. J. R.² se reunían a beber cerveza en los mismos asientos que Burns y sus compañeros. Parece que te estuviera viendo pasear por allí, a plena luz del día, contemplando con tu mirada clara esos lugares que ahora se han convertido para tu compañero en parte del escenario de los sueños. ¡Cómo debe de resonar el pasado en tu memoria, en los intervalos de tus ocupaciones actuales! Que no resuene demasiadas veces sin que tengas un pensamiento cariñoso para tu amigo

    R. L. S., Skerryvore, Bournemouth

    Capítulo I

    Emprendo mi viaje a la casa de Shaws

    Comenzaré el relato de mis aventuras a primera hora de cierta mañana, en el mes de junio del año de gracia de 1751, cuando saqué por última vez la llave de la puerta de la casa de mi padre. El sol empezaba a iluminar las cimas de los montes cuando me puse en camino y, al llegar a la casa parroquial, los mirlos silbaban entre los lilos del jardín y la niebla que envolvía el valle al amanecer comenzaba a levantarse y disiparse.

    El señor Campbell, el párroco de Essendean, me esperaba en la puerta del jardín. ¡Qué buena persona era! Me preguntó si había desayunado y, asegurándose de que no me faltaba nada, me cogió la mano entre las suyas y se la puso cariñosamente debajo del brazo.

    –Bueno, Davie, muchacho –dijo–, te acompañaré hasta el vado, para indicarte el camino.

    Y echamos a andar en silencio.

    –¿Te da pena irte de Essendean? –me preguntó al cabo de un rato.

    –Verá usted, señor –dije–, si supiera a dónde voy o lo que va a ser de mí, podría contestarle con franqueza. Essendean es un buen sitio, desde luego, y he sido muy feliz aquí, pero tampoco conozco otra cosa. Mi padre y mi madre han muerto, así que no estaré más cerca de ellos en Essendean que en el reino de Hungría. Y, sinceramente, si supiera que allí donde voy tendré una oportunidad de prosperar, iría con mucho gusto.

    –¿Sí? –dijo el señor Campbell–. Muy bien, Davie. En ese caso me corresponde decirte tu suerte, en la medida en que me es posible. Cuando tu madre nos dejó, y tu padre, hombre digno y cristiano, enfermó hasta perder la vida, depositó en mis manos cierta carta, que según me explicó era tu herencia. Y me dijo: «En cuanto muera yo y se hayan vaciado la casa y vendido todos los bártulos (y eso ya se ha hecho, Davie), dele usted a mi chico esta carta en mano y mándelo a la casa de Shaws, que no está lejos de Cramond. De allí vine yo y allí es a donde le corresponde regresar a mi hijo. Es un chico listo y cabal, y estoy seguro de que se las arreglará bien y será querido allá donde vaya».

    –¡A la casa de Shaws! –exclamé–. ¿Qué relación tenía mi padre con la casa de Shaws?

    –Bueno –dijo el señor Campbell–, ¿quién lo sabe con certeza? Pero el apellido de esa familia, Davie, es el mismo que llevas tú: son los Balfour de Shaws: una casa respetable, honrada y antigua, aunque por azar venida a menos en los últimos tiempos. Tu padre también era un hombre instruido, como correspondía a su posición; nadie dirigía una escuela mejor que él, y no tenía los modales ni la forma de hablar de un maestrillo cualquiera. A mí, seguro que lo recuerdas, me gustaba traerlo a la casa parroquial para que se reuniera con la gente distinguida; y a todos los miembros de mi familia, a los Campbell de Kilrennet, los Campbell de Dunswire, los Campbell de Minch y otros, todos ellos caballeros muy conocidos, les agradaba mucho su compañía.

    En fin, para que conozcas todos los detalles del caso, aquí tienes la propia carta testamentaria, escrita de puño y letra de nuestro difunto hermano.

    Me dio la carta, que iba dirigida con estas palabras: «Para entregar en mano al distinguido caballero Ebenezer Balfour de Shaws, en su casa de Shaws, por mi hijo David Balfour». Me dio un vuelco el corazón ante la perspectiva que se abría de pronto para un muchacho de diecisiete años, hijo de un modesto maestro rural del bosque de Ettrick.

    –Señor Campbell –dije, balbuceando–. ¿Iría usted si estuviera en mi lugar?

    –Con toda seguridad –contestó el sacerdote– y sin tardanza. Un chico fuerte como tú debería llegar a Cramond, que queda cerca de Edimburgo, en dos días de caminata. En el peor de los casos, si tus nobles parientes (pues no puedo sino suponer que algo tienen de tu sangre) te cerraran la puerta, no tienes más que echar a andar otros dos días y llamar a la puerta de la casa parroquial. Pero confío en que serás bien recibido, tal como preveía tu pobre padre, y, por lo que te conozco, sé que con el tiempo llegarás a ser un gran hombre. Y ahora, Davie, muchachito, mi conciencia me dicta que aproveche esta despedida para ponerte en guardia contra los peligros del mundo.

    Buscó entonces a su alrededor un asiento cómodo, escogió una roca al pie de un abedul, en la orilla del camino, y se sentó con el labio superior muy tenso y serio; y, como el sol brillaba entre dos picos, se echó el pañuelo por encima del sombrero ladeado para protegerse. Luego, señalando con el índice, me puso primero en guardia contra numerosas herejías, por ninguna de las cuales sentía yo la más mínima tentación, y me instó a perseverar en mis oraciones y en la lectura de la Biblia. Dicho esto, hizo una descripción de la mansión a la que estaba destinado y de cómo debía conducirme con quienes vivían en ella.

    –Sé astuto, Davie, con las cosas intangibles –dijo–. Ten presente que, aunque seas de buena familia, has tenido una educación campesina. ¡No nos avergüences, Davie, no nos avergüences! En esa casa tan grande y elegante, con tantos criados yendo arriba y abajo, muéstrate tan amable, tan reservado, tan rápido en la comprensión y tan lento en la réplica como el mejor. En cuanto al terrateniente, recuerda que es el terrateniente. Solo te digo esto: honra a quien debes honrar. Es un placer obedecer a un terrateniente, o debería serlo para un muchacho.

    –Sí, señor, puede ser –dije–. Y le prometo que lo intentaré.

    –Así se habla –contestó el señor Campbell muy complacido–. Y ahora vamos a lo tangible o, por hacer un chiste, a lo intangible. Tengo aquí un paquetito con cuatro cosas. –Lo sacó mientras hablaba, con enorme dificultad, del bolsillo del faldón de su abrigo–. De estas cuatro cosas, la primera es tu herencia legal: el poco dinerillo de los libros y los muebles de tu padre, que he comprado (como ya te he explicado antes) con la intención de revendérselos con ganancia al nuevo maestro. Los otros tres son regalitos que a la señora Campbell y a mí nos haría muy felices que aceptaras. El primero, que es redondo, puede que sea el que más te guste a bote pronto, pero Davie, muchachito, no es más que una gota de agua en el mar. Te ayudará solamente a dar un paso y se esfumará como la mañana. El segundo, que es plano y cuadrado y lleva un texto escrito, irá contigo toda la vida, como un buen bastón para el camino y una buena almohada para la cabeza cuando estés enfermo. En cuanto al último, que es cúbico, te llevará, y así lo pido en mis oraciones, a una tierra mejor.

    Con esto se levantó, se quitó el sombrero y rezó un poco en voz alta, con palabras conmovedoras, por el joven que emprendía su camino en el mundo. Luego me cogió de repente entre sus brazos, me abrazó con fuerza, me apartó para mirarme, con el gesto contraído por la pena y, diciéndome adiós a gritos, se alejó al trote por el camino por el que habíamos venido. A otro quizá le hubiera parecido gracioso, pero yo no tenía ganas de reír. Me quedé mirándolo hasta que lo perdí de vista: no dejó de correr en ningún momento y tampoco volvió la cabeza. Fue entonces cuando me asaltó el pensamiento de lo mucho que le apenaba mi partida y de golpe sentí un gran remordimiento de conciencia, porque yo estaba contentísimo de dejar ese apacible rincón del campo y de vivir en una casa grande y llena de actividad, entre personas respetadas y ricas de mi propia sangre y apellido.

    «Davie, Davie –me reproché–. ¿Dónde se ha visto ingratitud más ruin? ¿Te olvidas de antiguos favores y antiguos amigos por el simple susurro de un apellido? ¡Vergüenza debería darte!»

    Y me senté en la roca que el buen hombre acababa de dejar libre para abrir el paquete y ver mis regalos. El que había llamado cúbico no me suscitaba grandes dudas; seguramente sería una Biblia pequeña para guardar en un pliegue de la banda³. El que había llamado redondo resultó ser una moneda de un chelín; y el tercero, el que me ayudaría tan prodigiosamente en la salud y en la enfermedad todos los días de mi vida, era un trozo de papel amarillo y tosco, con unas líneas escritas en tinta roja que decían:

    Para hacer agua de lirio de los valles: recoger flores del lirio de los valles, destilarlas en vino y tomar una o dos cucharadas, según la ocasión. Este brebaje devuelve el habla a quienes sufren de parálisis de la lengua. Es bueno contra la gota; reconforta el corazón y fortalece la memoria; y las flores, metidas en una botella bien tapada, enterradas en un hormiguero durante un mes y sacadas a continuación, ofrecen un licor que, guardado en un frasco, es bueno tanto para los enfermos como los sanos, ya sean hombres o mujeres.

    Y después, el párroco había añadido de su puño y letra:

    También sirve para tratar las torceduras por medio de friegas; y para los cólicos se debe tomar una cucharada grande cada hora.

    La verdad es que me eché a reír, aunque me salió una risa más bien trémula. Y me alegró colgar el hatillo de la punta de mi bastón, cruzar el vado y subir por la ladera contraria hasta el verde camino de carros que cruzaba el brezal, desde donde contemplé por última vez la iglesia de Essendean, los árboles que rodeaban la casa parroquial y los grandes serbales del cementerio donde estaban sepultados mi padre y mi madre.

    Capítulo II

    Llego al final de mi viaje

    La mañana del segundo día, al alcanzar la cima de un monte, vi que la comarca descendía desde allí hacia el mar, y a mitad de la pendiente, en un largo risco, la ciudad de Edimburgo humeaba como un horno. Una bandera ondeaba en el castillo y había barcos navegando o fondeados en el estuario. A pesar de lo lejos que estaban, todos se distinguían perfectamente y todos sobrecogieron mi corazón de campesino.

    Poco después llegué a una casa donde vivía un pastor que me indicó más o menos cómo ir hasta Cramond; y así, preguntando a unos y a otros, seguí mi camino hacia el oeste de la capital, por Colinton, hasta que di con la carretera de Glasgow. Allí, con inmenso asombro y placer, me encontré con un regimiento que marchaba al compás de los flautines, marcando el paso. A la cabeza iba un general viejo y colorado, montado en un caballo gris, y a la cola la compañía de granaderos con sus birretes. Pareció como si el orgullo de vivir se me subiera a la cabeza al contemplar aquellas casacas rojas y oír aquella música tan alegre.

    Un poco más adelante me dijeron que había llegado a la parroquia de Cramond, y entonces comencé a preguntar por la casa de Shaws. Tuve la sensación de que el nombre sorprendía a quienes pedía indicaciones. Pensé al principio que mi aspecto sencillo, mi indumentaria campesina y el polvo del camino que me cubría no casaban con la grandeza del lugar al que me dirigía. Pero, después de que dos o tres personas me echaran la misma mirada y me dieran la misma respuesta, empecé a pensar que había algo extraño en Shaws.

    Con el ánimo de aplacar mis temores, decidí cambiar la forma de mis preguntas y, al ver a un buen hombre que venía por un camino, subido en el eje de su carro, le pregunté si alguna vez había oído hablar de una casa conocida como la casa de Shaws.

    Paró el carro y me miró igual que los demás.

    –Sí –dijo–. ¿Por qué?

    –¿Es una casa grande?

    –Claro. Es grande, mucho.

    –Ya –dije–. Pero ¿y la gente que vive allí?

    –¿La gente? –repitió–. ¿Estás loco? Allí no hay gente que pueda llamarse gente.

    –¿Cómo? ¿Y el señor Ebenezer?

    –¡Ah sí! Es el terrateniente, claro, si es a él a quien buscas. ¿Qué asuntos te traen por aquí, muchacho?

    –Me han dado a entender que puedo encontrar trabajo –contesté, con la mayor modestia posible.

    –¿Cómo? –gritó el carretero, con tanta fuerza que hasta el caballo dio un respingo–. Bueno, chico –dijo entonces–. No es cosa mía, pero como pareces un muchacho decente te daré un consejo, si quieres aceptarlo: no te acerques a la casa de Shaws.

    La siguiente persona con la que me encontré era un hombrecillo atildado, con una bonita peluca blanca, y vi que se trataba de un barbero que iba haciendo su ronda. Como sabía que los barberos son muy dados a las habladurías, le pregunté abiertamente qué clase de hombre era el señor Balfour de Shaws.

    –¡Uy, uy, uy! –dijo el barbero–. Ese no es hombre de ninguna clase, de ninguna en absoluto. –Y empezó a preguntarme con mucha astucia qué asuntos me traían por allí, pero lo superé en astucia y siguió en busca de su próximo cliente sin saber más de mí que cuando me encontró.

    No puedo expresar bien el golpe que esto supuso para mis ilusiones. Cuanto más vagas eran las acusaciones, menos me gustaban, porque dejaban mayor margen a la fantasía. ¿Qué clase de casa era aquella que asustaba a toda la parroquia cuando preguntaba yo por el camino para llegar a ella? Y ¿qué clase de caballero aquel con tan mala fama en los alrededores? Si una hora de paseo me hubiera bastado para regresar a Essendean, en ese mismo momento habría renunciado a mi aventura y vuelto a casa del señor Campbell. Pero, ya que había llegado tan lejos, la vergüenza me impedía rendirme sin poner antes a prueba el asunto. Por dignidad me veía obligado a seguir adelante y, a pesar de la poca gracia que me hacían las cosas que había oído, y de que ya empezaba a aminorar el paso, seguí preguntando y seguí avanzando.

    Poco antes de la caída de la tarde me encontré con una mujer fuerte, morena y de gesto agrio, que bajaba despacio por una cuesta. Y al hacerle yo mi pregunta de costumbre, dio media vuelta sin decir palabra, me acompañó hasta la cima de donde venía y señaló un edificio enorme, en mitad de un prado desangelado al pie del siguiente valle. El paisaje de alrededor era una agradable sucesión de lomas surcadas por preciosos arroyos y cubiertas de bosques. Los cultivos me parecieron espléndidos, pero la casa en sí era más bien una especie de ruina. No había camino que llevara hasta ella, ni salía humo por ninguna de las chimeneas, ni se veía nada parecido a un jardín. Se me cayó el alma a los pies.

    –¿Es esa? –grité.

    La expresión de la mujer se iluminó con una rabia malévola.

    –¡Esa es la casa de Shaws! –exclamó–. Se construyó con sangre; la sangre interrumpió la construcción y la sangre la derribará. ¡Mira! –exclamó de nuevo–. ¡Escupo en la tierra y la maldigo! ¡Negra sea su caída! Si ves al amo, dile lo que has oído; dile que con esta son ya mil doscientas diecinueve las veces que Jennet Clouston ha lanzado la maldición sobre él y su casa, sus cuadras y establos, hombres y huéspedes, y el amo, su mujer, la señorita y los niños: ¡negra, negra sea su caída!

    Y la mujer, que había subido la voz hasta convertirla en una especie de sonsonete espeluznante, dio media vuelta de un salto y desapareció. Me quedé inmóvil, con los pelos de punta. Por aquel entonces la gente seguía creyendo en las brujas y se estremecía ante una maldición; y esta, lanzada tan de golpe, como un augurio del camino para detenerme antes de llevar a cabo mi propósito, hizo que me temblaran las piernas.

    Me senté y me puse a mirar detenidamente la casa de Shaws. Cuanto más miraba la casa más agradable me parecía el paisaje, poblado de espinos en flor, con los campos salpicados de ovejas y una hermosa bandada de grajos en el cielo. Todo aquello indicaba que el clima y el suelo eran buenos y, sin embargo, el barracón que veía en el centro hería mi fantasía.

    Los campesinos volvían de los campos y yo seguía sentado en la cuneta, pero no tenía ánimos ni para darles las buenas noches. Por fin se puso el sol, y entonces vi una espiral de humo ascendente contra el cielo amarillo, no mucho más densa, o eso me pareció, que el humo de una vela. Pero humo era, y eso significaba que había fuego, y calor y algo cocinándose. Algún ser vivo tenía que haberlo encendido, y esta idea me reconfortó el corazón.

    Seguí adelante por una vereda casi borrada por la hierba. En realidad, apenas se distinguía para ser el único acceso a una casa habitada, pero no vi ningún otro. Pronto me llevó a unos pilares de piedra con escudos de armas en la parte de arriba, y a su lado una casa sin tejado, destinada al guardés. Debía de ser una entrada principal que no llegó a terminarse: en vez de unas verjas de hierro forjado habían puesto unas vallas atadas con esparto, y, al no haber ningún muro alrededor del jardín, ni tampoco señal de avenida, la senda que iba siguiendo pasaba a la derecha de los pilares y se acercaba a la casa erráticamente.

    Cuanto más cerca estaba de la casa, más tétrica se me presentaba. Parecía el ala de un edificio que no había llegado a concluirse. Lo que tendría que haber sido el interior de las plantas superiores quedaba al descubierto, y peldaños y escaleras de mampostería sin terminar se recortaban contra el cielo. Muchas de las ventanas no tenían cristales, y los murciélagos entraban y salían como palomas en un palomar.

    Había empezado a caer la noche cuando llegué, y en tres de las ventanas inferiores, que eran muy altas y estrechas y estaban bien protegidas con rejas, empezaba a brillar la luz cambiante de un fuego pequeño.

    ¿Era aquel el palacio al que yo iba? ¿Era

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