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El Camino: Desde Cibuco hasta la Antártida
El Camino: Desde Cibuco hasta la Antártida
El Camino: Desde Cibuco hasta la Antártida
Libro electrónico300 páginas4 horas

El Camino: Desde Cibuco hasta la Antártida

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Información de este libro electrónico

Esta historia, de la cual yo soy el protagonista, comienza con mi atropellado nacimiento y termina con un final oportuno del actor principal. Fueron muchas las anécdotas, hazañas, aventuras y peripecias vividas en este viaje por la vida; el cual no estuvo ausente de penas, lágrimas, sufrimientos, dolores, fortalezas, deslices, alegrías, risas, c

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento28 oct 2023
ISBN9781685745271
El Camino: Desde Cibuco hasta la Antártida

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    El Camino - Vicente Cabán

    El_camino_port_ebook.jpg

    EL CAMINO

    Desde Cibuco hasta la Antártida

    Vicente Cabán

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño de portada: Ángel Flores Guerra B.

    Diseño y maquetación: Diana Patricia González Juárez

    Copyright © 2023 Vicente Cabán

    ISBN Paperback: 978-1-68574-526-4

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-528-8

    ISBN eBook: 978-1-68574-527-1

    Índice

    Dedicatoria

    Agradecimientos

    Capítulo 1: La escandalosa llegada y mi niñez

    Capítulo 2: Cibuco

    Capítulo 3: Adolescencia

    Capítulo 4: El plan

    Capítulo 5: La Gran Manzana

    Capítulo 6: Mi nuevo universo

    Capítulo 7: Europa en cinco dólares al día

    Capítulo 8: Sobreviviendo en el viejo continente

    Capítulo 9: Viviendo de lo aprendido

    Capítulo 10: De regreso a casa

    Capítulo 11: Hijo de gato caza ratón

    Capítulo 12: África

    Capítulo 13: Asia Oriental

    Capítulo 14: Sudeste Asiático y regreso a Asia Oriental

    Capítulo 15: Alaska

    Capítulo 16: Por el mar Egeo

    Capítulo 17: Por el mar Argentino y el océano Antártico

    Capítulo 18: Santiago de Compostela

    Mapa del desaparecido barrio de Cibuco

    Dedicatoria

    Con mucho amor, cariño y ternura dedico este trabajo a mis hijos Amanda Liz y Gabriel Andrés. También dedico estas memorias a tres seres que son muy especiales en mi vida y a quienes amo inmensamente, mis nietos Alana Luna, Leilani Sol y Marco Andrés, mis más preciados tesoros. Mi mundo es más grande y hermoso porque ustedes forman parte de él. Además, dedico esta obra a todas aquellas personas que con sus enseñanzas, prudencia, sabiduría, cordura y paciencia han sido mis grandes mentores en este viaje por la vida.

    Agradecimientos

    Agradezco a mi colega, Karla Wayner Peters, por instarme a escribir sobre mis aventuras y viajes por el mundo. Durante años, esta compañera y amiga estuvo insistiendo en que mis memorias deberían de ser plasmadas para la posteridad. Si bien no quise escucharla en aquel entonces; pensé mucho en sus palabras y hoy, después de tantos años, tengo la valentía de escribir sobre lo que nunca me atreví.

    También agradezco al colega y amigo caminante Héctor Luis Cruz Ortiz por, al igual que Karla, insistir en que después de haber escrito un par de libros el próximo que escribiera debería de ser sobre mis memorias. Aunque no estuve muy de acuerdo con él, he sido flexible y me atreví a rescatar algunos eventos que hicieron de mi vida una con futuro y sentido.

    Finalmente, quiero agradecer a la amiga Vanie González por su ayuda y colaboración en la creación de este libro. Su asistencia, consejos y correcciones en la producción de esta obra facilitaron en gran medida todos mis esfuerzos en la producción de la misma. Sin su asistencia hubiera sido imposible la realización de este trabajo.

    Capítulo 1: La escandalosa llegada y mi niñez

    La estrella de Belén anunció al mundo sobre el nacimiento de Jesús. Su resplandor, sin la necesidad de algarabía, fue testigo mudo del acontecimiento más grande del universo para el mundo cristiano. Era tan brillante aquella estrella, que fue vista hasta por hombres sabios de lejanas tierras.

    Cuando nací no hubo una estrella anunciando mi nacimiento y fuera del barrio Cibuco no se supo del mismo. Sin embargo, la lluvia, truenos, rayos, relámpagos y centellas fueron testigos de mi llegada al mundo la noche del 31 de enero de 1946. La tormenta que se desató aquella noche no fue capaz de empañar la alegría que sentían mis padres, Ramón Cabán (el Sordo) y Carmen Leonor Valentín (Monona) por el nacimiento de su primogénito. El acontecimiento era una celebración de toda la familia, puesto que la casa de mis padres estaba puerta con puerta con la de mis abuelos. Asimismo, otros parientes vivían en los alrededores.

    Según me cuenta mi tío Güingo, hermano menor de mi papá, alrededor de las dos de la tarde de un frío enero del año 1946 mi abuelo lo llamó y le dijo: «Nene, Monona va a dar a luz hoy, vete a Cucubano y busca a la vieja Chuncha». Él trató de razonar con mi abuelo, pues la tormenta que se había desatado no permitía a ninguna persona en su sano juicio hacer un recorrido tan peligroso. Un cielo negro, lluvia copiosa, rayos, truenos, relámpagos y centellas no le iban a dejar hacer semejante viaje. Sin embargo, mi abuelo Cristóbal no quiso escuchar razones y le ordenó a su hijo que ensillara la yegua Venancia; la cual conocía muy bien el camino y no se iba a asustar tan fácilmente por una «simple tormentita».

    A regañadientes, mi tío fue al rancho donde estaba Venancia guareciéndose de la tormenta y la preparó para una larga y ardua jornada. Una vez hubo alistado al animal, salió en este a toda prisa rumbo a donde vivía Chuncha, la comadrona. La tormenta apretaba más a cada momento, pero él hacía caso omiso de esta y espueleaba fuertemente al pobre animal para que galopara más a prisa. Cuando pasó frente a la casita del viejo Sotero, la cual era la última vivienda del barrio Cibuco antes de llegar a Cucubano, se vio un relámpago, sonó un trueno y calló un rayo muy cerca de la casa del asustado viejo.

    El pobre Sotero, cuando vio el reflejo del jinete sobre el caballo creyó que era el demonio persiguiendo un alma en pena. Le fue difícil creer que el diablo finalmente había penetrado los confines de aquel barrio recóndito y había alcanzado hasta donde nunca había sido capaz de llegar. La creencia popular era que debido a que el área era habitada primordialmente por las familias Santos, Rosario y Cruz, Satanás nunca iba a poder entrar a la jurisdicción. Ahora, sin embargo, Sotero lo había visto con sus propios ojos, el diablo estaba saliendo de Cibuco persiguiendo un alma en pena. El pobre anciano, con una tranca, aseguró bien la puerta de su humilde casita y junto a su familia se arrodilló a rezar.

    Mi tío Maximino Dolores (Güingo).

    Mientras tanto, tío Güingo continuó su atrevido viaje hasta llegar a la Balandra; la cual era una ciénaga que se inundaba cuando llovía mucho y no permitía el paso de transeúntes. Por suerte, la charca todavía no se había desbordado y Venancia pudo cruzar, con su carga, hasta alcanzar la orilla donde estaba la vía que conducía a Cucubano. Una vez en el camino, el jinete de nuevo fustigó a la jadeante yegua hasta alcanzar velocidad de galope. En menos de diez minutos, mi tío pudo llegar a la casa de la comadrona y muy exasperado le pidió a Chuncha que lo acompañara porque Monona iba a dar a luz.

    La buena mujer le pidió unos minutitos al cansado jinete en lo que se preparaba para el viaje. Al cabo de un corto tiempo, salió la comadrona lista para hacer el recorrido hasta donde se encontraba la paciente a unas cuatro millas de allí. A la partera se le hizo difícil subir a la yegua y fue entonces que mi tío pudo percatarse de que Chuncha no tenía equilibrio para subir al anca del animal porque la mujer estaba borracha. La frase que acostumbraba a usar tío Güingo cuando relataba esta historia era que «estaba hasta el soco del medio». Finalmente, con un pie en el estribo, ayudada por mi tío y apoyándose de la silla, mientras agarraba una botella de ron caña con su mano izquierda, la mujer pudo subir a la yegua. Aunque tío Güingo le rogó a la comadrona que se deshiciera de la botella esta se reusó alegando que la necesitaba para el camino.

    De regreso a Cibuco, mi tío y la comadrona encontraron que el agua en la Balandra había subido más de lo normal y la charca estaba inundada. Parecía imposible cruzar la lagunilla; la yegua, se resistía a entrar en el agua y mi tío no sabía qué hacer. Chuncha, sin embargo, usando un vocabulario poco ortodoxo, instigó a mi tío a que «convenciera» a Venancia para que entrara en el agua. Fue tanta la insistencia de la mujer, que en un momento dado tío Güingo espoleó la yegua y esta reaccionó violentamente casi causando la caída de ambos, jinete y pasajera.

    Chuncha, aunque completamente ebria, se agarró fuertemente de aquel hombre que parecía estar clavado a la silla de la yegua y mantuvo el balance, evitando así la caída al agua. Después del susto, muy lentamente, la jaca fue avanzando hasta casi hundirse completamente dentro de aquel cuerpo de agua. Aunque el agua le llegaba a la montura casi hasta el anca, el obediente animal no se dio por vencido y continuó su curso por la ciénaga. Con mucha paciencia y más miedo, el jinete logró cruzar a la vieja bestia por la crecida charca hasta llegar a tierra firme. Fue así como el dócil animal pudo llevar su preciada carga hasta terreno firme. De esta forma ambos, jinete y pasajera, pudieron continuar su viaje por el difícil camino.

    Al llegar donde estaba la embarazada mujer, la comadrona ordenó que le consiguieran agua caliente, paños limpios y mínimo dos botellas de ron caña. Rápidamente, mi tía Teresa hirvió el agua y le consiguió numerosos paños para la consabida partera. Mi padre, sin embargo, argumentando que «la vieja» estaba borracha, reusó conseguir el ron que Chuncha había solicitado.

    La comadrona, en un tono enérgico y autoritario le dijo a mi papá: «Al parecer este parto va a durar mucho tiempo y yo necesito toda la ayuda necesaria para poder cumplir con mi arduo trabajo». Mi abuelo Cristóbal razonó con mi padre diciéndole que la vieja Chuncha sabía lo que hacía; ella había traído cientos de niños al mundo y nunca había perdido un muchacho. Mi padre, aunque no del todo convencido por los argumentos de mi abuelo, consiguió dos botellas de ron para la partera. Sin embargo, le dio solamente una y guardó la segunda botella para dársela después de que naciera el muchacho. La experimentada partera, por el momento, se conformó con una botella y con mucho empeño dedicó su tiempo a trabajar para traer al mundo un cibuqueño más. De esta manera, entre palo (trago) y palo, después de cinco horas de intensa labor, fue que logré aterrizar en los brazos de mi querida benefactora.

    De más está decir que todo fue celebración y algarabía. Mi papá, como había prometido, le dio la botella de ron caña a la adorable mujer y más tarde le obsequió una tercera botella. La pobre partera no pudo regresar a su casa esa noche, pues la tormenta cerró el paso por la Balandra y había que esperar hasta que las aguas de la lagunilla bajaran. Alrededor de las tres de la tarde del día siguiente, el tiempo había mejorado lo suficiente para poder regresar a la valiente mujer a su casa en Cucubano. Satisfecha con la labor realizada, Chuncha me dejó en las inexpertas manos de mi madre, a quien ahora le tocaba aprender a manejarme. Por suerte, para mi madre y para mí, la familia de mi padre vivía en la vecindad y ellos eran expertos en la crianza de niños. Yo estaba destinado para vivir rodeado de primos y otros parientes que formaban mi familia cercana. Al parecer, el barrio entero estaría a cargo de mi formación.

    Durante mis años de crecimiento en el barrio, estuve rodeado de familiares y vecinos, quienes ayudaron a que mi desarrollo fuera uno sano, libre de trastornos típicos de la edad. Aunque la gente en el barrio era humilde y carecía de la modernización que tenía el casco del pueblo y otros barrios más progresivos, nunca hubo insuficiencia por lo básico para una vida saludable. No teníamos electricidad y el agua potable salía del pozo de la familia. No obstante, jugaba en un amplio patio que consistía en todo un barrio incluyendo los recovecos, que con el transcurso del tiempo pude descubrir y pasaron a ser parte de mi diario vivir.

    Fue en estos escondrijos que tuve mis años de desarrollo donde se me dio la oportunidad de ser formado libremente, rodeado de aventuras y hallazgos de todo tipo. Cuando comencé a caminar y se me permitió salir de la casa, poco a poco fui descubriendo un mundo lleno de aventuras y sucesos que marcaron mi vida para siempre.

    De temprana edad, a mi padre le gustaba llevarme a sus viajes de pesca. Había que levantarse mucho antes que saliera el sol para llegar al banco pesquero temprano antes del amanecer. Aunque a mí me gustaba ir de un lado para otro con mi papá, el trabajo que envolvía la pesca comercial me parecía muy agotador y de mucho sacrificio. Algunas veces, en altamar, con el vaivén de las olas el mareo era inevitable. Aunque eventualmente me pude acostumbrar a este movimiento, la sensación que dejaba en mí esta enfermedad me llevó a desarrollar cierto desagrado por la pesca comercial. No obstante, ya de adulto pude superar el resentimiento que dejaron en mí aquellos molestos viajes de pesca.

    Otra cosa que me gustaba mucho hacer cerca de mi casa, cuando fui creciendo, era ir de caza con mi primo mayor. Hacíamos hondas con horquetas que cortábamos del palo de guayaba. A estas, amarrábamos gomas que sacábamos de los tubos de aire de los neumáticos de carros. Al final de cada goma las uníamos con un «saquito» que hacíamos con cuero sacado de zapatos viejos para colocar la munición. Como proyectil usábamos piedrecitas (chinos) de río que eran muy sólidas y de gran peso. Le poníamos el chino al final de las gomas en el saquito y usando una mano para sujetar la horqueta y apuntar estirábamos con la otra mano las gomas hasta el máximo, para poder lanzar el balín con la mayor fuerza posible. Nuestras presas consistían en pájaros pequeños que merodeaban en el monte cerca de donde vivíamos.

    Siendo algunos años mayor que yo y teniendo mejor puntería, por lo general era mi primo Ramón Luis el encargado de manejar la honda. Mi trabajo era ir a buscar la presa una vez ya derribada por la piedrecita. En una ocasión, mi primo se colocó detrás de un palo seco que había atravesado sobre la arena, muy cerca del río. En cambio, me posicioné al otro lado del tronco, frente a mi primo, para mirar sus movimientos y aprender cómo el joven cazador usaba la honda. En todo momento, me mantuve en cuclillas mientras él apuntaba a un pichón que estaba posado en un palo de mangle. Mientras miraba, admiraba y aprendía con el cuidado, la pericia y estilo con que pausadamente mi primo usaba la honda momentos antes de soltar el proyectil.

    Fue en el instante que Ramón Luis había terminado su ritual para soltar el disparo, que un pájaro mucho más grande volaba y se paró en un madero detrás de él. Como mi primo no había visto aquella presa tan hermosa que estaba a sus espaldas, en una fracción de segundo me levanté para decirle que aguantara el tiro porque el pichón que había detrás de él era una captura mucho mejor. Desafortunadamente para mí, el intento que hice para detener el disparo fue muy tarde. El cazador no logró aguantar la descarga y el proyectil llegó a mi ojo izquierdo con una fuerza increíble.

    El chino golpeó la parte izquierda de mi ojo izquierdo rebotando por ese mismo lado. Al instante, la sangre salió en borbotones por la herida que había causado el perdigón y no paraba de fluir. Al ver tanta sangre, cubrí mi lesión con ambas manos y comencé a llorar. Ambos estábamos muy asustados y no sabíamos qué hacer. Estaba muy preocupado por la sangre que estaba derramando, mientras que mi primo se encontraba atemorizado por la «pela» que iba a recibir por haberme «sacado un ojo». Al final, Ramón Luis se vio obligado a dejarme en el monte mientras fue a buscar ayuda. El muchacho terminó cogiendo tremenda paliza mientras a mí, después de darme los primeros auxilios, me llevaron al hospital, donde estuve recluido por espacio de un mes. Por suerte, mi ojo se pudo salvar, pero tanto a mi primo como a mí se nos prohibió el uso de la honda hasta que «tuviéramos capacidad».

    No obstante, poco tiempo después de que fui dado de alta, de nuevo estuve envuelto en otro accidente grave que dejó malos sinsabores en la familia. En la casa de mi abuelo Cristóbal había un sinnúmero de gatos y perros, los cuales eran mansos y se llevaban muy bien entre ellos, al igual que con miembros de la familia. Sin embargo, un gato negro sobresalía entre todos los animales de la casa. Este era solitario, guapetón, mañoso y el que más problemas causaba en el vecindario. Aunque la familia lo quería mucho, el sinvergüenza era un buscabulla que causaba malestares a vecinos y familiares por igual… siempre andaba metido en problemas.

    En una ocasión, llegó el gato a la casa malhumorado y bajo mi inocencia quise jugar con él, tal y como estaba acostumbrado a hacerlo. Cuando lo agarré por el rabo para tirarlo, como había hecho otras veces, se volteó y, muy enfurecido, comenzó a clavar sus garras en mi brazo izquierdo mientras maullaba furioso encima de mí. Una y otra vez, clavó sus afiladas zarpas abriendo graves heridas en mi extremidad. Fue mi tío Casildo quien, atraído por los gritos, vio la sangre y con más furia que la que tenía el gato consiguió quitármelo de encima. Aunque Casildo logró ahuyentar al rabioso animal, este había dejado hondas heridas en mi brazo. Mi abuelo Cristóbal vino al rescate y envolviendo mi magullado brazo en una toalla evitó que continuara el sangrado y que me desmallara. Mientras tanto, mi tío salió a toda prisa a buscar a Manosanta, el curandero del barrio y «médico» por excelencia, para que con su sabiduría me sacara de aquel aprieto.

    Cuando llegó «el doctor», después de dejarme en sus manos, Casildo se dio a la tarea de cazar al cernícalo que había dejado lesiones graves en mi brazo. El animal ya había huido adentrándose en el monte. El enojado cazador, sin embargo, con la ayuda de su perro Cantinflas logró dar con su paradero y con una atarraya que él usaba para la pesca alcanzó a enredar al gato en ella. El furioso hombre metió al felino y la atarraya en un saco y con un machete le picoteó la nariz al desdichado animal. Luego, amarró una piedra al saco donde estaba metido el felino y lo tiró al río para que muriera ahogado. Aun metido en el saco, se podían ver las burbujas de sangre que dejaba el pobre animal que fue arrastrado por el río mientras luchaba por liberarse del bolso y la atarraya. Después de aquello, no supimos más del desdichado gato y asumimos que aquel fue el final del animal.

    Fueron varios los accidentes que casi me cuestan la vida durante mi niñez y estos ocurrieron tanto en la casa como en el monte. En la residencia de mi abuelo, la cual servía de área de juego tanto a mis primos como a mí, estuve envuelto en algunos incidentes interesantes… uno que otro catalogado como peligroso. Algunos de ellos envolvían a mis primos. Otros fueron causados por mí, sin ayuda de nadie.

    En una ocasión, mientras jugaba en la sala de la casa del abuelo Cristóbal, tuve la necesidad de ir a la cocina a tomar agua. Al igual que los niños de edades tempranas, siempre corría de un lado para otro, en lugar de caminar normalmente como lo hacen los adultos. En aquella ocasión, cuando me dirigía a la cocina, no fue diferente, y comencé a correr desde el pasillo de la sala en dirección a donde estaba el aljibe muy cerca de donde mi abuela Tiva cocinaba.

    Simultáneamente, mi prima Delia, quien estaba en la cocina, comenzó a correr en dirección a la sala. El pasillo de la casa de los abuelos, que conectaba la habitación con la cocina, era en forma de L. Al correr mi prima hacia la sala y yo en dirección de donde ella venía, chocamos en el punto ciego del pasillo. Ese día también, andaba de mala suerte porque el tropezón no fue uno cualquiera. Al chocar mi prima conmigo en el área del pasillo donde ninguno de los dos nos veíamos, accidentalmente, me enterró un cuchillo en el pecho, el cual cargaba tomado del cabo y apuntándolo hacia adelante. Cuando Delia vio que me había clavado en el pecho el cuchillo que ella sostenía, se asustó mucho y dijo: «Ay, lo maté» (todavía me parece escuchar aquella frase). Mi prima regresó llorando a la cocina mientras sangraba con un puñal enterrado en el pecho muy cerca de mi corazón.

    Para colmo de males, nadie se atrevía a sacarme el cuchillo; tuvieron que apresurarse a la tala a buscar a mi abuelo, para decirle que estaba muerto. El buen hombre, soltó la azada y llegó a la casa en un santiamén. Protegió la herida y el puñal aún enterrado en mi pecho con una toalla, resguardó el filo del deshuesador dejando su cabo libre. Después, puso su mano izquierda en la parte de la toalla que cubría la hoja y la herida, y con la mano derecha tiró fuertemente del cabo extrayendo el afilado puñal, liberando así mi pecho de aquella aterradora arma. Con la toalla mantuvo la

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