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Sopa de elegidos: Edición garbanzo negro
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Sopa de elegidos: Edición garbanzo negro
Libro electrónico548 páginas8 horas

Sopa de elegidos: Edición garbanzo negro

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¡LA EDICIÓN QUE NUNCA CREÍSTE CONSEGUIR DE LA NOVELA QUE NI SIQUIERA QUERÍAS LEER!
¿A quién recurre el destino si sus elegidos fallan?
Fusa Goretti, aspirante a alquimista, trabaja para la división más odiada del país: el Cuerpo de Corregidores Sanitarios. Su familia la repudia, sus vecinos la insultan, los niños le escupen y ni siquiera su jefe toma un café con ella.
Pero ahora el destino del mundo está en sus manos. ¡Y si no encuentra pronto a unos héroes de verdad a quienes pasar el marrón, puede que le toque a ella salvarlo!
Sopa de Elegidos: edición Garbanzo Negro es una reescritura completa, corregida y ampliada... no, reducida, de la farsa apocalíptica publicada anteriormente en esta editorial. ¡Es la misma historia, pero el autor ha tenido ocho años para fingir que escribe mejor!
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2023
ISBN9788418878923
Sopa de elegidos: Edición garbanzo negro

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    Sopa de elegidos - Wally Week

    I

    ÁNADRAN

    La llegada del otoño apenas se nota en Ánadran porque sus calles son marrones y crujientes todo el año sin que hagan falta hojas secas. Es una triste y esmirriada gota de tinta en el sur de la Gran Nación Unificada de Hemisferio, y eso si el mapa es lo bastante concienzudo. Para los pueblos y aldeas vecinos es como un vagabundo leproso al que evitar, que se pasa el día hablando solo —palabrotas casi siempre— y sobrevive día a día sin que nadie entienda cómo.

    Por entre las hileras de casuchas bajas, torcidas y grises discurren las calles sin empedrar, embarradas incluso en lo más seco del verano, por las que ratas y palomas triscan a sus anchas. Dos edificios sobresalen del resto, dando al conjunto la imagen de una dentadura sucia y mellada con un par de colmillos enormes como los de un jabalí. El primero es la iglesia, de cuyas gárgolas de estilo gevadiense no quedan más que los pies y los tobillos. Tiempo atrás un rayo destrozó la cúpula; los sacerdotes, heridos por la indiferencia de los aldeanos, se largaron con la prédica a otra parte.

    El otro edificio notable, un caserón con las ventanas tapiadas, coronado por los jirones de una bandera verde, es el ayuntamiento. Desde que el último alcalde apareció muerto hace cuatro años en su cama, estrangulado con una ristra de ajos¹, no consta en los registros ningún otro dirigente. Aparte de un alguacil, ningún otro funcionario ha pisado por allí hasta que yo, Fusa Goretti, me planto ante el portón.

    —Cambio huevos por arcilla —leo en voz alta el cartel clavado en la madera astillada.

    Miro atrás, esperando ver reírse a lo lejos a la aldeana que me ha indicado el camino, pero no hay nadie a la vista, o sea que si es una broma para foráneos, no se molestan en disfrutar del resultado. Retrocedo unos pasos y reviso las letras herrumbrosas sobre el arco de la puerta. Faltan la mitad, así a ojo, pero con las que aún aguantan no se me ocurren más combinaciones que Ánadran - Casa Consistorial. Este es el sitio, no hay duda. Ojalá hubiera duda.

    La aldaba tiene tal capa de roña que es como llamar usando una col mojada. Tras buscar alguna zona en la madera en la que poder dar con los nudillos sin rebozarlos en astillas, me rindo y le arreo tres patadones.

    —¡Ah de la casa! —voceo con la mano ahuecada para hacer bocina.

    A medio repetir la operación, la puerta se abre con tal ímpetu que caigo de panza a los pies de un mozo disfrazado de barril, que me sale al encuentro con cara de siesta interrumpida. Me incorporo tan rápido como puedo, muerta de vergüenza.

    —Puedo sola, gracias.

    El otro ni se inmuta y reparo en dos errores por mi parte: no va disfrazado, sino que lleva una coraza muy tosca de listones de madera y una cubeta por casco. Y su cara no es de adormilado, sino de ser un ceporro de aúpa.

    —Buen día. —Carraspeo—. ¿La autoridad competente?

    —Ni idea —contesta con un burbujeo nasal.

    —¿Perdón?

    —Tranquila, no hay fallo. ¡Buen día!

    Amaga con darme con la puerta en las narices. Cuando lo impido, chasquea la lengua y resopla.

    —Si metes el pie, no cierra —me explica señalando la prueba del crimen.

    Le muestro la tarjeta que llevo colgada al cuello. La mira con los ojos como dos platos soperos.

    —¿Qué pone? —pregunta pasado un rato.

    —¿No sabes leer? ¿Qué edad tienes?

    —Quince años y cuarto. ¿Vos sabéis cortar leña?

    —Yo… no. Bueno, sé cómo se hace, pero no me he puesto nunca.

    Se encoge de hombros y sonríe con aplomo. No es la primera vez que usa ese argumento.

    —Pues aquí pone que soy Fusa Goretti. —Vocalizo en exceso, como si hablara a un sordo—. Resido en Aleathán y trabajo para el Ministerio de Sanidad de Hemisferio como auxiliar de corregidor. Y preguntar por la autoridad competente significa que quiero hablar con la señora o señor que manda aquí.

    El muchacho rumia las palabras con paciencia.

    —Ah, pedís por el arguacil —dice al fin—. Pasar al despacho, que os lo busco.

    Me guía por un breve pasillo iluminado con la escasa luz que se cuela entre las rendijas de las ventanas tapiadas. Mis botas chapotean en la alfombra, una masa fangosa que me recuerda a la orilla de un pantano. El edificio apesta a moho con un matiz campestre que, sospecho, está relacionado con la oferta de huevos anunciada en la puerta. Unos cloqueos cercanos respaldan mi teoría.

    El despacho, por llamarlo así, entona con el resto de la aldea. La luz entra como puede por un cristal churretoso, cayendo sobre una cama revuelta, una mesita con una lámpara de aceite renegrida y un orinal lleno hasta casi el borde por algo que prefiero no mirar mucho, pero que añade un toque amargo al hedor general. Una pila de libros ajados calza la mitad derecha de un escritorio repleto de papeles, entre los que asoman un tintero, un juego de plumas mordisqueadas y un puzle a medio hacer. Completa el cuadro una chimenea en la esquina, bloqueada por una reja que impide el paso a las ratas que pululan por las cenizas.

    —Qué pintoresco —murmuro.

    —Voy por el arguacil. Por favor, tomar asiento —me indica un taburete detrás del escritorio.

    —Aguardaré de pie, gracias.

    El mozo me hace repetirle nombre y cargo y se marcha repitiéndolo en voz alta para que no se le olvide. Unos minutos después truena un vozarrón en el umbral, revolviendo a las ratas de la chimenea.

    …asidua en los sepelios de muy negros lutos ellos… —canturrea el alguacil al entrar con paso enérgico—. ¡Buen día!

    El saludo suena familiar, con el toque de afecto del vecino que te conoce desde que andabas a gatas. No es el detalle que más atrae mi atención, como se intuye por mi respingo y el grito que mal disimulo.

    Es una mole imponente de carne gris, frente chata, nariz gruesa y una mandíbula prominente de la que asoman dos colmillos inferiores curvados hacia fuera, rasgos habituales en los orcos².

    —Disculpad —digo mientras el susto da paso al bochorno—. No sabía que erais... eh…

    —¿De etnia impopular? —sugiere con un guiño—. Knork el Impredecible.

    Me ofrece la mano y la estrecho con cautela. Su apretón es firme, pero cordial.

    —Fusa Goretti —respondo.

    —Eso he leído. —Señala mi identificador—. Con que Sanidad ¿eh? Pues tienes curro para meses. —Me indica la chimenea llena de ratas—. Y espero que hayas traído una ballesta, porque he probado seis venenos y no hacen más que engordar.

    —No he venido por eso. —Casi añado un por suerte.

    Se le ilumina la cara.

    —¡Ah! Entonces al fin mandan la vacuna para el dengue. ¡Ya era hora!

    —Tampoco es e… ¡La virgen! —exclamo cuando se da media vuelta y se baja el pantalón hasta mitad del trasero.

    Se gira de nuevo, contrariado, reajustándose la ropa. Tras un leve y tenso intercambio de carraspeos, me yergo en un burdo intento de recortar la diferencia de altura entre ambos, que son unos cuatro palmos, cinco si contamos su cabello, negro y espeso, encerado mechón a mechón para mantenerlo erguido como un trigal en miniatura. Si no supera los dos metros de altura, poco le debe faltar. Abro el macuto y le entrego la carpeta granate con el escudo nacional impreso.

    —En nombre del gobierno de Hemisferio, os hago entrega de este informe. Por favor, leedlo de inmediato y con detenimiento.

    Me mira con la misma expresión que si le hubiera escupido en la mano. Abre la carpeta y hojea el contenido, farfullando con desgana.

    —Tengo orden de aclarar cualquier duda que os surja —informo al ver cómo frunce el ceño.

    —Pues te voy a dar tarea, maja. ¡Vaya letra garbancera! —Posa un dedo en el encabezado y lee, entornando los ojos—. ¿Qué dice aquí? ¿Caza? ¿Cama? ¿Cosa? ¿Coja? Cojarangas, parece.

    —Conferencias —deduzco sin mirar lo que señala. Me sé el expediente casi de memoria porque lo he pasado yo a limpio—. Y esa letra garbancera es caligrafía aleatha, caballero.

    Esto de caballero es un truco de familia, larga tradición de limpiabotas. La sonoridad y el número de sílabas lo convierten, con la entonación correcta, es el sustituto ideal de gilipollas.

    Knork abanica las casi cuarenta páginas del expediente y, al llegar a la contracubierta trasera, hace pinza con dos dedos para extraer de la solapa un sobre en blanco lacrado con cera negra.

    —Son instrucciones para vos. Confidenciales —respondo a su mirada inquisitiva. Al ver que no cambia de expresión, me encojo de hombros y añado—: No las he escrito yo.

    El alguacil respira hondo y me señala el escritorio cochambroso.

    —Siéntate, calígrafa, que tenemos para rato.

    Reviso la estancia. Las ratas me devuelven la mirada con aire amenazante y los morros pegados a la reja.

    —¿Podríamos ir a un lugar más apropiado? —propongo hecha un mar de escalofríos—. Que haya al menos un asiento por persona, sin contar camas.

    —Pues como no vuelque una olla grande, no hay más asientos que ese. —Me indica el solitario taburete.

    —¿En todo el ayuntamiento? ¿Cómo puede ser?

    Knork señala con el pulgar por encima del hombro.

    —¿Has visto el cartel de la puerta?

    Cambio huevos por arcilla —recito.

    —Antes decía Cambio madera por gallinas.

    A la vista del medio escritorio sujeto por libros, comprendo que no es broma. También entiendo que mi jefe me haya endilgado este asunto. Y pensar que hasta hace un rato me alegraba de haberme perdido la inspección de un matadero en Frondaverde…

    Cruzo la estancia, resignada, bajo la estricta supervisión de las ratas. Como cabría esperar, el taburete se tambalea sólo con rozarlo. Lo que queda de escritorio me llega a la altura del pecho y no me atrevo a apoyarme por si vuelca. Knork se recuesta en la cama del despacho y estudia en silencio el expediente.

    —¿Qué dice aquí? ¿Pimientos Verdes?

    —Piensa Dos Veces —adivino sin mirar el texto—. Es el nombre escogido por La Chusma para la región del norte que Hemisferio le ha cedido en el armisticio.

    —¿Cedido? ¿A La Chusma? —Medio suspira, medio gruñe—. O sea que hemos perdido la guerra.

    Me encojo de hombros.

    —¿Eso qué significa? ¿Qué no estás segura? —pregunta con aire cínico—. Llámalo tregua, armisticio, tirar la toalla, soltar la raqueta, descartar la mano o dar la toba al rey, pero rendirse es perder.

    Repito el gesto y él insiste, insiste, insiste hasta que salto.

    —Se ha firmado un armisticio y punto. Si ahí se dice así, yo lo digo igual —afirmo categórica—. Ya caigo lo bastante mal trabajando en Sanidad como para opinar sobre política.

    Me miro las uñas con aire digno. Por el rabillo del ojo veo a Knork retomar la lectura, pero enseguida vuelve a la carga:

    —¿Y cómo has acabado en Sanidad? ¿Es el castigo por sacar tres seises con el dado?

    No es asunto suyo, desde luego, y cuanto antes acabe con el dichoso expediente, antes me podré largar de este hoyo nauseabundo. Pero la escena ya me resulta lo bastante ingrata para encima estar a malas con nadie, así que se lo cuento.

    Aspiro a ser alquimista. No es por vocación, no es mi ilusión ni mi sueño, simplemente es un oficio cómodo, muy bien pagado y con demanda alta. Pero como ciencia arcana, la alquimia está regulada por el Despacho Nacional de Alto Riesgo y, por tanto, para ejercer no basta con tener un diploma enmarcado en tu salón. Alto Riesgo da largas a cualquier licenciado que no tenga un expediente académico radiante, un quintal de méritos y poco menos que el permiso expreso del decano para tutearle.

    Pero antes siquiera de poner un pie en la universidad hay que hacer frente a un montón de trámites y ninguno es gratuito. La matrícula cuesta un riñón, y para la formación práctica hace falta el permiso de manipulación de material peligroso, que cuesta otro riñón y medio páncreas. Súmese la cuota de materiales que cada alumno ha de asumir por curso, ya que la guerra ha dado lugar a la escasez de ciertos ingredientes alquímicos y el armisticio no había bajado los precios precisamente. Coronando este pastel están los gastos ineludibles de vivienda y sustento, ya que en Aleathán no hay facultad de alquimia y tendré que irme a estudiar a Irsalia o Alto Gevad.

    —¿Y tus padres no te pueden ayudar? —pregunta con un atisbo de empatía.

    —Mi padre era limpiabotas. Y su padre antes que él. Yo debía heredar el cargo —explico con un suspiro—. Mi familia no se ha tomado bien que prefiera optar a un sueldo fijo y un trabajo de oficina en vez de arrastrarme por la calle en pos de zapatos sucios, y encima en plena posguerra.

    —Ya, claro. —Hace una pausa para elegir las palabras con cuidado—. Pero viendo mi jornal, dudo que el sueldo de auxiliar de Sanidad sea la envidia del gremio de limpiabotas.

    —Bueno, me da para vivir e incluye dietas y un dormitorio común. —Hago un vaivén con la mano—. No es que cobre un sueldo como tal, cumplo una prestación voluntaria con opción a beca. Un año de, como has dicho, castigo por sacar tres seises con el dado, y el gobierno cubrirá todos mis gastos universitarios.

    Con un ajá y un leve asentimiento, Knork retoma la lectura. Así de interesante soy.

    Knork se habitúa rápido a mi letra garbancera y sus consultas se espacian. Sin embargo, para cuando aborda la última página, el sol ya ha caído y hasta las ratas se han aburrido, largándose chimenea arriba. Yo ya llevo un rato que no sé cómo sentarme y hasta me he atrevido a apoyar medio codo en el escritorio en ruinas. Incluso he estado tentada de sacar el ejemplar de Las Crónicas de Arcadio el Virtuoso que cogí en la biblioteca, en Aleathán, y ponerme a leer un rato.

    El chico barril entra en el despacho arrastrando los pies y con el casco de madera entre las manos con la abertura hacia arriba. Knork le dedica una sonrisa paternal, algo enturbiada por sus enormes colmillos.

    —¿Ya te vas, Hugo?

    —A casita, que ya es hora —dice el chico, sonriente.

    —Muy bien. ¿Tienes tu paga?

    Hugo le muestra el casco. Dentro, acomodados en paja, hay cuatro huevos morenos.

    —¡Creo que este es de dos yemas! —Señala el más grande y da un brinquito jovial.

    —Estupendo —asiente Knork—. Mañana me cuentas. Hala, para casa, no preocupes a tu madre.

    El muchacho entrechoca los tacones y se marcha.

    —Yo también debería retirarme —anuncio, comprobando mi reloj de bolsillo con la etiqueta

    propiedad del m. sanidad

    pegada en la cara interna de la tapa—. Se me ha hecho tarde para volver a Henarillo, así que si pudierais indicarme alguna fonda…

    —¿Fonda? —repite con risilla incrédula—. Esta aldea no la pisan ni los mercaderes, nos hacen salir a nosotros al camino para comerciar con ellos. Conque ya me dirás qué negocio haría una fonda. Mejor será que pases la noche aquí.

    —¡No! —Me pongo en pie de un salto—. De verdad, no os preocupéis —matizo, suavizando las maneras—. No quisiera molestar.

    Busco a tientas el petate con el pie. No sé qué horarios siguen las ratas, pero no me apetece estar aquí cuando vuelvan. Ni aquí ni en contacto con ningún otro mueble de este edificio asqueroso. No sé si lo ve en mi cara o lo intuye por sí mismo, pero Knork se ha dado cuenta y trata de sonar hospitalario:

    —Voy a hacer la cena —dice con voz animada, echando el expediente a un lado y bajando de la cama—. ¿Quieres queso en la tortilla?

    —Por mí no os molestéis. No suelo cenar —miento.

    —Tranquila, la cocina está limpia y los huevos son frescos —afirma con calidez—. Lo que no tengo es pan. Lo han puesto a pinta de leche el cuarto de hogaza, y una pinta de leche cuesta… —Sacude la cabeza— Bah, muy cara. Las cuajaré bien para que no chorreen y listo.

    Mira qué bien. Y me lo quería perder.

    Dispuesta a pisar la menor cantidad posible de edificio, sobre todo estancias que involucren tuberías, me salto por primera vez en años el lavado de manos previo a comer. Knork —no quiero pensar si por suerte o desgracia— sí pasa a lavarse antes de llevarme a la cocina. Esta, por cierto, me parece limpia al primer vistazo, pero después de once meses de trabajar en sanidad, no tardo en detectar bastantes faltas. Como deprisa, de pie, sin apenas masticar, me abstengo de usar el tenedor y bebo lo esencial y sin mirar el fondo de mi vaso.

    Rechazo la amable oferta de Knork de usar el baño de la planta superior y me retiro a descansar. Mi alcoba, también en dicha planta, es seca, medianamente cálida y no huele tan mal como el resto del ayuntamiento. Y lo agradezco, dado que no hay ventanas ni respiraderos y tiene el tamaño justo para encajar el colchón, puesto directamente en el suelo. Me acuesto con ropa y botas, el pelo envuelto en una blusa para no apoyarlo directamente en la almohada.

    Aun así, los picores me invaden al mismo instante de tocar el colchón. Seguro que las pulgas afincadas en el piso inferior me han usado como caravana para visitar a sus primas aquí arriba, celebrando una entrañable cena familiar que dura hasta el amanecer y en la que, por supuesto, soy entrante, plato y postre.

    II

    UNA TAREA SENCILLA

    Para cuando el gallo canta al alba, ya llevo unos diez minutos levantada, vagando de puntillas y a oscuras por el piso inferior del edificio, en busca de una puerta a ese gran cuarto de baño natural: el exterior. Sé que la calle también está infestada de alimañas, pero tendré más direcciones hacia las que huir si alguna se asoma mientras estoy en cuclillas con las bragas a media asta.

    Camino a tientas, pegada a la pared, palpando cada puerta que viene a mi encuentro. Al girar una esquina, planto la mano en algo pequeño, acolchado y peludo, como el nudo del cordón de una cortina. Mi mente dibuja una de esas tarántulas gordas que los de ciudad sólo vemos tatuadas en los brazos de macarras.

    —¡Joder! —chillo con voz aguda y echo a correr por el pasillo, las botas resonando en la moqueta fangosa.

    De pronto, el suelo se abre ante mí con un destello de luz y se me traga.

    Caigo de panza sobre algo duro que se desmorona con un estruendo de madera. Me envuelve el hedor más asfixiante que jamás haya castigado mi nariz, algo así como un cesto de fruta podrida remojada en amoniaco.

    —¡Socorro! ¡Socorro! ¡A mí! —grito. O esa es mi intención, ya que el aterrizaje me ha dejado sin aliento y no suelto más que un triste hilillo de voz.

    —¡Ah! ¡Au! ¡Mi codo! —protesta alguien junto a mí, entre susurros—. ¡Calla! ¡Los vas a asustar!

    Me da la vuelta bruscamente y me tapa la boca con una manaza sudorosa que sabe a cera de vela. A la temblorosa luz de un farolillo veo a Hugo sin su ridículo casco, el pelo pegado a la frente por el sudor. Se lleva un dedo a la boca exigiendo silencio y luego señala el techo, cuajado de murciélagos. Diez, veinte, treinta… puede que cien. Duermen cabeza abajo, envueltos en sus alas membranosas, a lo que se me antojan escasos metros sobre mi cara. Diría que hasta noto sus alientos.

    Ya no tengo que ir al baño.

    A las ocho en punto, Knork hace acto de presencia en el despacho, con su peinado impecable y ropa de veraneante: jubón de raso crudo, sin mangas y con los cordones sueltos, un pantalón fino hasta la pantorrilla y sandalias.

    —Buen día, calígrafa —saluda con simpatía forzada. O quizá simplemente se pregunte por qué estoy sentada en el taburete con las piernas en alto y abrazadas, aguantándome el tembleque, ya que añade—: ¿Ejercicios de equilibrio?

    Sonrío por seguirle el rollo. No sé si está al tanto de lo que ha pasado esta mañana, pero no seré yo quien saque el tema. Su ayudante me ha rogado, de rodillas y llorando, que olvide lo que he visto en el sótano, porque Knork y él podrían perder su trabajo. Y no sólo está en lo cierto, sino que se queda corto: la posesión de animales no catalogados como domésticos está prohibida bajo pena de prisión. Claro que hasta la fecha jamás he creído que hubiera en todo el país alguien dedicado a criar murciélagos en el sótano de casa. Me encantaría decir que me ha dado pena el chaval, pero si he decidido no informar de ello a lord Meadows es para evitar volver a esta aldea pestilente.

    Ante la nada apetecible idea de marchar hasta Henarillo con las piernas empapadas en mi propia orina, sin más aseo que un cambio de bragas, me obligo a aceptar la oferta de Knork de usar el cuarto de baño.

    —Te he preparado el de arriba —puntualiza con lo que creo entender es complicidad, como dando a entender que es el bueno o, qué sé yo, un privilegio.

    Por supuesto no hay cañerías ni desagües como en la ciudad, pero tampoco hay nada correteando por el suelo o las paredes, o al menos nada que se aprecie a simple vista, lo cual es de agradecer. Junto a la ventana hay un juego formado por jofaina y espejo en una especie de perchero de hierro. De la jofaina escapan pequeñas tiras retorcidas de vapor que empañan levemente la parte inferior del espejo.

    —No tengo bañera —dice con tono de disculpa.

    —Así está bien, gracias. —No habría usado una bañera en esta casa ni a punta de ballesta—. ¿Qué toalla puedo usar?

    —Esa misma —señala una toalla gris colgada de un gancho en la estructura de hierro—. Te la acabo de poner. Y supongo que te vendrá bien esto.

    Me entrega una cajita de madera clara, algo rascada, con refuerzos de metal y una pequeña cerradura falsa. Imita al clásico cofre del tesoro a la perfección, claro que su contenido me resulta más valioso que un puñado de esmeraldas. Puede que sea la primera persona que dice esto en Ánadran:

    —¡Qué bien huele!

    Dentro, pulcramente colocadas, hay dos pastillas de jabón envueltas en una tela suave y rosada, separadas entre sí por un frasquito de cristal ahumado lleno hasta arriba de un fluido espeso.

    —Es bálsamo de azahar —explica Knork al verme acariciar el frasco con las yemas de los dedos—. Aguanta mejor que el perfume y se usa para el sobaco, las ingles y eso. En aquel arcón tienes cepillos, usa los que necesites. Voy a salir a por leche para el desayuno.

    Los siguientes son, de lejos, los treinta mejores minutos que he pasado en esta aldea. Tanto es así que me veo inclinada a aceptar unas galletas o lo que sea que vaya a mojarse en esa leche. Pero el simulacro de euforia se va al traste en cuanto salgo del baño y me topo con la mirada ojerosa e inquieta de Hugo.

    —¡No he dicho nada! ¡Lo juro! —chillo, abrazándome al petate por toda defensa.

    —Quiere vernos a los dos en su despacho —tartajea. Le tiemblan los carrillos por contener el llanto—. Dice que es im-por-tan-te —silabea con dificultad.

    Lo sigo hasta el despacho, a través de la fungosa moqueta del corredor. Knork, aún con ropa de civil, aguarda sentado en el taburete con el expediente sobre el escritorio. Hugo se yergue en un intento de pose marcial.

    —¡Señor!

    Knork le dedica una sonrisa tierna.

    —Lo has conseguido, muchacho. —Se pone en pie con ceremonia—. La señora Goretti viene del ministerio para evaluar tu progreso. ¡Y has aprobado con nota! —exclama con las manos en alto, como quien desea feliz cumpleaños—. Así que ahora estás al mando.

    Los Goretti somos lo bastante espabilados para captar hasta los gestos más sutiles. Y por la manera en que me mira Knork, sin pestañear y apretando la mandíbula, comprendo que es mejor seguirle el juego.

    —Así es. Enhorabuena, Hugo —digo con flema funcionaria. Quizá lo oportuno sería estrecharle la mano, pero ya le he visto hurgarse en los suficientes rincones del cuerpo como para preferir darle un breve aplausito.

    El chaval no cambia de postura ni expresión. Es como si aún siguiera esperando una bronca.

    —Pero señor. ¿Y vos?

    —¿Yo? No puedo estar más de acuerdo —afirma Knork con orgullo paternal—. Serás el mejor alguacil que esta aldea ha visto nunca y estoy orgulloso de ti. Hoy mismo iré a la capital con la señora Goretti para firmar el acta. ¡Será un honor!

    —¿Y cuando volváis qué haréis? ¿Ser mi ayudante?

    Knork se cuadra.

    —Sería un honor, señor. Pero vos os bastáis para mantener la paz en esta aldea y cuidar de… Ya sabéis, de todo.

    Hugo rompe a llorar cuando Knork rodea el escritorio y le engancha la insignia de cobre en el pecho de su tosca armadura. Es un llanto silencioso, de emoción más que de pena o miedo.

    —Permiso para salir, señor —gorjea con la cara del color de una lombarda.

    —Ahora sois vos la autoridad —le recuerda Knork, conteniendo la emoción por poco—. Puedes entrar y salir cuando quieras.

    Tan pronto como el inocentón deja la sala, con la mano sobre la chapa de cobre, Knork entierra la cara entre sus manazas grises.

    —¿Te dejo solo? —pregunto con cautela.

    —Gracias por seguirme el juego. No es la clase de chico que encaja bien los cambios, así que he preferido suavizarle el disgusto.

    No sé si hablar o callar. Knork me saca de dudas:

    —No tienes ni idea de lo que decía la carta ¿verdad? —confirma, como si ayer no me hubiera creído al encontrar el sobre en la parte de atrás del expediente.

    —Es confidencial, ya os lo dije. De hecho a estas alturas yo ni debería de estar aquí.

    Knork se estira y hace crujir las vértebras. ¡La virgen! ¡Qué alto es! Y no sé por qué, pero me impone más con atuendo piscinero que con uniforme y placa. Supongo que antes me recordaba que jugamos en el mismo equipo o según las mismas reglas. Ahora no es más que un ciudadano de a pie, de esos que odian el departamento para el que trabajo. De esos que, después de una primera fase de jerez y sonrisas, defienden sus chanchullos de formas más drásticas, sobre todo si una asistente pringada descubre su criadero de animales ilegales.

    Cuando se me acerca, arrastrando los pies y chasqueando la lengua, maldigo a mis piernas por clavarse al suelo. No puedo más que bajar la cabeza y esperar.

    —Supongo que ya tengo un reemplazo asignado. Que vendrá, a lo sumo, en dos días —dice lentamente, caminando en torno a mí—. Pero de esta manera… No sé, quiero pensar que racionándole el disgusto… O quizá, ya sabes, ojos que no ven…

    —Saben que estoy aquí —declaro con un tartajeo.

    Knork se para en seco y creo, porque está a mi espalda, que se rasca la cabeza.

    —¿Saben? ¿Quiénes?

    —Mi jefe. El ministerio. Mi familia. Mi novio. —Total, puesta a mentir—. La Guardia Aleatha. La División Zafiro. Todo el mundo.

    Intento sonar dura, pero soy incapaz de decir siquiera los monosílabos sin que me tiemble la voz. A lo mejor tendría que haber tirado por la súplica, jurar que no he visto nada, que no diré nada y que sólo me importan mi beca y la alquimia.

    —¿La División Zafiro? —repite él con voz aguda. Dentro de sus posibilidades, claro—. A ver, el tema parece serio, pero tanto como para meter al cuerpo antimagia…

    —No sé, no sé. No conozco ningún tema, yo sólo pasé un informe a limpio y lo traje. Y ahora me quiero ir. Por favor, me quiero ir.

    —Tienes razón —concede—. Mejor salir ya, no se nos vaya a hacer tarde.

    Se aleja y oigo el frufrú de una mochila al colocarla en la espalda.

    —Hala, venga —dice entre animado y tristón—. He hecho bocatas. El pan va caro, pero un día es un día.

    La sonrisa que me encuentro cuando me atrevo a alzar la vista es brutal a mis ojos de humana, pero más allá de la genética, parece cálida y franca.

    —¿De verdad vienes conmigo? —pregunto en mi santa inocencia.

    Knork se yergue y ladea la cabeza como un perro al ver un hueso.

    —La carta dice que tengo que reunirme contigo en la posada de Henarillo, pero ya que estás aquí, nos saltamos ese paso ¿no?

    No contesto, pero mi cara lo dice todo. O en este caso nada, que es lo que sé de este asunto. ¿Reunirse conmigo? ¿Para qué?

    Knork saca el sobre en blanco, desdobla el papel que hay dentro y lo relee con el ceño fruncido.

    —El contacto designado F. Goretti eres tú ¿no?

    —Supongo —titubeo—. Pero yo no tengo nada que ver con los temas que trata el expediente. Eso será Extranjería, Defensa o yo qué sé.

    —Pues si no lo sabes tú…

    ¿Qué voy a saber? Yo sólo tenía que venir a Ánadran, cumplir una tarea sencilla, volver a Henarillo y reunirme en la fonda con mi jefe. Una tarea sencilla, un simple favor para ganar tiempo, un mérito para quedar bien con él ahora que estoy a un mes de completar el servicio. Y en vez de eso, parece que esté viviendo la novatada más larga, absurda y retorcida de la historia.

    III

    HENARILLO

    La caminata es dura. Knork sugiere parar a comer los bocadillos y la cantimplora de agua con limón y azúcar que ha preparado. Pero ya he hecho esperar a lord Meadows unas doce horas más de lo previsto y, si bien el motivo es razonable, le he visto endurecer penas por excusas igual de sólidas. Así que ni hablar; si puedo recortar un minuto a costa de jugarme el flato o un calambre en la pierna, lo recorto.

    Además, por muy amable que se muestre mi inesperado compañero de camino, sigo sin estar cómoda con él. Por su parte, trata de disimular la pena por haber dejado atrás al desconsolado Hugo y, para colmo, mintiendo. La despedida final, a las puertas del ayuntamiento, ha sido un cuadro: el chico, su madre y su hermana llorando a moco flojo y dándonos las gracias a ambos, empeñados en regalarnos un porrón con forma de jirafa y un juego de salero y pimentero que simulan un perro montando a otro, las dos obras más preciadas del difunto padre de Hugo, ceramista y soplador de vidrio. Menos mal que al final han desistido.

    Tan pronto rebasamos la última cepa de esas vides que pueblan la franja centro-sur de Hemisferio, una ancha calzada de adoquines nos da la bienvenida a la villa de Henarillo. Las casitas son del tipo que los niños dibujan con tizas en el suelo: tejados rojos, fachadas blancas, ventanas cuadradas y al menos una anciana con silla de mimbre a la puerta en cada manzana. Hay perros echados al sol, gatos pululando por las bajas tapias entre casa y casa y niños acudiendo a la urgente llamada del almuerzo.

    Para mi sorpresa, ya decidiré si grata o no, lord Meadows no se halla en la fonda. El ama, parca en palabras y, digamos, de simpatía selectiva, me informa que no lo ha vuelto a ver desde que ambos saliéramos ayer, yo hacia Ánadran, él hacia Frondaverde. Las llaves de ambas habitaciones siguen en el casillero.

    —Creí que no volvíais —afirma mientras lanza a Knork miradas de reojo—. Os vais con equipaje y todo... Pero en fin, le he preguntado al Carlos, del establo, y me ha dicho que vuestras yeguas siguen ahí, así que os las iba a guardar un par de días más. En fin…

    Me da las dos llaves sin haberlas pedido y se marcha hacia el comedor farfullando que llegamos a mala hora, en pleno turno de almuerzos.

    —A lo mejor le pasó igual que a mí —aventuro al quedarme a solas con Knork en el pequeño vestíbulo del hospedaje.

    —Como también use letra aleatha de esa tuya, nos podemos pasar aquí otros diez días —dice este, acuclillado, soltándose las sandalias.

    —Me está dejando de hacer gracia a un ritmo trepidante que te metas con mi letra ¿sabes? —informo, envalentonada por los ruidos que vienen del comedor, que está hasta arriba de gente—. Habrá que ver la tuya.

    —Pues cursiva gevadiense, como la gente normal —replica burlón. Va hacia una maceta con las sandalias en la mano y las sacude entre sí para limpiarlas de arena, con una puntería nefasta.

    —¿Eso no lo podías haber hecho antes de entrar?

    —Sí, hombre, y descalzarme en la calle. Vaya guarrada.

    —Bueno, pues como según parece soy tu contacto designado, te voy a pedir por favor que te comportes y…

    No termino la frase. Según la digo, Knork se pone a señalar algo junto a mí. Es un cenicero de pie y el suelo alrededor está lleno de ceniza e incluso hay algunas colillas.

    —Ya te digo yo que si me miran mal no va a ser por un poco de arena. —Se señala la cara—. Etnia impopular, ya sabes. Y eso que aún estamos muy al sur. Según subes hacia el norte, empeora.

    Tras esta conversación me da algo de apuro rechazar el bocadillo que me ofrece, y aunque las habitaciones incluyen pensión completa, hago de tripas corazón. Comemos en el patio de la fonda, expuestos al olor delicioso de un arroz con liebre y oyendo el desfile incesante de raciones de gazpacho que, según parece, algunos repiten tres y hasta cuatro veces. Y yo comiendo tortilla reseca en pan de algarrobas y, para colmo, fingiendo que es un planazo. Casi prefiero al Knork que da miedo que al que da pena, la verdad.

    —Bien, mientras aparece o no lord Meadows, esta futura becaria se va a echar una horita —anuncio, sacudiéndome las migas de la ropa, para alegría de un grupito de gorriones que nos han estado incordiando todo el almuerzo.

    —¿Y yo qué hago mientras? —dice con un mohín—. Tres años como alguacil de Ánadran no dan para periplos hosteleros. Llevo encima todo lo que he ahorrado y ya te aviso que no hay ni una sola rubia, todo es plata y cobre.

    —Vale, para, para, para —suplico, muerta de ganas de ver una cama como es debido—. Toma, ve a mi habitación. Yo usaré la de lord Meadows.

    Coge la llave, que en su mano parece diminuta. Recojo mi petate y me despido con media sonrisa y un gesto de mano.

    —¿Y ahora qué? —pregunto al verle ceñudo.

    —¿Tienes algo para leer?

    —¿Por qué no duermes un rato? Bah, déjalo. Le vas a dar la vuelta de algún modo para que quede mal yo.

    Abro el petate y rebusco el ejemplar de Las Crónicas de Arcadio el Virtuoso.

    —Ojo, que es de la biblioteca —le advierto al dárselo—. Como le pase algo, la multa es de aúpa.

    —Ya lo va a ser, ya. —Me enseña la fecha tope de devolución, vencida hace mes y medio.

    —Me empiezas a caer un poco gordo, la verdad —resuello, arrastrando mi equipaje hasta la escalera de subida.

    Las habitaciones están cada una en una punta del pasillo, así que tengo el inmenso placer de separarme de Knork y sus puyas tanto como da de sí el piso de arriba. Finalmente, con un suspiro aliviado, me encuentro en un cuarto acogedor con ventana y visillos, alfombra, mesita, armario con cajones y, por encima de todo, una cama con cuatro patas y un colchón yermo, deshabitado. Me acuesto desnuda, dejándome mimar por las sábanas blancas de lino y la almohada tierna como la miga del pan recién hecho.

    Despierto agitada, con la sensación de haber dormido mucho. El reloj de bolsillo, que me ha estado velando en la mesilla, confirma la sospecha.

    —Toma ya, las ocho y diez —murmuro, frotándome los ojos.

    He dormido como un tronco, pero no tengo el sueño tan profundo como para no haberme despertado si hubieran llamado a la puerta. Espero, confío, deseo que lord Meadows esté cenando o, a saber, tratando lo que tenga que tratar con Knork.

    Ni diez minutos después, con el pelo domado en una cola de caballo y vistiendo la blusa azul sin mangas que me envolvió la cabeza anoche, bajo al comedor. En el camino, he echado una o dos miradas a la puerta al otro lado del pasillo, pero ¡qué leches! Una cosa es ser su contacto designado —cosa que, por cierto, me habría gustado saber de antemano— y otra su niñera.

    El comedor no está a rebosar como a mediodía, pero desde luego hoy van a hacer bastante recaudación. Barro la sala con la vista, el cuello estirado y moviendo la nariz como un conejo con la esperanza de hallar a mi jefe, pero nada. Sin embargo, en una de las mesas laterales, las clásicas que parecen puertas tumbadas en medio de dos bancos enfrentados, veo izarse la mano derecha de Knork como una enorme banderola gris para indicarme su posición. Está sentado con cinco hombres ataviados con jubón blanco y chaleco azul cian, algún tipo de uniforme. Cuatro de ellos golpean la mesa con el culo de sus jarras, salpicándolo todo de cerveza, cantando a voz en cuello Bendito Charlie Mops. El quinto, un pelirrojo de aspecto huraño y un parche mugriento sobre el ojo izquierdo, bebe sin cantar.

    —Vaya toalla —murmuro con un suspiro.

    Conduzco mis botines por entre grupos de parroquianos de tez curtida por el sol, voz cascada, manos callosas y, por lo que leo en sus caras, paciencia en vías de extinción con Knork y sus amigotes. Estos, a excepción del tuerto, me reciben con la euforia exagerada de los plastas de taberna: berridos, aplausos y algún silbido.

    —Bueno, ya está bien —declara el tipo sentado entre el pelirrojo y Knork, cortando a los demás. Es un grandullón calvo con orejas de soplillo y el poblado mostacho lleno de espuma de cerveza—. Poyatos, haz sitio a la señora.

    Poyatos es el que está sentado más cerca de mí, un barrigón con el jubón remangado hasta los codos y el chaleco lleno de ronchas húmedas. Se estruja contra el rubio de hombros caídos que se sienta junto a él. A este, el chaleco azul le queda enorme, y es mucho más joven que sus cuatro compañeros. Yo diría que aún no ha hecho los veinte. El último en discordia es un tipo estirado, con el pelo repeinado con aceite y recogido en un montón de trenzas canijas, barbita fina y la evidente creencia de estar buenísimo, y no sólo porque salga ganando claramente al compararse con los otros cuatro.

    Me siento a regañadientes, tratando de no acercarme al Poyatos este, que tiene pinta de manchar con sólo rozarlo.

    —Buena noche —saludo con la dosis justa de entusiasmo.

    —¿Qué bebes? —me pregunta el calvo, con sonrisa parda de mascar tabaco.

    —Nada, gracias.

    —¿Estás bien, Goretti? —se preocupa Knork, usando el mismo deje paternal que con Hugo—. Has dormido cinco horas.

    Poyatos suelta una risotada. Su voz suena a hojas secas metidas en un mortero.

    —¡Hostia, chica! ¡Qué palizón le has dao a la cama! —Acompaña su requiebro con tres codazos amistosos directos a mis costillas.

    Uf, es de esos.

    —Estoy bien. Es que no tengo sed, gracias.

    —¡Ni nosotros! —dice Poyatos, descojonado, mientras me castiga el torso.

    —¡Vamos mujer, bebe algo! —insiste el de las trencitas con un disgusto visible por tener dos personas entre él y yo—. Aunque sea media blanca.

    —Es muy suave —apunta el jovencillo. Me muestra su jarra sin mirarme, rígido e incómodo.

    —Porque es para niños, Lacric —se burla el barrigón, apartándolo con un empujón del hombro. Me arrea otros dos codazos—. ¿Qué dices, niña? Media blanca sí te tomas ¿no?

    El tuerto, que no ha hablado hasta ahora, golpea la mesa con la jarra. Suerte que está vacía.

    —Que no quiere, coño. Parad ya —dice entre aspavientos. No parece afectarle la mirada fija que le echa el bigotudo.

    —Ya está el rosáceo dando el cante —dice el trencitas—. Cómo son ¿no crees…?

    Tardo más de lo debido en darme cuenta de que me está dando pie a decir mi nombre. Knork se adelanta, porque el silencio se empezaba a hacer incómodo. Para los de la mesa, claro, el resto del local ha disfrutado de unos segundos de paz.

    —¿Fusa? ¿Como en las partituras? —pregunta Lacric con un hilo de voz. Esconde su cara flacucha tras el vientre hinchado del señor codo inquieto.

    Asiento esperando la bromita sobre Corchea, mi supuesta hermana, clásico inmortal. Pero el chico no dice nada más, quizá por miedo a que nadie se ría o bien que no está acostumbrado a hablar con desconocidas.

    —Fusa Goretti —repite el del mostacho, como dando su aprobación—. Yo soy Felipe Nombela. Estos son Poyatos, Lacric, O’Flaherty —por el tuerto— y el fravesseano risitas que ahora mismo va a ir a pedir otra ronda es Alistair Shearsmith.

    —Encantada —miento con educación.

    Shearsmith se pone en pie con un salto totalmente innecesario.

    —Tres turbias, dos de trigo y... —Se inclina sobre la mesa para comprobar que Lacric aún tiene la jarra medio llena—. ¡La virgen, retaco! ¿Aún andas así? ¡Y eso que es suave!

    —Bebo despacio —se excusa el chaval, obligándose a dar un trago largo.

    Shearsmith va a la barra pavoneándose por entre las mesas con andares de rey del pasodoble, saludando a todos como si los conociera. Me gustaría ver si quien prepara las bebidas escupe en unas o en todas.

    Suspiro y voy a apoyar los brazos cruzados en el borde de la mesa, pero me detengo a tiempo, salvando la blusa de los regueros de cerveza que la surcan.

    —¿A

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