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La comunicación NoViolenta en el trabajo: Un enfoque colaborativo para empresas, instituciones, escuelas y grupos
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La comunicación NoViolenta en el trabajo: Un enfoque colaborativo para empresas, instituciones, escuelas y grupos
Libro electrónico360 páginas4 horas

La comunicación NoViolenta en el trabajo: Un enfoque colaborativo para empresas, instituciones, escuelas y grupos

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El propósito de este libro es proponer una manera de pensar y relacionarnos con las personas que promueva entornos de confianza y ontribuya a resolver los conflictos de una forma saludable. Esta aproximación nos va a permitir abordar, con eficacia y desde la conexión, dificultades cotidianas con las que nos encontramos en el mundo del trabajo y en las relaciones en general.
El poder transformador de la Comunicación NoViolenta de Marshall Rosenberg se sostiene sobre la sencillez de su práctica. Se trata de un enfoque que tiene en cuenta a las personas, genera bienestar y promueve un deseo natural de contribuir, enriqueciendo la vida de todos. Esto se traduce en entornos profesionales cohesionados donde la gente se expresa, los problemas se afrontan y los conflictos, cuando no se diluyen, resultan menos intensos.

El trasfondo de los casos que se proponen es tan universal que simplemente cambiar los protagonistas y adaptarlos a nuestras circunstancias es suficiente para que los ejemplos nos resulten cercanos. Un diálogo entre una supervisora y una persona a su cargo puede convertirse en un diálogo entre una profesora y un estudiante o entre un médico y una paciente o entre miembros de un equipo. A lo largo del texto se recorren diferentes temáticas de manera práctica, desde cómo dar un feedback hasta cómo escuchar de forma práctica, pasando por decir 'no' y escuchar un 'no', afrontar un error, resolver conflictos, pedir disculpas de forma eficaz o expresar y recibir reconocimiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 oct 2023
ISBN9788412666434
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    La comunicación NoViolenta en el trabajo - Marta Delgado Urdanibia

    PRIMERA PARTE

    UNA REFLEXIÓN SOBRE LAS PERSONAS, EL TRABAJO… Y LA VIDA

    CAPÍTULO 1

    Cómo el lenguaje conforma nuestra realidad

    La comunidad aborigen Kuuk Thaayorre, asentada en Pormpuraaw, en la costa oeste del cabo de York en Australia, no cuenta en su vocabulario con las palabras izquierda o derecha. En su lugar, para describir la ubicación de objetos o personas en un espacio, o la dirección a la que se dirigen, utilizan los puntos cardinales, que no se restringen a cuatro, sino que se designan con dieciséis palabras diferentes. Cuando una persona de ese pueblo se encuentra con otra, en vez de hola, su saludo es: ¿a qué lugar te diriges? Desde la infancia, los miembros de esta tribu desarrollan un exquisito sentido de la orientación que no tiene nada que envidiar a animales con unas características biológicas que les permiten desarrollar de forma superior esta capacidad. Su lenguaje (y su cultura) los ha entrenado para desarrollar unas habilidades de las que otros pueblos con otras lenguas carecen.

    En inglés, cuando una persona golpea involuntariamente con el cuerpo un jarrón y este se rompe, la expresión que se utiliza para describir el hecho es: she broke the vase (ella rompió el jarrón), mientras que en español, al tratarse de un accidente, la expresión más probable será: el jarrón se ha roto. En una lengua se estaría poniendo el foco en el autor; en la otra, al tratarse de un acto no deliberado, la atención se pone en el hecho en sí. Cada lengua coloca la mirada en una dirección, con lo que, transcurrido un tiempo, probablemente en un caso se recordará más al responsable del accidente, mientras que en el otro se rememorará el resultado del mismo. Nuestro lenguaje, nuestra forma de expresarnos puede orientar nuestra forma de pensar sobre los hechos sucedidos.

    Algunas lenguas, como el español y el alemán, asignan un género a los sustantivos, que en algunos casos podría sonar arbitrario. Así, por ejemplo, un puente es masculino en español y femenino en alemán. Pues bien, a través de diversos experimentos se ha comprobado que cuando a un español se le pide que mencione palabras que asocie al término puente, es más probable que utilice adjetivos asociados a estereotipos masculinos, como fuerte o sólido, mientras que un alemán se inclinará con más frecuencia por calificativos vinculados a estereotipos femeninos, como elegante o bonito. Digamos que, nuestra mirada, aun sin intencionalidad consciente, no siempre tiene la objetividad que damos por hecha, sino que lleva impresa una carga.

    Estos son algunos ejemplos con los que Lera Boroditsky (2009, 2017), investigadora de ciencia cognitiva en la Universidad de California, San Diego, y editora jefe de Frontiers in Cultural Psychology, ilustra su tesis de cómo el lenguaje moldea nuestra forma de pensar. Con un enfoque que combina diversas disciplinas, como la neurociencia, la lingüística, la psicología y la antropología, explora la relación entre el lenguaje y la capacidad del ser humano de conocer y decidir por medio de la percepción.

    Sobre la base de los resultados de sus investigaciones, Boroditsky (2010) afirma que:

    Resulta que si cambias cómo habla la gente, eso cambia cómo piensan […]. Los lenguajes que hablamos no solo reflejan o expresan nuestros pensamientos, sino que también moldean los pensamientos que queremos expresar. Las estructuras que existen en nuestros lenguajes dan forma profundamente a cómo construimos la realidad […]

    Y concluye provocadoramente invitándonos a hacernos las siguientes preguntas: ¿por qué pienso como pienso?, ¿Cómo podría pensar diferente?, ¿Qué pensamientos quiero crear?

    Pero la cosa no termina ahí. Esta diversidad cognitiva no se da exclusivamente entre lenguas, sino que, dentro de nuestra propia lengua y contexto cultural, podemos identificar metáforas, símbolos o interpretaciones que definen una situación y, por tanto, influyen en las posibles actuaciones o soluciones que se nos ocurren a raíz de esta. Dicha metáfora, al igual que el lenguaje que se utiliza, no es inocente, sino que transmite una determinada visión del mundo, lo cual limita nuestra percepción de la situación y puede orientar nuestra acción o nuestro razonamiento en una dirección y no en otra, aun cuando no siempre seamos conscientes de ello.

    Así, metáforas como:

    El tiempo es oro

    El tiempo es dinero

    La vida es una lucha

    Este mundo es un callejón sin salida

    pueden convertirse en creencias o visiones del mundo que afectan a nuestros comportamientos y pueden llegar a limitar las elecciones que hacemos en la vida.

    En la misma línea, Labari (2020) hace referencia a la metáfora de la guerra y el discurso belicista adoptado por líderes políticos de distintos países para referirse a la crisis sanitaria del COVID-19. Esta imagen épica los erige como héroes en la batalla contra el enemigo, el virus, y eclipsa a los verdaderos protagonistas de esta historia:

    "La crisis que vivimos empezó más o menos pegada a los hechos. Empezamos hablando de empatía, de solidaridad y de todo tipo de profesionales relacionados en mayor o menor medida con una sola cosa: el cuidado. […] El virus impone la revolución de una nueva sociedad del cuidado y el conocimiento. Eso es la realidad. […] Sin embargo, estamos hablando de la guerra […] [frente a] una semántica capaz de dar valor a la espera, a la confianza, a los cuidados."

    En los conflictos sociales o ideológicos, a menudo se recurre a metáforas para definir la realidad. Dado que cada metáfora y su lenguaje asociado sustentan una visión del mundo, los diferentes actores compiten por imponer su metáfora, que condiciona nuestra manera de pensar y de comprender el conflicto en cuestión, así como las estrategias a adoptar2.

    Este es precisamente el objeto de la investigación llevada a cabo por Capdevila y Moragas-Fernández (2019), que analiza el uso político de la metáfora en la definición de los conflictos sociales. Las autoras estudian las diferentes metáforas utilizadas en el conflicto catalán (‘el matrimonio’, ‘la batalla’ o ‘el viaje’) y cómo, mientras que unas implican una confrontación sin matices entre dos partes, en la que solo hay la posibilidad de un vencedor y un vencido, otras permiten una visión más amplia e integradora donde pueden contemplarse las diferentes sensibilidades y se orientan hacia una variedad de estrategias.

    Por eso, a la hora de afrontar un conflicto, es útil identificar cuál es el marco, cuáles son los supuestos sobre los que se apoya cada una de las posiciones. Si detectamos que alguna de las metáforas excluye a una de las partes en conflicto, entonces para su resolución es interesante tratar de buscar una visión o realidad compartida por las diferentes partes implicadas. Las conversaciones pueden iniciarse desde un punto de partida común en el que todos caben y que conducen a soluciones que puedan tener en cuenta las necesidades de todos.

    Nuestra vida y lenguaje cotidiano están plagados de metáforas. El ejemplo clásico de Lakoff y Johnson (2017) es el de la metáfora una discusión es una guerra, que supone asimilar una discusión a una confrontación: utilizó toda su artillería para atacar mi argumento, sus críticas dieron justo en el blanco, nunca le he vencido en una discusión, el primero en disparar fue él, tus afirmaciones son indefendibles, destruí su argumento. El lingüista de la Universidad de Berkeley y el filósofo de la Universidad de Oregón se preguntan cómo se viviría la discusión si en vez de una guerra se utilizara la metáfora de un baile:

    "Tratemos de imaginar una cultura en la que las discusiones no se vieran en términos bélicos, en la que nadie perdiera ni ganara, donde no existiera el sentido de atacar o defender, ganar o perder terreno. Imaginemos una cultura en la que una discusión fuera visualizada como una danza, los participantes como bailarines, y en la cual el fin fuera ejecutarla de una manera equilibrada y estéticamente agradable. […] Cuando estamos obcecados en el ataque de las posiciones de nuestro oponente y la defensa de las nuestras, podemos perder de vista los aspectos cooperativos de la discusión."

    En una perspectiva de la discusión como un baile, seríamos capaces de vislumbrar otros aspectos que la metáfora de la guerra no nos permite ver, como por ejemplo que alguien que está discutiendo con otra persona está dedicándole su tiempo, una cosa valiosa, en un esfuerzo común de mutuo entendimiento.

    Lo que nos contamos de lo que está sucediendo y el lenguaje que utilizamos a menudo condicionan nuestra visión del mundo y nuestra actuación, y tomar conciencia de que esto es así nos da una libertad enorme porque nos permite elegir cómo mirar, cómo responder y dónde queremos estar.

    Llegados a este punto, nos toca preguntarnos cómo es el lenguaje en el que nos encontramos inmersos, un lenguaje que no determina, pero sí influye en nuestra manera de pensar: cuáles son nuestros puntos cardinales —retomando el ejemplo de la comunidad Kuuk Thaayorre—, cuál es el tipo de lenguaje que hemos ejercitado. Desde la infancia, y a través de la educación recibida, la mayoría de nosotros hemos practicado un lenguaje mental, basado en la lógica, la clasificación, las etiquetas, las interpretaciones, los juicios, las evaluaciones o la categorización de sucesos, objetos o personas. Este lenguaje es tremendamente útil, no solo para el pensamiento racional científico, sino para gestionar nuestra propia vida diaria, permitiéndonos ser más eficaces, rápidos y productivos en nuestras decisiones y acciones.

    En contraste, nuestro izquierda-derecha, siguiendo con el símil del pueblo aborigen australiano, es decir, el lenguaje en el que no estamos entrenados, es el vocabulario de nuestros sentimientos y necesidades, el lenguaje de nuestro mundo interior. Se trata de un lenguaje que apenas hemos ejercitado y desde el que nos cuesta expresarnos, pues no tenemos vocabulario para ello y, por tanto, a menudo no está presente en nuestro pensamiento.

    Desde pequeños nos separamos de nosotros mismos para agradar y complacer a otras personas (sean estas nuestros padres, profesores, jefes, grupo de referencia, pareja…) en una cultura de obediencia en la que para pertenecer a la comunidad, a menudo, el precio que pagamos es desconectarnos de nosotros mismos. Esta cultura aliena una parte de nosotros, pues no nos permite contemplarnos en nuestra totalidad, y despierta, como contrapartida, una actitud defensiva, un resentimiento y resistencia que en ocasiones nos hace reaccionar al contraataque porque no nos tiene en cuenta, no nos ve (ni nos permite vernos), al menos en nuestra totalidad.

    El lenguaje que nombra lo que sentimos y lo que necesitamos como seres humanos se penaliza y se reemplaza por un lenguaje mental moralista que clasifica y etiqueta a la gente en diferentes niveles de una escala normativa del tipo bueno-malo, correcto-incorrecto, un lenguaje de exigencia que alcanza una enorme sofisticación en la crítica y análisis del grado de error cometido por la otra parte (o por nosotros mismos), y donde tener razón, estar en lo cierto o ganar la discusión tiene mucho más valor que permanecer en conexión y cooperación con la otra persona, más allá de las diferencias que nos separan. Un lenguaje escudo, de falsa protección, donde en vez de hablar de nosotros y de lo que nos pasa, nos resulta más sencillo culpar o hacer responsable al otro de lo que sentimos, independientemente de que lo lleguemos a verbalizar o permanezcamos en silencio. Un lenguaje, en definitiva, que nos aleja del otro, pero también de nosotros mismos.

    El propósito de este libro es invitar y apoyar al lector para ejercitar un lenguaje de autoconexión y conexión con las otras personas, un lenguaje de cooperación y colaboración, sin renunciar a estar alineado con uno mismo y sus valores. Un lenguaje en el que ni la persona ni la organización tengan que renunciar a la esencia completa de la persona, de la que sin duda ambos pueden beneficiarse. Un lenguaje que nos permita afrontar diferencias y conflictos, que son inherentes a la vida, de forma que estos no queden enquistados o generen distanciamiento, sino que, por el contrario, se conviertan en una fuente de aprendizaje sin rehuirlos y, a la vez, sin que supongan una confrontación con resultado de vencedor y vencido, sino una búsqueda de soluciones que, sin ser necesariamente perfectas para uno de los actores, contemplen de forma satisfactoria a las diferentes partes y promuevan la cohesión y la confianza mutua.

    Para ello, se trata de proceder a la inversa de como lo hemos hecho hasta ahora. En vez de ajustarnos al lenguaje predominante y que él modele nuestra forma de pensar, vamos a elegir conscientemente un lenguaje que nos permita ver el mundo con una perspectiva más amplia, en el que nos podamos contemplar a nosotros mismos en nuestra totalidad (no únicamente una parcela de nosotros) y en el que lo mismo nos suceda con nuestra mirada hacia las otras personas o hacia la organización.

    En las páginas que siguen vamos a poner el foco en nuestro lenguaje en el entorno profesional, donde a menudo comprobamos que una parte considerable de nuestra energía se destina no a acometer nuestro trabajo y a cuidar de nuestro bienestar, sino a gestionar relaciones. La energía que nos restan los conflictos sin resolver, los malentendidos no aclarados, las interpretaciones sobre lo que el otro ha dicho o ha querido decir, las suposiciones sobre lo que piensa o sobre cómo es, lo no expresado o expresado de una manera que la otra persona no fue capaz de escuchar y que ha provocado un efecto contraproducente, las disputas internas…, todo esto hace que en ocasiones experimentemos que lo más difícil de nuestro trabajo no sea el contenido material en sí, sino las relaciones y convivencia con otras personas, a quienes no hemos elegido y con las que no necesariamente compartimos valores o formas de actuar.

    En ocasiones nos instalamos, con impotencia, en el wishful thinking o la ilusión de que el otro o la organización cambie / se dé cuenta / sea de otra manera…, con la consiguiente frustración cuando comprobamos que esto no sucede. Otras veces, decidimos marcar distancia para protegernos, alejándonos de la relación, no sin resignación, apatía o resentimiento; o reaccionamos de forma desproporcionada, por no haber expresado durante largo tiempo lo que estábamos experimentando. En otras ocasiones, si tenemos el poder para ello, buscamos directamente tratar de cambiar a la persona o imponer nuestra visión, utilizando para ello la culpa, la vergüenza, la amenaza o el miedo, sin tener en cuenta el impacto que estas estrategias tienen en la relación, la motivación y la confianza entre las partes.

    Y todo ello por no expresar cómo nos sentimos y qué estamos necesitando: el lugar de trabajo no es un sitio para expresar emociones, se me vería débil, son frases que nos resultan familiares. Así, tratamos de separarnos en artificiales dimensiones (la profesional/racional, la personal/emocional), como si esto fuera posible, como si pudiéramos dejar en la puerta las otras partes de nuestra identidad, y el resultado es una enorme confusión, porque terminamos expresándonos o actuando sin haber explorado y comprendido primero lo que realmente nos pasa y lo que queremos. Y de esa manera, la organización también termina pagándolo, pues no estamos aportando todo nuestro potencial.

    Nuestro propósito, por tanto, es proporcionar las herramientas para aprender no a cambiar a las personas (objetivo, por otra parte, poco realista), sino a ampliar mi mirada y mi comprensión del mundo, y con ello, mi forma de afrontar situaciones de diversa naturaleza. Explorar una manera de actuar desde el ser humano íntegro, una manera de estar y de relacionarnos que nos permita conectar con nosotros mismos en toda nuestra profundidad, así como con el resto de las personas de la organización, sean estos mis compañeros, superiores, proveedores, clientes, pacientes o estudiantes, desde otro lugar mucho más satisfactorio y pleno. Esta nueva mirada incluye también una revisión de la relación que mantenemos con el trabajo y, en definitiva, de la forma de afrontar la vida.

    A estas alturas, el lector quizás pueda sentirse abrumado ante lo que parece una tarea inabordable o que requiere de una enorme energía. Sin embargo, como podrá comprobar en la segunda parte de este libro, este proceso se caracteriza por su sencillez y eso es lo que lo hace tan eficaz. De hecho, nuestra experiencia, a través de las formaciones que impartimos en organizaciones, es que, una vez que se experimenta, esta perspectiva resulta obvia —como si una sabiduría interior hubiera emergido— y nos genera bienestar, nos sienta bien.

    Otra buena noticia es que el proceso que describiremos no se circunscribe al mundo de las organizaciones o al entorno profesional, sino que es aplicable a cualquier relación interpersonal (pareja, hijos, familia, amistades, vecinos…), por lo que todo lo que se aprenda es de inmediata aplicación.

    El concepto de necesidades humanas

    El paradigma de la Comunicación NoViolenta (CNV) o Comunicación Colaborativa se sustenta sobre el concepto de necesidades humanas y, dado que conocer y profundizar en el lenguaje de las necesidades es el hilo conductor de este libro, creemos que es útil detenernos aquí brevemente a explorar este término esencial de la CNV, ya que puede resultar confuso si se asocia a definiciones de otros campos, como la investigación de mercado o los recursos humanos. En estos, el concepto de necesidad a menudo se entiende desde la carencia: lo que falta, lo que no está. En ocasiones se asocia a connotaciones negativas, donde la satisfacción de una necesidad personal es sinónimo de satisfacción del propio interés, en detrimento del interés común. Otras veces, como es el ámbito del marketing, las necesidades se entienden como los deseos o apetencias que tiene la persona de un bien o servicio y, en este sentido, se perciben como insaciables e ilimitadas (una vez satisfecho ese deseo o necesidad, surge otro). El concepto se construye sobre una sensación de carencia y un deseo de satisfacerla.

    Desde la perspectiva de la CNV, las necesidades no son las manifestaciones del interés propio, sino los motivadores fundamentales de todas nuestras acciones (Kashtan, 2015). Son lo que requerimos los seres humanos no solo para sobrevivir, sino para prosperar, crecer y dar sentido a nuestra vida. En palabras de Marshall Rosenberg, las necesidades3 son los recursos que la vida requiere para sostenerse a sí misma, y lo ejemplifica de este modo: nuestro bienestar físico depende de que nuestras necesidades de aire, agua, descanso y alimento sean satisfechas, y nuestro bienestar emocional es mejorado cuando nuestras necesidades de comprensión, apoyo, honestidad y sentido están satisfechas. Así, por ejemplo, las personas queremos ser valoradas, reconocidas, pero también deseamos contribuir a la vida de otros, sean estos un amigo, un familiar, una compañera de trabajo, una alumna o un paciente. Todo esto (la valoración, el reconocimiento, la contribución a la vida) son necesidades humanas. Hay necesidades que tienen que ver con nuestra subsistencia más básica y otras que conciernen a nuestra realización.

    Desde este paradigma, por tanto, las necesidades no son infinitas ni insaciables, ni varían dependiendo de la persona o el contexto, ni se sustentan sobre la carencia. En definitiva, las necesidades humanas, tal como las entendemos aquí, son el motor que nos impulsa a hacer lo que hacemos y tienen como finalidad nuestra supervivencia y nuestro desarrollo como seres humanos. Son universales y son reducidas en número. No son clasificables en términos morales (no hay necesidades buenas o malas) ni hay una jerarquía de necesidades. Las necesidades son de cada uno de nosotros y no dependen de los demás. Y nuestros sentimientos actúan como mensajeros que nos informan sobre si nuestras necesidades están satisfechas o insatisfechas.

    Pero, para una mayor comprensión, vayamos desgranando cada característica mencionada en el párrafo anterior.

    Las necesidades son el motor que nos impulsa a hacer lo que hacemos y tienen como finalidad nuestra supervivencia y nuestro desarrollo como seres humanos. Las necesidades están al servicio de la vida. Son lo que sustenta nuestro comportamiento: cualquier acción que llevamos a cabo va encaminada a satisfacer necesidades nuestras.

    Para explicar lo que se entiende por necesidades humanas desde esta perspectiva distinguimos entre lo que hacemos (y cómo lo hacemos), por un lado, y por qué lo hacemos, por otro (Kashtan, 2015). Pues bien, las necesidades dan respuesta al por qué de lo que hacemos. Ilustrémoslo con algunos ejemplos:

    Las necesidades son universales. Todos los seres humanos compartimos las mismas necesidades, independientemente de la época histórica, nuestro origen cultural o geográfico, el lugar que ocupamos en la sociedad o en la organización, nuestra edad o la circunstancia vital que atravesamos. Como nuestras necesidades fundamentales son comunes a todas las personas, en el plano de las necesidades es fácil comprenderse, porque es lo que nos une. Por eso es importante tomar conciencia de la necesidad que nos mueve en cada momento y ponerle nombre. El lenguaje de las necesidades es eficaz no solo porque nos aporta precisión y claridad, sino también porque nos acerca.

    Y, una vez identificada la necesidad, se nos abre un abanico de diferentes posibilidades para satisfacerla, en vez de aferrarnos a una sola acción. Así, por ilustrarlo con un ejemplo sencillo, yo puedo satisfacer mi necesidad de descanso tras mi jornada laboral de diversas maneras, desde tumbarme en el sofá y leer una novela hasta disfrutar de una cena especial, salir con una amiga o ver mi serie favorita. La necesidad es una, la de descanso, y las posibilidades de satisfacerla, diversas e innumerables. Identificar mi necesidad me da claridad y me aporta libertad y creatividad a la hora de elegir la acción para satisfacerla.

    Las necesidades son reducidas en número. Dicho de otra manera, los seres humanos tenemos una infinidad de maneras de satisfacer un número limitado y relativamente reducido de necesidades, que, como hemos mencionado arriba, nos son comunes a todos nosotros.

    A las acciones específicas que llevamos a cabo para satisfacer una necesidad, que pueden variar de persona a persona, o incluso en una misma persona según la situación que atraviese, o pueden depender del contexto social o histórico, es a lo que llamamos estrategias. Lo que nos diferencia, por tanto, no está en el plano de las necesidades, sino en el de las estrategias, es decir, en las formas o medios que utilizamos para satisfacer estas necesidades. Por ello, en un conflicto o en un desacuerdo, es importante distinguir entre ambos conceptos.

    Las necesidades no son clasificables en términos morales. Las necesidades simplemente son, existen, están ahí. Las requerimos para sobrevivir y desarrollarnos. No pueden clasificarse en mejores o peores. No hay necesidades buenas o malas. Todos tenemos las mismas necesidades humanas y una necesidad nunca es dañina, poco saludable o de menor calidad. Lo que puede resultar dañino es la forma que elegimos para satisfacer esa necesidad (la estrategia utilizada), pero

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