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No arden los ángeles en el infierno
No arden los ángeles en el infierno
No arden los ángeles en el infierno
Libro electrónico396 páginas6 horas

No arden los ángeles en el infierno

Por Febo

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Información de este libro electrónico

No arden los ángeles en el infierno

Éstas son las páginas que, reburujadas e inaprensibles, se encontraron en el despacho de aquel famoso historiador quien un día, según se dice, entró blandiéndolas como un arma a las narices del colegio reunido de sus colegas en medio de la más científica de las tertulias.
Hemos decidido recopilarlas y darles forma legible de modo que el lector pueda hacer con ellas lo que mejor le parezca.
Por nuestra parte, nos reservamos cualquier opinión sobre las afirmaciones que en las mismas el otrora eminente profesor parece haber hecho sobre la naturaleza de esta historia.
Quizás no sea cierta la acusación de locura que tantas veces y de manera lamentable se ha levantado contra su consciencia.
Sea cual fuere el partido que tome el lector, no cabe duda de que su contenido fue el causante del incomprensible sino que acaeció al escriba.
¿Cuál es su mensaje y a qué se debe que hasta su lecho de muerte el ilustrado erudito no cesara de murmurar, para sus adentros, días y noches sin cuento que no arden los ángeles en el infierno? Esa y otras dudas esperamos sea algún lector quien pueda disipar tras pasarlas a la imprenta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ago 2023
ISBN9788411812504
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    No arden los ángeles en el infierno - Febo

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Febo

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-250-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Libro I

    Prólogo (Extracto de las notas del redactor)

    ¡Haré que cantes, oh bardo —me dije—, ya sin Apolos que inspiren, ya sin Musas, ya sin vides, tu épica proscrita! Manuscrito que roerán las ratas, que comerá el desierto o terminará por deshacerse en tumbas bajo pirámides olvidadas. Antes, mucho antes de que cualquier hombre lo descubra o sepa siquiera que lo busca.

    ¿Cuál será el destino del tambor que no hace ruido?…

    ¿Habéis escuchado vosotros, oh cólera, oh vientos divinos, oh simún y arenas del desierto, la leyenda de los doce que se fueron?

    Que se fueron, pero no antes de haber llegado a estas mismas tierras dando voces. ¿No lo habéis oído? Su voz era como nunca han rugido los leones. Hacía huir a las tormentas. Hablaban ellos y los truenos divinos se volvían murmullos quedos. ¡Suyo era el poder del rayo, no ya de Zeus! Ellos, los que llegaron con la bandera ondeante «de muy lejos, donde el Levante roza con Poniente, y el sol nace y muere a un mismo tiempo; del fin del mundo, y de todavía más lejos»; ellos, los que a la vista de hombres y dioses la clavaron en tierra, «es tierra nuestra». Los que dijeron: «He aquí dioses, hombres». Los «dioses». Hijos de la guerra y el nihilismo, sin padre ni madre naturales, fue el hombre el que los hizo, y el hombre también fue hecho en ellos.

    ¡Lo oyeron las Indias, lo oyó Sabá, lo oyó Sidón, Nínive, Edom! Fue oído hasta las tierras del sol. ¡Al mediodía lo oyó el sol! Por la noche la luna lo contaba a las estrellas junto al Nilo.

    ¿Cómo? ¿No lo oyeron ustedes?

    ¿No lo han oído? ¿De cierto que no lo han oído?

    Pero ellos ya se fueron.

    O eso dicen, que se fueron.

    Yo no los escuché irse. Y creedme que yo sigo oyendo.

    Quizá porque se les olvidó llevarse sus recuerdos. Pero, ¿cómo sus olvidos no los olvidaron?

    Aquí nos dejaron el abandono y la miseria. Aquí crecen porque aquí nos los plantaron. Ellos los sembraron en el trigo y nosotros los segamos. Los horneamos en la harina para nuestros panes. La gente los pone en los anafres, los cuece y los come. De eso se alimentan nuestros niños. De eso se les forman los huesitos. Nuestros niños que no corren, que no juegan, que ya no son niños, que nunca lo fueron.

    Pero que nunca crecieron; las piernas se les quedaron cortas, por eso se nos dice: los niños. Así nos llaman ahora los demás pueblos. Pero de eso ya hace mucho tiempo, y no será por mucho más. Pronto de los niños dejaremos de haber padres.

    Desde entonces aquí ya no crece nada más: ni plantas, ni animales, ni piernas, ni fe; desde que Ellos se fueron.

    «También yo he pensado, ilustre Teófilo…

    Narrarte todo por orden y exactamente, comenzando desde el principio».

    Las palabras del sacerdote leyendo el evangelio le sonaban tan monótonas y pesadas como siempre, entonces ahí no estaba el problema. Pero esa misa de solemnidad en el tiempo de adviento tenía una gravedad inusual.

    El chico volteaba en derredor de él, aprovechando que la prefecta estaba absorta oyendo el extendido sermón del padre. Por la expresión que ponía, parecería que la homilía fuera un discurso apasionante y lleno de inspiración, no las cotidianas admoniciones y advertencias mil veces repetidas, sobre que deberían guardarse de las tentaciones de la carne, tener los ojos y oídos atentos a las mentiras de los enemigos de la fe, que escucharan siempre las ordenanzas de sus superiores y dieran el diezmo debido a la Iglesia, que en estos tiempos que corren las señales se están cumpliendo; en fin, prohibir y condenar, amenazar y señalar. Si se concentrara, el niño vestido de monaguillo podría incluso sermonear él mismo, usando las mismas fórmulas que les había oído tantas veces predicar a los padres, y que le parecían tan viejas como los huesos de Moisés.

    Ahora tamborileaba sus dedos sobre sus rodillas. Quería rascarse la nariz, pero no podía dejar que nadie lo viera. ¿Por qué la prefecta había insistido en que ellos se sentaran hasta el frente? A ellos sí, pero no era seguro que a las perfectas las odiara. Esas niñas tan delicadas y correctas. No se cansaban de compararlos con ellas. Allá estaban, sentadas en el escaño izquierdo. Y el padre seguía chachareando.

    De pronto sucede lo impensable: ronquidos. Provienen de los asientos de los fieles atrás. Los niños tienen que contenerse. Voltear significaría quedarse sin almuerzo. Y las risas, esas risillas que inevitablemente escaparon de la boca de algunos, y que de ellos se fueron propagando a todos, estaban aún más prohibidas. Markos calló. Seguramente pellizcado por la prefecta, que no cabría en sí de la furia.

    El chico volteó discretamente la cabeza, en dirección al confesionario. ¡Sí! Ahí estaba; su salvación estaba a punto de abrir la puerta reservada al confesor. Se acomodaba la barriga sobre la cuerda de su hábito y exhalaba un bufido por el esfuerzo al tomar asiento. A través de la malla, un fraile capuchino besó su estola, murmuró una corta oración e hizo una señal para que pasara la primera devota con la cara envelada a decir el chisme.

    El chico entonces aprovechó para escabullirse con la cabeza gacha y las manos juntas en actitud orante. Era el único modo de pasar la aduana de la prefecta. Quería escaparse de la asfixia de su constante vigilancia. Pero, es cierto, había otro motivo.

    Recordó la noche anterior, revolviéndose de un lado a otro en el camastro. Las cortinas levantaban sus bandas como brazos fantasmagóricos, el viento entraba por una ventana abierta del ventanal y ululaba conjuros maléficos; y hojas tostadas o amarillentas revoloteaban trazando remolinos en la noche, personificando a las vengativas hadas del bosque. Los movimientos del huérfano hacían rechinar las varillas de la tarima bajo su colchón. Es por eso que tenía a la veladora de esa noche pendiente junto a su piecera, iluminándolo con la lamparilla de mano. A él le tocaba dormir en el lugar pegado a la pared. En ella, sobre una repisa a la mitad de su altura, una virgen de Lourdes oraba con un rosario entre las manos, y Cristo penaba crucificado sobre la pared de hormigón. Nada de peculiar en esos íconos. Ningún motivo aparente para que su sueño los fuera a transformar en esos símbolos de lo pecaminoso y reprensible. La virgen pura, la soñaba convertida en una exuberante muchacha vestida no para ocultar sino para insinuar, apenas con una manta que le cubría un solo pecho. Emergía risueña de un océano espumoso. Al Cristo, en vez de brazos clavados en cruz, lo veía sosteniendo soberbio un manojo de rayos amarrados como en un hato, soberanamente sentado en un rico trono recamado de céfiro, con las nubes en tormenta a sus pies y un cráneo de un buitre en su escabechina. Ambas imágenes le decían: «¿A qué esperas?».

    ¿A qué seguirlo ocultando? Se sabía poseído. Pero eso, ¿cómo decírselo a las madres? ¡Lo llevarían a un exorcista!, que es como un dentista, pero que en lugar de dientes saca demonios, y no usa anestesia.

    Así pensaba el niño mientras fingía anotar sus pecados en una libreta, tal como lo exigían la piedad y las buenas costumbres. Necesitaba rápido sacarse eso que se hospedaba dentro de él, antes de que la prefecta comenzara a percibirlo. Algunas veces traicionaba en ella una mirada de más inquisitiva dirigida hacia él, y hasta tenía la impresión de que se le dilataban las narinas olfateándolo cuando empezaba a tener sus jaquecas.

    Y así estaría un largo tiempo, apuntando pecados que les escuchaba decir a las señoras, que pasaban a arrodillarse ante el padre, una a una, a contarle su imperdonable vida impenitente, desde el principio y con minuciosidad en los detalles, mientras el confesor hacía todo lo posible por no evitar enterarse de los chismes. El lado bueno era que fingir escribir era más llevadero que fingir poner atención en misa. Pues, para eso era necesario ejecutar todo un ritual, de tal complejidad, que dejaba corto al que el padre fungía ante el altar. Estaban los que se sentían indignos de levantarse, y se pasaban la misa de rodillas sin reclinatorio, y otros, en cambio, nunca bajaban las manos que elevaban sobre las cabezas y los había quienes alzaban su voz sobre la del coro durante los cantos, creyendo tal vez que esa era buena expiación para purgar la veleidad de los oídos de los presentes.

    Por fin, quedaba solo una viejecita en la fila de la confesión antes que él. Pertenecía al grupo de las que rezan el rosario, mientras leen el misal, mientras cantan los cantos, mientras terminan de coser un remiendo de esclavina. Cuando ella entró, el padre iba diciendo: «Hoc facite in meam conmemorationem».

    Y cuando el padre recitaba la fórmula de la absolución y ella, con la cara bañada en lágrimas, salía, ya estaban pasando los últimos de las filas a recibir la comunión. El padre capuchino se había quitado la estola de los hombros, la había besado en el pico donde se unen las bandas y la enrollaba para salir. Pero antes de que lo hiciera una chica reaccionó inmiscuyéndose como ladrona en el confesionario, arrodillándose, y recitando rápidamente el «perdóneme, padre, he pecado».

    Al ver su acto de fervor devocional, el monje, aunque reticente, suspiró con ese aire que adoptan los viejos cuando recuerdan sus travesuras juveniles y, alegre, le concedió la gracia que pedía, olvidándose por completo del chico esperando en la fila y de su legítimo derecho. «Cuéntame, hija, tus pecados», dijo tras las usuales oraciones. El chico guardó su largo tiempo de silencio. Tenía ganas de saltar de su asiento en ese instante, y de que el padre hubiese sido lo bastante huraño para no haberle hecho caso a la chica que se metió. Se arrepentía, en verdad, y profundamente, pero no de sus pecados sino de haberse sentado a esperar ahí, y haber eludido su responsabilidad en el frente, ahora que a los chicos ya los formaban para conducirlos al anhelado dormitorio. Ya no tendría de otra, tendría que esperarse a que ella terminara para purificarse. Así eran las reglas. Una vez formado se había vuelto un pecador a los ojos de las madres y no podía salir de iglesia sin antes haberse lustrado.

    Pero, ¿quién era esa chica que tan impertinentemente le había robado a propósito su lugar en la fila, fingiendo una desesperación sin equivalente? Jonah ya la conocía, pero de tanto desconocerla. Era una de las perfectas. No su líder, pero sí una chica bastante peculiar, que por sus actitudes y comportamiento era tratada en el convento como a un chico, y uno muy diferente a los demás. Su pasión era el estudio.

    Jonah lanzó una mirada añorante hacia quienes tenían la dicha de ir hacia sus mullidas camas. Cuando por fin llegó su turno era la hora del almuerzo; se había agotado su tiempo de recreo. La imperdonable salió socarrona con un aire de malicia del confesionario aunque se suponía completamente purificada. Le lanzó una de sus miradas, sus ojos color ópalo grisáceo lo sondearon como se hace a un sirviente o a un inferior, luego su boca chispeó soez una denigrante sonrisa. El chico le sostuvo la mirada, frunciendo las cejas. Ella pasó a su lado como pasa la princesa frente a sus muchos cortesanos.

    Jonah luego tornó la vista hacia el viejo capuchino, quien se la devolvía con gesto al borde de la impaciencia. Un momento después se había puesto a leer. El chico se acercó y trató de murmurar en voz baja inaudible, como oía que hacían muchas señoras, pero el padre pegó la oreja y rezongó enojado: «¿Qué significa eso? Abra la boca, ¡no se le entiende!». En vista de la imposibilidad de evitarlo, tomó aire, peleó varios asaltos con su lengua, y dijo finalmente, con esa voz que era su martirio y su yugo insoportable: «No peco».

    En un solo movimiento se levantó y salió por la puertecilla del confesionario. Los pasos de su corrida sonaron como mazazos por la iglesia vacía, y huyó de la nave al tiempo que el capuchino le gritaba haciendo eco. Ya estaba en el primer rellano de las escaleras que llevaban a su dormitorio, recuperando el aliento, cuando recordó que no había hecho genuflexión al salir. Y se seguía preguntando por qué a los demonios les gustaba su cuerpo.

    La vieja rutina

    Los despertó la prefecta, como de costumbre, a las seis y veintisiete con el sonejeo de las campanillas. Paseándose por delante de los seis camastros acomodados en dos hileras, de tres y tres, tenía la costumbre de meterse por la medianera hacia la cama del que no se quisiera levantar, y acribillarle el oído a campanillazos. No ayudaba que el chico seguía roncando cuando ya todos oreaban las sábanas cantando el Te Deum. Dormía aún presa del sueño de los fantasmas de la noche. Y la prefecta le castigó este descaro descargando contra él un bombardeo a los oídos que le hizo caerse de la cama.

    A sabiendas de lo que tenía que hacer, respondió a las preces gritadas de la prefecta en sus oídos con sus correspondientes responsorios en latín, sin prestar atención a las risas de sus compañeros.

    Después del Amén debían ponerse las chanclas de baño, recoger su cambio de ropa —que tuvieron que preparar desde la madrugada pasada—, y alistar el de la mañana siguiente antes de que dejaran de sonar las campanillas, para luego hacer fila tomando distancia a la puerta del corredor hacia las duchas.

    Con suerte les saldría agua caliente suficiente para alcanzarse a enjuagar el jabón si es que racionaban los chorros. Era miércoles. Y los días nones de la semana usualmente apagaban el boiler, so pretexto de ofrecer sacrificios por las almas de los soldados de ambos bandos caídos en el frente. Así se lo justificaban, pero el chico y sus compañeros recelaban de que en la panda opuesta, la de las novicias, siguiera escuchándose el crepitar del aguacero mucho después de que ellos salieran de la regadera, titiritando y con los miembros entumecidos. Nadie aguantaría tanto tiempo con un baño helado. Por más fuerte que fuera su celo por las almas, más fuerte pegaba la pulmonía.

    Después de la tortura del baño bajaron en orden las escaleras, peinados y vestidos; cruzaron el patio interior por el caminito de pedrería en dirección a la capilla. Mientras tanto, las novicias y las «perfectas» seguían disfrutando de su ducha. Liderados por la prefecta, debían meterse tras las mallas detrás del balcón del coro antes de que llegara la comunidad a hacer sus oraciones cantadas. Había una grada reservada para ellos en el fondo, bajo la roseta de vidriera azul y rosa que representada al cordero de dios.

    Las seis niñas que ocupaban el escaño de al lado llegaron diez minutos después, con el pelo cubierto por cofias. La madre que las traía tenía buen cuidado de que anduvieran con las cabezas gachas y por ningún motivo contestaran a las miradas concupiscentes de los jovencitos. Al final de la cola venían unas pupilas grisáceas de tan azuladas. Por un segundo estas se encontraron con las del chico y chispearon. Aquella era el vivo ejemplo de cómo una perfecta no debía comportarse. Sus grandes ojos de lechuza penetraban lo que querían, traspasando barreras y normas sociales.

    Tiempo antes había descubierto que sus miradas no lo buscaban a él, sino al de al lado. Ese patán de cabellos largos y cenizos, a quien los demás niños respetaban y odiaban con igual intensidad. Tras las chicas, los bancos de la nave abajo se llenaron de hábitos azul con blanco, tocados en forma de palomas de papel y una tan grave parsimonia que parecía no perdonarse dentro de la iglesia ni el ruido de los zapatillos al acomodarse.

    Una de las más viejas, situada en las bancas de más adelante, dio dos golpes a la madera con una tizana, y la comunidad entera comenzó su cántico en latín. Al chico aún le resultaba bastante relajante la armonía de sus voces vibrando tras meses de conocerla. Lo que era un peligro si quería quedarse despierto. Le seguían admirando también las imágenes en los vitrales; los santos aureolados, que ostentaban faces beatas e indumentarias simbólicas de sus virtudes. Probablemente fuera uno de ellos el que mencionaban entonces en la oración.

    Terminada esta, ellos debían esperar a que saliera hasta la última del cortejo de las consagradas, luego las chicas de la otra pieza, para poder emprender los últimos su fila ordenada, y andar al refectorio para tomar el desayuno. Su mesa les estaba preparada al fondo del comedor común, rodeada de otras muchas vacías, y alejada de donde comían las hermanas, cuyas mesas decoraban manteles azules y un arreglo floral con velas rojas. La suya tenía la decoración propia del tiempo ordinario, o sea nada llamativo, ni una sola triste vela ni mantel por las festividades próximas; la prefecta les decía que era porque no sabrían cuidarlas y las iban a manchar.

    Mientras tanto, allá, las perfectas comían distinguidamente con el resto de la comunidad. Tenían la espalda recta sin tocar el respaldo de la silla, utilizaban de manera correcta los cubiertos, las servilletas sobre las piernas; los adornos en su mesa hacían que su comida se viera más apetitosa. «Pórtense como ellas, y ustedes también tendrán mesa con mantel el próximo año». Les recomendó insidiosa la prefecta, notando hacia dónde volcaban sus miradas.

    «No». Pensaron de consuno, enfurruñados. «Mimadas».

    A la mesa, cada quien había de servirse dos cucharadas de sopa del tazón al centro. Para servirse agua de las jarras era necesario que primero preguntaran al de al lado derecho si no quería que le llenaran el vaso. Solo podían agarrar mitades de pan del canasto, nunca uno entero. Cuando las meseras trajeran las viandas de huevos con rebanadas de queso de cabra, hoy que era miércoles, no podían tocar sus cubiertos hasta que se sentara la prefecta en la silla de en medio. Cada alimento tenía su propia cuchara, cuchillo y tenedor, mezclarlos era lo mismo que comer con las manos. Nada de cháchara mientras la lectora leía en voz alta el martirologio del día.

    Esta última, tal vez la más severa, era de hecho la que menos les pesaba. Y es que nadie les había oído gastar una sola palabra más de las necesarias desde que fueron internados. No eran tontos, entendían lo que se les decía, lo suficiente para hacer lo contrario. Incluso, los profesores insistían en su genio, por encima de otros chicos de su edad. No eran mudos: respondían lo justo, tan al grano que la misma regla del silencio pediría a gritos que la rompieran, porque eran niños, ¡por Dios santo! Pero entre sí nunca intercambiaban ni un gesto.

    Algún lenguaje mudo se debieron de haber inventado para comunicarse. Pues lo hacían, solo que sin medios. En la misma mesa se demostraba. El gordito rubio quería agarrar algo entre la sal; el pimiento, las servilletas, o los limones que estaban al otro extremo del mantel. Imposible distinguir cuál de ellos. Pues antes de que alargara la mano, ya el pelirrojo brusco e hiperactivo le había arrebatado el tazón de los limones. Entonces se desarrollaba una pelea muda entre los dos jóvenes. La prefecta solo podía intuir qué burlas, súplicas o negociaciones tenían lugar hasta que el niño problemas accedía a entregarle una rebanadita de limón y el niño relleno se la aventaba a la cara. Ella tenía que golpear su campanilla contra la mesa, levantando los cubiertos, para llamarles la atención sin llamar la de todo el convento ni interrumpir la lectura. Luego los pondría a hacer media hora extra de aseo comunitario. Pero esa inexpresividad estoica, fuera de lugar en cualquier niño, no dejaba de plantearle serias preguntas. Tendrían un problema psiquiátrico. ¿No sería esa la razón de que estuvieran allí? Y si lo era, ¿no convendría más que una de las hermanas del manicomio se hiciera cargo de ello? Si no la cambiaban pronto, alguien tendría que venir a cuidar de la salud mental de ella.

    Ese niño. ¿No era como si leyera su pensamiento o por qué la veía así de pronto como con ojos de desamparo? ¡Pero si ellos no tienen nada en la mirada! De tan huecas, acababan por chuparse de una hasta las simpatías. Aprovechó un momento en que la lectora se detuvo a tomar un vaso de sidra para gritarles.

    —¡A ver, ustedes, los dos! Se me van ya mismo a empezar con los aseos. Les va a tocar hacer la limpieza en los baños. ¿Me oyen? ¡Así déjala! Ya ni toques la comida. Los demás terminan y se van a hacer la tarea. Ya se saben el horario, no hay cambios. Jakobus, tú te encargas de que nadie falte a los aseos, que yo tengo que acompañar a la superiora al pueblo.

    Los chicos regañados se fueron a obedecer. Uno remiso y el otro temeroso. Se le veían ganas de protestar porque lo fueran a dejar solo con el pelirrojo, pero no lo hizo. Se fue en silencio, lamentando su suerte. Los demás se quedaron desoyendo la lectura. Vaciados sus platos y vasos, se levantaron a lavarlos. Antes, las novicias les hacían el favor de hacerlo por ellos, viéndolos tan pequeños y monos. Ellos se dejaban querer. Pero ya las madres se lo tenían prohibido so pretexto de que los chipilaban. Aun así había una de ellas, la jardinera, al notar a las otras distraídas les murmuraba que se fueran a jugar y les metía un dulce de leche en el bolsillo. A ella fue la única a la que veladamente le obsequiaron la ternura de su infancia. Esbelta, muy guapa, con muchos lunares y pecas en los brazos. Nunca supieron su nombre. Le decían Mutti.

    El paseo

    Para llegar al cobertizo de utilería tenían permitido salir del convento, y solo para eso. Normalmente acompañados. Pocas veces como esta, sin nadie que los obligara a hacer filas y tomarse de los hombros, calladitos y derecho a lo que iban. Salieron del claustro por el atrio de recepción; un hexágono con piso de tesela, que formaba el signo del lábaro, y con pinturas en los frisos que mostraban a los evangelistas, a san Petrus y san Paulus. Los chicos hablaban, medio en broma, de que, para darles sus nombres, las monjas habían señalado a ciegas uno de los cuadros de mosaicos que ahí se exhibían, lo que podía no estar muy lejos de la verdad. Ese pequeño tramo que iba por el paisaje campestre de las afueras de las alquerías, era el único en que los chicos podían respirar el olor de la libertad en el aire.

    En estas raras ocasiones, despreciaban pasar el río por puente, se arremangaban los pantalones y se ponían a chapotear en sus riberas. Unos cachaban insectos, otros peces o ranas. Luego comenzaba la guerra de limo. Entre las chicas, las recreaciones del campo eran otro más de los deberes, al que unas se dedicaban con mayor devoción que las otras. Una en especial, que tenía rasgos como de los pueblos ribereños a los márgenes del Rin, no necesitaba que la arrearan a pastorear, más bien que la arrearan a dejar de hacerlo. Uno la veía siempre arrancando pasto para dárselo en la boca a las vacas, abrazando corderos, recolectando manzanas dentro de los amplios campos del monasterio. Pero con los chicos era arisca, y ahora que por accidente una bola de lodo golpeó el pelaje de una de sus cabras, chifló a los pffafern, que se soltaron a correr tras ellos. Los niños no sabían qué les hubiera pasado de no hallarse cerca el viejo granero. Y aún con eso, si los primeros no cerraron la puerta tras ellos fue únicamente porque no tenían la fuerza suficiente. Con esfuerzo pudieron trabarla cuando los fieros canes se azotaron contra ella. Golpeaban como vientos huracanados, los niños temieron que fueran a tumbar todo el lugar; jurarían que vieron temblar los voladizos.

    Cuando al fin pareció que se habían marchado aún esperaron unos segundos antes de mirar por el entresijo; ahí estaba la bruja de los bosques, acariciándoles el hocico a su jauría infernal. Con ella esas bestias hasta parecían tratables.

    —¿Qué ves? —preguntó tembloroso Iakobus, el encargado de que llegaran temprano a clases.

    —Pues imagínalo. Ella saca cuervos de sus ojos y le habla a las nubes para que se enojen.

    —¡A ver! —interrumpió emocionado Matthäus, el de los gustos medio extraños.

    Pero el chico defendió su lugar, codeándolo en el estómago. Tan raro era ese que cuando algo le lastimaba se comenzaba a reír imparablemente. El que veía por la apertura entre las puertas lo ignoró. Algo había visto que le llamó la atención. No estaba seguro, pero, esos de allá, al pie de la colina, tras el rebaño de cabras, ¿no eran el patán y ojos de lechuza? Pero, ¿de qué hablaban? Y, ¿por qué una cabra se les acercaba, alejándose del rebaño?

    Lo siguiente que vio le produjo alguna especie de… Una palabra en francés, no se acordaba. Pero le dio la impresión de haberlo visto antes, ¡en sueños! La cabra se paraba sobre sus dos patas y le ofrecía al patán su cuerno derecho. Se arrodillaba ante él, como si él fuera, ¿qué? ¿El rey de las cabras? Ambos, el patán y ojos de lechuza, y también la cabra, tenían las facciones tal cual las había visto en tantos cuadros religiosos renacentistas, entre la serenidad y el sosiego. De hecho, toda esa imagen quedaría bien para cuadro de una abadía italiana. Si bien una muy gótica.

    Y no tenía el más mínimo sentido, ni él podía dárselo. Hasta ahora los demonios se habían limitado a perturbar sus sueños, nunca le mostraban visiones en sus horas diurnas. A menos claro que tampoco ahora estuviera despierto.

    El chico regresó a su posición en el lecho de paja.

    Varias veces se habían puesto a pensar por qué las demás personas movían tanto los labios, y se empeñaban en que se les dijera todo con la voz; cuando simplemente podrían oírlo del otro, de mente a mente. Así era mucho más sencillo. Hablar como ellos lo hacían siempre les había dado menos problemas. Y desde que la monja encargada de las clases de lenguaje había renunciado, rabiando porque creía que se burlaban de ella, nadie les había tratado de enseñar. Aunque, eso sí, los corregían siempre que lo intentaban. No valía la pena.

    Unos molestos crujidos interrumpieron el angélico descanso que gozaba el chico contemplando las formas de las nubes. Al principio quiso ignorarlos, pero como persistían llegaron al punto de serle imposible.

    —¿Qué haces, Johannes, por los diablos? —exclamó él, sacando la lengua de repulsión.

    El niño aludido desbarataba un escarabajo verde metálico como si deshojara una flor. Estaba absorto, observando cómo se retorcía mientras le arrancaba las patas, y le extendía los alitrones. No hizo caso a la interferencia. Lo oyeron murmurando jaculatorias diabólicas para sí mismo.

    —Tadada. Pobre animalillo. Schadidada. Al final de su delirio. Tudaduda. Tres días de travesía. Taralalalei. Ya no volverá a cantar.

    Era hipnótico. El tétrico se volvió a enseñarles a todos su obra, como si ellos fueran su maestra de kínder y él les estuviera presumiendo su dibujo. Pero no era tan horrible como escuchar los voceos de una madre que donde los encontrara holgazaneando se lo iría a contar a la prefecta, y esta les soltaría un sermón de la montaña. Fuera de eso el cielo era claro, quieto, diáfano. Sería tan agradable tomar una siesta ahí y aceptar su llamado a mecerse en sus nubes. Uno sentía en su apertura sin formas la libertad concentrada en un punto, en el que nada interfería. La nada pura. La nada azul. Pero no era posible. Su mente fue derribada en tierra con este pensamiento. Tenían que ir por las escobas. Ya el delegado se había levantado. A trabajar.

    Las tareas, las clases y un intruso en el aula

    Barriendo el pasillo contiguo del oratorio de las monjas perpetuas su mente reproducía la horrorosa cancioncilla del tétrico. Dentro rezaban las muy piadosas, de rodillas frente a una cruz dorada encima el altar. Se supone que esa oblea en el centro era Dios, recordaba.

    Esa segunda campanada era para llamar a las hermanas a sus meditaciones y a ellos a sus clases de gramática latina. El chico dejó la cubeta y el trapeador reclinados en un pilar. Después la encargada pasaría a recogerlos. Luego subió al segundo piso de la panda oriente a esperar al profesor en el salón, «en silencio».

    —¡Ese es mi lápiz, Matthäus! ¡Devuélvelo, estaba en mi banca! —insistía el gordo tratando de arrebatárselo de la mano alzada.

    —Pues salta, cerdo. ¡Quítamelo, a ver! —le contestaba el pelirrojo entre risas e izando la mano como si tirara de una caña.

    El chico se iba a sentar donde mismo, en la banca de la esquina, cuando vio esos topacios grisáceos en la banca de adelante al pasarles de lado. Ella había tomado el lugar vacío junto al cual se sentaba el patán de los cabellos cenizos. Y allá venía aquel, caminando por el pasillo a través de las ventanas. Tomándose su tiempo sin importarle que el profe pudo no haberse retrasado esos siete minutos. ¿Dónde había estado? En otras ocasiones se lo sacudiría, pensando «peor para él»: nada ganaba burlándose así de las reglas, más que una muy disfrutable regañiza de la prefecta enfrente de todos, que ya se había tardado en llegar. Pero ahora, al ver cómo ella se ponía tensa cuando él entraba e iba a ocupar su asiento de ordinario sin siquiera notar su presencia, sentía como si aquel tuviera una virtud desconocida que no entraba en ese decálogo que las monjas les inculcaban, sino en otro que se enfocaba en cosas más ocultas y fascinantes de la vida, desconocidas para él y para aquellas.

    Ni se dio cuenta de que el profesor ya había llegado ni de que lo habían cambiado. Este era algo alto, incluso para ellos; completamente calvo, de orejas pegadas y mentón afilado. Llevaba la levita de los maestros y unas gafas cuyo reflejo nunca les permitía ver sus ojos más que como lunares restallantes. Escribía en la pizarra con una letra gótica ilegible.

    «La supervivencia de los antiguos mitos religiosos en la tierra, habla y sangre de la moderna Teutonia».

    Los chicos no podían ni deletrear ese alemán desbarrado. Sin preocuparse ni por presentarse, el nuevo profesor se sentó en la cátedra; puso los codos sobre el escritorio y reposó la barbilla sobre el dorso de sus manos entrelazadas. Por largos minutos los examinó tras el reflejo de sus lentes. No se podía saber sobre quién

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