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La estación de la sombra
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Libro electrónico232 páginas3 horas

La estación de la sombra

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Nos hallamos en alguna región recóndita de África Subsahariana, dentro del clan mulongo. Los hijos mayores han desaparecido y las autoridades ordenan recluir a sus madres en un lugar apartado. ¿Qué desgracia acaba de caer sobre la aldea? ¿Donde están los muchachos? A lo largo de una búsqueda iniciática y peligrosa, los emisarios del clan, el jefe Mukano y tres madres valientes descubrirán que sus vecinos, los bwele, los han capturado y vendido a los extranjeros venidos del norte por las aguas.
IdiomaEspañol
EditorialCristal
Fecha de lanzamiento1 may 2015
ISBN9788481989250
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    La estación de la sombra - Leonora Miano

    Ultravocal

    Aurora cenicienta

    Ellas no lo saben, pero les está pasando a la vez. Aquellas cuyos hijos no han sido encontrados han cerrado los ojos, después de varias noches sin dormir. No todas las cabañas fueron reconstruidas después del gran incendio. Agrupadas en una vivienda apartada de las demás, combaten lo mejor que pueden su pena. En todo el día, no hablan de su preocupación, no pronuncian la palabra pérdida, ni los nombres de esos hijos que no han vuelto a ver. En ausencia del guía espiritual, también perdido nadie sabe dónde, el Consejo tomó las decisiones que parecían imponerse. Algunas mujeres fueron consultadas: las de más edad. Las que no ven su sangre hace muchas lunas. Las que el clan equipara ya a los hombres.

    De las dos que tuvieron el privilegio de hablar tras la tragedia, se tuvo especialmente en cuenta a Ebeise, la primera esposa del guía espiritual. Como matrona, ha asistido a muchas parturientas. Ha visto temblar a algunos notables del Consejo mientras esperaban fuera de la cabaña donde surgía una vida, mordiéndose los labios, masticando hierbas medicinales calmantes, musitando súplicas a los maloba [1] para dejar el mundo de los vivos, de tan insoportable que les resultaba la prueba. Los ha visto sujetarse el vientre, andar de arriba abajo con la frente empapada en sudor, como si ellos mismos estuvieran de parto.

    Los ha visto fanfarronear en la presentación del recién nacido a los manes. Si la criatura venía mal colocada o, peor aún, si llegó al mundo sin vida, la partera enjugó sus lágrimas y alivió su pesar ante la interminable serie de sacrificios por la que tuvieron que pasar para conjurar el maleficio. También fue ella quien preparó la mezcla de hierbas que se utilizaría en la escarificación de los padres del mortinato. Aquí, se les traza un símbolo en la piel para recordarle a la muerte que ya les ha arrebatado un hijo. Es decir, esta mujer ha visto a los sabios frágiles, perdidos. No había nadie, en la asamblea de ancianos, que pudiera impresionarla.

    La anciana captó, por tanto, la atención de los notables. Fue ella quien sugirió que se alojara bajo el mismo techo a las mujeres cuyos hijos no han sido encontrados. De esta forma, declaró, su dolor quedará contenido en un lugar claramente circunscrito y no se expandirá por toda la aldea. Nos queda mucho por hacer hasta entender lo que nos ha pasado y, después, reconstruir… Preocupado por no quedarse atrás, el jefe Mukano, tras aprobar con una inclinación de cabeza el confinamiento de las madres desconsoladas, dio la orden de que los hombres más valerosos inspeccionasen la selva circundante. Podrían encontrarse indicios que permitieran prevenir otros ataques.

    Algunos hubieran querido formular acusaciones. Señalar las infracciones cometidas hacia los antepasados, los maloba y el mismo Nyambe. ¿Qué otra explicación dar ante semejante drama? Los disconformes reprimieron sus protestas. Sin renunciar a expresar su parecer, consideraron sensato mostrarse pacientes. Antes de lanzar sus dardos, esperarán a que los estragos sean reparados, así evitarán que los señalen con el dedo por haber introducido el espíritu de la discordia en la cabaña del Consejo. Durante la conversación, la mirada franca de la partera se cruzó, varias veces, con la del obeso Mutango. En los ojos saltones del dignatario, la mujer vio formarse tormentas que estaba segura se descargarían sobre el jefe a la primera ocasión. Los dos hombres son hermanos de sangre. Venidos al mundo prácticamente el mismo día pero nacidos de madres diferentes, hubieran podido, ambos, aspirar a la jefatura, si las leyes que la regulan hubieran sido otras. Entre los mulongo, el poder se transmite por vía materna. Solo la madre de Mukano era de sangre real.

    Mutango ha vivido esto siempre como una injusticia. Muchas veces ha señalado que este régimen se basa en una incoherencia. Si las mujeres son consideradas menores hasta que alcanzan la edad de la menopausia, es absurdo que transmitan la prerrogativa de reinar, aunque sean los hombres quienes ejercen la autoridad suprema. Por ahora, el hermano del jefe no ha conseguido que se modifique la norma, pero en estos tiempos confusos sabrá encontrar aliados que lo apoyen. Ebeise desconfía. Finalmente, el Consejo decidió congregar en una misma cabaña a una parte de las mujeres de la comunidad. Aquellas cuyos hijos no han sido encontrados. Para las que, como la matrona, no han vuelto a ver a sus maridos, el confinamiento no se consideró necesario. Solo son dos. La segunda, Eleke, la curandera de la aldea, enfermó de un mal misterioso al día siguiente del incendio. Estando en la reunión de los ancianos, en el momento de tomar la palabra, perdió el conocimiento. Hubo que llevarla a su casa. Nadie ha vuelto a verla desde entonces.

    * * *

    El día se prepara para ahuyentar a la noche en las tierras del clan mulongo. Los cantos de los pájaros anunciando la luz no se oyen aún. Las mujeres duermen. Durante el sueño, les sucede algo extraño. Navegando su espíritu por las regiones oníricas, que son otra dimensión de la realidad, alguien les sale al encuentro. Una presencia sombría se les acerca, a todas ellas, y cada una reconocería entre mil la voz que le habla. En el sueño, inclinan la cabeza, estiran el cuello, intentan penetrar esa sombra. Ver ese rostro. La oscuridad, sin embargo, es total. No distinguen nada. Solo estas palabras: Madre, ábreme, para que pueda renacer. Dan un paso atrás. Insiste: Madre, date prisa. Debemos actuar antes de que llegue el día. Si no, todo estará perdido. Aunque tengan los ojos cerrados, las mujeres saben que hay que guardarse de las voces sin rostro. El Mal existe. Sabe hacerse pasar por otro. Día tras día, su sangre clama al ser cuyas entonaciones reconocen. Sin embargo, ¿qué hacer sin estar seguras? Una enorme desgracia acaba de caer sobre la aldea. No quieren ser la causa de nuevos tormentos. Ya han sido separadas del grupo, apartadas como malhechoras.

    Por supuesto, les explicaron, se encargó de ello la partera, que la medida sería provisional, solo el tiempo que tardasen los ancianos en aclarar la situación. Después, podrían volver a sus hogares. Ello no bastó para tranquilizarlas. Andan con la cabeza gacha. Hablan poco entre ellas. No ven a sus hijos más pequeños, que quedaron al cuidado de sus coesposas. A la hora de acostarse, apoyan la nuca en un reposacabezas de madera para preservar los elaborados peinados que siguen luciendo, esperando también que garantice la calidad de sus sueños. El momento dedicado al sueño se aborda con la solemnidad de un ritual. El sueño es un viaje dentro de sí, fuera de sí, en la profundidad de las cosas y más allá. No es solo tiempo, también es espacio. Es el lugar de la revelación. A veces el de la ilusión, pues el mundo invisible también está poblado de entidades maléficas. No se apoya la cabeza en cualquier sitio cuando uno se prepara para soñar. Hace falta un soporte adecuado. Un objeto esculpido en una madera elegida para el espíritu que alberga, y sobre el que han sido pronunciadas las palabras sagradas antes de ser tallado. Incluso habiendo tomado todas estas precauciones, no es aconsejable fiarse de una voz que creemos haber identificado.

    Con un movimiento simultáneo, las mujeres se dan la vuelta. El gesto es nervioso. No abren los ojos. La voz es apremiante, se desvanece. Las últimas palabras resuenan en sus mentes: … antes de que llegue el día. Todo estará perdido. Lágrimas escapan a través de los párpados cerrados, mientras deslizan una mano entre las piernas y doblan las rodillas. No es lícito abrirse de esa manera. Dejarse penetrar por una sombra. Lloran. Les pasa a todas. Allí, ahora. Si una de ellas no ha tenido la fortaleza de resistir, las otras no se enterarán. Ninguna hablará de ese sueño. Ninguna le susurrará a otra en un aparte: Ha venido. Mi primogénito. Me ha pedido… No pronunciarán los nombres de esos hijos cuyos destinos todos ignoran. No vaya a ser que el Mal se aproveche de esa vibración única. Si todavía están con vida, conviene ser prudentes. Esos nombres no las abandonan. Cantan en ellas desde el alba hasta el anochecer y las persiguen después mientras duermen. A veces, no piensan en otra cosa. No los pronunciarán. Las han apartado para que el lamento de sus corazones no envenene la vida de los otros. Esos afortunados que no perdieron más que una cabaña y algunos objetos.

    Abren los ojos. Poco antes del canto matutino de los pájaros. La sombra tarda en disiparse. Tienen la impresión de estar todavía soñando, no hablan, fingen dormir mientras no se haga de día. Enseguida se cansan de ese simulacro, no pueden mantener los ojos cerrados. Su mirada vaga sin rumbo en la oscuridad. Algunas creen distinguir los motivos de la estera de esoko sobre la que se acuestan, las fibras que se entrecruzan, los cuadrados bordados con finas nervaduras de hojas. Están inmóviles. Con la nuca apoyada en el reposacabezas. Las madres de aquellos que no han sido encontrados piensan, por un instante, que es una suerte que la cabaña del maestro escultor no quedara completamente destruida. Pudieron salvarse a tiempo algunos objetos indispensables. Gracias a eso no tienen que enrollar la estera para apoyar en ella la cabeza, quedando el resto del cuerpo en contacto directo con el suelo.

    La luz se resiste a aparecer. Se ve a través de la puerta abierta al exterior. La cabaña que les han asignado no se cierra. Tiemblan imperceptiblemente mientras esperan al día. Entonces, saldrán. Se ocuparán de sus quehaceres como si tal cosa. Se preguntarán, sin exigir nada, si les permitirán reunirse pronto con sus familias. Solo intercambiarán palabras triviales, de esas que se dicen mientras se hacen las tareas domésticas. Las que se pronuncian al machacar tubérculos en el pilón entre dos. O cuando se recogen fibras vegetales para confeccionar un dibato o una manjua. Por ahora, esperan. Escrutan la oscuridad, dentro y fuera de la cabaña común. Las mujeres cuyos hijos no han sido encontrados no saben que, en el cielo, el sol ya ha ocupado sus dominios. Alumbra bajo el nombre de Etume, su primera identidad. A lo largo del día, se convertirá en Ntindi, Esama, Enange, marcando, con sus mutaciones, el curso diario del tiempo.

    La primera que descubre el fenómeno es Ebeise. Tiene la costumbre de levantarse antes de que se haga de día para preparar la comida de su hombre. Él solo come, al amanecer, los platos cocinados por su primera esposa. Hoy, no le preparará ninguno. Desapareció la noche del gran incendio. El clan se ha quedado sin su guía espiritual. Ebeise mira a su alrededor. Reprime el miedo y la rabia, intenta comprender. El caso no tiene precedentes. Sale con discreción de la cabaña para dirigirse a la vivienda de Musima, su hijo mayor. Últimamente, duerme bajo un árbol al fondo de la propiedad familiar. Cuando llega, ya está despierto, quema unas cortezas mientras recita conjuros. Después, irá a consultar a los antepasados. Depositará algunos víveres al pie de los relicarios y se untará las manos con aceite para masajear, humildemente, las cabezas esculpidas en madera. La desaparición de su padre es inexplicable. A un hombre como él no se lo traga la tierra. Ni la misma muerte podría sorprenderlo. Adivinaría de lejos su llegada. Conocería el momento exacto. Habría dejado todo en orden mucho antes del fatal encuentro.

    El hijo del ministro de Cultos y de la partera parece preo­cupado. Se dispone a consultar al ngambi una vez más. Su corazón no está en paz. Se siente débil porque su padre ha desaparecido antes de enseñarle todo lo que debe saber. Por más que lo ha llamado para que se le aparezca en sueños, no se ha presentado. Una vez, creyó oír su voz. Se extinguió demasiado rápido. No fue más que un soplo en el viento, un eco lejano. Musima sabe que su padre tiene el don, allá donde se encuentre desde el incendio, de burlar las distancias. Un espíritu como el suyo no tardaría tanto en manifestarse, salvo que haya ocurrido un cataclismo. Y si se hubiera ido de este mundo, su hijo lo hubiera sentido incorporarse en él desde hace días. Al ruido de los pasos de su madre, alza la vista. Ella le hace señas de no decir ni una palabra, se acerca. La mujer no se ha hecho el aseo de la mañana. Si así hubiera sido, la piel le brillaría de aceite de njabi perfumado. Se habría pasado un polvo de arcilla roja por la cara para protegerse del sol. La anciana se ha puesto su manjua a toda prisa, la prenda que todos llevan en señal de duelo desde el gran incendio. Se lo quitarán cuando haya terminado la reconstrucción. Cuando llegue ese momento, compartirán el dindo, comida que se ofrece tras superar una adversidad. La partera no lleva ningún adorno. Solo lleva al cuello un colgante que nunca la abandona. El amuleto se balancea entre sus senos desnudos a medida que avanza.

    El hombre se levanta y baja la cabeza en signo de respeto. Ebeise susurra: Hijo, ven a ver esto. Deprisa, antes de que el pueblo entero… Le tira del brazo. No hace falta andar mucho. Se ve de lejos. La mujer señala en dirección a la cabaña donde están confinadas aquellas cuyos hijos nadie ha vuelto a ver. Una niebla espesa flota sobre la vivienda. Si tal rareza existiera, se la podría describir como un humo frío. Esa opacidad prolonga la noche alrededor de la cabaña mientras ya ha amanecido a solo unos pasos de allí. Madre e hijo observan. Rompiendo el silencio, Musima masculla: ¿Crees que se trata de una manifestación de su dolor? Ella se encoge de hombros: Si queremos estar seguros, tenemos que interrogarlas. Y tenemos que actuar antes de que Mutango aproveche la ocasión para revolverlo todo. Se miran de nuevo. ¿Deben ir a observarlo más de cerca? La masa cenicienta parece haberse petrificado encima de la cabaña, pero podría perfectamente fundirse sobre cualquiera que quisiera examinarla. Dudan. Tras unos instantes, Ebeise decide avanzar hacia el lugar donde se alojan aquellas cuyos hijos nadie ha vuelto a ver. En ese momento, una silueta se dibuja a lo lejos, surgiendo de detrás de la vivienda. La aguda vista de la partera le permite reconocer al obeso Mutango. Chsst, exclama contrariada, el barrigón ya se ha enterado. Quizá incluso tenga algo que ver. En cualquier caso, no debe verlas antes que nosotros. Hijo, asume tus responsabilidades. En ausencia de tu padre, eres tú el señor de los misterios.

    Musima avanza hacia el anciano con la mayor autoridad posible, intentando controlar el temblor de sus piernas. No se siente preparado para aceptar esa función, no es legítimo, mientras su padre no se le haya aparecido al menos en sueños. Mientras su espíritu no haya penetrado en él para legarle su saber, antes de alcanzar el otro mundo. ¿Qué debe hacer cuando llegue al umbral de esa cabaña? ¿Qué tiene que preguntar? Para tranquilizarse, acaricia el amuleto que cuelga de su cuello desde siempre, un objeto que su padre moldeó, y llevó, con la ayuda de los antepasados. Su madre lo sigue de cerca. Todavía están a una buena distancia del lugar, cuando el notable levanta la cabeza y los ve. Mutango sabe que no puede esbozar ni un gesto de más. No puede irse, ante todo. Ebeise no dudará en reunir al Consejo para cargarle con todas las culpas. Espera. No parece preocuparse por la oscuridad que, sin embargo, le impide ver el cielo.

    La partera se detiene en el lugar exacto en que el día se encuentra con la noche. Su hijo hace lo mismo. Ninguno de los dos tiene prisa por reunirse con el notable, que la mira fijamente. Se calibran durante un momento sin decir nada. Después, volviéndose hacia su hijo, la mujer murmura: Hazlas salir. No entres en la casa. Llámalas. La cabaña en la que están las mujeres queda bastante lejos de la mayor parte de las viviendas. El hombre puede permitirse levantar la voz. Convoca a las que residen bajo ese techo, repitiendo como una letanía la lista de sus nombres. Mientras tanto, la partera y el dignatario siguen observándose. No han intercambiado los saludos de rigor, no se preocupan por eso. Su actitud es la de puntos cardinales que solo sirven si está el otro, necesarios para el equilibrio de misipo, y sin embargo obligados a no tocarse so pena de dejar al mundo inmerso en el caos. Musima salmodia los nombres de aquellas cuyos hijos no han sido encontrados.

    * * *

    No pueden desentenderse de esta llamada. Todas la oyen. No se trata de un sueño, puesto que ya no duermen. Una de ellas, Eyabe, susurra: ¿Lo oís? Las otras asienten en silencio. La que ha hablado dice: No hay que responder, pero debemos saber si realmente hay alguien ahí afuera. Es peligroso responder a una llamada que no sabemos, con seguridad, de quién procede. Lo mejor es ir a ver. Ninguna irá sola. Se levantan despacio, se juntan en el centro de la estancia, se preguntan sobre la forma de proceder para que ninguna se exponga más que las otras. Eyabe propone: Vamos a cerrar los ojos, apretarnos unas contra otras y andar con pasos cortos para atravesar la puerta. Cuando todas hayamos salido, daré la señal. Abriremos los ojos a la vez. Así, se enfrentarán al mismo tiempo a la persona o al espíritu que las solicita con tanta insistencia. Las diez mujeres se entrelazan. Primero dos. Una tercera se une a ellas. Después una cuarta. Hasta formar un racimo, como los granos de njabi cuando están en la rama. Cierran los ojos y bajan la cabeza. Esto no forma parte de las consignas, pero les sale hacerlo de forma espontánea. Las tres alturas de su peinado en cascada, multiplicadas por diez, forman una gran corola, evocando cada nivel un pétalo ondulado. Desde que sus hijos desaparecieron, son una sola y misma persona. A todas las circunda la misma aureola de misterio. Las viejas rencillas han dejado de contar. Antes, algunas se hubieran negado a esta amalgama epidérmica. Ahora, lo único que les importa es no venirse abajo. Para ello, es necesario seguir el ritmo. Estar realmente con las demás. Adaptarse a sus movimientos. Preverlos. Entrar en la respiración de las otras. Compartir la inspiración, la exhalación. El sudor. Las secretas reminiscencias de la noche anterior. Se toman el tiempo

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