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Nunca dejéis de bailar
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Libro electrónico264 páginas4 horas

Nunca dejéis de bailar

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“Y en ese preciso instante tuve la confirmación de que, sin saber muy bien cómo, yo lo estaba haciendo bien. Mi niña percibía su enfermedad como una aventura de la que teníamos que sacar lo mejor que se nos ofrecía. Quizá, quien no haya pasado por algo semejante se preguntará, abriendo desmesuradamente los ojos, de qué aventura estoy hablando y qué nos estaba ofreciendo el cáncer. Su enfermedad nos estaba enseñando a ver la vida desde otra perspectiva, nos enseñaba qué era lo importante, nos daba la oportunidad de aprender a compartir el día a día disfrutando al máximo el hecho de amarnos y de cuidar la una de la otra, de alzar la antena para recibir tanto amor y a la vez darlo a manos llenas…». Innumerables ensayos estudian la tortura a través de la historia de la humanidad. Para quebrar a otro ser se pusieron en práctica atrocidades inimaginables, ninguna tan desmesuradamente cruel, tan desgarradoramente feroz como la que sigue al diagnóstico de cáncer del propio hijo.
Este relato contiene las sugerencias para convertir la peor de las situaciones en una experiencia mágica. Nada es como es sino como cada uno desea que sea. No hay desenlaces anunciados ni compañeros de viaje garantizados. El destino no se elige, pero el destino no tiene el poder de condicionar a los protagonistas de esta historia. Noa vivió, VIVIÓ con mayúsculas su breve vida. A su alrededor todos duraban en el tiempo. Noa les dio una lección de realidad. Muchos aprendieron y pusieron en práctica lo que ella sugería un poco con palabras, pero fundamentalmente con su ejemplo.
La protagonista de esta historia es una madre que tuvo ella misma que morir para renacer nueva, mejor, más generosa que antes, más consciente de sus recursos emocionales, infinitamente más sabia. Esta historia es un himno de gratitud a los que sí se quedaron, a los que, con sus trabajos, sus empeños, sus like, sus silencios, sus gestos, sus aplausos, sus desvelos, sus sonrisas escoltaron a una madre y a una hija en la prueba definitiva. Noa está presente en estas páginas inolvidables, está en la carne y en el alma de su mamá, en la risa de los niños que recorren las ciudades en el TAXI cada navidad, en las pupilas del investigador que examina tejidos en un microscopio. Está en cada pequeño y en cada adulto que al son de la música del universo SIGUE BAILANDO.
Por voluntad de Noa, parte de lo recaudado con la venta del libro será destinado a la investigación para la lucha contra el cáncer pediátrico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2023
ISBN9791220141048
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    Nunca dejéis de bailar - Noelia Díaz

    Capítulo 1  FILOMENA

    Y aquí estamos, temprano, en la habitación que hace a veces de oficina, en casa, con un café cargado de buenas intenciones y haciendo tiempo para empezar la jornada. Mientras tanto, hago el balance de lo que hasta este momento ha sido mi vida.

    Tengo 35 años -recién cumplidos-, un trabajo que sorpresivamente me entusiasma, algo que, por cierto, no había sucedido en mis veinte de vida laboral. Soy asesora de formación en una empresa y también soy organizadora voluntaria de una asociación sin fines de lucro, TaxiLuz. Tengo una casa que me encanta y que, aunque a veces el ruido, el desorden y las peleas resuenan por sus paredes, puedo decir que se ha convertido en el puerto donde atracar el barco de mi vida. Tras dos divorcios, tengo un marido con el que por primera vez me siento bien. Bien en todos los sentidos, pues con él encontré la paz que jamás había conocido. Y la felicidad. Sobre todo, el amor más incondicional. Uno de esos amores que te empujan a ser mejor cada día, de los que te animan a seguir creciendo y a perseguir tus sueños.

    Están presentes también, cuatro monstruos cuellicortos, como yo los llamo. Saúl (Sully para sus amigos) y su loca adolescencia de un chaval de quince años. Moisés y el TDHA de un muchacho de doce, cuyo nombre algún día borraré de tanto gritarlo por toda la casa para pedirle que baje la música, recoja su cuarto o haga sus deberes... Noa, la princesa camionera, capaz de aparecerse por la puerta del salón ataviada con el traje de sevillanas que le regalamos en su séptimo cumpleaños hace unos días, con tacones y una peluca rosa fucsia para ofrecernos un espectáculo de baile, del que no decidimos si reír o tirarnos de los pelos. Y una pequeña jabalí de dos años, dispuesta a destrozar la casa, la forma de su cabeza y las estadísticas de accidentes en el hogar, Judith. En nuestra aventura nos acompañan dos hijos peludos: Botas, un perro que rescatamos hace tres años por el cumpleaños de Noa, y Trufa que ha llegado hace pocos meses, cuando logramos evitarle la perrera antes de que se lo llevaran.

    Pero la vida no siempre ha sido tan placentera (que no, tranquila). He visto derrumbarse mis dos primeros proyectos de vida: los matrimonios con el padre de Saúl y Moisés y con el padre de Noa. He llorado por amor y por desamor, por traiciones, por pérdidas. Por el trabajo y por el futuro. Vamos, más o menos como la vida de todos, pero en este caso era la mía. Sin embargo, al final de cuentas, el balance es más positivo que negativo.

    Estoy feliz. 

    Miro el reloj. Son las nueve y cuarto. En quince minutos empieza mi jornada. Desde mi habitacióndespacho, oigo que Dani, mi marido, prepara a las niñas. Hoy Noa tiene una cita en el médico. Anoche vomitó y lleva unos días con décimas de fiebre... es que Filomena (como las agencias meteorológicas de España, Francia y Portugal bautizaron la terrible borrasca que azotó la península a principio del año) y las horas de nieve no salen gratis, cobran peaje. Menos mal que su trabajo -él es conductor de taxi- le permite llevar a los niños al médico y esas cosas. Por suerte, si bien son cuatro, no han sido de enfermarse más allá de los mocos y las toses de principio de curso.

    Empiezan a entrar mis colegas a la reunión de la primera hora. Presentamos todas las variantes de caras: de sueño, felices, de preocupación… Pero entre unas y otras nos animamos, soltamos cuatro chorradas, organizamos la agenda y ya estamos listas para empezar la jornada. Tengo algunos mails pendientes, algunas llamadas agendadas... 

    A las diez y cuarto en punto suena mi teléfono. Jamás atiendo mi móvil personal en el trabajo, pero esta vez lo cojo. Es Dani. Calculo que habrá salido del médico con Noa y se irá a llevar a Judith a la guarde

    —¡Hola, cariño!

    —¡Hola! Me pillas currando, dime rápido, ¿qué le ha dicho el médico a la enana?

    —Pues nos ha dado un volante para ir a urgencias, parece ser un COVID positivo y lo de la tripa, heces retenidas. 

    —Ok, aviso a mi jefe y salgo.

    Ahora sí puedo afirmar que ese sexto sentido que algunas personas dicen tener y especialmente las madres, pues, existe. Yo lo tengo. Llamé a mi coordinadora llorando (no sabría decir el porqué de mi congoja) y le expliqué lo que pasaba. Me dijo que me fuera sin problema, que ya recuperaría las horas después. 

    Subí al coche. Noa tenía cara de cansada, lo normal en esas circunstancias. Iríamos primero al hospital, yo entraría con Noa y Dani se iría a llevar a Judith a la guardería. Luego volvería a por nosotras. Era cosa de poco, PCR, confirmar el positivo para COVID y, supuse, la prescripción de algo para evacuar esa tripa... Entonces, ¿por qué yo estaba tan nerviosa?

    Ni bien entramos, nos atendió una doctora jovencita. Me formularon mil preguntas sobre la niña, le hicieron la PCR y nos mandaron a hacer una ecografía para ver esos intestinos. Me acordé de repente de las pastillas de fibra sabor a piña que me daba mi madre cuando yo tenía esa misma edad. Y es que cada uno lleva su cruz; la mía, ser estreñida, con mil problemas a consecuencia de ello. Es más, recuerdo la última vez que fui a urgencias de ese mismo hospital por ese mismo problema: cómo abrió sus ojos la técnica que hizo la ecografía ni bien me apoyó el ecógrafo y me describió la ingente cantidad de desechos que había en mi vientre… ¡equivalente al volumen de un embarazo de cinco meses!

    Abro el WhatsApp de mi teléfono, mientras esperamos que nos llamen para la ecografía. 

    —Dani, cariño, creo que algo no anda bien. Como me digan que a la niña le pasa algo malo, yo lo siento, pero me tiro por la ventana. 

    —Cariño, los niños se ponen malos todo el tiempo. No va a ser nada.

    Noa miraba todo, a pesar de su apatía y cansancio, pues por suerte, no recordaba haber ido al hospital en toda su vida. Los colores de los pasillos, silenciosos, tristes, feos y fríos. Los del personal sanitario yendo de un lado a otro, a veces solos, a veces con sillas de ruedas o mascarillas. La sala de ecografías era oscura y con una profesional seria que nos miraba como si hubiéramos interrumpido en lo más importante de su vida. Ella, a la derecha de Noa, yo sentada al lado de la camilla, a su izquierda. Noa me agarraba la mano, bastante asustada.

    —No te preocupes, cariño, no duele. Va a ser solo un momentito. 

    Cuarenta y cinco minutos. Cuarenta y cinco minutos después, harta de ver caras que no me gustaban nada y dada mi experiencia con el estreñimiento, le pregunté a la sanitaria qué cosa veía. Me miró, volvió a girar su rostro hacia la pantalla, frunció el ceño, me miró otra vez y dijo:

    —Hay un tumor.

    Así. Sin anestesia, sin preparación, sin cariño, sin empatía. No sé qué cara habré puesto, ya que enseguida y de forma muy seria, aclaró:

    —Un tumor no tiene por qué ser necesariamente algo malo, un tumor es una masa ubicada en un sitio donde no corresponde que esté.

    Una celadora nos lleva de vuelta a pediatría. Noa se duerme. Le pido permiso a una enfermera para salir a llamar por teléfono. Abro mi lista de contactos. Mamá móvil. Un tono, dos tonos... Mi madre tiene el móvil de adorno, pienso.

    —Dime.

    —Oye mamá. Estoy con Noa en el hospital, que nos han mandado desde la pediatra por un posible COVID positivo y cacas en la tripa. Pero mamá... necesito que vengáis, yo creo que pasa algo más.

    —Pero ¿qué te han dicho?

    —Me dicen que es un tumor, que no tiene por qué ser nada, pero que le van a hacer alguna prueba más. Por favor, os necesito aquí, si luego resulta no ser nada pues os volvéis y listo.

    —Ahora vamos para allá.

    Toca hacer la siguiente llamada, al padre de Noa. Y, por último, a Dani, que había ido ya a recoger a Judith. Qué rápido pasa el tiempo a veces, normalmente cuándo una más desea que se detenga… Mi hermana entra a darme relevo, necesito salir, coger aire, fumarme un paquete de tabaco sin respirar entre cigarro y cigarro y rezar al altísimo para que todo quede en el recuerdo de un mal rato. Ni bien enciendo el cigarro me llega un WhatsApp de mi hermana, dice que entran a hacer un TAC, Noa le ha pedido que la acompañe, cuando salga me avisará para que entre yo. Hace frío, pero no sé si más afuera o dentro de mis huesos. Pienso que deberé llamar a la empresa para decirles que tendré que ausentarme unos días, hasta que lo que sea que le pase a mi princesa camionera se solucione. Pienso en todas las llamadas que debería haber hecho y que no he podido. 

    Pienso... La familia va llegando a la puerta del hospital. Nos aguardan para que les demos las noticias. Son más o menos las ocho de la noche. Mi hermana sale y entro yo de nuevo. Estoy agotada, Noa está agotada. Mi radar de madre, sin embargo, está ahí, funcionando con todas las antenas a mil. Y de repente... Viene la pediatra, nos sacan del box. Nos esperan unos quince profesionales, todos en círculo en torno a nosotros, al lado de mi pequeña con cara de que les debemos algo o de que el caos ha llegado al mundo. Silencio. Silencio. Oigo mi corazón, lo siento que galopa en mi garganta. Me tiemblan las piernas y el pecho se oprime. Sudo, pero sigo helada de frío.

    —Las trasladamos al Hospital Niño Jesús. Su hija tiene cáncer. Las están esperando el oncólogo y la ambulancia.

    ¡BOOM! Se para mi corazón, la rotación de la tierra y el brillo de las estrellas. Oscuridad. Es como si solo pudiera mirar a través de un círculo muy pequeño porque todo lo demás ha desaparecido. Se me nubla la vista, las piernas empiezan a no soportar mi peso. Me giro, miro al padre de Noa. Le pido un abrazo, nuestro primer contacto físico desde que nos separamos seis años atrás, cuando mi princesa solo contaba con uno, en unas navidades un tanto convulsas. 

    Miro a mi pequeña, dormida en una incómoda camilla, arropada y con cara de paz. Necesito salir. Necesito... no sé muy bien lo que necesito, quizá porque necesito todo o quizá porque no necesito nada. Los médicos, que ese día debieron extrañar más que nunca tener una formación en psicología para aprender a dar estas noticias de manera menos dura, nos dicen que salgamos a coger aire mientras preparan todo.

    —Vamos a sacar el informe, vamos a poner terapia de fluidos a Noa y enseguida vais para el hospital. 

    No recuerdo muy bien cómo conseguí irme por mis propios medios del hospital, fuera del cual me esperaba mi familia. Familia que necesitaba noticias, noticias que debía darles yo, pero yo no sabía cómo hacerlo. Noticias que sin dudas les destrozarían la vida para siempre. Y es que, ¿cómo se dice que tu hija/nieta/sobrina de siete añitos tiene cáncer? Cuando por fin percibí el frío que corta la cara y encontré a mi gente que esperaba temblando, me abracé la cintura y grité. Grité como lo hace un animal herido, como si una bestia se hubiese apoderado de mí y estuviese rugiendo a través de mi garganta. Todos corrieron hacia mí, pero habría deseado que lo hicieran en la dirección contraria. Tuve que recomponerme, intuyeron que algo no iba bien, que las noticias no eran buenas, pero la imaginación, que normalmente juega en contra, iba a ser incapaz de aclararles la situación si no lo hacía yo.

    Los miré, con los ojos llenos de lágrimas, de miedo, de angustia. Los miré y usé el resto de mis fuerzas para destrozar las suyas. 

    —Noa tiene cáncer. Linfoma. Nos vamos al Niño

    Jesús. 

    En pocos segundos, una sola palabra había destrozado la vida de mis padres, de mi hermana, de mi cuñado, de mi marido... Y aún faltaba hablar con mis hijos, que estaban en casa cuidando de la pequeña. Otra vez silencio. Abrazos, caricias. Y silencio. El miedo se iba apoderando de todos aquellos que se acercaban a mí. Y yo no tenía a mi alcance nada para evitarlo. No podía hacer nada por ocupar yo el lugar de Noa ni por arrancar el dolor del pecho de mi gente. Llamé a mi jefa, hablé con mis tíos y mi primo mientras el resto hacía lo propio con familia y amigos cercanos. Me organicé para irme al hospital con la ambulancia mientras Dani nos seguía con el coche para traerme después a casa y así poder conversar con mis otros tres hijos. 

    En la ambulancia hice lo que no se debe: consulté Google. Felizmente, por inspiración divina, tardé muy poco en darme cuenta de mi error y cerré el teléfono. Pasé todo el camino apretando la mano de mi hija, con la mente aceleradísima, pensando en todo, en nada. El camino fue eterno, nuestro técnico de ambulancias era maravilloso. Me seguía faltando el oxígeno. Mientras, para mi propio asombro, bromeaba con Noa sobre lo mucho que iba a fardar con sus compañeros del colegio cuando les contase que había viajado en ambulancia. 

    Y llegamos, finalmente llegamos. Recuerdo mucha gente, mucho ruido, mucho personal sanitario yendo de un lado a otro, ocupados, pero sonrientes. Las paredes llenas de bonitos dibujos. A pesar del horario, allí había tanta luz, demasiada para lo oscuro que se había vuelto de pronto mi mundo. Nos hicieron pasar a una habitación de urgencias, que hacía las veces de box. Un médico apareció y comenzó a hablar con Noa pronunciando frases que yo no era capaz de entender. Pero al parecer ella sí, porque de repente le sonrió. El médico, que resultó llamarse David, sacó su móvil del bolsillo, se lo ofreció a Noa y le dijo:

    —Me voy a llevar a mamá un momento. Tú vas a mirar la hora, cuándo en ese número ponga un cinco, prometo traer a tu madre de vuelta, ¿de acuerdo?

    Sorprendentemente Noa estaba de acuerdo. Era la primera vez que me permitía alejarme de su lado. Y mientras una enfermera maravillosa cambiaba la triste venda blanca que cubría la vía de la mano de Noa por una azul con pingüinos -mucho más chula-, salí con David de ese box rumbo a una habitación. Entramos.

    Una mesa. Dos sillas. Ese era todo el mobiliario. Nos sentamos.

    —Cómo os han dicho en el hospital, Noa tiene cáncer. Linfoma. Tenemos el nombre, nos falta el apellido para empezar el tratamiento. ¿Tienes dudas?

    Silencio.

    —Todas y ninguna. ¿Vais a curar a Noa?

    —Los oncólogos no curamos. Los oncólogos solo alargamos la vida de los pacientes tanto como sea posible. Esto puede ser un año, diez o cincuenta.

    —¿Por qué?

    —¿Por qué no curamos o por qué a tu hija?

    —¡No! ¿Por qué los niños? 

    Me miró con unos ojos llenos de pena, de dudas y de seguridad profesional.

    —David, solo te voy a pedir una cosa. No tengo prisa. No tengo nada mejor que hacer en este momento que cuidar de mi hija. No importa lo que necesites, porque te juro que te lo voy a conseguir. Solo te pido que me devuelvas a mi hija viva, que yo pueda salir con ella de la mano.

    —No tengo plan B. Mi único plan es lo que tú me acabas de pedir y créeme, estás en las mejores manos.

    Y lo estaba, como pude constatar inmediatamente después. Volvimos a la habitación donde esperaba Noa con el teléfono en la mano. Yo, con la sonrisa que no me llegaba a los ojos. Él, con la paciencia del profesional curtido en mil batallas. Empezó a explicarle a Noa que estaba malita por eso su dolor de tripa y los vómitos, que entonces se quedaría unos días en el hospital; que nos pasarían a una habitación súper chula con profesionales súper divertidos.

    —¿Me vais a hacer daño?

    —No te voy a mentir. Algunas de las pruebas que te haremos, pueden molestar un poco, pero en este hospital hay una regla: no pasar dolor. Así que, si en algún momento te duele, nos lo tienes que decir para que te demos algo para el dolor.

    —Pero a mí no me gustan los jarabes...

    —Por eso te hemos puesto esa vía en el brazo, para que no tengas que tomar nada. 

    Nos llevaron a una sala que se llama San Darío. Una habitación que me traía recuerdos la memoria... ¡Pero no podía ser! Necesitaba preguntarle a mi madre... Las paredes estaban decoradas con dibujos, una tele, una cama, un sofá reclinable naranja chillón. Una mesa y el baño. Noa se negaba a mover el brazo. Le daba miedo hacerlo a causa de la vía; en ese sentido me recordó tanto a mí... no solo cuando era pequeña, de mayor también soy una cagona. Entró una enfermera o un ángel, no estoy muy segura. Nos dejó el menú del día siguiente, un folio lleno de opciones para desayunar, comer, merendar y cenar. Habló con Noa y aunque la hizo reír, no consiguió que moviera el brazo ni un centímetro. Se puso el pijama, se metió en la cama y enseguida se quedó dormida.

    Demasiadas emociones. 

    Sobre las dos de la madrugada vino su padre y yo me marché a casa con Dani. Mi pesadilla acababa de empezar. Mi siguiente misión era la de hablar con mis hijos, que esperaban despiertos a que volviera a casa con su hermana, acompañados de los abuelos y los tíos. Cuando llegué, fui directa al baño sin pasar por el salón. Necesitaba borrar la pena, aunque obviamente no lo conseguí. Entré al salón temblando, con los nervios a flor de piel. En el sofá grande, mi hijo mayor. En el pequeño, mi hijo mediano. La pequeña, dormida. Me senté.

    —¿Y la tata? —, preguntó Saúl.

    —Chicos, tenemos que hablar... La tata no va a poder venir por algunos días. Se tiene que quedar ingresada.

    —¿Tiene gastroenteritis? —, esta vez Moisés. Bendita inocencia, la ignorancia a veces es felicidad.

    Tragué saliva, cogí aire, y con toda la tranquilidad que fui capaz de reunir, miré a mis hijos y les dije:

    —Chicos... la tata tiene cáncer. Se llama linfoma, es un tipo de cáncer raro en el sistema linfático...

    No pude seguir. Inmediatamente Moisés se levantó como si ese sillón se estuviera incendiando y empezó a moverse de un lado a otro agarrándose la cabeza y llorando con desesperación. Mientras lo abrazaba para reconfortarlo, vi que la cara de Saúl se descomponía en una mueca de dolor físico y rompía a llorar en silencio, como si no quisiera molestar. Casi todos llorábamos. El ambiente enrarecido de ese salón era una mezcla de casa de los horrores y de amor. Nos abrazábamos, sentíamos en nuestra carne y en nuestro corazón el dolor de los que estaban a nuestro lado, la desesperación, el vacío. Nos levantábamos y nos sentábamos, un poco como un baile sin sentido... pero en ese momento, ¿qué cosa tenía sentido?

    No sé qué hora era cuándo me metí en la cama con la intención de descansar un poco la espalda y las piernas. Con Dani a mi lado, entre el llanto y la firme intención de dar con aquello que calmaría mi dolor a sabiendas de lo imposible que era, mi mente seguía a mil. Unas horas antes, tan solo unas horas antes, vivía en la calma que precede a la tormenta. Habíamos pasado una pandemia, y la habíamos superado sin bajas en la familia, a diferencia de otros conocidos. Había conseguido un trabajo que nos permitía vivir cómodamente, en el que me sentía valorada y que me permitía crecer no solo a nivel laboral sino también, personal. Tenía mi puerto seguro. Tal como había pensado esa mañana. Al mejor marido del mundo. Cuatro hijos sanos y felices. Una familia maravillosa... ¿Dónde quedaría todo eso? Es más, ¿qué importancia tenían todos esos logros en este momento?

    Recordé lo que le había dicho a Dani en el hospital y pensé que se me había olvidado tirarme por la ventana... pero ni eso era importante ahora. Tenía a mi pequeña, a mi gitana, a mi princesa camionera en un hospital, demasiado lejos de mí en ese momento (un solo

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