La cuadratura del círculo
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La cuadratura del círculo - José María Iarussi
AGRADECIMIENTOS
Mariana y Valentina por dejarme ser, por ser refugio y amor.
Mamá y papá por dejarme volar sin restricciones.
Gustavo y Carolina, mis hermanos, por enseñarme a compartir.
Tomás y Faustina, mis sobrinos, por su afecto incondicional.
José por estar desde la ensenada para acompañarme.
Celia Silombra, maestra de tercer grado, por darme el recurso de la comparación
que me mostró un mundo paralelo, parecido, que puede construirse desde la escritura pero también desde la lectura.
Mariel Patronelli por la metáfora y las lecturas que construyeron puentes.
Pablo Moro por contagiarme un amor por la literatura sin precedentes.
Ezequiel Larraquy por indicarme que hay que estar un poco loco (muy loco) para escribir.
Vicky Fuentes y Manina García por enseñarme a reflexionar sobre las lecturas.
Silvina Castellanos por ayudarme en el encuentro con el realismo mágico y una literatura latinoamericana que nos identifica.
Agustina Julianelli por creer y difundir entre alumnos mi escritura.
Cada uno de ustedes ha empujado este carromato de ideas de un poco más de medio siglo de vida que trata de escribir, contar historias y mejorar día a día.
¡Gracias!
PRÓLOGO
Los pueblos en verano parecen estar muertos, escribe José María Iarussi en las primeras páginas de este libro. Un libro de cuentos dentro de cuentos, de relatos dentro de otras estructuras que rompen la dinámica de lectura para meternos y sacarnos de la ficción con una realidad que te pasea con paz y suspenso por el dolor, el silencio, el amor y la muerte. Historias que comparten su recorrido junto al ruido abrumador de la racionalidad con la que suenan las agujas del reloj.
Iarussi nos invita aquí a cambiar los ángulos por curvas, los límites por horizontes y los laberintos cerrados por espirales de movimiento que nos puedan volver al mismo lugar, pero que también, nos puedan conducir a aquellos lugares imposibles. La imposibilidad como juego entre lo contrapuesto y simultáneo nos hace transitar estos cuentos como un eclipse sin filtros.
Tiempo dentro del tiempo como pregunta y respuesta a todos nuestros males. ¿Cuánto tiempo cabe en un cuerpo? ¿Cuánta piel cabe en el tiempo? es el inicio y el fin de un poema que escribí y leer estas páginas me hace recordar qué es lo que no se quiere responder allí. Ahora, me pregunto también, ¿cuánta muerte cabe en la piel?
La rectificación de una superficie curva, de aquello que circula, es imposible según la ciencia, o al menos eso parece. Sin embargo, cada día hacemos un esfuerzo de poesía, como nos diría Miller, al analizar el espacio de terapia, ese esfuerzo por escapar a la utilidad directa, ese esfuerzo por nombrar lo imposible en un mundo que solo nos permite producir dentro de lo posible. José María hace poesía en este libro con aquellos temas que le han quitado el sueño a la humanidad siglos tras siglos, le da sentido a la imposibilidad de explicar, de responder, de encontrar la verdad. Nos abraza y nos invita a darlo vuelta todo, a observar desde las curvas donde la perdurabilidad no es lo único que importa. En estos cuentos hay lugar para lo efímero con una significancia especial que nos recuerda cómo se construyen los momentos y cómo los mantenemos a salvo en nuestro cerebro como práctica de eternidad. Navega la incertidumbre y la imperfección como motores de vida y la automatización y la repetición como jaulas de domesticación del caos.
Nina Ferrari dice, la poesía salva vidas, agrego, la literatura salva vidas. Allí no hay verdades, no hay respuestas, hay preguntas y esas preguntas alivian nuestra existencia hasta hacerla soportable.
José, aquí, nos con–vida a una salvación posible. Nos demora, nos da una pausa sin vértices que se nos claven y nos perforen, nos da una alternativa para acariciar la suavidad de las curvas como manera de habitar el tiempo.
Marina Pifano
Bióloga, Dra. en Ciencia y Tecnología; Escritora
EL TIEMPO
Anoche soñé que salía de casa a una ciudad que no conocía. Los edificios muy altos parecían inclinarse de una vereda a la otra como para unirse en sus terrazas y tapar el sol. Era un cielo agobiante de hormigón y un celeste tímido cargado de un smog gris y sucio.
Los autos parecían ir más rápido de la velocidad permitida. Y no había una sola cara que conociera. Al pisar la vereda tuve la necesidad de saber la hora, pero no llevaba ni reloj, ni celular. Al preguntar a una de las personas que caminaba cerca de mí, me respondió que eran las diez de la mañana. Me pareció que no podía ser esa hora y pregunté a una mujer mayor que ostentaba un collar de perlas en su cuello arrugado por el tiempo.
—Son las dos de la tarde– dijo y siguió a paso lento ayudada por un bastón.
Algo no estaba bien. Volví a preguntar y preguntar. Todos tenían horas distintas. No tenía manera de saber la hora y yo debía llegar al trabajo.
La desesperación por saber la hora aumentaba y a cada nueva persona que consultaba parecía importarle poco saberla. Casi automáticamente levantaban un poco el brazo izquierdo, giraban unos grados la muñeca y miraban el reloj para responderme. Comencé a observar que todos tenían el mismo reloj de fondo blanco con números romanos negros y agujas rojas.
Corrí entre la gente mientras seguía preguntado la hora sin obtener dos respuestas iguales. Los relojes digitales de algunos edificios marcaban horas distintas también. Y el reloj de una catedral estaba detenido a las doce y las campanas no paraban de sonar.
Desperté transpirado. Lo que había empezado como un sueño se había transformado en una pesadilla. Me di un baño y luego desayuné un té con leche, no sin antes tomar la pastilla de esomeprazol que mantiene a raya mi acidez crónica. Miré con desconfianza el reloj pero la