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El entuerto chileno: Visiones encontradas  sobre un país confundido
El entuerto chileno: Visiones encontradas  sobre un país confundido
El entuerto chileno: Visiones encontradas  sobre un país confundido
Libro electrónico358 páginas5 horas

El entuerto chileno: Visiones encontradas sobre un país confundido

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Información de este libro electrónico

La irrupción del malestar ciudadano que comenzó con las marchas estudiantiles en 2011, así como la frustrante experiencia reformista de la Nueva Mayoría, pusieron al país en una situación inédita desde el regreso de la democracia: una crisis en curso y ninguna solución conocida.
Obligada la sociedad chilena a repensarse, proliferaron diversos diagnósticos cuyo prestigio se encumbró o cayó en desgracia según los vaivenes de las urnas o de la calle. A partir del estallido social del 18 de octubre de 2019, defender la obra de la Concertación se volvió una práctica reservada a la derecha, y retratar a la sociedad chilena como lo venía haciendo la derecha, una temeridad. El nuevo relato emancipador, sin embargo, fue desahuciado en el plebiscito de 2022, cuando el triunfo del Rechazo invirtió los papeles.
Después de tanto ensayo y error, los idearios se perciben impotentes. Lo que en su día fueron las paradojas del desarrollo o el agotamiento del modelo, se nos presenta ya como una maraña de actitudes incompatibles, votantes escurridizos, demandas amontonadas. Más que un problema, un entuerto.
¿Fallaron los diagnósticos o no supimos qué hacer con ellos? ¿Será que prevaleció la ansiedad por refutar argumentos incómodos, allí donde tenía más sentido valerse de ellos para afinar la mirada propia?
Las entrevistas incluidas en este libro (realizadas entre 2015 y 2022), recogen algunas de las voces que con mayor agudeza participaron de esos debates. El lector podrá juzgar sus aciertos y equívocos, pero el verdadero desafío sería contrastarlas, buscar una urdimbre posible entre sus afinidades y discordancias ya que ninguna se basta a sí misma, en sintonía con la sociedad contradictoria que aspiran a comprender.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ago 2023
ISBN9789564150321
El entuerto chileno: Visiones encontradas  sobre un país confundido

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    Vista previa del libro

    El entuerto chileno - Daniel Hopenhayn

    portaportadilla

    Hopenhayn, Daniel

    El entuerto chileno

    Visiones encontradas

    sobre un país confundido

    Santiago, Chile: Catalonia, 2023

    248 p.; 15 x 23 cm

    ISBN: 978-956-415-031-4

    070 Periodismo

    Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria

    Diagramación interior: Salgó Ltda.

    Impresión: Salesianos Impresores S.A.

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

    Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

    Primera edición: junio, 2023

    ISBN: 978-956-415-031-4

    ISBN Digital: 978-956-415-032-1

    RPI: Trámite 8xfjjk - 20/6/2023

    © Daniel Hopenhayn, 2023

    © Editorial Catalonia Ltda., 2023

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl - @catalonialibros

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Índice

    Presentación

    ANTES DEL ESTALLIDO

    Carlos Peña

    Daniel Mansuy

    Carlos Ruiz

    Poder versus ciudadanía: una especie de guerra fría

    Ricardo Lagos

    Chantal Mouffe

    La transición: continuidades perdidas

    DESPUÉS DEL ESTALLIDO

    Gabriel Boric

    Claudia Pizarro

    Jon Lee Anderson

    Manuel Canales

    Afectos constituyentes: el ancla del estallido

    Sol Serrano

    Óscar Godoy

    Kathya Araujo

    Noam Titelman

    Carolina Tohá

    Convicciones temerosas: la derecha chilena

    Álvaro Díaz

    Coda

    Josefina Araos

    Juan Pablo Luna

    Antonio Bascuñán

    Constanza Michelson

    Pedro Güell

    Alfredo Joignant

    Presentación

    Las entrevistas incluidas en este libro se publicaron entre 2015 y 2022, principalmente en The Clinic y La Tercera. Esos años enmarcan, a mi entender, un virtuoso ciclo de debate intelectual en la sociedad chilena, pero a la vez errático. Virtuoso porque supo dar cuenta de cambios políticos y culturales que la conversación precedente no alcanzaba a dimensionar. Y errático porque no condujo, en cierto modo, sino a su punto de partida: la sensación de que hay una crisis en curso y ninguna solución a la mano.

    Tras las protestas de 2011, se abrió en el país un nuevo espacio para el conflicto, pero no tanto para la incertidumbre. Las demandas ciudadanas parecían inequívocas y el diagnóstico capaz de explicarlas ya se había elaborado. Los autoflagelantes de la Concertación pudieron esgrimir la prueba de que nunca se equivocaron al observar que las desigualdades crónicas y el abandono de lo público llevarían a un camino intransitable, mientras los autocomplacientes no quisieron o no pudieron salirles al paso. Como fuera, hubo poco disenso sobre el remedio a aplicar: una corrección socialdemócrata al modelo de desarrollo y una coalición política que expresara una mayoría social y no sólo electoral. La Nueva Mayoría y su programa reformista, con el aura de Bachelet como garantía, no eran mucho más que la respuesta de manual a un problema conocido.

    Esta relativa certidumbre sostuvo las expectativas y apaciguó los ánimos durante los años que aún restaban del gobierno de Piñera, quien por cierto encontró alivio –en ningún caso satisfacción– en su condición de página ya volteada de la historia. En la segunda vuelta de 2013, Bachelet arrasó con el 62% de los votos (anotemos esa cifra) y ya nadie se atrevía a dudar, por lo menos en voz alta, del cauce progresista por el cual enfilaba Chile para tratar sus nuevas patologías.

    Durante el año 2014, sin embargo, esta confianza comenzó a menguar. Y no tanto por las evidencias de que la nueva coalición se había forjado en el oportunismo antes que en las convicciones, sino por la facilidad con que sus opositores –por derecha e izquierda– consiguieron desacreditar su agenda de reformas. El presunto compromiso popular con ese proyecto se reveló simplemente ilusorio, de modo que la respuesta al descontento tal vez no fuera la que se había creído. Pero, de momento, tampoco había otra. Por primera vez desde el regreso de la democracia, la sociedad chilena parecía obligada a repensarse: replantear no ya la solución, sino el problema.

    Fue en respuesta a esa sensación ambiente que en la redacción de The Clinic, de que la yo formaba parte, nos propusimos salir en busca de entrevistados (filósofos, sociólogos, historiadores, en fin) que pudieran aportar a ese ejercicio reflexivo. Las entrevistas poco a poco fueron aumentando en extensión y, contra lo previsto por la naciente disciplina de las métricas de internet (concepto que la gran mayoría usábamos sin entender nada del asunto), mientras más se alargaban, mejores resultados obtenían en línea.

    La perplejidad, eso sí, duró poco. El naufragio existencial de la Nueva Mayoría y el eventual regreso de la derecha al poder trajeron de vuelta las certidumbres, pero esta vez las opuestas. Recuperados del shock, los ideólogos de la transición contraatacaron, y un nuevo consenso liberal decretó que el 2011 se había sobreinterpretado y que el viejo Estado aglutinador tenía poco que hacer en el Chile contemporáneo. Esto dio pie a que el diagnóstico sociológico de Carlos Peña (la tesis de Peña, se repetía entonces) se instalara como lectura preferente del nuevo ethos nacional y se convirtiera además en el rasero con el que intentaban medirse las visiones más críticas.

    La primera vuelta de 2017 gatilló un nuevo movimiento pendular. La imprevista votación de Beatriz Sánchez, que en comunas como Puente Alto superó incluso la de Piñera, vino a certificar que la crítica al modelo sí daba en el blanco y que la Nueva Mayoría pecó de continuista, no de radical. Columnistas avezados y debutantes compitieron por explicar los graves errores de la tesis de Peña, aunque cesaron de golpe cuando Piñera, de manera igualmente imprevista, ganó la segunda vuelta con 10 puntos de ventaja. Desde la euforia algunos, desde la amargura otros, casi todos se declararon testigos de un triunfo cultural que podía extenderse fácilmente por ocho años, dada la sintonía de la centroderecha con los nuevos sectores medios y la decrepitud que mostraba la izquierda en casi toda América Latina.

    No hace falta reseñar lo que sucedió un año y medio después. Basta consignar que, a partir del 18 de octubre de 2019, defender la obra de la Concertación se volvió una práctica reservada a la derecha, y retratar a la sociedad chilena como lo venía haciendo la derecha, una ofensa al pudor intelectual. La hegemonía del nuevo relato emancipador no fue breve, pero la dilación del calendario constituyente –legado de la pandemia– le dio tiempo de ser desahuciado en el plebiscito de 2022. El triunfo del Rechazo, otra vez con el 62% de los votos, invirtió nuevamente los papeles, con la correspondiente toma del poder simbólico por parte de la oposición.

    En esta ocasión, sin embargo, primó en los ámbitos más reflexivos una cierta cautela, o la conciencia de que estas oscilaciones parecían responder a su propia lógica, bien descrita por el significante Rechazo en su acepción más despojada. No faltaron quienes, tras las nuevas elecciones de constituyentes, humillantes para la izquierda, cedieron a la tentación de declararla equivocada desde siempre, aun a riesgo de atribuir el estallido social –apoyado en su etapa más violenta por el 80% de la población– a un brutal malentendido. No obstante, ningún analista interesado en su reputación dejó de advertir que las sucesivas derrotas de unos dicen poco en favor de los otros, y que nadie está ya en posición de indicar el camino con demasiada propiedad. Esto nos devuelve a la situación original descrita más arriba, con un par de agravantes: la crisis ya es mucho más aguda que en 2015, en tanto que nuestra clase intelectual, o lo que así pueda llamarse, parece haber ensayado todos los diagnósticos que estaba en condiciones de producir. Lo que en su día fueron las paradojas del desarrollo o el agotamiento del modelo, con sus persuasivos mapas conceptuales, se nos presenta de pronto como una maraña de actitudes incompatibles, votantes escurridizos, demandas amontonadas. Más que un problema, un entuerto.

    Ahora bien, ¿fallaron los diagnósticos o no supimos qué hacer con ellos? Sin tener la respuesta a esa pregunta, creo al menos que la premura por refutar las visiones incómodas y consagrar las convenientes –ejercicio que no se limitó a los usuarios de las redes sociales, ni mucho menos a los extremos del arco político– indujo a reforzar conclusiones allí donde tenía más urgencia contrastarlas, actualizarlas, ponerlas a prueba. Y para esto último, del lado que se estuviese, los diferentes análisis en circulación sí ofrecían un renovado repertorio de orientaciones, muchas de ellas sustentadas, de algún modo u otro, en evidencia.

    Por todo lo anterior, reunir en un libro esta selección de entrevistas (con el plebiscito de 2022 como fecha de corte) me pareció una buena idea. Pues si bien es inevitable juzgar aciertos y equívocos desde la comodidad del presente, lo que está claro, a estas alturas, es que ninguna de estas miradas se basta a sí misma; que en todas se asoman verdades incompletas, no siempre reconciliables, pero no por ello excluyentes. En parte, quizás, porque un diagnóstico ha de ser coherente con sus premisas, y es más bien una sociedad contradictoria, atravesada por discursos y valores que rehúyen esa coherencia, la que intenta hace más de una década ajustar cuentas consigo misma, arribar a un deseo legible, acatar un acuerdo aceptable, entre otras necesidades vitales.

    Las entrevistas se presentan en orden cronológico, aunque ese orden fue alterado en algunos casos para favorecer la apreciación de afinidades y contrastes entre distintas voces. El lector también encontrará, agrupados temáticamente, fragmentos de otras entrevistas que reclamaban su lugar en el libro y que por lo general discrepan entre sí. Casi todos los textos se reproducen íntegros, con la sola omisión de breves pasajes que aludían a contingencias de menor interés. En cambio, he resistido la tentación de corregir los textos introductorios y aun la de modificar los títulos, elegidos siempre por necesidad y nunca con placer.

    Un trabajo continuado en el tiempo deja muchas personas a las cuales agradecer, pero me limitaré a las que dejaron su propio trabajo detrás de mi firma. Tres han sido mis editoras: Andrea Moletto y Lorena Penjean en The Clinic y María José O’Shea en La Tercera. De no ser por ellas, nunca me hubiera atrevido a hacerme pasar por periodista. A su vez, muchas de estas entrevistas habrían llegado tarde a la imprenta si Macarena Alfaro y Bernardita Andueza no me hubiesen ayudado a transcribirlas. Las otras se llaman Camila y Antonia.

    Antes del estallido

    Carlos Peña

    "Quien crea que la política va a curar el malestar cultural

    está radicalmente equivocado"

    The Clinic, 8 de diciembre de 2016¹

    Se toma la cabeza cuando escucha hablar de cualquier cosa parecida a una crisis del modelo en Chile. Se toma la cabeza es un decir, porque su ánimo de misteriosa satisfacción, la placidez que parece haber encontrado en el descreimiento del intelectual, no se dejan interrumpir. Alguna vez su padre lo llevó de la mano a ver a Fidel Castro y él cayó en la ensoñación, pero hoy lo entusiasma entender que la vida humana se sostiene en fantasías que llegan así como se van. De que se pica, en todo caso, se pica. Todavía no perdona los excesos retóricos que acompañaron al proyecto de Bachelet. Deplora que la izquierda esté dedicada a pelear consigo misma y no con la derecha. Taxativo como siempre, más irónico que de costumbre, Carlos Peña plasma acá su diagnóstico del Chile contemporáneo y se anticipa a un escenario nebuloso: Una segunda vuelta Guillier-Piñera sería la mejor expresión de que la política siempre acaba siendo una elección entre dos males.

    Has sido de los más ilustres críticos del proyecto reformista de este gobierno y de la filosofía que lo inspiró. ¿Crees que al país le conviene volver al camino de los años 90?

    No, nunca conviene volver atrás, evidentemente. Pero sí pienso que, para atenuar o corregir las sombras de la modernización, se necesita un diagnóstico más acertado de ellas. Y desde luego no creo correcto que, por entusiasmos, se abandone la senda de la modernización o se acabe abjurando de lo que la Concertación hizo en las dos últimas décadas. Yo no pienso que en los años 90 hayamos habitado un jardín del edén, algo así sería estúpido. Pero es igualmente estúpido pensar que la prosperidad actual de Chile, que les cambió la suerte a las grandes mayorías, pueda incrementarse abandonando ese camino. Y es claro que hoy, en la izquierda que se aloja en la Nueva Mayoría (NM), hay dos visiones enfrentadas: una más amistosa con la modernización capitalista, que aspira a corregir sus patologías de manera gradual, y la de quienes son muy críticos de ese proyecto y creen –aunque a veces lo nieguen– que los gobiernos de la Concertación estuvieron llenos de renuncias inconfesables, infectados por el error moral de haber sido poco valientes y haber tolerado que el capitalismo avanzara a sus anchas. Y ese enfrentamiento es lo que explica el absurdo de que el principal rival de la izquierda sea hoy la otra parte de la izquierda. Es muy raro esto que ha pasado: pareciera que la izquierda sólo considera objetos de crítica a sus mayores figuras, en tanto que la derecha no merece crítica alguna.

    ¿Cuál sería para ti un diagnóstico acertado de las sombras de la modernización?

    Bueno, lo primero sería constatar que en Chile hemos asistido a un gigantesco cambio en eso que Marx llamaba las condiciones materiales de la existencia, ¿no? Para quienes somos más viejos, la verdad es que las condiciones cotidianas de vida de los chilenos han cambiado de la tierra al cielo en apenas dos décadas. Y como parte de ese proceso ha habido otros dos fenómenos muy interesantes de mencionar. Por una parte, la gigantesca expansión del consumo. Y parte de la izquierda, lo mismo que la derecha, tienen una mala comprensión de ese fenómeno.

    ¿En qué sentido?

    La derecha ve en la expansión del consumo una especie de rotería, de ordinariez. Y la izquierda ve una forma de alienación, de envilecimiento de lo propiamente humano. Y para qué decir la Iglesia. Así que la Iglesia, parte de la izquierda y la derecha en esto están férreamente unidas. Todos ellos desconocen, diría yo, los aspectos liberadores, dignificadores que tiene el acto de consumo, y que para mí es uno de los fenómenos más notables de las últimas décadas en Chile.

    ¿Y el otro fenómeno?

    El otro, que se ha subrayado poco, es que hoy estamos en presencia de la generación de jóvenes más escolarizada, más educada de la historia de Chile, pero por lejos. Y entonces estos jóvenes, que provienen de las grandes mayorías históricamente excluidas, llevan en sí una experiencia de autonomía, pero también de frustración. Porque esperaban encontrar en la educación superior los bienes que proveía cuando ellos la miraban a la distancia, cuando era casi un sucedáneo de un título de nobleza. Pero hoy, que por fin acceden a ella, ya es una experiencia de masas y no provee esas formas de distinción. Esto ha provocado una gigantesca frustración. Entonces vivimos, culturalmente hablando, una época de progreso y desilusión: de abrazar bienes que se anhelaban sólo para descubrir que ya no son lo que eran. Y esa es la dialéctica con la que nos vamos a encontrar en las próximas décadas en Chile.

    Y porque otros jóvenes, a diferencia de ellos, sí se siguen distinguiendo.

    Por supuesto. Pero este tránsito del progreso a la desilusión ha acompañado siempre a la modernización rápida y masiva, inevitablemente. Uno revisa las experiencias de masificación de la educación superior en la Francia de la posguerra, o en la Italia de la posguerra, y esto siempre fue así. Porque no se progresa de satisfacción en satisfacción, sino de deseo en deseo.

    ¿No crees que el ideal meritocrático ha sido puesto en tela de juicio producto de esa decepción?

    Bueno, partamos por reconocer que si el ideal meritocrático se ha convertido en el combustible del malestar social, estamos asistiendo a un triunfo cultural irrefutable del capitalismo. Porque la idea de que cada uno es hijo de sus obras, como se lee en el Quijote, es típicamente capitalista y moderna. Es el ideal moral que subyace al mercado y a la competencia. O sea, los jóvenes hoy día son más capitalistas que nadie, por eso se sienten maltratados si su esfuerzo individual no es retribuido con frutos igualmente individuales. Este es un hecho que yo constato, no un deseo que albergue, que quede claro. Pero mi punto es que no estamos en presencia de un movimiento social extendido que abjure de la modernización capitalista. Más bien se le está pidiendo que se ponga a la altura de los ideales y fantasías que esgrime para legitimarse.

    Pero eso no impide que, ante resultados que defraudan la expectativa que le permitió triunfar a ese ideal, la sociedad pueda empezar a buscar otros.

    Bueno, hasta ahora no ocurre. Podría ocurrir, pero lo que dicen las encuestas es que la gente sigue teniendo una gigantesca fe en su esfuerzo individual.

    Y que también demanda compensaciones por la asimetría, no tan meritocrática, con que esos esfuerzos son recompensados.

    Sí. Pero la molestia no es con toda desigualdad –si así fuera, la palabra del Evangelio sería la clave cultural de Chile– sino con aquellas que se deben a la herencia y no al esfuerzo. Y a esa molestia se suma otra: que el aumento del bienestar coexiste con el temor de que ese bienestar se derrumbe en cualquier momento, como un castillo de naipes. Entonces la gente necesita también redes de protección, lo cual ha sido, desde siempre, el proyecto socialdemócrata. Los reclamos del Chile contemporáneo son contra la desigualdad inmerecida y a favor de resguardos ante la vejez y la enfermedad. Si alguien quiere ver ahí una rebelión de las mayorías contra el proyecto de modernización, bueno… A mí me parece una total ilusión. O sea, atendamos a lo siguiente, a los hechos, no a los deseos, a los hechos: estamos ad portas de que la derecha, que durante todo el siglo XX logró ganar sólo una vez en las urnas, pueda ganar dos veces en ocho años. Y seguimos con la idea de que lo que está en crisis es el proyecto de modernización capitalista… Realmente me parece incomprensible. Acaba de haber una elección municipal donde la derecha hizo retroceder fuertemente a la NM. ¿Y seguimos creyendo que el modelo está al borde del precipicio?

    ¿Te parece que el diagnóstico que inspiró al proyecto de Bachelet es tan radical como lo estás verbalizando?

    No, con lo que acabo de decir no me estoy refiriendo al diagnóstico de Bachelet. Me refiero más bien a estas visiones que circulan en las redes, que tienen los jóvenes…

    El mal ánimo…

    Claro, de que en realidad estamos en presencia de una gran estafa, donde nos timan todos los días, donde la vida no vale la pena, que estamos en manos de élites inmisericordes, en fin. Ahora, respecto de la presidenta Bachelet, ella y los equipos que la asesoran efectivamente se hicieron solidarios de un diagnóstico errado. Vieron en las manifestaciones estudiantiles el primer síntoma de un movimiento social subterráneo que amenazaba poco menos que las bases de la convivencia… Es que recordemos los excesos verbales en que se ha incurrido. Se dijo, la presidenta lo dijo un 21 de mayo, que esta era la única manera de detener la gigantesca fractura social que en Chile se estaba anidando. Yo admito que son excesos retóricos, no estoy imputando graves errores intelectuales. Pero hubo un anhelo de sumarse a esta sensación de las nuevas generaciones de que estamos ante una suerte de gran estafa, y creo que ese fue un error profundo.

    Más que las reformas en sí…

    Desde luego. Yo creo que el esfuerzo transformador del gobierno de Bachelet, si uno respira y lo mira fríamente, si pone al margen la retórica y la torpeza increíble con que se ha llevado adelante, es bastante razonable. La idea de caminar hacia una sociedad que, en parte al menos, sea más universalista que contributiva, es decir, que todos tengamos derecho a ciertos bienes básicos con prescindencia de la contribución que hagamos para obtenerlos, es una idea que yo mismo he sostenido muchas veces y en la que creo firmemente. Pero a los gobiernos hay que juzgarlos por sus resultados. Si no se logra elaborar una narrativa razonable, si no se logra ejecutar técnicamente las reformas, si en casi tres años el gobierno ha sido incapaz de elaborar un buen proyecto de reforma a la educación superior, estamos hablando de un gobierno que lo ha hecho desgraciadamente muy mal.

    ¿Cuánto influye, en tu visión crítica del gobierno, la experiencia que te tocó vivir como rector de una universidad [la UDP], por los efectos de la reforma y sobre todo de la gratuidad?

    No, no creo que eso haya influido tanto. Déjame decir que el principal impulsor de que esta universidad adhiriera a la gratuidad fui yo. La federación de estudiantes estaba más bien escéptica, por razones políticas. Pero yo me convencí de que el peligro para la universidad era, por temor a la gratuidad, homogeneizarse hacia los deciles más altos, arriesgando una pluralidad que no queremos perder. De manera que no tengo ningún problema con la gratuidad como definición de política pública. Me parece imprescindible que para los primeros deciles –no para todos– se supriman las barreras económicas de acceso. Nuestro problema con la gratuidad a futuro es el que atañe a todas las universidades: como el dinero público que entra es menor al dinero privado que sale, el sistema en su conjunto se va a tender a empobrecer. Y esto sin ninguna duda va a causar problemas estratégicos a las universidades.

    El jardín del edén

    En la batalla ideológica por los malestares, eres de quienes defiende la explicación más cultural que económica: la incomodidad propia del sujeto en la modernidad. ¿No hay un riesgo de subestimar los problemas materiales?

    Lo que creo es que hay distintas fuentes de malestar, y que confundirlas supone el riesgo inverso: no advertir que el malestar de índole cultural, que ha acompañado siempre a los procesos de modernización, se masificó en Chile y hay que aprender a convivir con él.

    ¿En qué consiste?

    Bueno, tengamos en cuenta que toda la modernidad –y con modernidad decimos capitalismo occidental, Estado nacional, mediatización de la cultura– ha estado marcada por la ambivalencia de ser tanto la afirmación como la crítica de sí misma. La vida se hace mucho más electiva, pero por lo mismo más crítica y más inestable, carente de adscripciones sobre las cuales descansar. Y el individuo siempre se ha sentido acosado, frustrado por este proceso, de lo cual toda la filosofía moderna ha dado testimonio. Quizás en otro tiempo ese malestar tuvo un signo más aristocratizante, ¿no? Pero con la masificación de la autonomía y la libertad individual, que es lo que ha ocurrido en Chile, ese malestar también se ha masificado.

    ¿Y cuáles serían los otros malestares?

    Al menos yo creo distinguir otros dos, que los hemos mencionado: uno más generacional, propio de este grupo que se incorporó a la educación superior para descubrir que no brinda los beneficios de antes, y el de los nuevos grupos medios que temen que su bienestar se venga abajo con la vejez o la enfermedad. Yo creo que ningún proyecto político en Chile puede dejar de atender este último malestar. Pero a su vez, ningún proyecto político va a poder curar el primero, y quizás tampoco el segundo, y por eso es fatal confundirlos.

    Pueda o no curarlos, la sociedad va a tener que lidiar con ellos igual.

    Pero yo creo que, al menos el malestar cultural, no puede ser gestionado por la política. La incomodidad del individuo cuando la modernización produce pérdidas de vínculos sociales, rupturas de memorias familiares, migraciones, cuando la vida se hace más apasionante pero también más frágil, todo eso es el alimento de la literatura, del cine, de las conversaciones cotidianas. Quien crea que la política va a curar eso está radicalmente equivocado, está haciendo una promesa totalmente falsa, ¡no vamos a ser felices! La felicidad no es un asunto político, como tampoco lo es la fe ni el destino final de los seres humanos. Eso se llama religión, psicoanálisis, New Age, no sé, autoayuda, pero no política. Y respecto del segundo malestar, el generacional, ahí la política tiene bastante que hacer, pero tiene, ante todo, que comenzar a decir la verdad: no hay ningún país que se haya modernizado rápido donde el certificado universitario sea una garantía de empleabilidad y de éxito en la disciplina que se estudió. Por lo pronto, podríamos mejorar las estructuras curriculares de la educación superior, para tener una oferta más flexible y más adecuada a los tiempos que vivimos. Pero la gran fuente de malestar, que es la primera, de la que se alimentan todos los teóricos del malestar, eso no tiene solución. El jardín del edén no existe, la política no va a construirlo.

    Pero una vez que aparece un candidato afirmando lo contrario, ya es un tema político.

    Por cierto, eso es el populismo en un sentido técnico. Vulgarmente llamamos populista al que promete cosas sin saber si son factibles. Pero hay otro sentido de populismo, más técnico, que consiste en halagar a las masas, infantilizándolas y oponiéndolas a las instituciones. Cuando un político dice yo soy un candidato de la ciudadanía, en tanto los otros la han traicionado, estamos en presencia de ese populismo que efectivamente, creo yo, es un peligro hoy en Chile. Es que a ratos olvidamos que la democracia no es una abstracción: las libertades civiles, la diversidad, el derecho al disenso, todo eso acaba dañado cuando glorificamos a las mayorías y nos queremos saltar la mediación democrática –a través de instituciones– de la voluntad popular. Eso es fatal, y me parece que cualquier intelectual responsable tiene que oponerse a eso.

    Pero al mismo tiempo, ¿no crees que atrincherarse contra esa amenaza populista genera una incapacidad de leer lo nuevo del momento? La modernidad tiene constantes pero cada momento tiene lo suyo, ¿no?

    Estoy de acuerdo. En verdad, a todo este diagnóstico debiéramos agregar que hoy estamos en presencia de una sociedad que se resiste a ser comprendida, y esto es fundamental. Hace apenas una década, con un puñado de encuestas y estadísticas económicas uno podía entender a la sociedad y predecir sus principales procesos. Hoy día no. No sabemos muy bien lo que está pasando. Por eso los ciudadanos sienten que no tienen referentes y las élites políticas que hay una ciudadanía con la cual no son capaces de conectar. Y haciendo bien este diagnóstico mío –que es más sociológico que político– sería un error, coincido, atrincherarse en él esperando que el vendaval pase. La política tiene que saber advertir y conducir estas pulsiones que laten hoy en la sociedad, sin por ello adecuarse acríticamente a ellas. Y eso lo puede hacer un gran político, no cualquiera.

    Necesita el oído para escucharlas y el lenguaje para responderlas.

    Absolutamente.

    ¿Ves a Ricardo Lagos con esas dos capacidades?

    Ja, ja, ja. No, Lagos está en un problema serio, creo yo. Porque efectivamente Ricardo Lagos, que en mi opinión es uno de los grandes políticos de la historia de Chile, e intelectualmente, sin ninguna duda, uno de los más notables, hoy tiene serias dificultades para conectar con estos fenómenos. Quizás porque él lee la sociedad en términos de política pública, de proyectos tecnológicos de mejoras del bienestar social, y hoy la sociedad no

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