Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El abismo y otros relatos
El abismo y otros relatos
El abismo y otros relatos
Libro electrónico142 páginas3 horas

El abismo y otros relatos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La obra literaria de Andréiev puede considerarse como una de las manifestaciones culturales más originales y controvertidas de la Rusia de comienzos del siglo XX. Bajo el título de El abismo, uno de los ocho relatos que compone este libro, todos escritos entre 1900 y 1908, volvemos a encontrarnos con esa prosa limpia, llana y plena de misterio que con gran maestría sabe desplegar el autor. Cada uno de sus relatos, sugerentes, cautivantes y de variados matices, nos hacen recorrer los laberintos claroscuros de la condición humana, vitales, por momentos luminosos, aunque esa claridad muchas veces solo nos alerte de las sombras que han de esparcirse sobre los personajes atrapados por sus deseos, impulsos, obsesiones, frustraciones o existencias precarias, que hacen de la vida un enorme desvarío.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 may 2022
ISBN9789560014948
El abismo y otros relatos

Relacionado con El abismo y otros relatos

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El abismo y otros relatos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El abismo y otros relatos - Leonid Nikoláievich Andréiev

    El abismo

    I

    Ya terminaba el día y ellos dos seguían caminando y hablando sin reparar ni en la hora ni en el camino. Delante, sobre la suave pendiente de una colina, se veía un pequeño bosque, y a través de las ramas de los árboles el sol ardía como una brasa encendida, quemando y transformando el aire en un polvo ardiente y dorado. El sol estaba tan cerca y era tan radiante que todo alrededor parecía desaparecer y solo quedaba él, coloreando el camino y emparejándolo. A los caminantes les dolían los ojos; dieron la vuelta y enseguida todo se apagó ante ellos, se volvió calmo y claro, pequeño y nítido. A lo lejos, a un kilómetro o más, el rojo crepúsculo envolvía el alto tronco de un pino, que ardía en medio del verdor como una vela en una habitación oscura; el camino había adquirido un tono púrpura, y sobre él las piedras proyectaban una larga sombra negra. El cabello de la muchacha, atravesado por los rayos del sol, se cubrió de una aureola dorada y rojiza. Un pelo fino y rizado se separó de los otros y se enroscaba y agitaba en el aire como el dorado hilo de una telaraña.

    La oscuridad que surgió ante ellos no interrumpió ni cambió su conversación. Con igual claridad, calma y cordialidad siguió fluyendo serena sobre un mismo tema: la fuerza, belleza e inmortalidad del amor. Los dos eran muy jóvenes: la muchacha tenía apenas diecisiete años, Nemovetski era cuatro años mayor, y los dos llevaban uniforme de estudiante: ella un modesto vestido marrón de liceísta; él, el bonito traje de estudiante de tecnología. Y, al igual que su conversación, todo en ellos era joven, bello y puro: sus figuras esbeltas y ágiles, como penetradas de aire y semejantes a él, su andar suave y ligero, sus voces frescas; incluso en sus sencillas palabras resonaba una pensativa ternura, como suena un arroyo en una tranquila noche de primavera, cuando aún la nieve no se ha derretido del todo en los oscuros campos.

    Caminaban, doblaban allí donde doblaba el desconocido camino, y dos sombras largas y cada vez más finas, graciosas con sus pequeñas cabecitas, ora avanzaban separadas, ora se fundían de costado en una franja larga y estrecha, como la sombra de un álamo. Pero ellos no veían las sombras; él hablaba sin quitar la vista del bello rostro de la muchacha, en el que el rosado crepúsculo parecía haber dejado una parte de sus tiernos colores; ella miraba hacia abajo, hacia el sendero, apartando con su quitasol pequeñas piedritas y observando cómo, por debajo del oscuro vestido, se asomaban regularmente ora una, ora otra punta de sus pequeños zapatos.

    El camino desembocó en una zanja con los bordes polvorientos y desprendidos a causa del ir y venir de la gente y, por un instante, los jóvenes se detuvieron. Zínochka levantó la cabeza, lanzó alrededor una mirada distraída y preguntó:

    –¿Sabe usted dónde estamos? Nunca he estado aquí.

    Él examinó con atención el lugar.

    –Sí, lo conozco. Allá, detrás de aquel montecillo, está la ciudad. Deme la mano; la ayudaré.

    Tendió su mano, una mano que no conocía el trabajo, blanca y fina como la de una mujer. Zínochka estaba alegre, quería saltar la zanja ella sola, correr, gritar: «¡Alcánceme!», pero se contuvo, inclinó la cabeza ligeramente, con solemne nobleza y, con algo de temor, tendió su mano, aún rolliza como la de un niño. Él se moría de ganas de estrechar esa manito trémula, pero también se contuvo, y con respeto y una semirreverencia, la tomó y apartó con modestia la vista cuando la joven abrió apenas las piernas para saltar.

    Y otra vez caminaban y hablaban, pero sus cabezas estaban embargadas por la fugaz sensación de sus manos entrelazadas. Ella aún sentía el calor seco de su palma y de sus férreos dedos; eso le agradaba y le daba un poco de pudor; él sentía la dócil blandura de su diminuta manito y veía la negra silueta de su pie envuelto con ingenuidad y ternura en aquel pequeño zapatito. Había algo acuciante y perturbador en esa persistente imagen de la estrecha franja de la enagua y del esbelto pie, y con un inconsciente esfuerzo de voluntad la sofocó. Entonces se sintió alegre, y el corazón le latía con tanta amplitud y libertad en el pecho que tuvo ganas de cantar, tender las manos al cielo y gritar: «¡Corra que la alcanzo!», esa antigua fórmula del amor primitivo en medio de bosques y atronadoras cascadas.

    Y todos esos deseos le provocaron un nudo en la garganta.

    Las sombras largas y graciosas desaparecieron y el polvo del camino se volvió gris y frío, pero los jóvenes no repararon en ello y siguieron hablando. Los dos habían leído muchos libros buenos, y las vívidas imágenes de personas que amaban, sufrían y morían por un amor puro desfilaban ante sus ojos. En la memoria renacían fragmentos de poemas leídos no se sabe cuándo, revestidos en la sonora armonía y en la dulce tristeza que acompaña al amor.

    –¿Recuerda de dónde es esto? –preguntó Nemovetski, haciendo memoria–: «… y conmigo está otra vez la que amo, de la que había ocultado, sin decir palabra, toda mi pena, toda mi ternura, todo mi amor…».

    –No –respondió Zínochka, y pensativa repitió–: «Toda mi pena, toda mi ternura, todo mi amor…».

    –Todo mi amor –repitió Nemovetski en involuntario eco.

    Y otra vez se pusieron a recordar. Recordaron a muchachas puras como blancas azucenas que habían tomado los negros hábitos monásticos y sufrían solas en un parque cubierto de hojas de otoño, felices en su infelicidad; recordaron también a hombres enérgicos y orgullosos, pero que sufrían e imploraban amor y la delicada compasión de una mujer. Tristes eran las imágenes evocadas, pero en su tristeza se manifestaba más puro y luminoso el amor. Inmenso como el mundo, radiante como el sol y prodigiosamente bello surgía ante sus ojos, y no había nada más poderoso y hermoso que él.

    –¿Usted podría morir por la persona a la que ama? –preguntó Zínochka, mirándose su mano casi infantil.

    –Sí –respondió resuelto Nemovetski, mirándola de frente y con franqueza–. ¿Y usted?

    –Sí, yo también –dijo ella, y quedó pensativa–. Porque, ¿qué es la felicidad sino morir por la persona amada? A mí me encantaría.

    Sus ojos se encontraron, claros, serenos, y algo bueno se transmitieron, y sus labios sonrieron. Zínochka se detuvo.

    –Espere –dijo–. Tiene un hilo en la chaqueta.

    Y, con confianza, levantó la mano hasta su hombro y con cuidado, con dos dedos, le quitó el hilo.

    –¡Ya está! –dijo, y poniéndose seria preguntó–: ¿Por qué está tan pálido y flaco? ¿Estudia usted mucho, verdad? No se fatigue; no está bien.

    –Tiene usted los ojos celestes, y en ellos hay unos puntitos brillantes como chispas –respondió él, examinándole los ojos.

    –Y los suyos son negros. No, castaños, afectuosos. Y en ellos…

    Zínochka no llegó a decir qué había en ellos y se volvió. Su rostro enrojeció lentamente, los ojos se le turbaron y apocaron, pero sus labios sonreían involuntariamente. Y, sin esperar a Nemovetski, que sonreía satisfecho por algo, siguió caminando, pero pronto se detuvo.

    –¡Mire, se ha puesto el sol! –exclamó con triste asombro.

    –Sí, así es –respondió él con súbita y aguda tristeza.

    La luz se apagó, las sombras se extinguieron y todo alrededor se volvió pálido, mudo e inerte. De allí donde antes brillaba el incandescente sol se cernieron silenciosos unos nubarrones oscuros y, paso a paso, devoraban el claro espacio celeste. Las nubes se apelmazaban, chocaban, cambiaban lenta y pesadamente sus contornos de monstruos recién despiertos y avanzaban a desgano, como si a ellas mismas, contra su voluntad, las empujara una fuerza terrible e implacable. Separada del resto corría solitaria una nubecita clara, deshilachada, débil y asustada.

    II

    Las mejillas de Zínochka palidecieron, los labios se le pusieron rojos, casi color sangre, las ensombrecidas pupilas se le ensancharon imperceptiblemente y, en voz baja, susurró:

    –Tengo miedo. Hay demasiada calma aquí. ¿Nos hemos perdido?

    Nemovetski frunció sus espesas cejas y miró alrededor con ojos escrutadores.

    Sin sol, bajo el fresco soplo de la inminente noche, aquel paraje parecía frío y poco acogedor; por todas partes se extendía un campo gris con una hierba rastrera, como pisoteada, barrancos arcillosos, lomas y fosos. De estos había muchos, profundos, escarpados y pequeños, cubiertos de hierba trepadora; en su interior ya se había agazapado, para pasar la noche, una silenciosa oscuridad, y la circunstancia de que allí hubiera habido gente haciendo algo y ahora no hubiera nadie confería a aquel lugar un aspecto más triste y solitario. Por aquí y por allí, como jirones de una bruma lila y fría, se erguían sotos y bosquecillos que parecían aguardar lo que les fueran a decir esos fosos abandonados.

    Nemovetski reprimió un vago y penoso sentimiento de inquietud que se alzaba en él y dijo:

    –No, no nos hemos perdido. Conozco el camino. Primero atravesamos el campo y después aquel bosquecito. ¿Tiene miedo?

    Ella sonrió con valentía y respondió:

    –No, ahora no. Pero debemos regresar cuanto antes a casa, para tomar el té.

    Caminaron con paso rápido y resuelto, pero pronto redujeron la marcha. No miraban a los costados, pero sentían la lóbrega hostilidad del excavado campo que los rodeaba con sus miles de ojos rígidos y apagados, y esa sensación los aproximaba y los lanzaba a recuerdos de la infancia. Y esos recuerdos eran luminosos, radiantes de sol y de verde follaje, de amor y de risas. Diríase que aquello no era vida, sino una suave y amplia canción cuyos sonidos eran siempre los mismos, dos pequeñas notas: una sonora y pura como el tintineo del cristal; la otra algo más sorda, pero más clara, como una campanilla.

    Aparecieron personas: dos mujeres sentadas en el borde de un foso profundo y arcilloso; una tenía las piernas cruzadas y miraba fijo hacia abajo; el pañuelo de la cabeza se le había levantado y dejaba ver mechones desgreñados; la espalda, encorvada, le tiraba hacia arriba una blusa sucia con flores grandes como manzanas y los cordones desatados. No miró a los jóvenes. La otra mujer estaba recostada al lado, con la cabeza echada hacia atrás. Tenía una cara rústica, ancha, con facciones masculinas, y debajo de los ojos, sobre sus pómulos salientes, le ardían dos manchas color ladrillo semejantes a rasguños recién hechos. Estaba más sucia que la primera, y miró con atención y sencillez a los que pasaban. Cuando estos se alejaron, entonó con voz grave y masculina:

    Para ti solo, amado mío,

    Me abrí cual fragante flor…

    –¿Varka, has oído? –dijo a su taciturna amiga, y como no obtuvo respuesta, lanzó una sonora y grosera carcajada.

    Nemovetski conocía a ese tipo de mujeres, sucias incluso cuando llevan un vestido bello y costoso; estaba acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron por su mirada y desaparecieron sin dejar rastro. Pero Zínochka, que casi las había rozado con su modesto vestido marrón, sintió en su alma, por un instante, algo hostil, mezquino y malvado. Sin embargo, unos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1