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En ocasiones, luego de la muerte de un autor lo que no publicó en vida nunca verá la luz. Ya sea porque los herederos guardan celosamente sus papeles y archivos digitales, o porque lo encontrado no tiene la relevancia suficiente para convertirse en un futuro libro, o porque el escritor se encargó de destruir todo antes de su muerte, entre tantas otras posibilidades. Ninguna se corresponde con el caso del escritor y artista Édouard Levé. Fallecido en 2007, a la edad de 42 años, dejó en sus archivos un gran número de textos inéditos, tan potentes como perturbadores.
Estos escritos, traducidos por primera vez al castellano, reflejan –como la bola de discoteca que era uno de sus objetos favoritos– la variedad de géneros literarios en los que emergen las obsesiones de Levé: un capítulo de una novela inconclusa que transcurre en Estados Unidos; entradas para un proyecto de diccionario; crónicas de paseos por París; textos autobiográficos; poemas y canciones; breves ensayos.
Inéditos se vuelve un libro imprescindible tanto para quienes quieran ahondar en la producción de Édouard Levé como para quienes deseen acercarse por primera vez a la obra de un artista inclasificable.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2024
ISBN9789877123210
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    Inéditos - Édouard Levé

    PRÓLOGO

    En su diario, todavía inédito, en la entrada del 26 de junio de 1995, Édouard Levé escribe: Esta noche he decidido dejar de pintar. En esa época, la misma en la que lo conocí y nos hicimos amigos, Édouard cultivaba un estilo de pintura monocromática inspirada en Mark Rothko, compuesta por grandes paneles con óleos de colores vivos, cuyo aspecto decorativo no lo convencía, sobre todo por el hecho de gozar de cierto éxito entre el público aficionado. Ese malentendido lo inquietaba: no es que desconfiara del éxito (se había graduado de la Essec, una prestigiosa escuela de comercio), pero sus criterios estéticos le impedían mostrarse complaciente con los demás, y menos que menos consigo mismo. Como era un crítico especialmente agudo y un buen conocedor de la historia del arte, no ignoraba que seguir los pasos de Rothko sin adherir a una especie de misticismo era una mentira, ni que el pintor estadounidense había querido dejar de hacer cuadros solamente para que los ricos los colgaran después en sus salones o los expusieran en lugares inaccesibles para la gente común. Insatisfecho por el desfasaje entre su ambición artística y el rápido éxito de sus ersatz de obras maestras, Édouard Levé prefirió ser coherente: destruyó la mayoría de sus lienzos, escondió el resto y no hizo ninguno más. A la pintura, como a Jesús, hay que negarla, escribe también en su diario. Édouard superó esta grave crisis existencial cuando entendió que la identidad única del pintor podía ser una trampa terrible para alguien que, además de ser artista, quería escribir. Rechazó la etiqueta de pintor y, peor aún, la de pintor-artista, que le parecían limitadoras e incompatibles con su propia creatividad, tan dinámica, tan abierta, tan inventiva. Édouard era un artista, pero el género pintura solo le convenía si iba a traicionarlo o a rechazarlo. El arte conceptual fue su salvación.

    Esta problemática quizá les parezca una minucia a los filisteos; lo cierto es que, mucho antes que él, otro artista, al que Édouard no podía ignorar, había pasado por los mismos tormentos, elegantemente ocultos por el velo de ironía literaria que era la marca distintiva de su obra. Me refiero desde luego a Marcel Duchamp, que en Joven triste en un tren (1912) se despidió discretamente del arte de los pinceles y el aguarrás. No hay que subestimar la melancolía de esta despedida. Lo que Édouard Levé rechazaba, como Duchamp, era el carácter antiintelectual de cierto misticismo pictórico y el culto al artesano-artista que trabaja por instinto. Al igual que el inventor del ready-made, Édouard tenía una sensibilidad tanto literaria como plástica. La comparación con Duchamp (que también era escritor y, dijera lo que dijera, mostraba un gran interés por el lenguaje) puede parecer excesiva, pero a fin de cuentas no hay tantos escritores-artistas en la historia de la literatura francesa. Y es más fácil de entender esta comparación si la pensamos en el contexto artístico y literario de los años noventa, donde él y yo nos formamos y donde nació Édouard Levé. En aquella época, cercana y lejana a la vez, y que no puedo recordar sin nostalgia, la pintura estaba en su momento más bajo. Dos de los artistas franceses más importantes de la actualidad, Claude Closky y Pierre Huyghe, cuya evolución Édouard seguía como se sigue siempre a los contemporáneos, con una curiosidad para nada inocente, habían empezado como pintores antes de orientarse hacia un arte netamente cerebral. Al mismo tiempo, escritores y teóricos del grupo Perpendiculaire, como Jean-Yves Jouannais y Nicolas Bourriaud, mostraban interés por una concepción literaria o filosófica del arte. La frase de Duchamp, estúpido como un pintor, tuvo un impacto importante a lo largo del siglo XX, aunque hoy ha perdido algo de lustre, considerando que la pintura, debemos admitirlo, ha cobrado mayor importancia en el arte contemporáneo, y considerando también que la dimensión conceptual, en cambio, está perdiendo su prominencia, si es que no se volvió ya obsoleta, después del aluvión de imitadores de Duchamp, por lo general demasiado perezosos o irónicos. Pero si se analiza la historia cultural de Francia de los últimos cuarenta años, es innegable que en los noventa el movimiento conceptual fue realmente prometedor, liberando a un gran número de artistas del dictado expresionista de la pintura visceral encarnada por los partidarios de la figuración libre (como el prolífico Combas), y liberando a los escritores de la renovada obsesión con el estilo o las historias bien contadas. Si la pintura es, en las célebres palabras de Leonardo da Vinci, cosa mentale, había que explorar otra forma de hacerla, y eso es lo que Édouard Levé (y otros artistas de su generación) se propusieron, no tanto desarrollando una pintura conceptual, sino más bien prolongando el arte pictórico a través de la fotografía y el dibujo, abordando ambas prácticas desde la revolución intelectual y estética que entonces se identificaba con el arte más plenamente contemporáneo, es decir, el arte más consciente de sí mismo y de su historia. Pero Édouard Levé todavía no sospechaba que le esperaba una segunda revolución, cuando se volvió hacia la más conceptual de todas las artes: la propia literatura.

    En efecto, esta también se había visto afectada por la corriente conceptualista, aunque solo fuera de manera marginal, porque el campo literario nunca deja de volver al naturalismo y la sociología. Un escritor a quien ambos admirábamos, Georges Perec, ya había inventado la literatura conceptual, y su descubrimiento marcó profundamente la obra de Édouard Levé: trasladar a la escritura los principios de una estética basada en las ideas era una alternativa frente a esas convenciones que, con demasiada frecuencia, rigen la literatura del entretenimiento. La sensibilidad literaria de Édouard Levé no encajaba ni en la tradición aristotélica de la narrativa ni en la del expresionismo romántico que, por aquellos años, había florecido de nuevo a través de la autoficción; era indiferente a los problemas sociales; la única forma novelesca que le resultaba afín era la del nouveau roman o los experimentos lingüísticos de Raymond Roussel. Entusiasmado con sus exploraciones, Édouard Levé se acercó a la literatura desde una nueva perspectiva, sin sacralizarla en lo más mínimo, y si bien no era una terra incognita para él –siempre le interesó la relación entre la imagen y la palabra, a menudo leía y releía a los mismos autores (Perec, Proust, Roussel y todos los que menciona en Autorretrato), y ya escribía para sí mismo–, lo cierto es que pasó a concebirla como el reverso de una hoja de papel cuyo anverso era el arte.

    Una vez comenzada su carrera artística, siguió sintiendo una secreta insatisfacción, a pesar de la abundancia de proyectos, ideas y obras que producía su mente increíblemente fértil, abundancia de la que mantenía informados a sus amigos a través de los múltiples intercambios que tanto disfrutaba mantener con ellos. Sin embargo, su inagotable y fascinante conversación (que se extendía en la escritura de un diario privado) no terminaba de ocultar la inquietud que le despertaba su destino artístico. El arte y la literatura, hay que recordarlo, son actividades inseguras, frágiles, y las comparaciones con el juego o el deporte en el fondo son metáforas que valdría la pena examinar con más atención. Édouard creía haber resuelto sus dudas sobre la pintura gracias al camino que le había señalado el arte contemporáneo, que abandona la cuestión del estilo, de los géneros y del soporte, arte antimoderno en el sentido estético del término, que no puede reducirse a la atracción que generan sus propios materiales: de ahí la extrema libertad que ofrece, dejando que cada individuo encuentre su propio camino sin preocuparse por la técnica, un alegre vale todo que se presta a cualquier tipo de críticas conservadoras.

    Cuando yo aún le daba vueltas a la noción literariamente venenosa del estilo, Édouard Levé ya había dado a luz una obra favorecida por su reflexión sobre la estética conceptual. Para mí, él encarnaba la imagen del artista contemporáneo en plena búsqueda y en plena posesión de sus medios, algo que me impresionó. Me parecía una fábrica de ideas, una especie de máquina de producción permanente. El trabajo lo estimulaba muchísimo; me hacía acordar a la frase de Baudelaire: Trabajar es menos aburrido que divertirse. Esa invención floreciente está bien reflejada en la novela Les Forçats, de Bruno Gibert, protagonizada por Édouard, retratado como el joven artista Rastignac. Nuestra amistad se fortaleció cuando publiqué la conferencia de Roland Barthes en el Collège de France, Lo neutro, en 2002: ese concepto de lo neutro él ya lo llevaba dentro, plasmándolo en su práctica artística y en su vida con una constancia que correspondía precisamente a la definición de Barthes, una forma de vida intensa a través de una apariencia a veces engañosa. Una de las obras de Édouard que me hace pensar en lo neutro es su autorretrato fotográfico Auto-jumeaux [Autogemelos] (1999), donde cortó al medio una foto suya y después espejó ambas mitades para formar dos retratos, uno al lado del otro, una recomposición de uno mismo en dos versiones que son similares pero diferentes, idénticas pero contrastantes. Esta obra perturbadora, donde la imagen es y no es Édouard (ni él ni nadie, para retomar la etimología latina de la palabra neutro: ne... uter), se correspondía con la angustia que lo dominaba, una angustia encubierta por su humor, que lo llevaba a decir: Como soy gracioso, la gente cree que soy feliz.

    A pesar de la diversidad de sus obras, a Édouard lo perseguía la inquietante sospecha de haber agotado los encantos de la novedad. Si bien había logrado escapar al devenir-idiota del pintor, aún tenía que encontrar una nueva salida a la identidad unaria del artista; esa salida fue la literatura, dominada por la cuestión de lo Neutro. El golpe maestro de Obras, publicado en 2005, resolvió brillantemente el problema planteado por el conceptualismo, que tanto obsesionaba a Édouard: ¿podía una obra o una pieza, para usar la palabra de moda en aquella época, reducirse a una idea? ¿Qué papel desempeña exactamente la forma? ¿Era necesaria la ejecución? Estas preguntas llevaron a Levé a dejar en carpeta cierta cantidad de obras y a producir innumerables textos llamados proyectos, y una variante que nos hacía reír, los proyectos de proyectos. El torrente de ideas que abrumaba a Édouard Levé recuerda a la imaginación delirante de Raymond Roussel, que ha dado lugar a dos interpretaciones antagónicas: mientras que Michel Foucault cree que la imaginación desmedida de Roussel le permitía inventar sus procedimientos de escritura, Annie Le Brun, más astuta, cree que los procedimientos de Roussel eran, en cambio, un freno para canalizar su locura, hipótesis que parece más atendible. Con Obras, Édouard Levé encontró una solución notable, elegante, como dicen en matemáticas: en lugar de ejecutar las obras que se le ocurrían, se contentó con describirlas, armando un catálogo interminable y cómico. El lenguaje pudo más que la mano, y Édouard se adentró en la literatura con la misma audacia que lo había llevado a rastrear a los homónimos fotográficos de Eugène Delacroix o Georges Bataille, o a documentar el pueblo de Angoisse, en la Dordoña.

    Si Diario fue una tentativa quizás excesivamente formal de vaciamiento de sentido, Obras, Autorretrato y Suicidio se convirtieron en los tres pilares fundamentales de la obra literaria de Édouard Levé, junto a su obra visual, ahora más centrada en la fotografía. El otro Édouard, el Édouard Levé escritor, se duplicaba a sí mismo gracias a la escritura, en una especie de fidelidad a su naturaleza profunda de doble, borrando la distinción entre multiplicador y multiplicado. Esta nueva vida lo exaltó, al modo de la vita nova teorizada durante sus últimos años por Roland Barthes en su magnífica conferencia La preparación de la novela. Édouard Levé llevaba a un plano literario el gesto que le había permitido liberarse de los mitos trillados de la pintura pura, pero sin que este renacimiento implicara ninguna intención, ninguna pose literaria, con una gracia y una claridad lo bastante raras como para llamar la atención. A la sombra de lo que publicaba, Édouard Levé escribía otros textos, producía de todo y realizaba cualquier tipo de experimentos. El presente libro ofrece una selección de esas obras inéditas, donde podrá apreciarse esa inventiva incomparable. Hemos dividido el contenido en siete secciones: América, epopeya popular, Diccionario, París, Prosas diversas, Canciones y poemas, "Piezas y performances e Intervenciones".

    América, epopeya popular abre el volumen: es la única sección con un título escrito por el propio Édouard Levé. Se trata del primer capítulo de una novela inconclusa ambientada en América, y es una extensión del libro de fotografías publicado por el autor en 2006 por Janvier/Léo Scheer, titulado a su vez Amérique. En esa obra visual, Édouard Levé documentó una serie de ciudades americanas perdidas en el interior de Estados Unidos, pero que llevan nombres de capitales europeas o mundiales: París, Delhi, Berlín, etc. El capítulo está ambientado en Bagdad (Florida). Puede sorprender que Édouard Levé quisiera escribir una novela, género que, como señala en Autorretrato, le gustaba menos que las narraciones documentales o autobiográficas. Abierto a la experimentación literaria, Édouard Levé prefería la singularidad a las reglas del género novelesco, las cuales, justamente, son tan laxas que por lo general hacen caso omiso de los aspectos formales de la obra, cuando para él la forma constituía el interés primordial del arte, fuera verbal o no. Lo que consternaba a Édouard Levé era la manera convencional de narrar, esa que Alain Robbe-Grillet había denunciado en su día en Por una nueva novela y que era típica de la literatura industrial, con su arsenal de estereotipos. Una desconfianza análoga puede verse de su parte frente al cine de género, que le molestaba profundamente, como se aprecia en las divertidísimas líneas que le dedica en su epopeya popular a la película Tiburón de Spielberg, comentando cómo su gusto por la natación había sido arruinado para siempre por el sadismo de los filmmakers de Hollywood.

    Así y todo, para este relato, cuya narración es clara y lineal, Édouard Levé eligió como título epopeya popular, como si esa noción le pareciera más interesante de lo que estaba dispuesto a admitir. Si la ficción solía decepcionarlo, la sencillez del estilo –lo que él llamaba lo neutro– lo atraía por ser una prueba de universalidad mucho más bella que los mitos pegajosos a los que conducen inexorablemente los clichés. Desde este punto de vista, los Estados Unidos, con su antiformalismo, seducían a Eddie, cuyo modo de vida era a la vez raro, ordinario y refinado. De hecho, Édouard buscaba en la literatura un equivalente al lenguaje universal que la fotografía o la concepción modernista de la forma ya habían perseguido con el fin de establecer una comunicación ideal entre los individuos. A medio camino entre la narración documental y la ficción en primera persona, el texto no juega a borrar las distinciones de género del relato y la novela, sino que más bien se presenta como una especie de road movie de la que emerge ese humor bizarro que era una de las cualidades más apreciables de Édouard. Sin embargo, el hecho de que no pudiera completar esta epopeya es señal de que no supo resolver el problema que plantea lo popular, categoría de la que estaba muy alejado, a diferencia de toda una generación que hizo de ella su caballito de batalla teórico. Siempre he pensado que el pop era la versión intelectualista de lo popular, reservada de hecho a unos cuantos outsiders seducidos por la idea de democratizar las prácticas artísticas pero incapaces de lograrlo, lo que confiere a su obra una conmovedora melancolía que en cierto modo la completa. Si en Amérique Édouard Levé consigue una frescura especial, mezclando la observación aguda de la realidad, los detalles bizarros y un documentalismo personal en el que a veces encontramos el espíritu libre del road trip americano, no hay que olvidar que la idea que predetermina su proyecto fotográfico está ausente de su contrapartida literaria: América solo podía visitarse a la luz del proyecto artístico que Édouard Levé había concebido en París (Francia).

    Los viajes, como sabemos, son un pobre divertimento para quienes buscan algo más que cambiar de aire un rato, sobre todo en su versión globalizada. Poco antes de su muerte, Édouard –que había conocido los Estados Unidos en el camino, y a quien nada le gustaba más en el mundo que recorrer Francia en verano con su combi Volkswagen o su moto– había pasado una temporada en Argentina, pensando que encontraría algo para alimentar su proyecto de novela Journal d’un dictateur [Diario de un dictador] (no incluida en esta edición). Insatisfecho con su texto, solo y en un país lejano que no lo atraía especialmente, volvió a casa antes de lo previsto y dejó la novela sin terminar. Viajes menos espectaculares lo habían llevado a otras investigaciones verbales in progress, como su Diccionario personal, al que desgraciadamente apenas le consagró algunas entradas (sabemos que el género del diccionario subjetivo ha sido practicado por numerosos autores, de Michel Leiris a Ambrose Bierce). Como si la práctica del viaje fuera a la vez deseada y ridiculizada, un texto particularmente importante en estos Inéditos es la tercera sección, dedicada a París, la ciudad donde vivía. Como en A contrapelo, la antinovela de Huysmans que tanto le gustaba, en la que el héroe, Des Esseintes, de camino a Londres, acaba finalmente en una fonda de la estación Saint-Lazare, la odisea del narrador se limita aquí a los detalles o escenarios más banales de la ciudad: chicos que juegan en el patio de la escuela, conversaciones oídas al pasar, visitas programadas a negocios y lugares de recreación, etc. No hay ningún deseo de totalidad, no hay ninguna idea preexistente sobre París, solo el impulso de seguir obstinadamente una intuición, de tomar a París como espectáculo, como cuadro viviente.

    Pintura, video, fotografía, dibujo, performance: la heterogeneidad de prácticas define al artista contemporáneo. Haciendo eco de este arte de lo múltiple al que se dedicó Édouard Levé, a pesar de su especialización cada vez más activa en lo que se llamó fotografía plástica, la diversidad de géneros literarios que aparece en esta colección de textos salta a la vista. La sección IV en particular es un buen ejemplo, donde se alternan montajes cercanos al cut-up, listas, cuentos, relatos de clasificación indeterminada, ready-mades junto a textos directamente autobiográficos. Del mismo modo, los poemas y canciones de la sección V y las piezas y performances de la sección VI muestran un claro interés por las formas orales y escénicas. Édouard Levé hablaba muy poco de poesía, de la que no conocía mucho. En su vida cotidiana estaba más familiarizado con las canciones, aunque su estética fría rechazaba el sentimentalismo de la variété y el sarcasmo que iba a dejar su huella lamentable en los gustos de toda una generación. En particular prefería la canción pop melancólica, de Daniel Darc a Jay-Jay Johanson. Esa veta puede detectarse tanto en las curiosas variaciones sobre una frase de Proust, que él transforma en una melodía repetitiva, como en los propios poemas. Interesado por la ofuscación del sentido o esa cuota de enigma que también buscaba en su obra, Édouard desconfiaba del lirismo y la metáfora, y aborrecía el énfasis y el patetismo, razón por la cual la poesía francesa del siglo XX, encandilada por su herencia romántica y lastrada por un pesado ethos, no le parecía moderna. Apreciaba entonces a los poetas que supieron renovarla, como Pierre Alferi, Olivier Cadiot, Frédéric Léal o Nathalie Quintane. También había sido influido por la obra de ciertos poetas emblemáticos: Christophe Tarkos, que murió poco antes que él, y Gherasim Luca, ambos autores de una poesía fuertemente existencial, que traza un continuo entre el mundo y la palabra, una intensa experiencia del lenguaje donde el foco no está puesto en la metáfora, sino en la repetición. Los tercetos de Édouard, de los que publicamos una nueva serie, siguen esa línea por su forma breve, que se impone desde lo visual. Suicidio cierra con una serie de setenta y nueve tercetos: el último texto publicado por Édouard Levé fue, entonces, un poema cuya extraña belleza asombra, aportando una luz ulterior a un texto muy duro. No es frecuente que una historia combine prosa y poesía en un mismo cuerpo, más allá de que en este caso los versos figuran al final de la obra. Presentamos ahora estos nuevos tercetos de manera autónoma: cuando se los recita, su ritmo regular, de versos generalmente pentasílabos, les confiere un tono conmovedor.

    Édouard Levé había descubierto esa atracción del ritmo a través de las lecturas públicas de sus textos. Lo seducía el aspecto escénico de la performance, su oralidad, que lo distraía de la soledad del escritor, un escollo que el trabajo colectivo o la exposición del cuerpo pueden sortear temporalmente. Hemos mezclado descripciones de sus performances con el guion de un programa de radio llamado Casa y proyectos para piezas sonoras inspiradas en otras artes, como el cine de vanguardia. Édouard era a la vez solitario y sociable, una actitud clásica en un creador que se nutría tanto de los demás como de sí mismo. Su gusto por la teoría, la crítica y los debates muchas veces polémicos a los que nos librábamos se manifiesta con mayor claridad en la última sección, titulada Intervenciones. Aquí se deja ver su interés por el espíritu de la época, del que Édouard, dada su gran curiosidad, creía imposible escapar, aunque solo fuera por el hecho de criticarlo. Su creciente escepticismo respecto al mundo del arte contemporáneo resonará en quienes sienten lo mismo por el mundo de las letras.

    Hasta ahora, su obra literaria parecía perfecta por su formalismo radical y la lógica de su trayectoria rectilínea. Las obras inéditas que publicamos aquí matizan esa imagen demasiado impecable, a la espera de la publicación de su diario privado, que revelará a otro Édouard Levé. Uno de sus objetos fetiches, la bola disco, tiene muchas facetas. Junto al artista Levé nacía el escritor Édouard: tuve el privilegio de ser testigo de esa vita nova que desdobló su existencia y le dio un nuevo aliento. El tiempo me falta / El otoño me entristece / El final me atormenta, y sin embargo ninguna obra está cerrada de un modo definitivo.

    THOMAS CLERC

    I

    AMÉRICA, EPOPEYA POPULAR

    América, epopeya popular es un proyecto de novela al que Édouard Levé no dio forma definitiva. Por otro lado, el carácter ficticio del texto, que adopta los códigos del relato autobiográfico, es discutible. Se trata de una obra inconclusa, escrita claramente durante o después de su viaje a los Estados Unidos, del que trajo el libro fotográfico Amérique, publicado por Janvier/Léo Scheer en 2006. Presentamos aquí, entonces, el primer capítulo de esta novela, a la que él prefirió dar el título de epopeya popular. La historia se desarrolla principalmente en Bagdad (Florida), la última ciudad documentada en Amérique.

    La arquitectura deconstructivista de las paredes de la iglesia de los santos de los primeros días me llama la atención cuando salgo de la oficina de correos, donde acabo de fotografiar la placa que dice Oficina de correos de Bagdad. El edificio religioso parece una esfera por un lado, un trapecio por otro y una onda sinusoidal desde un tercer ángulo. No importa dónde ponga el pie de la cámara, una sola imagen no puede transmitir lo sofisticada que es la estructura. El revoque, verde hoja, con sus motivos prehistóricos marrones, la camufla entre la vegetación circundante. Es la primera vez en setenta días que un edificio me obliga a hacer un políptico fotográfico para captar, en dos dimensiones, el volumen que el espectador tendrá que reconstruir mentalmente. De la puerta circular, que está abierta, me llega una música cuyo nombre ignoro. El hecho de que reúna géneros irreconciliables me perturba, como si cenara en compañía de dos amigos a los que aprecio, pero que defienden valores antagónicos. Es una melodía para dos órganos eléctricos y la voz de un sacerdote. Un tango balinés de bautismo.

    Con un pie adentro y el otro afuera, vacilo en unirme a la ceremonia. La mochila en la que llevo mi cámara y su voluminoso trípode delata mi condición de voyeur profesional. Prefiero el anonimato del desconocido, neutro como la escritura fotográfica a la que aspiro. Mis herramientas son signos que por desgracia modifican el comportamiento de las personas a quienes observo. Una treintena de fieles de todas las edades están dispersos en el cavernoso anfiteatro de cemento que imita la piedra, cuya rusticidad contrasta con el meticuloso acabado del revestimiento exterior. El arquitecto ha logrado un efecto sorprendente, diseñando un edificio cuyo interior no coincide con el exterior. Justo cuando, intimidado por la estructura teatral que recibe a los fieles y en la que, para ocupar mi lugar, tendría que hacer

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