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El cese
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Libro electrónico310 páginas15 horas

El cese

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El cese es la apasionante historia de un importante cargo público que, de la mañana a la noche, se convirtió en un ángel caído de la política, fruto de un terremoto incontrolable de pasiones, azares, obsesiones y trivialidades cruzadas tan vulgares como decisivas, tan imprevistas como habituales, tan inocentes como destructivas.

Por El cese desfila una desconcertante y fascinante galería de políticos, periodistas, empresarios, artistas, cónyuges, amantes e histriónicos personajes que tejen, sin querer, y destejen, queriendo, la inexorable agonía de todo cargo público, en una trama repleta de tensión que ofrece una visión única y desconocida del mundo de la política donde nada de lo que se cuenta es real, pero todo lo que se cuenta ha sucedido.
IdiomaEspañol
EditorialKolima Books
Fecha de lanzamiento16 oct 2023
ISBN9788419495860
El cese
Autor

Miguel Juan Jiménez Rollán

Miguel Juan Jiménez Rollán (Alicante, 1976) es licenciado en Periodismo por la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. Inició su carrera profesional en el diario ABC, en cuya sección Internacional se especializó en política subsahariana tras su experiencia de varios años en el Boletín Informativo de los Misioneros Javerianos. Tras un breve periodo en la agencia Europa Press, Diario del Puerto le abrió las puertas del universo del transporte y la logística. Delegado en Madrid de Grupo Diario desde 1999, participó en la fundación de la revista Comercio Exterior, de la que llegó a ser direc-tor. Considerado uno de los periodistas especializados en transporte y logística más prestigiosos de nuestro país, desde 2020 es director de Diario del Puerto, la publicación diaria líder en información logística. Tras su primera novela, Tiempo de tránsito, regresa al panorama literario con El cese.

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    El cese - Miguel Juan Jiménez Rollán

    EL CESE

    MIGUEL JUAN JIMÉNEZ ROLLÁN

    Illustration

    Título original: El cese

    Primera edición: Octubre 2023

    © 2023 Editorial Kolima, Madrid

    www.editorialkolima.com

    Autor: Miguel Juan Jiménez Rollán

    Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

    Maquetación de cubierta: Mercedes Galán

    Maquetación: Mercedes Galán y Carolina Hernández A.

    ISBN: 978-84-19495-86-0

    Producción del ePub: booqlab

    No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incororación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

    Mínima alma mía, tierna y flotante,

    huésped y compañera de mi cuerpo,

    descenderás a esos parajes pálidos,

    rígidos y desnudos,

    donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.

    Todavía un instante

    miremos juntos las riberas familiares,

    los objetos que sin duda no volveremos a ver…

    Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…

    Memorias de Adriano, MARGUERITE YOURCENAR

    4 de febrero – 18:53 h. Gastrobar «La Malcriada»

    Huele a vinagreta hasta en los baños. Eduardo juraría que no solo se la echan a la rúcula con feta, sino que también la usan para fregar los azulejos de los lavabos. Ha entrado para frotarse las manos con jabón y quitarse la peste a polvo y aire viciado que todo lo asfixia en el Ministerio. Cuando regresa a la sala del bar, Almudena ya ocupa una mesa. Se ha puesto mechas rubias. Eduardo no piensa decir nada. Se vería obligado a confesar que no le gusta como le quedan. Prefiere la descortesía a la mentira.

    No termina de saber muy bien por qué la ha invitado. No hace ni dos días que la ministra ha sido confirmada en el cargo. Ahora mismo no hay aún nada que vender ni tampoco mensajes que colocar. No hay tanta urgencia. Es cierto que de inmediato regresarán el fragor y la vorágine, y es necesario engrasar la maquinaria, pero debería reunirse con otros muchos periodistas antes que con Almudena, experta en la materia pero desaprovechada en el periódico económico para el que trabaja.

    Afuera cae aguanieve sobre la embarrada acera. Eduardo pide un café solo. Almudena quiere una zero pero sin hielos.

    –¿No prefieres un caldito? –bromea, torpe, Eduardo.

    Aun así ella sonríe. Todo se ilumina y él cae en la cuenta de por qué la ha llamado.

    Hablan del humor de la ministra, de vaguedades sobre la agenda estratégica, de la continuidad de Eduardo como director de comunicación del Ministerio, de la actitud de la oposición, del discurso apocalíptico de algunos medios de comunicación y, sobre todo, de la vinagreta, que todo lo impregna.

    Al final se hace tarde. Eduardo tiene que volver al Ministerio. Almudena, decepcionada, se niega a irse con las manos vacías y lanza su última bala.

    –Entonces, ¿no tienes nada interesante para mí? –Y sonríe, tan inocente como intencionada, tan aviesa como angelical, tan dulce como desatada, y Eduardo, pese a tantos años bregando, filtrando, manipulando y medrando, se siente empequeñecer, desesperado por querer agradarla, por pretender que la sonrisa siga dibujando su cara sin tener absolutamente nada que ofrecer.

    –Dime al menos si en el equipo de la ministra van a ser confirmados todos en el cargo o si está en marcha algún cambio, anda –insiste la periodista.

    –Bueno, a ver, mis informaciones, entiendo, son que, en principio, todo va a seguir igual –balbucea Eduardo, convencido de que esa información no vale nada, hasta que, frota que te frota su barbita cana y recortada, repara en la conversación de esa mañana en el despacho del jefe de gabinete, tan fugaz pero tan nítida que, dada la situación, no es capaz de callar–. A ver, todo, todo… Va a seguir igual prácticamente todo, claro, pero a lo mejor no todo… Que sepas, y eres la primera a la que se lo digo, que estaría sobre la mesa el relevar al presidente del ESTP.

    Almudena abre sus inmensos ojos azules igual que pestañean los huracanes. Conoce al presidente del ESTP, su trayectoria, su peso reconocido. Su relevo sería un bombazo. Eduardo ve su expresión y se arrepiente al instante de lo que ha dicho. En verdad no hay nada todavía definitivo. Intenta matizar, pero el instinto de Almudena se adelanta.

    –¿Y quién va a ser el sustituto?

    –No, no, a ver; para nada es algo inmediato. Se haría con tranquilidad –se apresura a precisar, atorado al comprender que toca echar balones fuera y reducir las expectativas–. Por favor, de momento no publiques nada ni digas nada a nadie. Nadie sabe nada, y mucho menos los implicados. Cuando toque tendrás la exclusiva, te lo prometo.

    Almudena asiente inconformista, resignada la mirada, y se marcha sin sonreír al naufragar la primicia. Se hubiera tomado con gusto la ensalada de rúcula con feta.

    A Eduardo le entra en ese instante una llamada y, colgado del móvil, se queda frustrado sin la sonrisa ni los dos besos de despedida de Almudena. Maldice el estrés, las prisas, el no tener tiempo para nada ni para nadie. No hay hueco ni para descansar, ni para cuidarse, ni para ir al gimnasio… Visto lo visto, se alegra de haber resistido la tentación y no haber comido nada.

    No volverán a verse las caras hasta muchas semanas después.

    4 de febrero – 21:15 h. En la Redacción

    Pasarán quince, veinte, treinta, cuarenta años y aquella sala seguirá siempre oliendo a tabaco al entrar. Antes el humo ardía tras las pantallas. Ahora llega retenido en los pulmones de quienes pasan las horas enviciados en las puertas para, con los bronquios henchidos, dosificar el hedor con cada exhalación.

    Las tazas de loza con los bordes de café resecos pululan por las mesas, desportilladas y renegridas. Almudena enciende el ordenador. Le quema el relevo del presidente del ESTP. Necesita ya buscar la confirmación por otro lado. En cuanto lo consiga, Eduardo no podrá más que asentir y dejar hacer.

    Juega nerviosa con el colgante que compró el verano anterior en su viaje a Malasia. Iba con aquel bombero barbudo que solo quería alardear. Le dio puerta hace quince semanas. Ahora, por fin, se siente feliz y liberada. El correo electrónico tarda en abrirse.

    Opta por el teléfono. Tiene muy clara cuál va a ser su primera llamada, pero debe manejar el asunto con cuidado. Si hay algo, lo tendrá hecho; si no hay nada… pues nada. Pero, ¿y si hay algo y ha sido realmente la primera persona en enterarse? ¿Y si es cierto que ni en el ESTP ni en ninguna otra parte lo saben aún? Eduardo tendría fácil el señalarla por irse de la lengua, perdería su confianza y cerraría el grifo de las informaciones. «Es necesario dejar madurar un pelín la situación», se dice convencida. Además, todo podría descontrolarse por su culpa y, de rebote, que cualquiera le robara la exclusiva.

    En el teléfono ya se escucha la señal de llamada, pero Almudena sigue ensimismada.

    –¿Almu? –se escucha al otro lado de la línea. Su fuente siempre la atiende.

    Almudena cuelga apresurada. «Mejor esperar, mejor esperar…», se autoconvence mientras, vacía, se lleva a la boca la taza.

    4 de febrero – 21:53 h. Ministerio. 3ª planta

    Cada puerta de madera tiene su barniz y sus grietas. Cada pomo, su óxido y sus cuatro tornillos de estrella. Cada quicio tiene su placa diminuta, donde, descascarillados, lucen los cuatro dígitos de cada despacho. Todas las puertas iguales, todos los pomos iguales, todos los quicios iguales y todas las placas iguales en pasillos interminables, laberínticos, iguales, como cada planta, como cada ala.

    Solo cambian los números, que Eduardo nunca mira, y por eso ha pasado horas y horas de sus últimos cuatro años recorriendo desesperado aquel enlosado de mármol pulido y abriendo puertas tras las cuales nunca estaba la ministra. «Traidor edificio».

    De noche es más fácil despistarse, es mayor el riesgo de bajarse del ascensor en la planta equivocada. Eduardo camina con tiento. Ya se han ido todos los ordenanzas. Abre la puerta. Se topa con la galería de retratos de quienes desde 1850 han gestionado invariablemente las mismas competencias. Acertó. Respira aliviado.

    La de la ministra es la tercera puerta. Está cerrada. Brilla un flexo en el despacho contiguo. La calva de Guillermo, el jefe de gabinete, hace de pantalla. Eduardo entra sin llamar.

    –¿Y la jefa?

    –En una reunión del partido –responde el interpelado sin levantar la mirada de un cerro de papeles entrelazados con gomas elásticas. Se ha soltado la corbata. Los botones del chaleco amarillo, en cambio, le siguen taladrando el estómago.

    –¿Te queda mucho?

    –¿Por qué preguntas? –le corta Guillermo malhumorado, hastiado de otra noche más en vela. Eduardo vuelve a echar de menos la sonrisa de Almudena y recuerda lo de la exclusiva.

    –Oye, ¿qué sabemos de lo del presidente del ESTP?

    –¿Qué es lo del presidente del ESTP?

    –Lo de su cese, ¿no? –duda.

    –¿Y tú qué sabes de eso?

    –Hablamos esta mañana.

    –¿Y?

    –Pues eso. ¿Qué pasa con el ESTP? –reitera Eduardo.

    –No hay nada, hombre, que yo sepa no hay nada. No he hablado con la ministra de esto, pero no hay nada. Esta mañana he recibido una llamada, sí, lo hemos comentado, pero que yo sepa no tiene por qué haber nada.

    –¿Quién te ha llamado?

    –No importa.

    –Dímelo, hombre.

    –He dicho que no importa.

    –Entonces, ¿nada? ¿Seguro? –insiste Eduardo agobiado.

    –La gente se preocupa, a veces con razón. Pero que yo sepa y, en principio, no hay nada.

    –¿Qué es «que yo sepa»?

    –Si después de tantos años no sabes qué es «que yo sepa» es que sigues sin enterarte de cómo funciona esta historia.

    –Nada entonces… –musita Eduardo.

    –En principio nada.

    El director de comunicación sale del despacho con el convencimiento de no haber medido bien los tiempos con Almudena. Debería llamarla para aclararlo todo, pero no está dispuesto a quedar como un perfecto idiota. Además, ella no se atreverá a publicar nada sin llamarlo antes, seguro, y, si publica algo, serán ella y su medio los que quedarán retratados. Eduardo lo negará todo. Que Almudena se las ventile como pueda.

    5 de febrero – 16:50 h. Sede central del ESTP. Despacho presidencial

    La caoba es tan asfixiante como adictiva. Al principio todo lo ciega y oprime, pero de inmediato su fragancia acuna, su crujido serena y su brillo contagia su magnificencia. Baudilio Serna ha vivido siempre con esa sensación. Primero durante más de dos décadas en el Congreso; después en la Secretaría de Estado de Hacienda y ahora como presidente al frente del ESTP, en ese despacho forrado de madera donde mantiene intacta su aura, sus 120.000 euros limpios al año y la capacidad para desplegar su amplia red de favores y contactos.

    Las elecciones han sido duras y los pactos, un peaje tan humillante como necesario. Todo el mundo en el Ministerio se da por confirmado, pero Baudilio Serna no está tranquilo. Tal vez haya que tragar con sapos inadmisibles. No es de los que son capaces de permanecer impasibles durante semanas a la espera de que el ministro de turno se decida a ratificar cargo por cargo. No lleva cuarenta años en política para que ahora lo traten como a ganado y menos después de todo lo logrado en los últimos días. Aunque han pasado solo 48 horas desde que la ministra ha vuelto a prometer que cumplirá «fielmente sus obligaciones», Baudilio cree que es el momento de eliminar incertidumbres.

    «Jefa –reza el mensaje que le acaba de mandar por teléfono a la ministra–. Quiero compartir contigo la satisfacción de haber cerrado esta mañana con los sindicatos el III Convenio Colectivo para trabajadores del ESTP. Mantuvimos una posición muy dura, pero lo hemos conseguido entre todos. Muchas gracias».

    Bau, cariño, sabes que tienes todo mi apoyo, responde casi al instante la titular.

    El presidente del ESTP se rasca nervioso las profusas y canas patillas. Ya sabe a qué atenerse.

    7 de febrero – 12:45 h. Palacio de la Moncloa

    Primer Consejo de Ministros ordinario tras la toma de posesión. Eduardo cruza un viernes más el arco de metales; sonríe nervioso un viernes más al policía nacional; se deja olvidado el móvil un viernes más en el bolsillo de la americana; la alarma suena estridente un viernes más; el policía nacional lo mira incrédulo un viernes más; Eduardo arquea la mirada suplicante un viernes más; el policía lo obliga a dejar el teléfono a un lado. Un viernes más. Sin piedad.

    Toca foto oficial del nuevo Gabinete. Histeria de foto oficial. De nuevo la ministra irá a la segunda fila; de nuevo tendrá a los ciento noventa centímetros del presidente tapándole entera la cara; de nuevo deberá escorarse y echarse encima del ministro de Sanidad; de nuevo algún idiota bromeará con su «proximidad» con el ministro de Sanidad; mañana, de nuevo, las portadas del día le indigestarán el café.

    –¿Qué es eso de que habéis firmado un convenio? –le espeta el secretario de Estado de Comunicación a Eduardo en medio de la sesión fotográfica. El dircom palidece. Ni idea de qué le habla.

    –Vais a vuestra bola, siempre a vuestra bola, pero te juro que en esta legislatura no os voy a pasar una –sentencia a gritos el secretario.

    Eduardo sale ciego del palacio. Casi choca con la ministra. Se suben juntos al coche oficial camino del Ministerio.

    –¿Qué te pasa? –le pregunta la jefa, conocedora de cada una de las mil maneras que tiene Eduardo de fruncir el ceño. Son ya muchos años con él de escudero.

    –Me ha caído el muerto por no sé qué convenio. ¿Es qué se ha firmado un nuevo convenio?

    –No sé de qué me hablas… Bueno… Espera… Algo me comentó Bau esta mañana, pero vamos, que no hay nada; es un preacuerdo –responde la ministra sin darle la menor importancia.

    –¿Bau? –pregunta Eduardo aún más enrabietado si cabe. «Bau», maldice para sí el dircom, harto de cómo se gestionan las cosas de comunicación en el ESTP y de la torpeza de su responsable, el señorito Eusamio.

    10 de febrero – 09:05 h. Sede central del ESTP. Gabinete de Comunicación

    Cada vez que llueve tierra en la capital los ventanales del ESTP se ciegan y el señorito Eusamio rabia por no ver nítida la pálida línea de la sierra en el horizonte. Por más tiempo que pase, no se acostumbra a la ciénaga gris de coches y zombis que pululan a los pies de esa décima planta que los sindicatos no supieron defender y que ahora tiene cegada su salida a la azotea, donde tantas colillas apagaban la nostalgia de su pueblo natal.

    Pero es que es mucha seguridad la que otorga una plaza en el ESTP; da para muchas camisas, restaurantes, musicales, ginebras y, sobre todo, para muchas vueltas al mundo con los días de libranza que garantiza el convenio. Por eso, sí, al señorito Eusamio le repele el tufo a colonia barata que expele el roce de la moqueta del ESTP y por eso tiene siempre un paño y un bote de cristasol sobre el escritorio, como si de tanto frotar por dentro pudiera limpiar los cristales por fuera. Ahora bien, por eso mismo el señorito Eusamio tiene pegada y bien pegada al culo la silla de su despacho; de allí no le mueve nadie.

    Ese lunes la primera llamada del día ha sido del Ministerio. Eduardo, airado, le ha preguntado por el convenio. Eusamio, impasible, ha interpretado en su mejor versión el papel de no tener ni idea. Realmente no la tiene, pero debe hacer que parezca lo que no es y que no sea lo que parece. «Es lerdo, interesado… Todo lo que tú quieras, pero en el fondo Eusamio es un maestro; ahí sigue, sobreviviendo», llegó un día a reconocerle el propio Eduardo a un compañero.

    En cuanto a la segunda llamada de la mañana, ha sido más agradable, mucho más.

    –¡Mi niña! –grita alborozado Eusamio con un deje tontorrón en la ñ tras ver el nombre de Almudena en la pantalla del móvil.

    –¿Qué tal, Eusamio? –acierta a responder la periodista.

    –Estupendamente, mi amor, estupendamente. ¿Qué necesitas?

    –No, nada; saber cómo va por ahí todo. Cómo se presenta el horizonte ahora que la legislatura está desbloqueada.

    –Pues, ya sabes, muchas cositas encima de la mesa y todo por retomar, pero como siempre. Iremos hablando. Claro que sí, iremos hablando de nuestras cosas estos días en adelante.

    –Pero todo según lo previsto, ¿no?

    –Claro, claro… –Pero Eusamio es perro viejo y en un momento dado capta cierto tono en la pregunta de Almudena y se activa–. ¿Me quieres preguntar por algo en concreto?

    –No, no, no –se apresura ella para ir con tiento–. Ya me irás contando.

    –Cuando quieras, mi amor, y no me olvido de que tenemos una entrevista pendiente desde hace meses con el presidente para tu medio.

    –Sí, sí, claro…

    –Un besote muy grande.

    Y Eusamio cuelga paladeando aún la voz de Almudena y Almudena cuelga convencida de que si se está cociendo algo contra el presidente del ESTP, ni el señorito tiene la más remota idea ni es el momento todavía de que empiece a tenerla. «Despacio», se dice la periodista.

    13 de febrero – 19:23 h. En la Redacción

    Almudena tiene la pantalla del ordenador fundida en negro. El polvo no impide que haga de espejo y le devuelva el reflejo de las mechas. Le quedan fatal. En el fondo le da igual.

    –¡Almudena! –grita el redactor jefe, y la saca de su ensimismamiento–. ¿No me dijiste que estabas con algo importante?

    –Está aún verde, creo.

    –Ya, pero ¿me lo vas a contar?

    –Está verde –insiste la periodista, nerviosa por llevar varios días sin nada de relevancia que publicar. Por eso opta por enviarle un mensaje a Eduardo: «¿Va mañana lo del presidente del ESTP al Consejo de Ministros?»

    El dircom ve el mensaje de inmediato. Parece claro que el Ministerio no prevé ningún nombramiento ni ese viernes ni, de momento, ningún viernes. No sabe cómo contestar sin quedar del todo mal. Opta por un guiño: «Tranquila. Cualquier cambio que haya serás la primera en saberlo». Relee el mensaje satisfecho; está perfecto. Almudena relee el mensaje esperanzada. «Algo hay».

    14 de febrero – 14:53 h. Gastrobar «La Malcriada»

    La ensalada de rúcula con feta flota en su mar de vinagreta en el plato de Almudena; potente, pero no está mal. Anda la sala llena de gente deseosa de poner fin a la semana junto a algún que otro ansioso que desea ir poniéndole ya el principio a la noche del viernes.

    –¿Estás sola? –pregunta directo un moreno de jersey de pico.

    –Y quiero seguir estándolo –contesta elocuente Almudena.

    La periodista nota que le tocan en el hombro. Se vuelve airada. Odia que la toquen y no tiene ganas de aguantar a más pesados.

    –Me quieres dejar en p… –comienza a gritar, pero enseguida adivina el borde de unas inconfundibles gafas de pasta.

    –¡Almu! Preciosa, ¿cómo estás? Ay qué alegría.

    La periodista se deja besar y embadurnar de perfume de vainilla, enredada en el resplandor de la piel de un despampanante Vuitton y en cascadas de bucles helénicos de reflejos dorados: «Eso sí que es un buen tinte», se dice mientras un sentido abrazo le mantiene atrapada.

    –Me tienes olvidada total, Almu, que lo sepas; no me llamas para contarme nada –exclama Pilar Altet, aupada a unos mocasines de rebordes níveos como remate a esa sonrisa tan suya de dientes pulidos con bicarbonato.

    –¿Qué haces aquí? –acierta a preguntar la periodista.

    –Chica, pues como tú. No eres la única que se deja ver por los sitios de moda, como comprenderás. Que me tienes contenta, por cierto. Llevas semanas sin llamarme y para una vez que me llamas el otro día, me cuelgas.

    –¿Yo? –responde Almudena con el tono más incrédulo posible.

    –Claro que sí, rica. El otro día. Me llamas al móvil y yo venga a gritar «Almu, Almu…» y tú nada, ni caso. Que digo yo que a lo mejor plantaste tu precioso culo encima del aparato, pero vamos, que me quedé con ganas de hablar contigo.

    «Y yo contigo», piensa la periodista, en sus horas de exclusivas más bajas y ante la que es su fuente más asidua, su garganta más profunda, una mezcla equilibrada entre empresaria, política, periodista y artista, con amigos en todas partes y, sobre todo, muchas ganas de saber y que se sepa. Encantadora y encantada, espontánea y segura de sí misma, ahí está Pilar Altet, alma de todas las salsas. De cómo conoció a Almudena jamás te contará la misma verdad.

    –Eh, espabila. ¿No me dices nada?

    Y entonces a Almudena se le ocurre que, puestos a seguir con las manos vacías, tal vez sea el momento de mover el árbol. Han pasado ya diez días y dos reuniones del Consejo de Ministros. Si Pilar sabe algo es el momento de aferrarse a ello y presionar a Eduardo. Si Pilar no sabe nada, morirá de ganas por lanzar su brújula a diestro y siniestro, y pronto habrá caldo de cultivo necesario para que el dircom cumpla su promesa y se lo cuenta a ella la primera. El peligro es siempre que el rumor se desmande demasiado. Almudena respira y bebe un trago de su zero, más caliente que nunca.

    –¿Tú has oído algo del presidente del ESTP?

    –¿De Baudilio Serna? Hija, por oír se oyen muchas cosas y de todo el mundo, pero vamos, ahora mismo, qué te puedo decir, lo saludé no sé dónde la semana pasada. Chica, ya sabes como es. Viviendo como un rey que está ahora, y más que va a estar.

    –No sé yo. ¿Tú no has oído nada de que se lo van a cargar?

    –¿Cómo? ¿A Bau? ¿Eso quién te lo ha dicho?

    –Fuentes de primera mano.

    –¿Cómo de primera?

    –Primera y directa. Yo no pregunté por él, solo si había cambios previstos en el Ministerio. Me dijeron que no va a haber… salvo el presidente del ESTP. Textualmente, su relevo está «encima de la mesa».

    –Me dejas muerta, chica. Te juro que no sé nada, pero déjame preguntar, ¿vale? Y me voy, que tengo abandonada a mi gente. Te digo algo en cuanto me entere.

    De golpe, Almudena se queda sin vainilla. Al menos, ahí sigue la vinagreta.

    17 de febrero – 06:59 h. Sede central del ESTP. Despacho presidencial

    Se ha muerto el conde Ramos. Flota viscoso e hinchado, mecido suavemente por las burbujas del respiradero. Debió ser pronto porque los ojos están a punto de reventar los párpados. Las vetas parduzcas brillan crecidas en su estómago, desafiante por encima de la línea de flotación. Todo fluye ignorante a su alrededor, todo menos el rostro horrorizado de Baudilio Serna, que primero aprieta los dientes, pero luego grita enfurecido:

    –¡Eusamio! ¡Eusamio!

    El señorito no aparece hasta dos horas después. Si hay que madrugar, que lo haga quien más cobra. Lo avisan nada más cruzar por la puerta, aunque enseguida adivina lo que ha pasado. Se adentra en el despacho presidencial.

    –Buenos días, presi.

    –No lo son.

    –Imagino lo que sucedió. Estas cosas pasan.

    –Pues por eso mismo es la última vez que pasan.

    –Ya hemos hablado de esto.

    –Y por eso vas a mandar retirar el acuario esta misma mañana.

    –Le da un toque de distinción superior a la sede.

    –¿Te parece distinguido que cada vez que entro a trabajar me tenga que encontrar con peces flotando?

    –Hacía ya tiempo que no se moría ninguno.

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