La Fotógrafa de Rusia
Por Fabiá Esteban
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Anastasia, con su cámara fotográfica, su arte y sensibilidad, belleza interna y externa enamora a Bruno.
Bruno vive en su precario mundo, pero, también con su sensibilidad, logra caminar, existir, sentir la felicidad y seguir viviendo en sus difíciles días.
Lo son para todo el mundo.
El poder. La lucha permanente por él que, a veces, logra aniquilar a la justicia, igualdad y libertad. Ese fue el logro de Stalin en la bella tierra de Anastasia.
El amor y la entrega son la semilla divina para vencer la maldad de ese poder.
El destino imprevisto de cada ser humano, y también su lucha por permanecer vivos en ese destino, que puede ser muy cruento.
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La Fotógrafa de Rusia - Fabiá Esteban
La Visita
Esa tarde el Max me llamó desde su reja, esa tarde de invierno. Su grueso cuerpo, asomaba por las viejas tablas resecas por la lluvia, por el sol y los años. Esas viejas tablas que separaban nuestras casas y que apenas resistían el peso de su cuerpo.
Nada más le contesté, me quedé mirando esas viejas tablas retorcidas por los años, esas tablas de pino que por tantos años separaban nuestros sitios. El Max era mi amigo. De los pocos que yo tenía. Él era cuatro años mayor que yo. Mi gran amigo. Con su lealtad, su honestidad, buen corazón, humildad y por ese cariño de él hacia mí. Fuimos creciendo juntos.
Yo quería ir, ir a ese lugar, conocerlo, ver a las maracas, a los colizones. Siempre hablaban en ese grupo, en la esquina cuando nos juntábamos por las noches, de esas calles. De Chimbiroca.
Me puse el pantalón de cotelé gris, el beatle azul, las botas negras de gamuza y el chaquetón azul que me habían regalado las monjas españolas dos meses atrás cuando cumplí catorce años. No sé por qué me subí el cuello de ese chaquetón. Seguro por mi nerviosismo, mi ansiedad. Al fin yo iría a esas casas, donde se bebía, se bailaba, se acostaban con las maracas.
Aún no eran las diez. Estaba muy fría la noche, la neblina apenas dejaba ver a las pocas personas que caminaban por allí, o que esperaban locomoción. Las luces de los autos alumbraban mi cara, mis ojos, mi ropa, también los buses de locomoción, que a esa hora ya llevaban pocos pasajeros, de regreso a sus casas. Un sentimiento de culpabilidad había en mí. No sabía por qué.
Mi reloj marcaba más de las diez, pero yo sabía que no estaba muy bueno, se adelantaba. Se lo compré al Antonio por doscientos pesos. Lo había choreado en alguna parte, algo habitual en él: vender cosas robadas.
Seguía nervioso parado allí, solo, en ese lugar mientras esperaba, con esas fuertes luces en mi cara. Me incomodaban esas luces. Daba vuelta mi cara. Sentía que todos me miraban.
Entre la espesa neblina y el frío pude ver, pude divisar al Max, al Leo y al Antonio. Caminaban lentos, hablaban, se reían. Me sorprendió ese relajo. Muy distinto a mi nerviosismo, a mi temor.
Pensé que se reirían de mí, pero nada me dijeron.
Caminamos los cuatro, hacia el centro de la ciudad. Esa ciudad que tanto me gustaba verla de noche.
Fueron largas para mí esas cuadras para llegar a ese centro. Al centro de la ciudad.
Las tiendas iluminadas de muchos colores, la ropa linda, los artefactos que se mostraban, los refrigeradores, máquinas de coser, toca discos, zapatos, cocinas modernas, cocinas a gas licuado. Los autos nuevos, muy brillantes. Me gustaba mirarlos.
Las piletas de agua, que levantaban muchos chorros de agua, mezclados con luces de colores verdes, amarillos, rojos, azules. Esos chorros que sonaban. Me gustaba también ese sonido, con esos maravillosos colores formando arcoíris, que se elevaban como un abanico.
Todos esos colores que le daban alegría a mi alma. Me hacían sentir que había un mundo hermoso, iluminado, distinto. Que existían los colores que llenaban el alma. Me hubiese quedado mucho rato allí, sentado, mirando ese mundo de alegría, de fiesta en esa pileta, con sus chorros multicolores.
Todavía a esa hora de la fría noche, gente caminaba, paseaba por ese centro de la ciudad, a pesar del frío, a pesar de la espesa niebla blanca. Tal vez buscaban eso mismo que yo sentía en ese lugar. Luces, muchas luces. Mucha alegría, felicidad en sus almas.
Caminamos como doce cuadras más, desde la Plaza Central, por esas hermosas calles. Llegamos a una esquina y doblamos. Anduvimos cinco cuadras más. Era la calle Santa Magdalena. El lugar estaba lleno de hombres, de distintas edades. Eran cuatro cuadras con viejas casonas. De todas ellas, salía el sonido fuerte de la música. Mujeres en las calles. Afuera de esas casas, con vestidos muy cortos, gritando, riéndose, cantando. Hombres que las agarraban. Les agarraban las tetas. Ellas reían.
Yo, había pasado antes por este lugar. Había pasado de día en camión, por esas viejas casas, con unos muebles para las monjas españolas. Era silencioso durante el día. Las casas eran muy viejas y destartaladas. Algunas ventanas con persianas de maderas, estaban abiertas. Se podía ver hacia adentro en esas ventanas con barrotes. Mujeres gordas fumando, mirando hacia la calle, tomando el escaso y frío sol. Mirando esa vacía calle y los vehículos que por allí pasaban. El chófer y su pioneta, les silbaban a esas gordas mujeres, recuerdo. Seguro eran maracas jubiladas.
No entendía en ese momento, porque esos dos
hombres, se alteraban tanto al pasar por allí, con su risa socarrona y de complicidad. Llevando el camión muy lento por esa calle.
Pero de noche era distinto, las luces rojas en cada una de esas casas, muchas, luces de neón encendidas que daban un aspecto de fantasía, muchos hombres en las esquinas, también fuera de esas casas y esa música.
Las mujeres, en las puertas nos gritaban:
Me di cuenta de que lo de el lolito
lo decían por mí, se referían a mí. Me cagué de susto. Las piernas me temblaban.
Todos reímos.
Mira los zapatos calentadores que tiene. – dijo el Antonio.
El Max se detuvo, dejo de caminar.
Era una casa con muchas luces rojas y azules. Se sentía esa música desde adentro por su alto volumen.
Tenía un nombre en su entrada, con luces de neón Apolo 11
.
Era una casona antigua, más bien vieja, al final tenía un patio cubierto con un techo de fierro con figuras y vidrios. La música estaba muy fuerte.
Esa, música con sus dolorosas y sufridas letras.
El olor de casona vieja, también se mezclaba con olores a colonias, vino, frituras, cervezas. Los olores a mí siempre me decían o mostraban algo. Los identificaba igual que los colores.
Llegamos a una habitación grande, que era el salón y que tenía como diez mesas viejas y sucias puestas por un lado. Por el otro lado, la otra mitad de ese salón estaba despejado. Era la pista de baile, con unos pocos sillones pegados a la pared y unas bancas de madera. También pegadas a esa pared pintada de rojo. Había cuatro mesas con hombres, bebiendo, tomando, sentados en ellas. Un globo de cristales que giraba y sus luces rebotaban en nuestras caras, en nuestra ropa.
Porque esos lugares tan sucios producían en los hombres, tanta alegría. La que expresaban, bebiendo, riendo, abrazando a aquellas mujeres tan pintarrajeadas.
Comenzaron a entrar las maracas. Todas con las caras recargadas de pintura. Se les veía un color extraño en esas caras, por la luz de ese globo que hacía brillar sus rostros, con esa pintura. Como si en su cara hubiera ceniza. Un color muy extraño, pálido, pero pintado.
Se nos acercó un maricón. Vestía una camisa muy apretada floreada de varios colores, unos pantalones más apretados que el de las putas, y unos zapatos con tacos altos de color blanco.
El colizón estaba más pintado que las maracas.
Lucho le decían
Otro huevón más, pensaba nervioso. Mi corazón seguía acelerado.
Putas el huevón cargante. Más nervioso me sentía.
La fuerte música seguía. Algunos se pusieron a bailar en esa pista. Las maracas se acercaban a las mesas y empezaron a chuparse, a beberse todo el trago. En todas las mesas. Con un beso y muy cariñosas se tomaban, se bebían los arreglados, también los combinados que estaban tomando en otra mesa. Era pisco con Coca Cola. Eso era muy caro.
El Max, el Leo y el Antonio ya estaban también bailando.
Fue lo único que me calentó de aquella noche. Esa frase dicha por ella.
Ella, se sentía la más rica de todas.
Se acercó una flaca a la mesa, me tomó de la mano y me llevó a la pista a bailar. Me sentía extraño en esa pista, haciendo lo mismo que el resto. Pero sin ganas.
Esa chimbiroca llevaba una polera negra muy apretada. Se le veían más de la mitad de las tetas, una falda a cuadros roja con negro, muy corta que mostraba los calzones negros y la mitad del culo, unas calcetas y unos zapatos negros. Parecía una colegiala. Toda esa vestimenta, mostraba mucho, igual no me calentaba.
Me apretó muy fuerte contra su pecho. El corazón me saltaba muy fuerte, me latía muy rápido.
Me cacho, que estaba más nervioso que la chucha.
Me tomó las manos con las suyas y me las puso en su culo, movía con sus manos las mías, refregándolas en su culo y me besaba. Yo le respondía, pero no me entusiasmaba aquello. Lo hacía como un acto mecánico, sentía que ella también. Seguro lo hacía con todos.
Con el arreglado que