Un Cuento de Tiranosaurios
Por Carl Cupper
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Una familia de T-Rex es expulsada de su hogar por una intensa sequía. Durante su viaje es amenazada por una manada de velocirraptores y un cuerpo celeste que se aproxima vertiginosamente a la Tierra.
Y un increíble regreso a casa sesenta y cinco millones de años después.
Una intensa sequía fuerza a una familia de Tiranosaurios a buscar un nuevo refugio al norte, en Yellowstone.
Durante el viaje, serán testigos del nacimiento de las Montañas Rocallosas, erupciones volcánicas, nacimientos de ríos y otras maravillas naturales.
Sin embargo, deberán enfrentarse a feroces velocirraptores que buscan venganza tras una pelea.
No obstante, tras un increíble acontecimiento cósmico, la familia tendrá que continuar su camino hacia el norte, lejos de la seguridad encontrada en el nuevo refugio en Yellowstone. ¿Podrán regresar a casa?
Con su acostumbrado estilo narrativo, ágil y sencillo, el autor nos lleva, como siempre, a un final sorprendente e inesperado.
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Un Cuento de Tiranosaurios - Carl Cupper
Un cuento de Tiranosaurios
...y sesenta y cinco millones de años después
Carl Cupper
Un cuento de Tiranosaurios
… y sesenta y cinco millones de años después
Copyright © 2010 Carl Cupper
Todos los derechos reservados
Segunda edición: Julio de 2011
Diseño de la portada: Carl Cupper.
carlcupper@yahoo.com
Prohibida la reproducción total o parcial de está obra por cualquier medio, sistema o técnica sin el consentimiento por escrito del autor.
A todos los niños y jóvenes, que tienen
en sus manos el destino de este mundo
A La Madre Naturaleza, por no habernos
enviado, todavía, otro gran meteorito
T-RexEl Cretácico: Hace sesenta y cinco millones de años
Mi nombre es... Bueno, eso ahora no tiene importancia. Sólo diré, por el momento, que soy paleontólogo del Museo Americano de Historia Natural de la ciudad de Nueva York, y que desde hace mucho tiempo mi esencia quedó atrapada en este extraordinario lugar.
Después de tantos años de recorrer las salas y pasillos de este enorme museo, admirando y estudiando la gran cantidad de maravillas contenidas tras sus muros, me atrevo a contar esta historia que sucedió en el período Cretácico, hacia el final del Mesozoico, hace sesenta y cinco millones de años.
En aquel tiempo, el océano Atlántico apenas se estaba formando, y el continente americano se encontraba dividido por una enorme masa de agua. Al norte de este continente partido es donde tiene lugar este relato.
Ese día, toda la región se hallaba envuelta bajo un manto gris, y las bestias terrestres no buscaban guarecerse, bajo las gigantescas hojas de los árboles, de la lluvia que por fin caía. Las primitivas aves tampoco buscaban cubrirse de su ataque bajo sus emplumadas alas: Se posaban sobre las grandes ramas del frondoso follaje para refrescarse con el frío vendaval.
Las erupciones volcánicas y los terremotos eran eventos que sucedían casi todo el tiempo, pero en días como éste los peligros se multiplicaban, considerablemente, debido a los deslaves que la lluvia provocaba en las laderas de las montañas. Era un mundo incierto y peligroso; cruda imagen del reciente estreno de la magnífica obra de Dios. A pesar de estos problemas, la vida se abría paso con la terquedad con la que una gota de agua penetra la roca.
En aquel día, aparentemente imposible para la observación del mayor milagro de La Naturaleza, un pequeño Tiranosaurio Rex rompía, con grandes esfuerzos, el cascarón del huevo que lo aprisionaba, como quien abre en solitario el gran portón de Troya.
Sintió una fría avalancha de tierra, que le hizo sacudir el hocico, y luego continuó su difícil viaje hacia la libertad que la superficie le prometía.
Con el rostro lleno de tierra, que le impedía ver la escasa luz que se abría paso entre la espesa selva, el pequeño tiranosaurio, al fin, asomó el hocico a un nuevo y desconocido mundo, lejos de la tibia seguridad del interior del cascarón.
Aun cuando la tormenta azotaba furiosamente el lugar, sintió apenas un suave rocío en su ya dentado hocico, dado que el nido se encontraba guarecido bajo un enorme helecho que hacía las veces de una antiquísima sombrilla.
Nació solo. Sus hermanos aún se encontraban en el misterioso sueño de la gestación cuando, él, cual osado pionero del salvaje oeste, se aventuró a dar los primeros pasos en aquel cosmos que le aguardaba. De pronto, la lluvia terminó.
A pesar de su fragilidad, nació con una natural habilidad de andar sobre sus patas traseras mientras balanceaba juguetonamente, de un lado para el otro, su flexible y larga cola, tal como una niña agita sus colitas de caballo en la vertiginosa plataforma de un divertido columpio.
Luego de aventurarse unos cuantos metros por los alrededores del nido, el pequeño sintió el retemblar del suelo que, para otros seres del Cretácico, significaba una mortal advertencia, pero para él representaba la positiva señal de la llegada de su protectora madre.
Hembra de cuatro toneladas de peso, cuatro metros de altura y once metros de largo, Zentila llevaba en el hocico la primera cena para su hijo. Llena de orgullo por aquella su primera cría, lo llamó Rexy.
Por algún extraño instinto, inexplicable para los machos, la madre sabía que uno o más de sus cachorros verían la luz vespertina de aquel día, por lo que se había dado a la tarea de conseguir la cena para aquellos esperados recién nacidos, pero sólo encontró a Rexy. No obstante, con gran suavidad y ternura, hecho insólito en una bestia de tal tamaño y fiereza, ofreció a su pequeño vástago aquel primer bocado de su vida mientras lo miraba, con sus enormes ojos color marrón, bajo el incesante goteo de lo que quedaba de la lluvia.
ZentilaRexy tomó el bocado con sus agudos colmillos que, algún día, le servirían para algo más que para sujetar los alimentos. Comía con infantil voracidad. Agitando con su hocico de un lado para el otro aquel trozo de carne, el pequeño tiranosaurio ensayaba las habilidades que le permitirían, en poco tiempo, convertirse en el mayor y el más temido carnívoro de toda la planicie prehistórica; miembro distinguido, aunque odiado, de una dinastía que había reinado la planicie por varios millones de años.
Al día siguiente nacieron sus hermanos. Cuatro hembras: Zeila, Petrana, Rubiana y Fabina, y dos machos: Darke y Lebres. Ya que la capacidad de reproducción es más lenta en las hembras, La Naturaleza ha situado al varón, en su lista de prioridades, en un segundo plano, de tal suerte que para garantizar la supervivencia de la especie, el número de nacimientos de las hembras, cuando menos en los tiranosaurios, era mayor que la de los machos, lo que no sucede actualmente con los humanos: Tanto mujeres como varones nacen en cantidades más o menos similares, posiblemente para equilibrar un eventual conflicto entre géneros.
A pesar de que muchos científicos afirman que los mamíferos inventaron
el amor y la familia, los tiranosaurios, como algunos otros dinosaurios, también sentían amor y aprecio por los suyos. La prueba estaba en que el padre, Titanus, tenía ya varias semanas de haber ido en busca de un refugio más seguro y cómodo para su familia, y aunque no