Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Hombres que se enamoran
Hombres que se enamoran
Hombres que se enamoran
Libro electrónico127 páginas1 hora

Hombres que se enamoran

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Hombres que se enamoran reúne varios relatos cortos, unidos por dos temáticas principales: la migración y el amor.
Lucas Monsalve, un iberoamericano en España, explora algunos lugares de encuentro y choque entre ambas realidades, especulando con sus recuerdos, emociones y anhelos, traducidos en pequeñas historias.
El amor siempre estará presente. Un amor desde lo masculino, con garra, dolor, inconcluso y con más voluntad que acierto.
La lluvia, el asombro, la selva, la muerte, el tiempo, la nostalgia acompañan a este amor que Lucas plantea.
Heredero del Boom latinoamericano, sus relatos están llenos de realismo mágico contemporáneo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 jun 2023
ISBN9788411810890
Hombres que se enamoran

Relacionado con Hombres que se enamoran

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Hombres que se enamoran

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Hombres que se enamoran - Lucas Monsalve

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Lucas Monsalve

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-089-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Para Martín, el único hombre del que me he enamorado.

    Prólogo

    Mis primeros libros completos los leí sobre un chinchorro (hamaca) en un patio cubierto con mosquitera y ventilador en el Amazonas venezolano.

    Mis padres se mudaron a un desgarbado pueblo de selva cuando yo abandonaba la niñez, por lo que, en mi memoria, nací dos veces: la oficial, en Caracas, un 11 de febrero de 1979 y una segunda cuando llegué allí.

    En aquel lugar de lluvias perpetuas y mosquitos como caimanes me encontró una tarde la famosa frase: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo», que marcaría mi gusto literario y de alguna forma mi vida.

    Tan inesperado fue llegar como irme de aquel pueblo, pero el Amazonas no se quedó allí, me lo llevé conmigo a Europa, junto a mis dos maletas. Desde entonces, mi vida la cuento como un constante viaje de ida y vuelta.

    Una vez escuché decir que para escribir buenas historias primero hay que vivirlas, tal que, cuando pensé que quizá yo podría ser escritor, me dediqué primero a vivir, a vivir con atención; y en ello continúo, aunque ya me da para un pequeño libro.

    No es, sin embargo, este libro una serie de relatos de mi propia vida, aunque mis amigos y familiares pensarán que sí. Una de las maravillas del idioma español es su capacidad de emparentar conceptos bajo el mismo nombre, aunque signifiquen cosas diferentes y no del todo a la vez. Así pasa con la palabra «historia», lo mismo la utilizamos para referirnos a un hecho real, como para un cuento carente de rigor histórico. Por ello, me gusta pensar que este es «un libro de historias». Por cierto, soy historiador.

    Historias de un extranjero. Da igual el país del que seas, si has vivido mucho tiempo fuera de tu patria, no dejarás de serlo, aunque regreses. Es un sello en el alma más indeleble que el del pasaporte. Hace años, le pregunté a mi profesora, la escritora argentina Clara Obligado, exiliada en España desde 1976: «¿Cuándo se deja de ser extranjero?», cansado yo de serlo, y ella me contestó de forma rotunda: «Nunca».

    Historias de hombres que se enamoran. Porque siempre he pensado que las mejores historias son las de amor y que el amor es una de las más grandes preocupaciones y enigmas de la historia de la humanidad. Un amor que, como dice Zizek, causa «desequilibro cósmico». Un amor no ajeno al dolor, a la duda, como la vida misma, aunque nos empeñemos en edulcorarlo. Experiencias de amor inconclusas, quijotescas, repetitivas, muy lejos de la plenitud, a mitad de camino.

    Historias de hombres enamorados que deambulan por una sociedad machista que, a veces, les cohíbe y otras pone en duda la honestidad de sus sentimientos, que estigmatiza al género bajo conceptos básicos, simplistas e interesados. Una visión del amor desde lo masculino, con sus matices y sus desaciertos más que aciertos. Historias de hombres que se enamoran aunque, quizá, no sepan amar.

    Y, finalmente, historias de un latinoamericano en España que, como las palabras sinónimas, no es español, pero se le parece mucho, a la vez que es distinto y que, de nuevo, en esas sutiles diferencias, que van desde el lenguaje hasta los sentimientos, está un mundo lleno de riqueza que intento explorar.

    Doce historias por Doce Cuentos Peregrinos de Gabriel García Márquez, que me enseñó a leer desde una hamaca y a ver el mundo con estos ojos de latino, las dos cosas a la vez.

    Seshet y la princesa

    «Creo que iré a casa y me acostaré muy quieto

    simulando una enfermedad terminal.

    Entonces vendrán los vecinos en tropel a mirarme,

    mi amor, tal vez, estará entre ellos.

    ¡Cómo sonreirá mientras los doctores

    gruñen entre dientes!

    Ella sabe perfectamente lo que me aqueja».

    Poema amoroso del Antiguo Egipto. Anónimo

    CUANDO LA PRINCESA nació, Seshet era poco más que un ente que correteaba desnudo sabandijas por entre los montes secos que llevan al río.

    Por aquellos tiempos, su pueblo, que alguna vez fue imperio, moría. Pero, meses atrás, los sacerdotes habían suplicado una y otra vez sus cantos tristes, hasta que, una noche perfumada, el mismísimo Amón se apiadó de ellos, penetrando su piedad en la reina viuda.

    Con la llegada de la princesa, nació la esperanza del reencuentro con un pretérito inmortal, vencedor y circulante; aquel donde el río inundaba las llanuras y el trigo brotaba solo.

    Seshet recuerda que esa noche acabada, su abuelo le despertó diciendo:

    —Hoy vas a conocer a los dioses. —Y juntos esperaron el alba acostados boca abajo con los brazos extendidos, pidiéndole a Bes que le diera a su princesa una felicidad capaz de desbordarse hasta ellos.

    Por tanto, no les resulte extraño imaginar que, desde entonces, Seshet sintió que su vida se ceñía a la princesa como cauce angosto.

    Fue también el arrebato de su niñez. Durante los cientos de amaneceres siguientes, repitió cada una de las palabras enseñadas por su abuelo: pastorales, lentas, inexactas.

    Pero su ingobernable razón no demoró en construir versos propios, teniendo cuidado que el susurro de sus labios coincidiera con el ritmo de los otros cantos.

    De la misma manera, reunió entre los cientos de objetos raros que guardaban en la casa, un buen número de estatuillas que encarnaron su extenso panteón.

    Cada noche, Seshet colocaba las figuritas frente a sí y dedicaba una oración a cada una. Nunca les hablaba sobre él. Pronunciaba versos sobre los cereales, las aves o el cielo y, por supuesto, sobre la princesa Anilec.

    Ningún hombre del pueblo había visto a la princesa, aunque aseguraban que su canto hacía crecer las aguas y que, allí por donde caminaba, la tierra seca se hacía fecunda. Era tan etérea y distante como cualquier ser sobrenatural. Sin embargo, si alguien se atreviese a especular cuál fuera la mujer más hermosa del mundo, nadie en su sano juicio negaría que ella.

    Todos la veneraban, en eso Seshet no era distinto. Ella era una nación. No obstante, aquel chico de rezos propios, un día cayó en cuenta de su exclusividad; si la princesa moría antes que él, quizá sus ojos tendrían el privilegio de mirarla, incluso sus manos el indulto para poder tocarla.

    El abuelo de Seshet era embalsamador, como lo fue el abuelo de su abuelo y el abuelo de este, y de tantos otros, hasta los tiempos en donde el poseedor de dicho cargo podía postrarse frente al mismísimo hijo de Ra. Pero de eso hacía muchas lunas. En estos tiempos desgraciados, su trabajo era casi tan sucio como la cría de cerdos o el espulgue de piojos.

    A pesar de ello, el viejo había dedicado su vida a limpiar el oficio y desde que Seshet pudo andar, le enseñó el noble arte de servir a Anubis como el más valioso de los saberes.

    Tal vez por ello, Seshet trasgredió su línea vasalla como quien adula a una fiera dormida y con un molde de Neftis amasó barro de las orillas húmedas hasta crear a su propia diosa. Tenía una cabellera larga hasta la cintura y unos ojos que pintó excesivamente grandes para el tamaño de su cara. Ella era Anilec. Muy pronto la desterró de la repisa donde reposaba el resto de las figuras para llevarla a dormir consigo.

    Durante cientos de noches fue su última visión antes de abandonar el mundo consciente; y una mañana cualquiera, impregnado en sueños, descubrió el deseo como quien encuentra una deliciosa fruta.

    Desde aquel día, la vida se apoderó de Seshet como un virus infeccioso y sus sentidos se enraizaron en su cuerpo de forma mucho más robusta que él, que nunca llegó a ser demasiado grande, ni fuerte.

    Todos los hombres de la tierra han conocido, aunque sea por un instante, la felicidad, en eso los dioses han sido generosos; fueron estos los momentos más felices de la vida de Seshet. Una dicha limitada únicamente a su necrótica imaginación.

    Los vecinos del pueblo lo juzgaron como demente cuando lo vieron recopilando capullos de loto todas las tardes. Hacía fogatas de hojas con distintos aromas, cantaba entre las calles como si no viviese en este mundo nadie más que la princesa y él. Una demencia mansa que, de alguna manera, alegraba la vida de quien lo veía, ingenuos todos a su razón de ser.

    En la intimidad de su casa, acompañaba sus tareas domésticas componiendo versos:

    «Mi estrella reluciente.

    Toqué tu puerta antes del amanecer

    y tú me recibiste entre telas de lino.

    Déjame anunciar tu nombre,

    quiero ungirte con exóticos aromas».

    Considerándolo todo insuficiente, sustituyó su apoyacabezas de madera por una piedra tosca para sufrir cada noche por ella. Copiaba poemas sobre pequeñas hojas y los escondía entre los paños de los clientes más nobles que llegaban a casa de su abuelo. Eran sus cartas de súplica para los dioses.

    Seshet sentía a la muerte como su mejor compañera. «La esencia de la vida no está en nacer, sino en morir —decía

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1