El muchacho del sombrero negro
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El muchacho del sombrero negro es una novela de ficción histórica. Trata sobre una pareja de adolescentes, que obligada por las circunstancias en la segunda mitad del año mil novecientos cincuenta y ocho en Cuba, se enrola por vías diferentes en la oposición al gobierno y contribuye al éxito de varias acciones rebeldes. En ese contexto se configura una sólida historia de amor entre ellos, colmada de riesgos y aventuras peligrosas.
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El muchacho del sombrero negro - José Santos Rodríguez
LA RADIO
La noche ocupa los espacios iluminados, desde que Deogracio, el conserje gruñón y entrometido del Hogar Infantil Campesino, pone fin al ronroneo de la planta eléctrica. El único dormitorio del colegio, situado entre el ferrocarril y la carretera, alberga a treinta becarios de los alrededores. Como siempre, la vieja campana ordena el cese del bullicio; las literas crujen y tras mecerse durante varios segundos, se subordinan a la quietud.
El entrometido permanece agazapado tras la pared, todavía caliente por el abrazo del sol. Se cubre los ojos con las manos para evitar las ofensas de los destellos que vienen de los autos en tránsito. Aguza los oídos, pretende detectar algún cuchicheo de los muchachos, pero enseguida abandona la posición, corre hacia la puerta y la derriba al escuchar una voz de mujer que se suelta en el interior: ¡aquí, Radio Rebelde...!
—¿Quién, ¿quién es el dueño del radio?
El silencio esconde la transmisión. Solo el ritmo de los pechos bajo las sábanas perturba la calma. Efraín, el único mestizo del grupo, cierra los ojos para no encontrarse con la silueta del conserje que avanza por el pasillo vomitando amenazas. Esboza una sonrisa de complacencia por los recuerdos de noticias anteriores, aunque le preocupa el peligro que acecha a Eufemio, el compañero de la cama contigua.
Deogracio no cesa de caminar de un lado a otro, vocifera tanto que está a punto de enronquecer.
—¿De quién es? Suelten la lengua, malagradecidos. Les brindan estudios gratuitos, oportunidad que tienen pocos en estos tiempos, y ustedes...— dice encolerizado.
—¡Ah, sintonizan la radio! Es una de las prohibiciones más severas de este colegio. Vamos, que se identifique el dueño como ha pedido Deogracio. Le doy un minuto para que lo haga— amenaza el director que acaba de llegar desde su despacho, atraído por el escándalo del conserje —no crean— continúa —que esta ofensa quedará impune. Existen varios procedimientos para descubrir al revoltoso y castigarlo con mano dura... el escarmiento servirá para cortar de raíz la simpatía por los rebeldes.
Los becarios parecen inmutables.
—He dicho que se identifique el dueño— insiste tan fuerte que las venas del cuello están a punto de reventar.
Una vez dentro del dormitorio, deja escapar de nuevo su rabia.
—Oyen noticias de los que enfrentan al gobierno, perversas, inescrupulosas y nada confiables. Sí, les aseguro que todo lo que dice esa gente es mentira. Repito, eso se paga caro. Deogracio, haz una requisa minuciosa, que no quede nada sin revisar. Busca dentro de los closets, en el baño, debajo de las camas, en todos los rincones, y encuentra el maldito radio.
—Enseguida, Señor Adriano.
Mientras Deogracio revuelca las pertenencias, auxiliado por una linterna, la máxima figura ordena abandonar el inmueble y hacer tres filas en el terreno de pelota. Continúa el interrogatorio sin esconder su ira, pero la respuesta es un juramento al silencio.
Ante la búsqueda infructuosa del conserje, las represalias se agigantan. Pasada la medianoche, el cansancio adquiere dimensiones insostenibles. Tres surcos están bien definidos sobre la tierra, agradecida por las abundantes lluvias de días precedentes. El césped languidece bajo los treinta pares de plantas que marchan a las órdenes del director. Los cuerpos, acariciados por el rocío, siguen alimentando el hermetismo de sus voces.
A pesar de las horas de castigo, resisten la furia del maestro Cívico Militar y hacen desbordar su ansiedad. La fatiga los agobia, apenas respiran con armonía. Escuchan el canto de los gallos, la nostalgia crece y les despierta el deseo de regresar a casa. Eufemio, el propietario del radio, siente remordimientos por la angustia que causa a sus compañeros. Aprovecha el un, dos, tres, cuatro...
que repite el jefe para mantener el paso uniforme del grupo, y susurra a Efraín:
—Voy a decir que es mío, pero no podremos oír las noticias de la Sierra. ¿Quién sabe lo que me espera después? Eso ya no importa, que pase lo que pase. Mis padres no me van a regañar, sé que sufrirán por mi culpa, son los dueños.
—No, no lo hagas, todos estamos firmes. Si lo descubren no digas que es tuyo. Ya ves, nadie ha abierto la boca para delatarte, los demás son como nosotros. No les diremos nada a esos engreídos. Seguiremos conociendo lo que sucede en la Sierra y otros lugares.
—Lo escondí debajo de una losa que tenía preparada para un momento de apuro, cuando ese condenado tumbó la puerta. Ya sabes, Efra, ya sabes el sitio del escondite.
Adriano escucha el murmullo y detiene la marcha. Suelta una sarta de improperios y ordena furioso:
—Ven acá, Efraín. Párate frente a ellos, diles que por tu culpa están recibiendo este castigo. Grítalo bien alto para que te oigan y te repudien hasta el final de tu vida, para que te pateen aquí delante de mí. Quiero disfrutar esa escena. Es lo que mereces. Tú, sí, tú eres el dueño, estoy seguro, lo dice esa conducta que no puedes ocultar. ¿Cómo no me había dado cuenta? Por tu nocivo radio están castigados estos muchachos que son tan santos como los del cielo. Vamos, admítelo, revoltoso, desafecto. No hagas que mi paciencia se acabe y...
—No soy el dueño— refuta Efraín con firmeza.
—Entonces, desagradecido... ¿Quién es?
—No sé.
—¿No sabes?, y hablabas con Eufemio, le contabas quién sabe qué disparate. Los más próximos a ustedes los escucharon. No tengo duda, los dos conspiran contra el gobierno.
—No hemos pensado en hacer nada malo, usted habla sin saber.
—Ven acá, Eufemio, párate a su lado, míralo bien y recuerda dónde te dijo que lo tiene escondido. Aunque pensándolo mejor, puede que sea tuyo.
—Él no me ha dicho eso, Señor Adriano y le aseguro que no es mío.
—¿Pero estás de acuerdo que sufren por su culpa? Tú y los demás están recibiendo este correctivo que no merecen, gracias a él.
—No es así. Ni yo ni los demás sabemos de ese equipo.
—Me defraudas. La transmisión la escucharon todos. Todos están envenenados con esas infamias. A ti, especialmente a ti, debo decirte algo que está a la vista. Si alguien no merece estudiar en un colegio tan prestigioso como este, o, mejor dicho, en ninguno, eres tú; por cobarde, tan cobarde que no te atreves a decir que Efraín ha traído ese radio para corromperles la mente.
—Él no es el dueño. Ni he visto ese radio.
—¡Ah! Le tienes miedo, sí, le tienes miedo, pero, aunque no me creas, te entiendo, te entiendo, los cobardes son así. Ven acá, José Jacinto, pégale como se merece.
—No, él nunca ha tenido un radio en el dormitorio. Yo no sé de qué habla. No lo voy a golpear.
—A ver, Euclides, Hermes, Ulises, Hermenegildo... Ah, tampoco ustedes. Entonces, ¿no hay nadie con pantalones para ajusticiar a Efraín? ¿Por qué le temen? Lo haré por ustedes.
—El hombre salta y toma al inculpado del brazo. Lo lleva en compañía de Deogracio hasta el local que sirve de dirección, justo a la derecha del vestíbulo. Le propina varios puñetazos sobre la cara y la boca. Empuja su cabeza contra la puerta, la punta sobresaliente del pestillo le desgarra la piel del cráneo. La herida surge como una cárcava bajo la cabellera encrespada; la sangre brota empozándose en las ranuras del piso. Las obscenidades de Adriano retumban en la madrugada, mientras el resto de los escolares es retirado hacia el dormitorio. Pide a Deogracio que le alcance unos granos de maíz. Los distribuye en dos círculos en el piso y obliga a Efraín a arrodillarse. La tortura no es novedosa, algunos maestros la utilizan como martirio. Las náuseas aparecen una tras otra, mas soporta el dolor y...
—Temo que es poco castigo para ti. Estás acostumbrado a cualquier molestia. Pero te quiero de rodillas, mira la fotografía que tienes enfrente. Pídele perdón por tu comportamiento inadecuado, como si fuera tu Dios y también algunas sugerencias para que te conviertas en un hombre de bien. Volvemos pronto por tu respuesta— grita antes de salir.
El carraspeo continuo aumenta el sangramiento de los labios. A pesar del dolor y la dilatación de las órbitas, hace un esfuerzo por reencontrarse con las inspiraciones. El pecho se abulta, trata de subir y bajar aumentando la frecuencia, hasta que el abdomen deja paulatinamente de empujar el pulóver. Una y otra vez lleva las manos a la frente para limpiar la sangre.
Recorre el recinto con la mirada. Las paredes son amarillas, pulcramente cuidadas por las manos del conserje. Sobre el escritorio de cedro reposa un montón de papeles y registros. Sobresale una biblia; al parecer poco hojeada, o al menos, olvidada por su dueño. Lo más significativo es la fotografía que pende de un lateral. Se trata de un mestizo uniformado, con charreteras de general y expresión arrogante. Varias veces la había visto a través de la ventana. A ese hombre le temen en todas partes
, reflexiona y mueve las rodillas. También lo odian
, completa la frase encogiéndose. El ardor provocado por los hincones sube transformándole el rostro. A veces deja escapar algún que otro lamento. Posa otra vez la mirada sobre la imagen:
—¡Eh, general! Dígame una cosa, ¿dónde está su benevolencia para convertirme en el hombre de bien que dice el director? General, ¿usted ha hecho de Adriano un hombre de bien? Si me dice que es cierto, no quiero que haga lo mismo conmigo.
Escupe con fuerza hacia el centro de la imagen. La mezcla sanguinolenta pasa cerca del buró sin alcanzarla. Las articulaciones de la puerta se quejan por el empellón que reciben desde la entrada del vestíbulo, también de color amarillo y ambientado con un cuadro de alguien desconocido, otorgado en la fundación del colegio. El cielo raso es madriguera de cientos de murciélagos que entretienen a los educandos con sus malabares durante el vuelo. La puerta de enfrente, reforzada con tornillos de bronce; pesada y chillona, denuncia a todo el que pasa.
—¿Listo para hablar? —pregunta la máxima figura cuando regresa acompañado por su ayudante.
—Sí, señor.
Una expresión triunfalista aparece en el rostro de Adriano.
—Pues venga el nombre del dueño.
—Le repito que no lo sé. Tampoco es mío.
—Coño, entonces, ¿de quién es? Hasta hace unas horas me inspirabas confianza, lealtad y resulta que eres el primer desafecto. Ahora veremos si hablas o no hablas, guajirito equivocado. Te vamos a limpiar la boca y la lengua con un cepillo de alambre y Fab. Eso es lo que necesitas, una buena limpieza de tu boca para que hables.
La histeria exalta una vez más a ambos; toman el cepillo y lo introducen empapado de detergente en la boca del muchacho. La espuma brota rojiza, gruesa. Luego, con ambas manos, Deogracio presiona sus mandíbulas. De la lengua desgarrada mana sangre abundantemente. Asoma un poco de susto en el rostro de los individuos, pero se