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Mi Teniente ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo!
Mi Teniente ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo!
Mi Teniente ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo!
Libro electrónico110 páginas1 hora

Mi Teniente ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo!

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Información de este libro electrónico

En el medio de una revolución, Ernesto, un policía anti motines se une a un grupo de rebeldes que pretenden derrocar al presidente de su país, pues el primer mandatario aprobó una ley que le da control total del ADN a una corporación multinacional.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 sept 2014
ISBN9781311178619
Mi Teniente ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo!
Autor

Julio Mario Espinosa Jimenez

The best phrase to describe myself is; “I am an innate storyteller with a great ability to create literary universes that sustained by themselves”.As a professional at advertising my creativity moves quickly to adjust to new changes, because I easily recognize how a new environment works and how I can be useful for it.I also studied film and television direction and have written more than 20 screenplays for movies, short films and soap operas in Spanish and English.

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    Mi Teniente ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo! - Julio Mario Espinosa Jimenez

    Mi Teniente

    ¡No Quiero Golpear A Mi Pueblo!

    BY: JULIO MARIO ESPINOSA JIMENEZ

    Published by: Julio Mario Espinosa Jimenez at Smashwords.

    COPYRIGHT 2014.

    Smashwords Edition, License Notes

    This ebook is licensed for your personal enjoyment only. This ebook may not be re-sold or given away to other people. If you would like to share this book with another person, please purchase an additional copy for each recipient. If you’re reading this book and did not purchase it, or it was not purchased for your use only, then please return to Smashwords.com and purchase your own copy. Thank you for respecting the hard work of this author.

    Entonces, acercándosele los discípulos, le dijeron: ¿Por qué les hablas en parábolas? Él respondió, les dijo: Porque a vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado. Por eso les hablo en parábolas; porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden.

    Mateo 13: 10, 11 y 13.

    I

    La luz de aquella tarde en Turquesia era gris. Era como si el sol tuviera miedo, como si estuviera horrorizado por lo que estaba presenciando. Solo unos tímidos rayos de su luz se filtraban a través de las columnas de fuego negro que se esparcían por toda la ciudad capital, que otrora fuera comparada por algunos, con la antigua Atenas. La Atenas del pacifico le decían alguno incautos pseudo intelectuales, ahora dicha Atenas, está reducida a un apocalipsis urbano, a un caos semi dantesco de carros patas arriba, de llantas quemándose en los semáforos, de cascos de policías antimotines en las esquinas arrumados como pirámides en ruinas, de bolillos partidos en mil pedazos; como migajas de pan en el medio de intersecciones, que tan solo horas atrás, estaban llenas de personas que se apresuraban a sus jornadas laborales. Nada quedaba ya, del orden, de aquel orden que obsesiona a aquellos megalómanos que solo gustan de controlar. El orden de los psicópatas, el orden de los picotazos ha fracasado, por lo menos aquí en Turquesia, así ha ido.

    El olor de carne quemada y sangre coagulada impregnan el ambiente, los buitres danzan en los aires esperando a que los moribundos mueran, los perros callejeros se dan un festín con los pedazos de carne humana que yacen esparcidos por las calles de la Atenas del pacifico. Y los gatos, con la parsimonia que los caracteriza, beben con sus lenguas carrasposas, de los charcos de sangre humana que adornan las angostas calles del centro de la ciudad capital.

    El palacio del gobierno, donde vivía el déspota en turno, no es ajeno a la destrucción de sus alrededores. Todas las leyes que aprobó él en los últimos días, y que le prohibían al pueblo protestar en frente de cualquier edifico gubernamental, no sirvieron de nada ante la furia de la chusma iracunda, ante la furia de un pueblo asustado y desesperado que ya no tenía nada, y que lanzó a las calles a recobrar todo lo que le había sido robado por aquellos que se esconden tras las instituciones y las leyes.

    Desde una de las ventanas del edificio del gobierno, ahora en ruinas, Ernesto observa todo; abstraído y horrorizado derrama lágrimas, todo por lo que luchó se ha ido al demonio. Ya no hay más orden que proteger, ya no hay ovejas que arrear, ya no hay tenientes a los cuales adular, Ahora solo queda él; solo y abandonado, solo con sus pensamientos, con sus miedos, con sus inseguridades, con sus demonios, los cuales se agitan como culebras en medio de su mente. Ernesto siempre tuvo miedo de ser un individuo como su abuelo, siempre se ocultó en el colectivo para no ser él mismo, y ahora, en el medio del apocalipsis, no le queda otra más, que ser él mismo.

    -¡Gran puta vida! – Gritó.

    Ernesto se desgarró su uniforme oscuro, lanzó por los aires las insignias de su escuadrón antimotines, la V dorada que lo acredita como cabo fue a parar al canasto de la basura. El bolillo, que horas atrás había usado para golpear a los manifestantes, lo partió en dos pedazos con su rodilla maltrecha. La linterna con la que alumbró al mal también fue a dar al cubo de la basura.

    - ¡Ahh! - Aulló de dolor. ¡Gran puta vida! - Repitió.

    Tras el desahogo, Ernesto, cojeó alrededor de la oficina en la cual se encontraba escondido. Afuera, todavía se podía escuchar los gritos de aquellos que habían irrumpido al edificio gubernamental y tomado el control a las malas. Algunos eran gritos de júbilo, otros eran gritos de dolor, algunos reían, otros lloraban, incluso, algunos cantaban.

    Ernesto no sabía qué hacer. Salir y unirse y decirles lo que había descubierto, quedarse escondido, o lanzarse por la ventana y morir. Él había tomado una decisión horas atrás, y debía ser coherente con ella, ya no hay marcha atrás, lo hecho, hecho está. Pensó en voz alta. Ernesto sabía que había traicionado todo en lo que creía, había traicionado a una gran estirpe de servidores del estado. Su padre había sido militar, su hermano mayor también era militar, y él, aunque era policía, también se consideraba militar más.

    -Diana, por usted me he convertí en mi abuelo, un soñador idiota – Musitó para sí mismo.

    Una explosión hiso retumbar la pequeña habitación, humo negro entró por la parte de debajo de la puerta. Ernesto se aferró al único escritorio que hay en la oficina, cerró sus ojos y esperó lo peor. Un grupo de gente pasó al lado de la oficina gritando y vitoreando. ¿Celebraban o maldecían? Era difícil saberlo, pues, parecían un grupo de barbaros que acababan de irrumpir en las murallas de Roma.

    El humo negro inundo la oficina en cuestión de segundos, no dejándole más remedio que ir hasta la ventana para respirar con comodidad. Estando allí, con sus ojos puestos en la plaza principal de la ciudad capital pensó en suicidarse otra vez, pero lo único que hiso fue quitarse la camisa negra y arrogarla por la ventana. La puerta de la oficina se abrió. ¡Aquí está Ernesto! Grito alguien, que parecía ser mujer. Ernesto reconoció la voz, y supo de inmediato que le había llegado la hora, la hora de la verdad, la parca ha venido por él, ya no hay escapatoria.

    El sonido metálico del seguro de un arma cuando es liberado se escuchó. Ernesto no se dio la vuelta, él no quería mirar, cerró sus ojos con violencia y sacó una de sus piernas por la ventana.

    -Ni se te ocurra tirarte –le dijo la mujer.

    Ernesto abrió los ojos y solo atinó a decir: Después de lo que vi, no me queda otra opción.

    La mujer se acercó a él con lentitud, sus pies rompían los pedazos de vidrios que abundaban en el suelo. Cuando llegó al lado de Ernesto ella le murmuró: Claro que tienes otra opción, tus hijas te esperan…

    -¡Me niego! ¡No quiero vivir en un mundo lleno de esos engendros! – Gritó con sus ojos cerrados negándose a ver el rostro de aquella mujer.

    -Es necesario afrontar con valentía la realidad… – Dijo ella.

    ¡No, no puedo! Gimió Ernesto, y luego cayó lentamente a los pies de la mujer, como si fuera una hoja de un árbol arrastrada por la brisa. Ella se agachó y lo miró fijamente a los ojos, le desnudó el alma y luego sonrió.

    -¡Mátame, Penélope! – Le ordenó él, aun con sus ojos cerrados.

    -¡No! – Contestó ella – después de lo que hiciste no mereces morir.

    La expresión del rostro de la mujer cambió de repente, su sonrisa se borró, lagrimas brotaron de sus ojos color miel, su cabello castaño, sucio por la inmundicia de

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