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Víctimas
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Libro electrónico414 páginas6 horas

Víctimas

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"

La víctima perfecta es aquella que no tiene a nadie que la defienda."

El suicidio de varios chicos del mismo instituto, un capitán de la guardia civil especializado en delitos telemáticos y un psicólogo en horas bajas son la clave para poder desenmascarar una terrible realidad. Cuando Marc Prada es enviado a un remoto instituto con la intención de alejarlo de sus problemas y adicciones, estos no harán otra cosa que incrementarse. Su especial carácter hará quese gane amigos y enemigos por igual. Sin desearlo, se verá inmerso en una terrible trama que poco a poco irá atrapándole. Novela desuspense centrada en los abusos a menores y en las inesperadas consecuencias psicológicas en las que pueden derivar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 abr 2021
ISBN9788418665332
Víctimas
Autor

J. Massot

J. Massot vive en Palma de Mallorca y es licenciado en Ciencias Económicas. Su gran afición es la lectura y, en especial, los libros de suspense psicológico, destacando entre los autores que más le han influido a John Katzenbach y Mary Higgins Clark. Con su primera novela, Víctimas, ha tratado de plasmar algunas ideas que llevaban tiempo rondándole por la cabeza, creando personajes y retorciéndolos hasta conseguir darles su propia personalidad para tratar de transmitir la oscura perversión que guardaban en su interior. Injusticia, venganza, abusos y adicciones son las palabras que podrían describir esta novela.

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    Víctimas - J. Massot

    Prólogo

    Entre los escasos objetos que los dos guardias civiles encontraron en la habitación de aquel pobre muchacho destacaba una nota que no dejaba ninguna duda respecto a sus trágicas intenciones. Con cuidado se la entregaron a su capitán, que, con el rostro sombrío, negaba ligeramente con la cabeza mientras la leía.

    Cuerpo y alma. Septiembre 1996

    Con horror observé que no estaba solo,

    la sombra acechaba en todos los rincones,

    me miró con aquellos malvados ojos,

    pude adivinar sus perversas intenciones.

    Cerré los ojos e imaginé cosas mejores

    mientras mi cuerpo de dolor se retorcía,

    mi alma, junto a mis guardas y protectores,

    alejada de aquel lugar se divertía.

    Colgando de esa soga, la muerte llegaría,

    mi cuerpo lentamente dejaría de sufrir,

    solo uno de los dos quedaría,

    y mi alma libre empezaría a sonreír.

    Diego Quintana

    Primera parte: abusos

    Capítulo I:

    Dos historias

    —Deja de sonreír, maricón, deja de sonreír de una puta vez.

    Nic, totalmente fuera de sí, no dejaba de repetir esa frase mientras sus puños golpeaban la cara de Aaron una y otra vez.

    Era el primer día de instituto y los chicos recibían con entusiasmo la primera pelea del año.

    Pero Nic no solo golpeaba al chico que tenía sometido bajo el peso de su cuerpo. Golpeaba todo aquello que representaba su adversario; un chico sin pasado, sin presente y sin futuro. Como la mayoría de los chicos de ese instituto, todos aquellos muertos de hambre: esos malditos abandonados. Y un año más tenía que compartir instituto con toda esa basura. Menos mal que era el último.

    Tras un nuevo puñetazo, se volvió hacia el público, que observaba con expectación. Dirigió todo su odio contra los alumnos internos.

    —Sois unos perdedores. Todos. Nunca seréis nada y os juro que este año estaréis bien jodidos. Os lo juro.

    —Vete a tomar por culo, gilipollas. Tú sí que nunca serás nada —gritaron varios muchachos que observaban la pelea.

    Aaron se sentía orgulloso. Por eso sonreía. Pese a recibir una fuerte paliza, le gustaba ver cómo los suyos se animaban para enfrentarse a los que solo por el hecho de venir de buena familia se consideraban superiores.

    La sangre le brotaba de la nariz cada vez con mayor intensidad y se deslizaba con rapidez hasta su boca. No le era extraño aquel sabor metálico y dulce; no era la primera vez que recibía una paliza por parte de Nic y tampoco sería la última.

    Emma, a cierta distancia, observaba la pelea como un árbitro de fútbol a punto de tocar el pitido final de un partido. Vio cómo el desigual enfrentamiento se decantaba rápidamente a favor de Nic. Era alto y fuerte; casi un animal. Aaron también era bastante alto, pero mucho más delgado; su pelo rojizo hacía juego con la abundante sangre que recorría su rostro.

    —Párala ya —comentó fríamente a Edi, que estaba junto a ella, totalmente centrado en la pelea que su gran amigo estaba disputando.

    —Yo creo que Aaron puede ganar él solito —contestó sin demasiada convicción.

    —He dicho que la pares —la voz de Emma, pese a su dulzura, sonó con fuerza.

    Edi cogió una de las viejas sillas de madera del patio y con fuerza la rompió en la espalda de Nic. Cuando este empezaba a recuperarse del golpe, Aaron le propinó un puñetazo en la mandíbula que lo dejó totalmente noqueado.

    En el patio se oyó un fuerte grito de satisfacción. Era la alegría desatada que provenía de los alumnos internos. No estaban acostumbrados a ganar.

    Al cabo de poco tiempo, el guarda del turno de mañana, junto al viejo conserje del instituto y varios profesores, separaron a los chicos.

    No hacía falta que los acompañaran: conocían de sobra el camino. Ahora les tocaba dar explicaciones al director.

    Aaron, Edi y Nic, sin mirarse de cara, cruzaron el hall y lentamente subieron las escaleras que acababan en la tercera planta del instituto, únicamente ocupada por el despacho del director. Al llegar, vieron cómo tres chicos de no más de doce años esperaban sentados en un pequeño banco de madera frente a la puerta. También aguardaban su turno.

    —Deben ser nuevos alumnos que vienen del colegio Santa Fe para empezar en el instituto —le comentó en voz baja Aaron a su amigo—. Mira qué cara de acojone tienen —añadió con una sonrisa.

    —No seas cruel, me gustaría haber visto tu cara el primer día que llegaste aquí —le recriminó Edi.

    —Tienes razón, además, es una suerte que ya hayan dejado ese maldito antro. Aquí estarán mucho mejor. Te lo digo por experiencia propia.

    El primero en entrar fue Nicolás Molina. Aaron y Edi escuchaban atentamente fuera del despacho las palabras del director.

    Su tono de voz era autoritario: podría hacer temblar a cualquiera que estuviese entre esas cuatro paredes.

    —Bien, señor Molina, ¿cuándo va a dejar las peleas con los chicos? Suficiente follón tenemos para que vaya provocando más líos. ¿No tiene cosas más importantes que hacer? Esas estúpidas peleas lo único que consiguen es alborotar al resto de los alumnos —siempre trataba de usted a todos los que entraban en su despacho. Era la mejor manera de hacerse respetar y mantener las distancias.

    Nic, con su voz atolondrada, apenas susurró:

    —Yo no he empezado la pelea. Ese maricón se me echó encima y…

    El director no le permitió acabar la frase.

    —Aquí no se le falta al respeto a nadie, ¿me oye? Todos tienen los mismos derechos que usted e incluso más. Usted ha crecido en una familia estructurada y ha tenido todo lo que quería. Ellos no y, además, no me mienta; he visto cómo se abalanzaba sobre aquella pobre chica como un animal; tiene que controlarse.

    Nic sabía que era verdad; desde la torreta en la que se instalaba el despacho del director y a través de los ventanales que tenía en cada costado, el señor Márquez podía controlarlo todo. Como un ave que aguarda el menor movimiento de sus presas desde una posición elevada y privilegiada.

    Aaron y Edi, sentados como dos santos en aquel banco de madera, mantenían absoluto silencio para tratar de oír el máximo posible de aquella conversación. Por el largo y estrecho pasillo vieron llegar a Emma.

    —Chicos, ¿listos para otra reprimenda? La primera del año; eso sí que es empezar con estilo —dijo con una amplia sonrisa.

    —Si no fuera por esa faldita que tanto le gusta a ese animal, no se habría producido ninguna pelea, ¿verdad? —comentó Edi irónicamente.

    —A ti también te gusta, ¿no? —le susurró Emma al oído y, acto seguido, le besó cariñosamente.

    —¿Qué tal va esa nariz? —preguntó dirigiéndose a Aaron—. Muchas gracias por defenderme de ese animal.

    —La nariz sigue en su sitio, princesa —contestó su defensor—. Ya sabes que siempre puedes contar conmigo —añadió lanzándole un guiño de complicidad.

    Después vio a los tres chicos que esperaban en el banco de al lado frente al despacho. Respiró profundamente y se acercó a ellos. Con una dulzura casi maternal, les dijo que no tuvieran miedo.

    —Aquí estaréis mucho mejor que en ese maldito colegio.

    El más pequeño, un chico delgado con enormes ojos marrones, se abrazó a ella entre un mar de lágrimas.

    Aaron pudo ver cómo su amiga se emocionaba hasta el punto de casi ponerse a llorar también. Se unió al emotivo saludo y suavemente le acarició el pelo a aquel niño para tranquilizarlo.

    —¿Cómo te llamas, chico?

    —Diego. Diego Quintana —contestó tímidamente mientras seguía abrazado a la cintura de Emma.

    —Todos los que vivimos en el instituto somos tu familia y siempre te protegeremos. Y a vosotros dos también.

    El muchacho se secó las lágrimas y Aaron pudo ver en sus enormes ojos un sentimiento inmenso de agradecimiento.

    Emma se marchó tarareando una canción; ¿era la que últimamente cantaban a todas horas? Sí, sí que lo era, se convenció Aaron al agudizar su oído para no perderse ni una nota. «Única como eres, inmensa cuando quieres».

    —Gracias por existir, princesa —murmuró sin que nadie le oyera. La observaba mientras se alejaba por el pasillo. Cada palabra, cada movimiento le causaba admiración. Vio cómo rápidamente recogía su larga melena rubia y se hacía una sencilla y delicada coleta. La adoraba.

    Nic abandonó cabizbajo el despacho del director. Sabía que tenía razón y que debía ser más cauteloso. No obstante, jamás se dejaría acobardar por esa maldita panda de internos cuya compañía tenía que soportar un año más.

    —Esto no quedará así —dijo desafiante—. Siempre seréis unos perdedores; eso es lo único que no os pueden quitar. —Golpeó con la palma de la mano la pared muy cerca del rostro de Aaron para intimidarlo y luego soltó una sonora carcajada.

    Miró a Edi y añadió:

    —A ti nunca te entenderé. ¿Cómo puedes defender a estos muertos de hambre?

    Después observó a los tres chicos que esperaban en el banco de al lado. Sabía que eran los nuevos alumnos internos que venían del colegio Santa Fe.

    —Vaya, veo que sigue llegando más mierda a este instituto.

    Se acercó a ellos y los miró con desprecio. Fue una especie de radiografía instantánea. De los pies a la cabeza. Como si fueran objetos y no personas.

    —Sí, sí —añadió con media sonrisa, apretando con sus gruesos dedos las mejillas de uno de los chicos. El chico, a punto de llorar, estaba petrificado—. Vais a encajar muy bien aquí.

    Aaron se levantó enrabietado, pero Edi lo asió fuertemente por el brazo.

    —Déjalo, no vale la pena. Ya le daremos algún día su merecido.

    A los pocos minutos, el señor Márquez les hizo entrar en su despacho. Ni siquiera los miró antes de empezar a soltarles su discurso.

    —He estado revisando sus expedientes. Este será su último año en el instituto, pese a que el señor Carrasco insista en repetir de nuevo. Pero, si repite, ya no será aquí. Así se lo he comunicado a sus padres.

    Eduardo Carrasco, Edi, tenía diecinueve años y ya era el segundo año que repetía curso. En el fondo, Aaron sabía que lo que estaba haciendo era retrasar al máximo el regreso con su familia antes de empezar a trabajar o largarse a una lejana universidad. Edi odiaba a su familia; solamente una vez se había sincerado con él y con Emma. Solamente una vez les había contado su historia.

    —Tranquilo, dire, este será el último año. Se lo aseguro. No nos tendremos que soportar más.

    —Me alegra oír eso; creo que es la mejor noticia que he tenido en mucho tiempo —comentó irónicamente el señor Márquez.

    El director era una persona muy educada y firme tanto con los alumnos internos como con el resto. Y eso era de agradecer. No le temblaba el pulso si tenía que convocar a una reunión urgente a cualquier padre cuando su hija o hijo se había propasado. Cualquier acción estaba justificada con tal de mantener un ambiente tranquilo en el instituto y evitar la más mínima incidencia. Ya habían ocurrido demasiadas cosas en poco tiempo.

    —Y usted, señor Jiménez, ¿tiene algo que alegar en su defensa? Sus notas son excelentes, al igual que sus referencias para ir a la universidad. Espero que no lo estropee en el último año —la conversación estaba tomando un cariz inusualmente cordial.

    Aaron sonrió.

    —No, señor, no volverá a ocurrir.

    En el fondo no podía soportar tanta hipocresía. Edi contaba con una especie de protección económica; su padre era una de las personas que más dinero aportaban al instituto con la idea de mantenerlo lejos de él. Y en su caso, otro tipo de protección le permitía disfrutar del instituto sin demasiadas reprimendas. Aunque él tampoco era propenso a meterse en líos.

    Los dos salieron del despacho y se marcharon por el pasillo. Edi agarró por el cuello a su inseparable amigo y con la mano le despeinó aquella horrible mata de pelo pelirroja.

    —Joder, Edi, ¿cuántas veces te he dicho que no me toques la cabeza? No lo soporto —contestó enfadado.

    —Venga, campeón, que hoy vas a ser el héroe que tan valerosamente ha defendido a su princesa —bromeó.

    Habían vencido al bruto de Nic, y eso daría tema suficiente para pasar una cena divertida en el comedor con el resto de los compañeros.

    El director se quedó pensativo observando los expedientes de los dos alumnos que acababan de abandonar su despacho. Dos alumnos del instituto, dos amigos inseparables y a la vez dos historias tan diferentes.

    Sabía que Aaron era feliz en el instituto. Los internos eran la familia que nunca había tenido.

    Según le había contado el conserje del instituto, con su imaginación infinita, unos excursionistas lo habían encontrado abandonado en la montaña cuando era un bebé. Lo llevaron hasta una iglesia y los curas lo habían adoptado. De ahí el nombre que le pusieron: Aaron, el chico de las montañas. Era una historia poco creíble, pero desde luego al director no le interesaba para nada.

    Los apellidos parece que eran los que correspondían al sacerdote principal de aquella iglesia. Jiménez Fernández, igualito que si en América te apellidabas Smith.

    Le interesaba mucho más saber que había estudiado en el colegio Santa Fe, donde iba la mayoría de los huérfanos de la zona, y después su educación se había perfeccionado en su instituto. Reconocía que era un gran alumno y su paso por aquellas dos instituciones educativas le había proporcionado una gran oportunidad en la vida.

    Para Aaron el recuerdo de su paso por el colegio Santa Fe era muy diferente. Los dos últimos años fueron un infierno para él: quería olvidar, pero casi todas las noches tenía pesadillas.

    En ellas solía aparecer el señor López, el director del colegio, vestido de diferentes maneras. En ocasiones con una túnica blanca, en otras totalmente de negro, pero al final se convertía en una sombra gris alargada y terrorífica que se le iba acercando, suplicándole caricias. De pronto, sus manos frías y delgadas le agarraban del cuello y lentamente iban apretándoselo, dejándole sin respiración. No podía huir, no podía gritar. No había nadie que le ayudara. A punto de ahogarse, Aaron se despertaba agitado; y ese momento era mucho peor que las continuas pesadillas. Volver a la realidad le hacía recordar las innumerables ocasiones en las que aquel cabrón había abusado de él. Cogía rápidamente un pincel y dibujaba lo que había soñado. Se le daba bien dibujar; era muy sensible y tenía dotes para las asignaturas más artísticas.

    Escondía sus pinturas en lo que él llamaba «su lugar secreto». Solo él conocía ese lugar.

    El departamento de servicios sociales metió las manos en el asunto y abrió una investigación; se solicitaron informes médicos y psicológicos de los alumnos del colegio y se presentaron varias demandas contra su director. Al final no se puedo demostrar nada, pero los abusos cesaron. O eso le parecía a Aaron.

    Por suerte, a los doce años pudo abandonar ese maldito colegio y pasó a cursar sus últimos años de estudiante en el instituto La Soledad. Era mejor, sí, pero no era excelente. Poco a poco se fue acostumbrando a realizar trabajos de jardinería los sábados por la mañana y encima conseguía ganar algo de dinero para sus gastos.

    Los dos últimos años de instituto habían sido una maravilla. Su amistad con Emma y Edi era inquebrantable. Nada malo podía ocurrirle si estaba cerca de ellos. Excelente en los estudios, muy respetado por los chicos internos más jóvenes, que le consideraban el ejemplo que seguir, y lo mejor de todo, había conocido el amor. Estaba totalmente enamorado y eso hacía que todo pareciera estar en perfecto equilibrio y armonía.

    Pero sus pesadillas no habían cesado, aunque ahora eran menos angustiosas. En los últimos meses habían cambiado; en sus cuadros ahora aparecían varios chicos reflejados en un enorme ventanal; a veces sonreían a través de él, otras veces tenían lágrimas en los ojos y en otras ocasionas sus caras estaban desgarradas por la angustia y el terror; eran irreconocibles y nada tenían que ver con los chicos que sonreían en los primeros cuadros. Sus rostros se deformaban; los ojos y la boca se alargaban como si fueran figuras de cera empezándose a derretir. Y detrás de ellos aparecía una sombra gris; al principio lejana y luego cada vez estaba más y más cerca.

    Aaron miraba una y otra vez esos cuadros. Sabía que significaban algo: ¿una nueva amenaza para los chicos del instituto?, ¿por qué ahora eran los otros chicos los que parecían tener miedo y no él?

    Por la mañana todo cambiaba; su habitación estaba perfectamente orientada al sol y a esas horas era muy luminosa.

    La rutina del día a día le llenaba de felicidad; la obligatoria ducha de la mañana antes de desayunar y bajar rápidamente al comedor para ver a sus compañeros, a su familia. Los días de instituto, las horas de recreo, las largas tardes viendo series de televisión; una de sus favoritas era Friends: se imaginaba compartiendo piso con Emma y Edi, con otros amigos y pasando ratos divertidos y momentos delicados, pero juntos en todo momento. Las cadenas televisas se habían multiplicado en los últimos años y siempre había algo interesante que ver; eso sí, cualquier canal que quisieran ver tenía que contar con el beneplácito del director, que censuraba todas aquellas emisiones que incluyesen algo de violencia. Y los fines de semana siempre se encargaban sus amigos de montar algo; la bolera, una partida de billar, unas cervezas en el bar del pueblo; su único tiempo indisponible eran aquellas tres o cuatro horas cada dos sábados por la mañana. Ese era el momento que reservaba para el amor.

    La historia de Edi era muy distinta. De pequeño lo había tenido todo; una buena educación en uno de los mejores colegios de la zona, una familia más o menos estructurada y una hermana mayor que le adoraba. Su queridísimo padre se encargaba de comprarle todo lo que quería. Trabajaba de director comercial en una gran empresa y ganaba bastante dinero. Pero también le tocaba viajar mucho y pasar semanas lejos de casa. Al llegar a los cuarenta, le empezó a gustar cuidarse; gimnasio, ropa elegante y empezaba a darse cuenta de que resultaba cada vez más atractivo a las mujeres; incluso a las que eran bastante más jóvenes que él.

    La madre de Edi era todo lo contrario; disfrutaba de estar en casa con sus dos hijos y no necesitaba nada más. Su único defecto es que estaba totalmente enamorada de su marido, al que le perdonaba las continuas infidelidades. Con el tiempo se demostró que la única persona que sufrió por esa absurda relación fue su hermana mayor.

    Con un padre ausente y una madre que continuamente tomaba antidepresivos para poder distorsionar la dura realidad de su matrimonio, Pilar tuvo que hacerse cargo continuamente de Edi. Si se metía en alguna pelea o en algún lío, allí siempre estaba su hermanita mayor para protegerle.

    «Malas compañías, malas compañías» era lo que le había comentado Edi a sus amigos la única vez que les había hablado sobre su hermana mayor.

    Con doce años, Edi no se percataba de la extremada delgadez de su hermana, sus exageradas ojeras ni las marcas de sus brazos. Estaba sola; ella protegía a su hermano pequeño, pero ¿quién la protegía a ella? Jamás olvidaría aquella maldita tarde en que, al volver del colegio, encontró a su hermana sentada con la cabeza apoyada en la puerta metálica del parking de casa. No se movía; sus preciosos ojos verdes estaban exageradamente abiertos y su mirada era una mezcla de horror y sorpresa. Pilar no entendía qué estaba ocurriendo en aquel momento mientras poco a poco su corazón dejaba de latir. Aquella mirada atormentaría a Edi el resto de su vida. Él pudo sentir su último latido; pudo sentir cómo su hermana le abandonaba para siempre. Y miró aquella puerta metálica, la imaginó pidiendo ayuda, sin encontrar respuesta, porque sencillamente sus padres jamás se preocuparon por ella. «Sobredosis», sentenció el doctor que llegó con la ambulancia de urgencias tras tomarle varias veces el pulso e intentar reanimarla sin éxito.

    Desde ese momento, la familia de Edi dejó de existir para él. Culpó de la muerte de su hermana a un padre incapaz de ver algo más que no fuera él y a una madre incapaz de afrontar la realidad y ocuparse más de sus hijos.

    Poco tiempo después de la muerte de Pilar, sus padres se separaron. Como era de esperar, su padre empezó a salir con una chica mucho más joven que él y a los pocos años ya tenía su otra familia. Apenas veía a Edi y las pocas veces que le visitaba todo eran peleas y reproches. Las discusiones iban en aumento. Al final, se alejó totalmente de su hijo mayor y enviándole dinero y cualquier cosa que necesitara —un móvil, ordenador, ropa nueva— consideraba que ya cumplía como buen padre.

    En casa de su madre, las cosas también cambiaron en poco tiempo. Se juntó con Néstor; un tío que a Edi no le caía del todo mal; era enrollado, no metía las narices en sus asuntos y estaba muy pendiente de su madre.

    Estaba claro que lo que él no soportaba era la debilidad de su madre; no sabía estar sola, no sabía dar un paso sin el permiso o la aceptación de su pareja y no supo cuidar de su hermana. Jamás se lo perdonaría, y ahora, apenas un año después, todo se había olvidado: ¿había realmente empezado una nueva vida para los demás? Para él no; el recuerdo de su hermana estaba demasiado presente.

    Con catorce años recién cumplidos, las cosas se complicaron en poco tiempo. Muchas noches llegaba borracho a casa; siempre tenía pasta —la que le daba su padre con tal de tenerlo calladito—, siempre pagaba las birras y siempre se le acercaban los peores y más interesados colegas. Continuas peleas y denuncias, y tanto se enfrentaba a su madre, como a su novio, como a su padre. La verdad es que todo le importaba una puta mierda.

    La guinda llegó cuando su madre tuvo a las gemelas. Por fin ella había conseguido su familia perfecta. En ese momento, Edi entendió que era totalmente prescindible.

    El día del nacimiento, el novio de su madre le rogó que fuera a visitarlas al hospital. Su madre quería hablar con él. Llegó al hospital con la sensación de que algo malo iba a ocurrir. Estaba realmente inquieto. ¿Qué cojones querría su madre?

    Al llegar, Néstor le dio un abrazo, visiblemente emocionado por su presencia, y abandonó la habitación. Su madre le pidió que se acercara y se sentara en la cama junto a ella.

    —Sé que no he sido una buena madre —no pudo ser más directa. Edi escuchaba atentamente—. He sido cobarde y eso me ha hecho perder una hija. Pero a ti no te quiero perder. Voy a estar pendiente de ti, voy a cuidarte y quiero que nos lo contemos todo.

    Edi seguía sin hablar.

    —¿Quieres conocer a las gemelas? —le preguntó para romper el silencio que de repente había invadido la habitación del hospital.

    Le bastó un segundo. Vio a las gemelas, cada una en su cunita. Vio sus ojos verdes y enseguida vio los mismos ojos verdes de su añorada hermana. Muerta, sola, abandonada.

    —Llegas tarde, mamá. Yo hace meses que ya no quiero estar con vosotros. Nada en el mundo, ni siquiera tu nueva y fantástica estrenada felicidad, hará que cambien las cosas para mí. La culpa no es solo tuya —prosiguió—. Papá también tuvo mucho que ver. Y jamás os perdonaré.

    Su madre empezó a llorar desconsoladamente, pero nadie vio cómo Edi también rompía a llorar mientras se marchaba.

    Fue un alivio para todos que a los pocos meses ingresara en el instituto La Soledad. Para los profesores, Edi era distinto al resto de los internos; sus padres eran ricos, pero por algún motivo había renunciado a ellos y se integró a la perfección con los chavales de origen mucho más humilde que él. Odiaba a los tíos como Nic, que se consideraban de un nivel superior solo porque su familia contaba con mayores recursos. No era buen estudiante, pero sí un gran atleta y varias universidades ya habían comentado con sus padres el interés en contar con él para ayudarle en los estudios y en el deporte. Pero sin ningún tipo de beca; estaba claro que su padre era demasiado rico.

    Al igual que le sucedía a Aaron, Edi también se había enamorado. Emma era lo que daba equilibrio a su vida: sabía poner control a su rebeldía y por fin había encontrado a una persona que realmente le importaba. Bueno, ella y, por supuesto, su delgaducho e inseparable amigo; eran sus dos pilares.

    El director Márquez contemplaba los dos expedientes. Tan diferentes y tan amigos. Esto demostraba que su experimento al juntar chicos menos favorecidos con chicos de familia bien funcionaba; lógicamente había peleas, como en todos los institutos, pero en líneas generales la cosa estaba controlada.

    Algún día se darían cuenta de su gran labor y se le daría su merecidísimo reconocimiento. Sumido en sus exitosos pensamientos, sin darse cuenta, iba rascando con la uña una pequeña pegatina circular y verde del expediente de Aaron. Terminó de despegarla arrancando también un poco del cartón viejo sobre el que estaba pegada, hizo una pequeña bolita y la lanzó a la papelera.

    Capítulo II:

    Un pequeño favor

    El sonido del teléfono un sábado por la mañana tan temprano sobresaltó a Marc. Estaba empapado en sudor a causa del extraño sueño que había tenido; de repente algo separaba a su hija de sus brazos y una extraña sombra gris la alejaba cada vez más de su lado mientras ella repetía: «No te vayas, no te vayas».

    No recordaba una resaca tan fuerte; el viernes por la noche se había excedido con el vino y las copas. Tenía que ahogar en alcohol el incidente de la mañana, así que llamó a un par de compañeros de la antigua pandilla de baloncesto y salieron a cenar y a tomar una copa. El mismo plan de siempre; cuando todos se habían retirado, él siguió recorriendo bares y bebiendo. Tampoco tenía mucho más que hacer. Nadie le esperaba en casa.

    Pese a la temprana hora, la llamada del rector tenía que llegar. Estaba claro que algo tenía que suceder después de lo ocurrido el viernes por la mañana.

    —Marc —la voz del rector demostraba lo irritado que estaba—, te quiero en mi casa a las once. Es muy urgente.

    No era necesario decir nada más. Lo que decía David Ribas iba a misa; se hacía y punto.

    Se duchó y pasó abundante agua por su rostro para despejarse, pero tuvo que recurrir al colirio para rebajar la irritación de sus ojos. Cogió su viejo BMW negro; prefería el transporte público y evitar conducir, pero la urgencia de la voz del rector le obligaba a desplazarse rápidamente para saber qué ocurría; o, mejor dicho, para conocer las consecuencias. El motor arrancó con un ligero quejido mezcla de la escasa actividad y de los años que ya habían pasado; era un buen coche y estaba durando más años de los que Marc esperaba. Y lo mejor es que encajó el accidente a la perfección y nadie salió herido, al menos físicamente. Marc siempre le estaría agradecido.

    Tardó más de tres cuartos de hora en llegar al chalé del rector. Dichosos atascos. Las carreteras habían mejorado mucho y se habían facilitado los accesos a la nueva vía de cintura, pero la proliferación de coches era espectacular y encima siempre estaban las continuas obras. A los políticos de turno, y era una cosa que jamás entendería, les daba por iniciar las obras de las carreteras en julio o en agosto; en plena temporada turística de la isla y, lógicamente, para mediados de septiembre no estaban finalizadas. Obras, atascos, guiris que no sabían si conducían por la derecha o por la izquierda. Desde luego, conducir no era uno de sus pasatiempos favoritos.

    Mientras iba de atasco en atasco, recordaba su relación con David Ribas; sonrió al pensar que ya era rector de universidad. Habían estudiado juntos, pero mientras Marc se dedicaba a la enseñanza de psicología avanzada en la universidad, su viejo amigo se había ganado el favor de importantes amistades políticas. Su nombre sonaba como futuro concejal de Educación, y ello gracias a su apuesta por la integración de los menos favorecidos. La apertura del colegio Santa Fe y del instituto La Soledad para acoger a niños con escasos recursos económicos, darles unos estudios y la correcta formación para trabajar o para ir a la universidad había calado entre la gente de la ciudad y era una fuente continua de captación de votos. El partido que gobernaba no tardó en nombrarlo rector; el más joven de la historia de esa universidad con veintisiete años. Y, en cambio, ¿qué había hecho él? Beber y maldecir su mala suerte. Era un perdedor.

    Marc, desde la ventanilla de su coche, pudo ver el amplio jardín y la enorme piscina, así como el precioso camino empedrado que llegaba hasta la entrada de un moderno y espectacular chalé. Asintió con admiración; en el fondo estaba orgulloso de los logros de su colega, aunque ahora varios acontecimientos los habían separado completamente.

    Aparcó su coche junto a la piscina y bajó lentamente. No tenía ninguna prisa para que le sermoneasen. A lo lejos vio cómo un chico alto y delgado, pelirrojo, arreglaba el jardín recogiendo con un rastrillo las hojas amarillentas que un viejo árbol iba depositando continuamente sobre el césped. Le saludó tímidamente.

    «Vaya nivel, Maribel —pensó Marc irónicamente—. El señor tiene jardinero y todo».

    David Ribas Jiménez, el joven rector, salió a su encuentro. Al ver su aspecto resacoso —ni la ducha ni el colirio podían disimularlo—, se apresuró a

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