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Libro electrónico229 páginas3 horas

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Información de este libro electrónico

Le daba pánico el mar. Desde siempre, sin un motivo racional. La aterraba tanto que nunca se había atrevido siquiera a rozar el agua con la punta de los dedos. Sin embargo, cuando divisó a sus amigos sobre aquel barco que se alejaba, amenazados e indefensos, no dudó en lanzarse al agua rugiente. Y entonces, todo su mundo cambió
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jun 2023
ISBN9788419925008
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    PROFUNDIDAD - Sonia Vila

    Profundidad

    Sonia Vila

    ISBN: 978-84-19925-00-8

    1ª edición, abril de 2023.

    Conversión a formato e-Book: Lucia Quaresma

    Editorial Autografía

    Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

    www.autografia.es

    Reservados todos los derechos.

    Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

    Índice

    ~ capítulo 01

    ~ capítulo 02

    ~ capítulo 03

    ~ capítulo 04

    ~ capítulo 05

    ~ capítulo 06

    ~ capítulo 07

    ~ capítulo 08

    ~ capítulo 09

    ~ capítulo 10

    ~ capítulo 11

    ~ capítulo 12

    ~ capítulo 13

    ~ capítulo 14

    ~ capítulo 15

    ~ capítulo 16

    ~ capítulo 17

    ~ capítulo 18

    ~ capítulo 19

    ~ capítulo 20

    ~ capítulo 21

    Porque sin escribir, no sé ser yo.

    ~ capítulo 01

    Aquella conferencia la estaba matando de aburrimiento. Maldijo en voz baja la promesa de asistir que le había hecho a su compañera de piso, mientras contenía discretamente el enésimo bostezo de la última hora. La parte buena era que ya no podía faltar mucho para que terminara.

    Cuando salió a la calle aún era de día. Eso era lo mejor del verano: días largos, calor y piscina. Sonrió al sol, ya tibio a aquella hora de la tarde, y levantó la cabeza con los ojos cerrados disfrutando de él, hasta que alguien la empujó delicadamente para salir del portal que había dejado a sus espaldas. Suspiró sin perder el buen humor, sintiéndose libre, y puso rumbo a su piso con la esperanza de que el curso al que Lidia había prometido asistir a cambio de que ella se tragase aquel coloquio de medio ambiente, hubiese sido, por lo menos, igual de soporífero.

    Cuando llegó a casa, Lidia aún no había llegado, así que se adueñó del mando de la tele y se tiró en el sofá con una bolsa de patatas fritas y otra de chucherías dulces, de esas que se había prometido dejar de tomar mil veces desde que cumpliera los dieciocho, pero que, a sus treinta y tres, aún no había conseguido erradicar de su dieta.

    —¡Hola! –vociferó Lidia cuando entró en casa dando un portazo.

    —¿Qué tal el curso? –preguntó ella, sin apartar la vista de la película de acción que había elegido al azar cuando ya estaba empezada.

    —Estupendo –contestó su compañera asomando la cabeza por la puerta del salón con una sonrisa de oreja a oreja–. He conocido a un chico –apuntó, sonriendo aún más.

    —¡Ya empezamos!

    La oyó irse a su habitación y resoplar al quitarse los zapatos de tacón alto, como cada día. Para presumir hay que sufrir solía replicar cada vez que ella le decía algo al respecto.

    Lidia nunca cerraba la puerta de su cuarto si no estaba acompañada de alguna de sus conquistas, así que pudo seguir escuchándola mientras se cambiaba.

    —Que no tonta, que es muy majo, sólo hemos charlado un ratito. ¿Tu conferencia qué tal?

    —Más que aburrida.

    —Tienes cara de eso. –Oyó su cantarina risa a través del pasillo–. Nadie te manda hacerme chantajes para cuidar de mí.

    —Mira, en eso tienes razón.

    —¿Qué ves? –interrogó su compañera al volver de su habitación, ya descalza y en pijama, tirándose a su lado en el tresillo.

    —Si te digo la verdad, no estoy segura.

    —¿Hay tiros?

    —Muchos.

    —Entonces me vale –replicó, sonriendo otra vez y quitándole la bolsa de chucherías.

    Lidia era un auténtico torbellino. Siempre estaba contenta, siempre veía el lado bueno de las cosas y estaba loca de remate. Era indudablemente su antítesis y, aun así, su mejor amiga desde que tenía uso de razón.

    Cuando iban al colegio, soñaban con que irían juntas a la universidad y estudiarían la misma carrera para abrir un negocio a medias. La vida les había quitado aquella idea a base de insinuaciones en forma de suspensos y sobresalientes y, al final, una había sucumbido a su habilidad para las ciencias y la otra, a la suya para las letras. Aunque también en eso eran diferentes. Lidia se estaba tomando sus estudios con mucha calma. Había decidido cursar derecho y hacía ya varios años que trabajaba de secretaria en un bufete de abogados, un puesto que se había ganado más a base de desparpajo y caradura que por su currículum contrastado que, en aquel momento, era inexistente. No obstante, allí seguía, todos contaban con ella cuando necesitaban cualquier tipo de ayuda y sus compañeros la adoraban. Sin embargo, cada vez iba dejando la universidad más de lado. Apenas se preparaba un puñado de asignaturas cada año y le gustaba demasiado salir de fiesta como para sacrificar tiempo del fin de semana en estudiar algo más. Por eso ella había insistido en que fuese a aquel curso que impartía la universidad que, si bien no iba a generarle puntos para la carrera, al menos le serviría para aumentar su escaso currículum en un futuro.

    Ella, por su parte, había acabado la universidad al año, se había doctorado y seguía documentándose con cuantas revistas científicas caían en sus manos. Había elegido una carrera que lo único que le reportaba cuando aún estaba tratando de conseguir su grado y alguien le preguntaba qué estudiaba, eran muecas de sorpresa o burla. ¿De eso se puede vivir? le solían preguntar. Ella se limitaba a sonreír y, a veces, sólo cuando alguien la sacaba especialmente de quicio, enumeraba la cantidad de trabajos en los que sus estudios podrían tener utilidad una vez terminados; trabajos, habitualmente muy bien remunerados, en los que la gente no parecía reparar. Normalmente, nadie volvía a hacer referencia a sus estudios, pero la seguían mirando de reojo como a un bicho raro. Y eso que vivía en una ciudad con mar y uno de los puertos pesqueros más importantes del país. No quería ni pensar lo que le dirían los vecinos del pueblecito de interior en el que había pasado su infancia.

    En cambio, una vez obtenido su doctorado, liberada de la presión de los estudios y la preparación de la tesis, tardó apenas dos meses en encontrar trabajo, y aquel primer empleo fue el que le abrió las puertas a su actual puesto, tras una nueva etapa de estudios aún más ardua preparando unas oposiciones que no quería suspender bajo ningún concepto.

    No era una de las opciones que enumeraba cuando quería callar bocas porque se le antojaba inalcanzable, pero no podía haber soñado un destino mejor para sus esfuerzos. Había empezado en una empresa privada, subcontratada por el Centro Oceanográfico, y ahora, tras superar con sólo tres notas por encima de la suya aquellas oposiciones, la habían traslado a las instalaciones propias del Centro, al laboratorio de investigación de la sección de protección ambiental, actualmente como responsable de proyecto. Y era un gran proyecto el que tenía entre manos. Trataba de establecer la relación entre la proliferación de algunas variedades de algas, la drástica disminución de varias especies de pesca antes abundantes en la zona, y el aumento de ciertas patologías en las manadas de delfines mulares.

    El laboratorio estaba en la península, pero la mayoría de las muestras que tomaban para la investigación provenían del entorno submarino de las islas al final de la ría que serpenteaba tierra adentro, aunque ella casi nunca tenía que salir del edificio del Centro. Aquel pequeño archipiélago del que tenía el privilegio de disfrutar la ciudad, era un paraíso natural para los turistas y una mina de oro para los investigadores. Allí se encontraban gran variedad de las especies que necesitaban estudiar, y contaban con micro-ecosistemas únicos en un reducido espacio de arrecifes. Además, había varios grupos de delfines que se movían usualmente en torno a ellas. Era el lugar de investigación perfecto para su proyecto.

    Aunque Lidia y ella al final no habían estudiado lo mismo, sí que habían acabado viviendo juntas. La convivencia había resultado tal y como esperaban: armónica y reconfortante, aunque lo único que realmente tenían en común era su gusto por las películas de acción y los dulces. También ayudaba que ninguna de las dos había demostrado mucho interés por atarse demasiado a una pareja estable. Ambas habían tenido un par de malas relaciones amorosas siendo bastante jóvenes y no tenían muchas ganas de repetir experiencia. Lidia disfrutaba más degustando cada chico que se le ponía a tiro, que cogiéndose de las manos en un parque o yendo al cine con un cubo de palomitas compartido. Para eso ya la tenía a ella, decía. Y ella… ella se llevaba bien con todo el mundo, pero no acababa de sentirse completamente a gusto con nadie. Al final la gente siempre se iba o te decepcionaba. Era más fácil preocuparse por su trabajo, disfrutar de la compañía fugaz de algunos chicos guapos y tomarse unas cañas con sus compañeros de trabajo cuando le apeteciese.

    Su vida era sencilla y le gustaba así, bastante estrés y presión tenía ya en su día a día con sus algas y sus informes de progreso para mantener la financiación del proyecto.

    Se olvidó de todo para concentrarse en la película. Esa era una de sus formas favoritas de desconectar, aunque probablemente en unos meses ni siquiera recordaría haber visto el film en cuestión; necesitaba el espacio en la memoria para su trabajo. Solía excusarse a sí misma diciéndose que así podía disfrutar viendo varias veces las mismas películas insulsas y descubrir detalles banales que se le habían escapado cada una de las veces anteriores. Sonrió al ver a Lidia con los ojos como platos pegados a la pantalla comiendo chucherías como un autómata. No madurarían nunca, se dijo entre divertida y preocupada, entregándose también a la hipnosis del ruido y la acción.

    ~ capítulo 02

    El verano llegaba con ganas de guerra. Los treinta y cinco grados que marcaba el termómetro de la farmacia de la esquina así lo demostraban, y el aire era asfixiante. Recorrió el camino desde la parada del autobús hasta el edificio del laboratorio con calma, era su último día de trabajo antes de las vacaciones y ya empezaba a saborear la sensación de tranquilidad del tiempo libre, mientras repasaba en su cabeza todas las tareas que había organizado meticulosamente para no olvidar nada importante. El compañero que la supliría aquellas semanas era un muchacho eficiente y cuidadoso al que ella conocía bien. Sabía que no la defraudaría, la había sustituido eficazmente en las escasas ocasiones en las que ella había estado ausente en los últimos tres años.

    El día se le pasó volando, tratando de dejar todo perfecto para que su suplente no tuviese ningún problema, y sus chicas no la extrañasen.

    Le encantaba su trabajo. Cada vez que sabía que estaría varias semanas sin aparecer por allí, se daba cuenta de cuánto le gustaba en realidad, a pesar de la presión para conseguir resultados, los días de interminables horas extras, la inseguridad de las renovaciones de financiación y la frustración con cada línea de investigación fallida. Aunque ella lo tenía asumido como parte de su vida, había que reconocer que todo esto lo convertía en un trabajo con mucho estrés mental, por eso casi todos los miembros del laboratorio solían dividir las vacaciones en dos quincenas para aliviar la presión, una en verano y otra en primavera o en otoño. Algunos incluso las repartían aún más para hacerlo más llevadero, a pesar de que también disfrutaban de varios días de asuntos propios y los días festivos trabajados y las horas extras acumuladas se convertían en días de descanso adicionales. La mayoría de los que trabajaban allí, solía juntar casi dos meses reales de días libres y, aun así, se hacían pocos. Además, aquella temporada ella aún no había podido cogerse ni un solo día libre extra desde el verano anterior, por eso había elegido irse el primer mes completo que sus compañeros habían dejado disponible, a pesar de que siempre había preferido el final del verano para sus días de asueto. Necesitaba descansar.

    Aquella primavera había sido dura, impensable irse de vacaciones ni tres días seguidos. A finales del invierno, dos de los delfines del grupo que tenían en observación para su proyecto habían aparecido malheridos en la playa, y ellos habían tenido que acogerlos, tratarlos y curarlos en tiempo récord para que su reinserción en el grupo fuese eficaz. Toda la manada había emigrado como cada año, pero ellos habían regresado antes, y no había ni rastro de los demás delfines. Si el grupo volvía y los echaba de menos demasiado tiempo, había muchas posibilidades de que no los recibiesen con mucho entusiasmo después, sobre todo al macho.

    Una parte fundamental de su proyecto dependía de los delfines. Necesitaban un ejemplar que llevase una pequeña pulsera alrededor de su cola durante todo el invierno en el que emigraban lejos de las islas. Pero los equipos que debían portar para recabar información aún no estaban listos cuando los delfines encallaron, eran demasiado frágiles y fallaban continuamente. Sabían que era una locura desperdiciar la posibilidad de iniciar el proyecto cuando ya tenían allí a dos ejemplares válidos para hacer de portadores, así que se pusieron a trabajar a contrarreloj. Varios de los informáticos habían dormido incluso alguna noche en la salita de descanso del laboratorio. Todo se había precipitado más de dos semanas, y dos semanas en proyectos tan delicados como aquel era una barbaridad de tiempo. Mandy y Frost, que así habían llamado a aquellos dos ejemplares que ahora tenían en sus instalaciones cuando empezaron a observarlos, debían volver a su hábitat natural lo antes posible, o todo el trabajo sería en vano. Cada día que pasaba sin éxito les caía encima como una losa. Además, ellos necesitaban que emigrasen con el resto del grupo y, si no conseguían que volviesen con los demás varias semanas antes de la migración, era posible que no sintiesen la necesidad de irse. Entonces tendrían que posponer todo hasta el año siguiente y sería un desastre para la financiación. Les quedaba una ventana de tiempo bastante pequeña, si bien suponían, por experiencias pasadas, que el resto del grupo aún tardaría en regresar. Por si fuera poco, ambos especímenes estaban muy graves cuando los recogieron, con lo que iban a tardar bastante en recuperarse lo suficiente para poder volver al mar sin peligro para su vida, y en eso, ellos, tenían una capacidad de influencia muy limitada.

    Desconocían por qué Mandy y Frost habían decidido volver sin el resto de la manada o qué les había pasado para estar tan malheridos. El guarda que custodiaba la isla central los había encontrado varados juntos en la laguna de la isla grande, la única que recibía visitantes sin necesidad de permisos especiales, y donde ellos recogían la mayor parte de las muestras para el laboratorio. Tenían múltiples y profundas heridas, probablemente causadas por las afiladas rocas de los acantilados subacuáticos insulares. Por suerte, hacía frío aún y los turistas eras escasos, limitando sus visitas prácticamente de forma exclusiva a los fines de semana. El guarda avisó enseguida al Centro Oceanográfico e hizo un buen trabajo manteniendo a los animales húmedos. Por fortuna, tenían buzos en los arrecifes, como de costumbre, así que tardaron apenas unos minutos en llegar y ponerse manos a la obra con los cetáceos. Que aquellos animales pudieran desorientarse tanto como para acabar malheridos en una playa dentro de su propio territorio, terreno más que conocido para ellos, era algo que nadie acababa de entender, pero allí estaban.

    Llevaban meses estudiando al grupo completo de delfines al que ellos pertenecían a la espera de encontrar el espécimen adecuado para portar el equipo que estaban diseñando, y conocían a cada individuo de la manada. Les habían puesto nombres para diferenciarlos y hacían bromas y chascarrillos sobre su comportamiento, comparándolos con diferentes integrantes del equipo de investigación. En la distancia, eran prácticamente de la familia, así que al ver aparecer a Mandy y a Frost cubiertos de heridas en tanques camilla, sedados y sin apenas resuello, a ella le había parecido que se le paraba el corazón durante unos segundos.

    Frost era un enorme delfín mular macho que, por su aspecto, había sobrevivido más de los 20 años de longevidad media de su especie, y no con una existencia fácil y apacible. Tenía la cara llena de cicatrices, le faltaban varios trozos diminutos en cada aleta y otro, no tan diminuto, en la cola, y tenía un carácter arisco y gruñón. Lanzaba mordiscos cada vez que se cruzaba con un buzo y casi todos lo evitaban y lo temían. Ahora iba a quedar aún más marcado de lo que ya estaba, si conseguía sobrevivir una vez más. A ella le caía bien, y los compañeros que llevaban más años allí solían bromear comparándolo con ella. Aún no tenía muy claro si tomárselo bien o mal.

    Mandy era una hembra joven de la misma especie, probablemente descendiente de Frost y alguna otra hembra del grupo. Era activa y simpática y le gustaba interactuar con los buceadores cuando se los encontraba en los arrecifes recogiendo muestras. Era la mejor nadadora de los ejemplares jóvenes y la habían cronometrado a casi sesenta kilómetros por hora huyendo de algún depredador que ellos no llegaron a ver, sabiendo que no debían interferir, pero preocupados por ella.

    El grupo al que pertenecían solía nadar en un territorio de algunos kilómetros a la redonda de las islas, pero al final del verano desaparecían durante unos meses antes de regresar de nuevo. No sabían dónde iban exactamente y tampoco era fundamental saberlo para su investigación, aunque los dispositivos que pensaban acoplarles se lo dirían igualmente. Pero antes de eso tenían que solucionar los fallos del equipamiento de investigación y devolver a los delfines al grupo para comprobar que se adaptaban sin problema, con el tiempo suficiente para estar seguros de que nada fallaría. Los datos de los meses que los delfines estaban fuera les servirían para discernir si el problema que estudiaban estaba únicamente en torno a las islas o se extendía mar adentro, y si eran los animales los que colaboraban en su propagación.

    Si hubiese podido elegir, ella no habría escogido a Frost como portador a pesar de su simpatía hacia él, o precisamente por ella. Era viejo y estaba cansado, la preocupaba más que no consiguiese hacerse al ligero collar que debía llevar en torno a su cola y se lo arrancase a mordiscos, que el hecho de que no regresase. Mandy, sin embargo, era una opción inmejorable, a su juicio. Rápida, ágil, curiosa; les proporcionaría

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