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El Argos de la Fe: La censura de textos por la Inquisición de Lima, siglos XVI-XIX
El Argos de la Fe: La censura de textos por la Inquisición de Lima, siglos XVI-XIX
El Argos de la Fe: La censura de textos por la Inquisición de Lima, siglos XVI-XIX
Libro electrónico425 páginas5 horas

El Argos de la Fe: La censura de textos por la Inquisición de Lima, siglos XVI-XIX

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La censura de textos fue uno de los medios de los que sirvió la Inquisición en el virreinato peruano para manifestar su poder en el cuerpo social. Sus medios y prácticas de control tuvieron un impacto sobre las vidas de hombres y mujeres, como también sobre su producción escrita.
En este nuevo y apasionante libro, El Argos de la Fe. La censura de textos por la Inquisición de Lima, siglos XVI-XIX, su autor Pedro Guibovich Pérez, reconocida autoridad en la historia del libro y la lectura en el virreinato peruano, estudia y documenta las diversas facetas de la actividad censoria inquisitorial, las herramientas que hicieron posible la censura, los agentes responsables de llevar a cabo la censura y a algunos de los autores censurados. En la parte final del libro ensaya sobre la supervivencia de la censura en tiempos republicanos. La abolición de la Inquisición en 1820 no significó la desaparición de la práctica de la censura; por el contrario, subsistió con otros ropajes en el seno de la sociedad peruana durante los siglos XIX y XX, y, de vez en cuando, se manifiesta de modo amenazante aun en nuestros días.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 may 2023
ISBN9786123178536
El Argos de la Fe: La censura de textos por la Inquisición de Lima, siglos XVI-XIX

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    El Argos de la Fe - Pedro M. Guibovich Pérez

    Agradecimientos

    Las circunstancias que rodean la escritura de un libro siempre merecen ser rememoradas. De un lado, porque permiten reflexionar acerca de los desafíos que todo trabajo académico tiene que enfrentar; y de otro, porque evocan los medios y las personas que han contribuido para superarlos. La mayoría de veces, es justo reconocerlo, la escritura de un libro termina siendo una feliz labor colectiva. Este texto fue proyectado antes de la cuarentena que el gobierno peruano dispuso en marzo de 2020 para contener la propagación de la pandemia de la COVID-19, y escrito y terminado en medio de ella, cuando la luz al final del túnel no parecía estar próxima. Elaborar un estudio sin el libre acceso a las bibliotecas y los archivos demanda una fuerte dosis de paciencia, pero también de creatividad. Para suerte mía, la digitalización de fuentes primarias y secundarias llevada a cabo por instituciones y particulares ha resultado de inestimable ayuda. Alguna vez, un colega y amigo me dijo que muchos hallazgos documentales no se realizaban tanto en los archivos como en la internet. No le faltaba razón. Aunque, en mérito a la verdad, el contacto físico con las fuentes manuscritas e impresas de siglos pasados es y será una experiencia insustituible. Si este libro ha llegado a buen fin es por la generosa colaboración de colegas y amigos. En primer lugar, va mi agradecimiento al personal de bibliotecarios de la Biblioteca Central y la Biblioteca del Instituto Riva-Agüero, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en particular a Greta Manrique, Alberto Córdova, Juan Córdova, Juan Diego León y Willy Picón, quienes me proporcionaron material bibliográfico esencial para la escritura de este libro. También Carlos Aguirre, Alejandro Cañeque, José Antonio Rodríguez Garrido y Víctor Peralta han colaborado con el suministro de textos difíciles de consultar en Lima, así como con sus sugerencias y amistad. La R. M. Rosa Elvira Cáceres Marroquín, priora del convento de Santa Catalina, en Arequipa, tuvo a bien autorizar la reproducción del retrato del obispo Juan de Almoguera, que conserva la pinacoteca de dicho convento; y la señorita Patricia Silva, del Arzobispado de Santiago de Chile, hizo lo propio con el cuadro de la vida de Santa Rosa de Lima, allí conservado. El doctor Jesús de Prado Plumed tradujo los textos en latín y el señor Jorge Alexander Flores hizo lo propio con la edición de las referencias bibliográficas. Jorge Huamán, de la Biblioteca Nacional del Perú, me proveyó de las imágenes del expediente de Hipólito Unanue. Roberto Niada Astudillo, con el rigor que lo caracteriza, tuvo a bien enmendar los deslices gramaticales y estilísticos. Sandra Arbulú Duclos, con dedicación, volvió a mirar el texto para corregirlo y editarlo de acuerdo a las normas del Fondo Editorial de nuestra Universidad. Patricia Arévalo acogió con entusiasmo y amistad la publicación de este libro. El profesor Peter Burke tuvo a bien hacerme llegar una copia de su ensayo sobre la leyenda negra jesuítica. Gracias al señor Melecio Tineo pude consultar el archivo del convento de Santo Domingo, en Lima. Por último, el Departamento de Humanidades de nuestra Universidad me concedió, en junio de 2021, una beca para apoyar la conclusión de este libro. Con todos ellos, mi gratitud queda endeudada.

    Introducción

    «Argos de la Fe» fue el calificativo que recibió el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición por parte de Francisco Antonio de Montalvo en su obra El sol del Nuevo Mundo, publicada en 1683. Para Montalvo, Lima le debía a la «vigilancia» del Tribunal «su limpieza» y, por ello, la ciudad correspondía «a la deuda con sagrados respetos y veneraciones agradecidas» (1683, p. 30). Para mayor abundamiento, otro autor, Pedro José Bermúdez de la Torre, en sus Triunfos del Santo Oficio peruano, aparecido en 1737, volverá a denominar al Tribunal como «un Argos de vigilantes ojos», que fulmina «desatado en espantosos rayos el castigo contra las astutas, venenosas, formidables serpientes de la heregía». Y añade que su acción se extiende contra «los rugientes, voraces, iracundos leones del judaísmo; manchados, fieros rabinos tigres de la apostasía; audaces, torpes, violentos osos del mahometanismo; obscuros, ciegos, deslumbrados topos de la idolatría; y vagas, fugazes, intrépidas langostas de la superstición y el sortilegio» (1737, f. 9 r,v). La comparación entre el personaje de la mitología griega y el Tribunal no puede ser más gráfica y elocuente. Argos, de acuerdo con la mitología grecolatina, era un monstruo gigante que poseía cien ojos, de los cuales siempre la mitad permanecía abierta y observaba atenta, mientras que la otra descansaba. Su misión era cuidar a Ío, la amante de Zeus (Grimal, 1989, p. 46). Como Argos, la Inquisición debía estar siempre atenta para evitar cualquier daño o peligro contra la sociedad cristiana. La tarea de mantener la ortodoxia era la razón de ser del Tribunal, pero además era responsabilidad —como se verá en las páginas de este libro— del conjunto de la sociedad. No en vano, una y otra vez, los edictos inquisitoriales recordaban a los pobladores delatar a todos aquellos que infringían las prohibiciones dictadas por los inquisidores, entre las que se incluían la lectura, la posesión y la difusión de textos prohibidos.

    A pesar del interés de los últimos años sobre la Inquisición en la América española, la historia del funcionamiento y la influencia de la censura ejercida por dicho Tribunal sigue siendo un campo aún no lo suficientemente explorado. Está claro que la vigilancia sobre los escritos fue vista como el medio para contrarrestar la difusión de ideas contrarias a la religión. Pero ¿la existencia de la censura solo se justificaba en términos ideológicos? Dejemos que los contemporáneos nos den la respuesta. A inicios del siglo XVII, el franciscano Pedro Gutiérrez Flores se refirió a los inquisidores como «cuydadosas atalayas» que miran, velan y descubren «las trayciones y acechanzas de los judíos, hereges o infieles. Por cuya vigilancia y cuydado infatigable está (a Dios gracias) nuestra España limpia de herrores y heregías, entera y firme en la fe». Y advierte que «por falta de semejantes atalayas, ¿qué tales están nuestros vecinos? Suecia, Dinamarca, Escozia, Inglaterra, Flandes, Alemania, Bohemia y Francia, divisos, destruydos y arruynados» (1605, f. 17v). A mediados del mismo siglo, el jesuita Bernabé Cobo, después de manifestar su agradecimiento a los monarcas hispanos por haber establecido el Tribunal en Lima, dirá que por su labor «gozan estos reinos del pasto saludable de la doctrina sana y pura […] tan sin mezcla de la cizaña de varios errores, que en nuestros tiempos se ha inficionado lastimosamente la mayor parte de Europa» (1956, II, p. 400). La preservación de la ortodoxia era vista como requisito de la paz social.

    Robert Darnton, en su libro Censors at Work, estudia cómo la censura estatal funcionó en la Francia de Luis XV, el régimen colonial británico en el subcontinente de la India y la Alemania oriental comunista, y de qué manera modeló sus expresiones literarias. Propone que el poder de la imprenta pudo ser tan amenazante en dichos contextos como la guerra cibernética en la actualidad. Más aún, sostiene que la palabra ejerce poder. Y que el poder de la palabra funciona de maneras que no son fundamentalmente distintas de las acciones ordinarias en el ambiente circundante (2014, pp. 14 y 19). Tomo como punto de partida estas reflexiones de Darnton. En el mundo colonial, la palabra impresa era tan importante como la manuscrita. El hecho de que una parte significativa de la población colonial no supiera leer y escribir no impidió su acceso a los contenidos vertidos en los textos. Ayer como hoy, la transmisión oral constituyó un medio efectivo de aprendizaje¹.

    De modo similar que los censores franceses, ingleses y alemanes estudiados por Darnton, los inquisidores y otros oficiales del Tribunal de Lima fueron conscientes de la influencia de la palabra escrita y vieron en ella una potencial amenaza al orden social; por tanto, era necesario vigilarla. La censura practicada por la Inquisición de Lima es el tema de este nuevo libro. Estudia los esfuerzos del Tribunal en el distrito de su jurisdicción —que coincidía con el territorio del virreinato peruano—, desde fines del siglo XVI a inicios del siglo XIX, para impedir la circulación de textos (impresos y manuscritos) cuya lectura estaba vedada o se consideraba perniciosa, castigar a los lectores de libros prohibidos y reprimir los géneros literarios y las prácticas piadosas considerados peligrosos.

    Los trece ensayos que componen este libro están agrupados en tres apartados. En el primero, titulado Agentes y herramientas de la censura, se incluyen estudios sobre la actuación de fray Juan de Almaraz como censor de El cortesano, de Baltasar de Castiglione; los jesuitas, como agentes y, a la vez, víctimas de la censura; la Nómina de libros prohibidos, elaborada por la propia Inquisición limeña; un edicto de libros prohibidos de 1798; y la ambivalente relación del médico Hipólito Unanue con el Tribunal. El segundo apartado, llamado Géneros literarios y prácticas devotas, reúne cinco estudios acerca de la actuación inquisitorial de cara a los devocionarios y oraciones «supersticiosas», la homilética sagrada, el culto a personalidades reconocidas por su fama de santidad, la literatura ascética, y la preceptiva. Y el tercer apartado, denominado Los lectores de libros prohibidos, trata acerca de aquellos personajes que, a pesar de las prohibiciones inquisitoriales, accedieron a textos proscritos. Nos referimos a los dominicos y jesuitas poseedores (y muy probablemente lectores) del Acta Sanctorum; y al jerónimo Diego Cisneros y Miguel Gijón y León, ambos aficionados a la literatura francesa de la Ilustración.

    Por las páginas de este libro desfilan inquisidores, fiscales, comisarios, calificadores que jugaron un rol protagónico, pues todos ellos conformaban los «vigilantes ojos» del Argos de la Fe; y como tales, debían estar siempre atentos, unos para delatar y otros para castigar a aquellos que infringían las normas impuestas por el Tribunal. Está demostrado que múltiples circunstancias crearon fisuras en el muro levantado por el Santo Oficio para proteger a la sociedad de lo que se consideraba el principal peligro: la disidencia religiosa, pero ello no hace menos interesante el estudio de la censura en una sociedad de Antiguo Régimen, como lo fue la sociedad colonial.

    La censura inquisitorial como objeto de estudio interesa por diversos motivos. En primer lugar, el Argos de la Fe no ha tenido ni tiene el lugar que, considero, le corresponde en las historias generales sobre el periodo colonial peruano. Pareciera que la Leyenda Negra que sobre ella pervive y la creencia en la falta de fuentes primarias han desalentado a más de un investigador a incursionar en su fascinante historia. Pero los miembros del Tribunal, desde los poderosos inquisidores hasta los menos importantes alguaciles, fueron parte de la sociedad colonial y, como tales, participaron en las más diversas actividades económicas, sociales y políticas. En consecuencia, ellos han dejado un rastro documental bastante significativo en los protocolos notariales, como lo ha documentado Gabriela Ramos (1989) al reconstruir los intereses del inquisidor Pedro Ordóñez Flórez, quien presidió el Tribunal entre 1594 y 1611. Se trata de un personaje que se sirvió del Santo Oficio y de sus relaciones personales para afianzar su poder. La documentación notarial —cuya lectura demanda un esfuerzo mayor de resistencia física— permite reconstruir las trayectorias de los «vigilantes ojos» del Argos de la Fe. Los inquisidores y los otros ministros —entre ellos Ordóñez Flórez— prestaron atención a sus intereses personales, pero también al control sobre la producción, la circulación y el consumo de textos prohibidos. Adicionalmente, existen abundantes evidencias de la práctica de la censura. El nutrido epistolario de los inquisidores, por ejemplo, da cuenta de la confiscación de textos impresos y manuscritos, de la publicación de edictos y de las inspecciones de bibliotecas, entre otras acciones.

    La circulación de la literatura proscrita se puede reconstruir mayormente a partir de la abultada correspondencia de los inquisidores, como también de los expedientes inquisitoriales. Estos últimos constituyen fuentes privilegiadas para ilustrar el consumo de la literatura no permitida, la cual no suele figurar en los inventarios de libros de comerciantes y en las bibliotecas particulares; y esto porque se trataba de un corpus textual que circulaba, no pocas veces, de modo clandestino en ámbitos reducidos, lejos de los celosos ojos de los censores, o a veces en abierto desafío a las disposiciones de estos últimos. La lectura de libros prohibidos era posible porque eran introducidos en el equipaje. En valijas, baúles y pipas, algunos viajeros portaban textos de diverso tipo. Esto no era desconocido por los inquisidores, pero poco podían hacer al respecto, ya que les hubiera resultado particularmente complejo el examen de los equipajes personales, lo que hubiese generado conflictos. Otra forma de acceder a la literatura proscrita, como se verá en las páginas de este libro, era por medio de las licencias para leer libros prohibidos.

    El estudio del funcionamiento de la censura, a su vez, importa porque nos obliga a recordar algo obvio, pero no siempre explicitado: las instituciones están conformadas por hombres. En el caso de la censura inquisitorial, la denuncia o delación recaía, principal pero no exclusivamente, en los calificadores. Más aún, a diferencia de los censores estudiados por Darnton, los calificadores no recibían un salario, pero el hecho de ostentar el título era motivo de prestigio y eventualmente una garantía de protección. El estudio de los calificadores, como lo ha mostrado de modo muy acertado Manuel Peña Díaz, constituye un fascinante ejercicio de historia social. Los calificadores, como los otros miembros del tribunal, tenían ambiciones e intereses, de allí que tejieran complejas relaciones con autoridades y miembros de la república de las letras con la finalidad de lograr sus objetivos. Pero también, como seres de carne y hueso, tenían debilidades. En tal sentido, hubo quienes hacían su trabajo a conciencia, mientras que otros eran ganados por la rutina o la desidia (Peña Díaz, 2015, 2020).

    Los libros jugaron un rol esencial en el proceso de la colonización española de América. Desde una época temprana de la presencia europea, los libros circularon de unas manos a otras, y su importación fue vista como esencial en la forja de la sociedad colonial de acuerdo con los valores morales y éticos imperantes en la España católica de entonces. La censura debía asegurar el logro de tales valores. Los estudios contemporáneos han visto en la censura una manifestación de poder, un terreno de negociación entre autores y censores, una práctica subjetiva y arbitraria, y un mecanismo de control. La censura inquisitorial fue todo eso y más: un ingrediente significativo en el proceso de colonización que, si bien se inició, en el caso de los Andes, a inicios del siglo XVI, persistió hasta las primeras décadas del siglo XIX. No solo era necesario colonizar las tierras y los recursos, sino también las mentes. En este punto, hago mía la opinión del historiador mexicano Carlos Aguirre, para quien el libro contribuyó a la «occidentalización» del territorio americano y sus gentes (Cue, 1999, p. 94). Veamos de qué manera.

    Antes de 1570, la persecución de la heterodoxia había estado a cargo de los obispos, quienes, en su rol de inquisidores, debían poner en práctica los dictados del Concilio de Trento en cuanto a la persecución de las desviaciones doctrinales. Sin embargo, otras parecen haber sido las preocupaciones de los prelados, y ello determinó que se elevaran voces acerca de la conveniencia de reemplazar la Inquisición episcopal por una institución dedicada exclusivamente a velar por la preservación de la ortodoxia. La introducción del Tribunal de la Inquisición fue, conviene precisar, una decisión de la Corona española. Para entender esto último, hay que situarse en el contexto histórico.

    La década de 1560 fue testigo de nuevos y trascendentales cambios en la historia institucional del Santo Oficio, porque su accionar se extendió al Nuevo Mundo. En enero de 1570 se estableció formalmente el Tribunal en la capital del virreinato peruano². Como su similar en la Península, la Inquisición colonial debía proceder contra judíos, protestantes, musulmanes y alumbrados, y desde 1573, con el nuevo inquisidor general Gaspar de Quiroga, inculcar, de acuerdo con los preceptos del Concilio de Trento, una mayor moralidad entre los pobladores.

    En los territorios de la monarquía hispánica, la Inquisición buscó desarraigar de la población de «cristianos viejos» los pensamientos y las actitudes consideradas desviadas que, en ese momento, se hallaban confusamente adheridas a un catolicismo popular, sin precisiones morales definidas. Se trataba de educar a la población en un catolicismo ordenado por el Concilio de Trento, y ello exigía una campaña de «reevangelización» que la Iglesia protagoniza y la Inquisición impone mediante el castigo moral. En esa campaña de instrucción y de imposición, que se hace particularmente intensa desde la década de 1560 hasta fines de la primera década del siglo XVII, Iglesia e Inquisición buscan desarrollar «un proceso de aculturación masivo que cimente en los estratos subconscientes de la sociedad un catolicismo sociológico que responda, en la praxis, a la teología tridentina» (Contreras, 1984, p. 704).

    Los puntos principales de este proceso —anota Jaime Contreras— se proponen imponer, de manera efectiva, la indisolubilidad matrimonial, divulgar la práctica de la confesión oral y secreta y, de paso, controlar a los sacerdotes que hacen abuso de ella. Asimismo, se busca interiorizar varias normas de comportamiento sexual que reduzcan las afirmaciones partidarias de usos y comportamientos extramatrimoniales, ampliamente practicados y escasamente censurados; se castigan las blasfemias y los reniegos, se difunde el dogma de la virginidad de María y se imparte la obligatoriedad del cumplimiento de la práctica pascual. Todos estos objetivos se refuerzan al buscar aumentar la autoridad moral y social del agente que los impone: la Iglesia. Por ello, se silencia la contestación sobre el orden y la preeminencia que ocupa la Iglesia en la sociedad, y se hacen campañas para divulgar los principios tridentinos sobre la piedad y el culto (Contreras, 1984, p. 704).

    El establecimiento del Santo Oficio en el Perú, en 1570, fue la respuesta de la Corona a la existente confrontación religiosa en Europa, a la crisis ideológica y política del virreinato peruano, y al interés por imponer los dictados tridentinos, antes mencionados, sobre el cuerpo social. Durante la década de 1560, los conflictos religiosos entre católicos y protestantes se habían agudizado en Europa. La guerra civil en Francia, la revuelta en Flandes, la progresiva calvinización de Escocia, la amenaza de los turcos en el Mediterráneo y la revuelta de las Alpujarras en Granada quizás constituyan los eventos más notables de la intolerancia religiosa (Contreras, 1984, p. 706). En tales circunstancias, las autoridades españolas no solo estaban preocupadas por la situación religiosa en el Viejo Continente, sino también por lo que podía suceder en América. La posibilidad de que las colonias americanas fueran invadidas por ideas protestantes era considerada una amenaza permanente. Más aún cuando una colonia de hugonotes franceses se había establecido en la Florida y piratas ingleses habían incursionado en el golfo de México.

    De otro lado, la situación en el Perú no estaba totalmente bajo control. La década de 1560 —ha escrito Guillermo Lohmann Villena— estuvo caracterizada por corrientes de pensamiento crítico hacia el régimen colonial existente en el virreinato peruano. Aspectos tales como la estructura social, la economía, la administración, la moral del clero y la evangelización de la población fueron analizados por juristas, frailes y funcionarios reales. La condición de los indios fue uno de los aspectos que mayor controversia suscitó en esos años, debido a la influencia del pensamiento del dominico fray Bartolomé de Las Casas. En el Perú, las ideas de justicia social de este último fueron divulgadas, entre otros, por los dominicos Domingo de Santo Tomás y Tomás de San Martín. Durante la década de 1560, además, el virreinato peruano enfrentaba problemas económicos y políticos: el descenso de la fuerza de trabajo indígena, la reducción de la producción minera y el tributo indígena, el deterioro de la autoridad real y los abusos de las dignidades eclesiásticas (Lohmann Villena, 1965).

    En 1568, en una reunión en Madrid, encabezada por Diego de Espinosa, presidente del Consejo de Castilla e inquisidor general, y conformada por otros hombres de estado, se discutieron los problemas que aquejaban a los virreinatos de la Nueva España y el Perú, y se tomaron varias decisiones con el fin de potenciar la producción económica de los dominios coloniales y restaurar el orden (Ramos, 1986)³. Una de esas decisiones fue la de establecer la Inquisición. Junto con hacer frente a la infiltración de inmigrantes judíos y calvinistas, considerada peligrosa por la amenaza que se veía en la difusión de ideas contrarias a la doctrina católica, el Santo Oficio debía acallar las voces discordantes hacia la política colonial. En el seno de la Junta, el recién nombrado virrey del Perú Francisco de Toledo habría dado a entender a Espinosa la conveniencia de que, con la autoridad del Tribunal y de los prelados, sería más fácil que «se pusiese silencio a la contrariedad de opiniones que en los predicadores y confesores a avido y ay en aquellas provincias sobre la jurisdicción y seguridad de conciencia de lo que en ellas se adquirió y adquiere y posee». Es decir, siguiendo a Demetrio Ramos, poner punto final a la polémica abierta sobre los justos títulos con que podía ser ejercida la autoridad real, frente a las pretensiones de los frailes a ejercerla en exclusiva o con superioridad (1986, p. 25).

    Inicialmente se planteó establecer cuatro tribunales. Uno sería el de México, cuyo distrito o jurisdicción coincidiría con los del virreinato de la Nueva España y la Audiencia de Guatemala; otro sería el de Lima, cuya autoridad se extendería desde Panamá al Río de La Plata; otro en el reino de Nueva Granada; y otro con autoridad en las Antillas, la península de La Florida y las islas de Barlovento, coincidiendo con la Audiencia de Santo Domingo. En el caso de este último se observó que «por la pobreza deste distrito, por ahora se podría aplicar todo a la Inquisición de Canarias» (Ramos, 1986, p. 26). Como es conocido, los tribunales de México y Lima fueron los únicos establecidos en el siglo XVI; el de Cartagena lo fue en el siglo XVII; y el del Río de La Plata quedó en el papel (Vasallo, 2019). Los tribunales habrían de inaugurar nuevas formas de disciplinar a la población, entre ellas, la censura.

    En América, los indígenas quedaron excluidos de la jurisdicción inquisitorial, a pesar de las intenciones de los inquisidores, a finales del siglo XVI, de extender su acción sobre ellos. La sustracción de un segmento tan significativo de la población determinó que el Argos de la Fe concentrara sus esfuerzos en sus potenciales víctimas, los cristianos viejos, a los que se sumaron los extranjeros, entre ellos, los afrodescendientes.

    Unas reflexiones finales. «Bajo la tersa prosa de la historia —debajo de todo en la sala de máquinas— está el archivo con el que se hizo la historia, su materia prima. Es un suelo irregular y heterogéneo, hecho de grandes rocas, de misceláneas, de partículas incontables», ha escrito Lila Caimari. «Pocos de esos materiales llegan como tales a la superficie del texto; la enorme mayoría se elimina en el camino, por innecesaria o repetitiva» (Caimari, 2017, p. 9). Una parte aflora, apenas reconocible, en series, gráficos o cuadros; otra queda en las notas a pie de página. Para Caimari, la renuncia al archivo nunca es absoluta, porque cuando se ha terminado el trabajo, de tiempo en tiempo viene a la memoria «alguna pieza sacrificada». Es entonces cuando imaginamos trabajos futuros a partir de los materiales excluidos y en algún proyecto que permita hacer justicia al archivo (2017, p. 13).

    Todos aquellos que han participado en un trabajo de investigación poseen, con seguridad, un archivo personal en casa. Buena parte del mío reposa apaciblemente en los cajones de un mueble de madera. Está compuesto de varios sobres de papel amarillo que contienen numerosas fichas, también de papel, con las transcripciones manuscritas y mecanográficas de documentos procedentes del fondo Inquisición de Lima del Archivo Histórico Nacional, en Madrid. Otra parte de mi archivo la conforman cuadernos también con transcripciones y desordenados apuntes bibliográficos. A todo lo anterior se suman microfilmes y reproducciones fotográficas de numerosos expedientes y de cartas intercambiadas entre los inquisidores de Lima y sus superiores del Consejo de la Suprema en Madrid. El origen de mi archivo se remonta a 1985, cuando gracias a una beca del Instituto Riva-Agüero, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, y el Instituto de Cooperación Iberoamericana pasé aquel año investigando en el antes mencionado archivo y en las bibliotecas del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la Nacional de España.

    Mi archivo personal ha sido la «materia prima» para la redacción de este libro y otros dos anteriores, así como de varios artículos. El primer libro se tituló Censura, libros e Inquisición en el Perú colonial, 1570-1754, aparecido en el año 2003; y el segundo, Lecturas prohibidas. La censura inquisitorial en el Perú tardío colonial, publicado en el año 2013. Ocho de los ensayos de El Argos de la Fe son inéditos y los otros cinco fueron publicados años atrás, pero han sido reescritos a partir de nueva bibliografía y de aquellos materiales excluidos de mis trabajos anteriores. En la bibliografía final se indica dónde fueron publicados originalmente. Este libro demuestra —parafraseando a Caimari— que la renuncia al archivo personal nunca puede ser absoluta. Por sus páginas, además de los oficiales de la Inquisición, aparecerán frailes, clérigos, beatas (unas con fama de santidad y otras con discutible reputación), comerciantes, libreros y hombres de ciencia, entre otros. La Inquisición involucró y afectó el existir de estos y muchos otros miembros de la sociedad, y por ello su estudio nunca deja de convocar nuestra atención y curiosidad, y de nutrir nuestra imaginación.


    ¹ Al respecto, véase el hermoso libro de Frenk 2005.

    ² En el Archivo Nacional de Chile se conservan los autos de reconocimiento de los representantes de la Inquisición de Lima en las diversas sedes episcopales del virreinato.

    ³ Para una lectura de los acuerdos de la Junta Magna, véase González González, 2010.

    Agentes y herramientas de la censura

    Literatura y censura inquisitorial: el caso de El cortesano, de Castiglione

    El 26 de mayo de 1582, el libro El cortesano, de Baltasar de Castiglione, fue delatado en la Inquisición de Lima por contener «muchas proposiciones escandalosas contra los ilustrísimos cardenales» y «doctrina que enseña mucha libertad»⁴. El autor que suscribió la censura fue el fraile agustino Juan de Almaraz, un renombrado teólogo, catedrático universitario y, por añadidura, calificador (o censor) de aquel Tribunal. En suma, un prominente representante de la naciente república de las letras en la capital del virreinato peruano. Para dar mayor sustento a la denuncia, esta fue presentada junto con un ejemplar del libro, con seguridad una de las varias ediciones de la traducción del poeta Juan Boscán.

    La calificación, aunque breve, pues consta tan solo de una carilla, es un documento de excepcional valor por varias razones. En primer lugar, es una de las pocas censuras que ha llegado a nosotros, de las muchas que fueron compuestas por los censores del Santo Oficio peruano en el siglo XVI. En segundo lugar, constituye una excelente fuente histórica para reflexionar (y al mismo tiempo problematizar) acerca de la difusión de la literatura del Renacimiento europeo en general, e italiano, en particular, en los Andes centrales. Y en tercer y último lugar, las circunstancias de su producción permiten historiar el funcionamiento de la censura inquisitorial y la actuación de los censores, en particular de Almaraz. Tomando como punto de partida la afirmación de Giovanni Levi de que existe «una participación de todos los individuos en la historia total», convendrá empezar por el principio, esto es, por trazar los principales rasgos biográficos de Almaraz, uno de los más destacados agentes de la actividad inquisitorial en los primeros años del célebre Tribunal (Levi, 1990, p. 11). La reconstrucción de su trayectoria académica permitirá entender la naturaleza del contenido de su dictamen y las circunstancias históricas de su accionar como censor.

    Fray Juan de Almaraz

    Como suele suceder con las biografías de muchos personajes del siglo XVI, la de Almaraz es poco conocida, ya que son escasas las noticias que se tienen de él. Nació hacia 1540 en Lima⁵. Fue hijo legítimo del contador Alonso de Almaraz y de Leonor Portocarrero, y tuvo por hermanos a Mencía de Sosa —quien casó con Francisco Hernández Girón, líder de la última rebelión de los encomenderos— y a Francisco de Monroy (Torres, 1974, III, pp. 965-966). Al parecer, tuvo otro hermano llamado Álvaro de Sosa, quien profesó en la orden dominica. Tanto por el lado paterno como por el materno estaba entroncado con la élite colonial, lo cual nos hace suponer que, como otros jóvenes de su condición social, debió recibir una esmerada educación a una temprana edad.

    Su decisión de seguir la carrera eclesiástica pudo haber estado determinada por el entorno familiar. Como es conocido, al quedar viudas Leonor Portocarrero y su hija, decidieron dedicarse a la vida religiosa y se acogieron a la guía espiritual de los frailes agustinos. En 1557, su casa se convirtió en beaterio y, cuatro años después, con autorización del arzobispo Jerónimo de Loayza, fundaron el monasterio de la Encarnación, siempre bajo la regla de san Agustín. Dada esta situación, no extraña, pues, que Juan de Almaraz y Francisco de Monroy ingresaran al noviciado agustino de Lima⁶.

    En el seno de su orden, Almaraz destacó como catedrático y le tocó, asimismo, desempeñar cargos de importancia. Después de ordenado sacerdote, fue maestro de novicios, definidor, presidente de varios capítulos provinciales y maestro de la provincia (Torres, 1974, III, pp. 965-966). En la Universidad de Lima (futura San Marcos) hizo sus estudios de Teología y allí obtuvo los grados de licenciado y maestro. Al instalarse el Tribunal de la Inquisición en Lima en 1569, fue llamado a colaborar en calidad de calificador, pero de este último aspecto de su vida me ocuparé con mayor detenimiento más adelante.

    Ser miembro del claustro universitario confería enorme prestigio social e intelectual, y Almaraz no tardó en incorporarse a este. En 1581, obtuvo por concurso la cátedra de Sagrada Escritura, la cual había sido fundada en 1576 por el virrey Francisco de Toledo, con una renta de 800 pesos y la particularidad de ser conferida al titular en calidad de propiedad perpetua. Así, fue proveída primero en el dominico Gabriel de Oviedo y después, en el jesuita José de Acosta, pero al quedar vacante en 1581, los catedráticos convocaron a oposiciones para cubrirla. Cuando se estaba realizando el concurso, el virrey Martín Enríquez de Almansa notificó al claustro que ella solo debía otorgarse por un periodo de tres años. Ante tal situación, los opositores Almaraz, el mercedario Nicolás de Ovalle y el arcediano de la catedral del Cusco Pedro Muñiz presentaron un alegato para recusar la provisión del virrey. Luego de ello, los catedráticos, haciendo caso omiso de lo actuado por la autoridad colonial, le confirieron la cátedra a Almaraz, «hallado que llevaba con mucho exceso de votos cursados y calidades a los demás opositores»⁷. A partir de entonces, Almaraz figura en diversos documentos relacionados con la vida académica e institucional de la universidad. Así, el 13 de agosto de 1581, suscribió, junto con los demás catedráticos, una carta a Felipe II en la que le solicitaban el establecimiento de una imprenta en la ciudad, porque

    ha mostrado ser cosa muy necesaria que haya emprentas y maestros dellas, como las hay en la Nueva España, para que se puedan imprimir algunos libros necesarios para los principiantes y otros actos y conclusiones que de ordinario se tienen en la universidad, y cartillas para los niños y cathecismos para la instrucción y doctrina de los naturales, los cuales sin grandísimo trabajo no se podían hazer de mano (Medina, 1904-1907, I, p. 438).

    Nuevamente precisado a defender su derecho a la cátedra, Almaraz, en marzo de 1582, realizó una probanza. En ella depusieron como testigos Antonio de Valcázar, provisor del arzobispado; Pedro de Vizcarra, relator de la Audiencia; Jerónimo López Guarnido y Marcos Lucio, ambos abogados y catedráticos de la universidad; el jesuita José de Acosta; y los agustinos Luis López y Alonso Pacheco, prior del convento grande y provincial de la orden, respectivamente. En una de las preguntas de la información, se requirió a los testigos que respondiesen si sabían que Almaraz hacía veinte años que predicaba públicamente en las principales ciudades del Perú «con gran reputación y crédito de sus buenas letras», porque cuando ingresó a la orden era «muy buen latino» y «ocupado siempre en estudios ordinarios y a sido lector de teología

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