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El derecho a la libertad de expresión e información en los sistemas europeo e interamericano: Atención especial en la garantía de rectificación comparada para el ciudadano español y el mexicano
El derecho a la libertad de expresión e información en los sistemas europeo e interamericano: Atención especial en la garantía de rectificación comparada para el ciudadano español y el mexicano
El derecho a la libertad de expresión e información en los sistemas europeo e interamericano: Atención especial en la garantía de rectificación comparada para el ciudadano español y el mexicano
Libro electrónico994 páginas14 horas

El derecho a la libertad de expresión e información en los sistemas europeo e interamericano: Atención especial en la garantía de rectificación comparada para el ciudadano español y el mexicano

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El autor, preocupado por lo que acontece con los derechos humanos, en particular con la libertad de expresión e información, se ha dado a la tarea de investigar lo que existe jurídicamente sobre ellos. Primero, en los dos sistemas de comparación: el europeo y el interamericano. Enseguida estudia la libertad en sus distintas modalidades en el marco
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2024
ISBN9786074172683
El derecho a la libertad de expresión e información en los sistemas europeo e interamericano: Atención especial en la garantía de rectificación comparada para el ciudadano español y el mexicano
Autor

Virgilio Ruiz Rodríguez

Virgilio Ruiz Rodríguez es licenciado, maestro y doctor en Filosofía, así como licenciado y maestro en Derecho por la Universidad Iberoamericana, con mención honorífica; es doctor en Derecho por la UNED de Madrid, sobresaliente cum laude. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel I, catedrático titular de Filosofía del Derecho y de Ética y deontología jurídica. Su investigación se orienta hacia la ética, el derecho y la filosofía política y los derechos humanos.  Ha participado en congresos nacionales e internacionales de filosofía y bioética. De sus obras escritas, las más destacadas son: Ética y mundo actual (1996), El aborto. Aspectos jurídico, antropológico y ético (2002), Teoría de la ley penal (2004), La tolerancia (2005) y Filosofía del derecho (2009-2010). Ha publicado cerca de cincuenta artículos en revistas nacionales e internacionales y ha cooperado con cinco capítulos para otros tantos libros.

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    El derecho a la libertad de expresión e información en los sistemas europeo e interamericano - Virgilio Ruiz Rodríguez

    §

    No existe pensamiento si no lo comunicamos. ¿Pensaríamos mucho, y pensaríamos bien, si no pensáramos, por así decirlo, en común con otros, que nos hacen partícipes de sus pensamientos y a quienes les comunicamos los nuestros? Por consiguiente, se puede decir que el poder externo que priva a los hombres de la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos los priva también de la libertad de pensar.

    Kant, 1786.

    Puedo expresar lo que pienso, mientras no incomode y moleste a mi prójimo.

    V R.

    ÍNDICE DE SIGLAS

    PRÓLOGO

    El derecho humano a la libertad de expresión es un factor determinante para la apertura y consolidación de los procesos democráticos de cualquier Estado. Asimismo, a través de su reconocimiento y pleno ejercicio se contribuye a la formación de la opinión pública, así como a la autonomía y participación ciudadana en la esfera pública.

    Así, hoy en día el respeto y ejercicio de este derecho fundamental se ha convertido en un importante indicador de un gobierno democrático, así como de la gestión gubernamental.

    En el trabajo realizado en la academia por la defensa, difusión y promoción de los derechos humanos, tuve la grata oportunidad de conocer a Virgilio Ruiz Rodríguez, abogado distinguido y fiel colega en la ardua tarea por la defensa de la dignidad humana. Ahora, me congratulo en prologar este libro suyo a través del cual sigue adelante con la noble labor en pro de los derechos de todas las personas. En esta obra analiza de manera puntual y ágil la situación en que se encuentra el derecho a la libertad de expresión, el cual se desdobla en el derecho a la información, contemplado en el artículo 6º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y sus límites respectivos dentro del marco jurídico mexicano, teniendo siempre como referente el sistema jurídico español.

    El autor nos enseña que, a pesar de que nuestro país ha firmado y ratificado diversos instrumentos internacionales de derechos humanos vinculados con los derechos en estudio, aún falta mucho para lograr su armonización con el marco normativo nacional, pero sobre todo, refiere, es necesaria la voluntad política para conseguir su verdadera aplicación, muestra de ello es la aún pendiente salvaguarda de la integridad y seguridad de las y los profesionales de la información. El texto también nos explica y aclara las condiciones que se establecen en la democracia para no rebasar los límites a la libertad de expresión y el derecho a la información, los que se refieren a los derechos de la personalidad, como son el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. Revisa la protección supranacional y regional de los derechos humanos, enfocándose de manera particular en la trascendencia del fundamento y marco jurídico de la libertad de expresión y su desarrollo, tanto en el sistema interamericano como el sistema europeo. Nos presenta además un importante análisis en torno al derecho de las personas para acudir a instancias o instituciones jurídicas, con el fin de hacer valer su derecho de rectificación o respuesta —derecho de réplica en la Constitución Mexicana— en caso de que la información publicada haya sido incompleta o inexacta.

    Para el autor debe criticarse que a pesar de que el derecho de réplica o rectificación esté contemplado en el artículo 6º de nuestra Constitución, actualmente se encuentre reglamentado en la obsoleta Ley de Imprenta que data de 1917, la que ya ha sido superada por mucho en nuestros tiempos y que urge reformar. Virgilio Ruiz señala que la regulación de este derecho es únicamente en relación con la información impresa; sin embargo, no debe pasarse por alto que a México le obligan los instrumentos internacionales que ha firmado y ratificado en la materia, por lo que también en nuestro ámbito se reconoce el derecho de respuesta frente a la radio y la televisión.

    A partir del método comparativo, entre el ordenamiento jurídico español y el mexicano, hace un interesante esfuerzo por mostrar que en España existe una abundante y sólida legislación de vanguardia, y jurisprudencia relacionada con el ejercicio del derecho a la libertad de expresión y de información, así como de sus límites legales. La obra nos da cuenta de los diversos mecanismos que hay en el país ibérico para lograr la defensa y vigencia de los derechos en estudio, tanto jurisdiccionales como no jurisdiccionales, destacando dentro de estos últimos al Defensor del Pueblo y el derecho de rectificación.

    En relación con el derecho de rectificación, el autor argumenta que en España no constituye en sí un derecho fundamental por no estar contemplado en forma expresa en el texto constitucional, no obstante la doctrina y la jurisprudencia lo consideran un medio necesario para la defensa y protección al que pueden recurrir las personas en caso de que, a través de la información, vean menoscabados su honor, su vida íntima, su fama o estimación. Ruiz Rodríguez hace una importante crítica constructiva al caso mexicano, esto debido a la falta de precisión en los límites que el artículo 6º constitucional establece para la libertad de expresión, que puede acarrear serias consecuencias como la inseguridad jurídica, y para el derecho a la información.

    El autor refiere la urgencia de reglamentar y especificar el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la información, así como del derecho de rectificación. Por ello, la importancia de complementar la protección judicial existente con la labor que realizan los Organismos Públicos de Derechos Humanos en México, homólogos al Defensor del Pueblo en España. Considero que las significativas y trascendentes aportaciones que hace Virgilio Ruiz Rodríguez a través de su obra, son un oportuno llamado de atención acerca de los grandes pendientes que no debemos soslayar y que aún debemos resolver en nuestro país en torno a la libertad de expresión y el derecho a la información. Si bien es importante tener como referente los avances que en la materia se han tenido en otras latitudes, también lo es considerar la vigencia y obligatoriedad que para México tienen los estándares internacionales en este ámbito.

    Las reflexiones, críticas y aportaciones de Virgilio Ruiz nos llevan a no bajar la guardia y formular propuestas encaminadas a dar plena vigencia al derecho a la libertad de expresión y al derecho a la información. Esta obra es un significativo material cuya lectura es fundamental para estudiantes de diversas áreas vinculadas con el tema de estudio; para profesionales de la información; para las personas interesadas en conocer y analizar el estado que guarda la libertad de expresión y el derecho a la información en México y para quienes hemos optado por la defensa, protección y promoción de los derechos humanos en nuestro país.

    Emilio Álvarez Icaza Longoria

    INTRODUCCIÓN

    Por naturaleza, decía Aristóteles el hombre es sociable. Esa sociabilidad conlleva la intercomunicación, que puede ser oral, o escrita, o en su defecto también corporal, en forma personal, o a través de los medios masivos de comunicación; pero es algo que tiene que existir forzosamente entre los hombres; sin ella no habría conocimiento ni entendimiento entre los mismos. Sin embargo, al mismo tiempo, ese hombre siente la necesidad de recluirse en sí mismo, dando cabida en su ser a cierto individualismo, ambivalencia sobre la que deberá tener siempre puesta la atención, para no dejarse diluir en el colectivismo, perdiendo su individualidad; o, por el contrario, para evitar la individualidad a tal grado que se llegue a desconocer la necesidad de la sociedad, sabiendo que es un ser tanto individual como colectivo.

    Por otra parte, el hombre es un ser en libertad, unas veces muy disminuida y, otras, en alto grado realizada; pero nunca podremos hablar de una libertad absoluta, simplemente porque no ha existido, ni existirá jamás. Esta libertad habrá de ser entendida como un don y una conquista, porque el hombre deberá aprender a ser libre en los diversos ámbitos de su actuar, por un lado, y por otro, puede saberse y sentirse libre, sí, pero con libertad desde el derecho y en el derecho, porque siendo éste el mejor instrumento para convivir, a través de él, la autoridad habrá de regular la libertad limitándola para que todos puedan disfrutar de ella. Si la libertad careciera de límites, lo primero que resultaría afectado sería la justicia. Porque ¿qué son los abusos de libertad sino reducciones a la justicia? Por lo que habrá que preguntar también ¿hasta dónde puede y debe intervenir la autoridad? ¿Hasta dónde el Estado debe limitar la libertad?

    Según los doctrinarios, la mayoría de los derechos humanos, son derechos de libertad. Y en este contexto, ¿qué son los derechos humanos, sino mínimos de justicia que exigen nuestro respeto para no lastimar a los demás? A través de la historia se ha podido constatar que las guerras que se han librado en el mundo, la mayoría de las veces, han tenido como acicate por parte del hombre, la conquista de la libertad y la búsqueda de la justicia, que en último término se traducen en luchar por algo que se posee y no se le reconoce, por algo que es suyo pero que no se le respeta; es decir, por sus derechos. De estos hay uno, que en su doble vertiente ha llamado poderosamente mi atención por el significado y la trascendencia que tiene para el hombre, porque a través de su ejercicio y reconocimiento se puede contribuir a la formación de la opinión pública, y mediante ésta al reforzamiento y consolidación de la democracia, a la que aspiran hoy muchos pueblos del mundo, entre ellos España y México; precisamente porque el ambiente sociopolítico más idóneo para que al hombre le sea posible disfrutar de sus derechos, y éstos puedan florecer es el ambiente democrático.

    De los derechos humanos, el que ha llamado mi atención y al mismo tiempo ha sido motivo para la realización de este trabajo, es el derecho fundamental a la libertad de expresión —que se desdobla en el derecho a la información, como su complemento—. La razón de esto, consistirá —teniendo como referente el sistema jurídico español— en analizar la situación en que se encuentra este derecho y sus respectivos límites, dentro del marco jurídico mexicano; cuya importancia es tan especial, que ha llegado a convertirse en un indicador poderoso, a la vez que en un termómetro, del grado en que se encuentra la democracia de un Estado, en este caso, del Estado mexicano, que en los últimos años ha despertado a la vida democrática.

    Al mismo tiempo, este derecho será estudiado teniendo presente la relación que debe existir entre derecho y deber, una relación que, en este caso particular, podemos traducir en lo siguiente: tenemos el derecho (seamos profesionales o no) de expresar los pensamientos, ideas, e incluso, juicios de valor y, también de informar o publicar hechos noticiables, acompañados de exactitud y veracidad, o por lo menos de suficiente diligencia en el informador, para recabar los datos o hechos, objeto de la información. Teniendo como medio los dos derechos para poder contribuir a la formación de la opinión pública, elemento determinante para la solidez de la democracia, se llega a decir, y con mucha razón, que un Estado sólo puede considerarse democrático cuando sus ciudadanos pueden expresarse libremente. En los mismos términos, tenemos también el deber de no sobrepasar los límites establecidos para estos derechos, de manera general por la dignidad de la persona, y en especial, por los otros derechos, los derechos de la personalidad, también fundamentales: al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. En caso contrario, de forma automática se dará un conflicto entre los derechos fundamentales, situación a la que hay que prestar la debida atención para conocer las opciones que se presentan para solucionar el problema.

    A lo anterior habría que agregar que los derechos humanos y sus límites se revisten de mayor trascendencia e importancia cuando están reconocidos y respaldados con claridad, tanto formal como materialmente por la Constitución política o Ley fundamental del Estado a que se pertenezca. Es decir, cuando están positivados y adquieren con ello el rango o categoría de derechos fundamentales, categoría o estatus al que pertenecen los derechos, que por ser reconocidos por el Estado y plasmados en el texto constitucional, podría pensarse que el Estado puede disponer de ellos, como si entre sus competencias contara con el poder, tanto para establecer censura previa a la información, como para llevar a cabo el secuestro administrativo de la misma. Cuando la realidad, sabemos, debe ser otra, pues el papel del Estado frente a estos derechos fundamentales es doble: por un lado, el Estado tiene el poder y el derecho para limitarlos, cuando en uso de los mismos, tanto la persona en su honor, como la sociedad en la paz, la seguridad, la tranquilidad y el orden sociales, pueden resultar afectados; y, por otro, también tiene el deber de proteger los derechos de las personas. De lo contrario, el sujeto afectado tiene la posibilidad y también el derecho de acudir a instancias jurídicas para hacer valer sus derechos. Tal es el caso del derecho de rectificación, al que puede recurrir la persona que resulte afectada cuando la información publicada —a través de cualquier medio de comunicación— haya sido incompleta o inexacta.

    Con el fin de esclarecer las situaciones descritas, y tratar de responder interrogantes y cuestionamientos planteados en torno al derecho a la libertad de expresión, empleamos el método comparativo, entre los ordenamientos jurídicos del sistema europeo-español, por un lado y del sistema interamericano-mexicano, por el otro. Para lo cual dividimos el trabajo en los capítulos siguientes:

    Capítulo I.- La libertad de expresión en los sistemas comparados. En este capítulo se analizará la situación de los derechos en general y del derecho a la libertad de expresión en particular en relación con su protección en los ámbitos internacional, supranacional-regional y estatal; teniendo como punto de referencia los documentos o instrumentos jurídicos internacionales que los contemplan y recogen como son las declaraciones y pactos internacionales. Al mismo tiempo se estudiará la democracia y su fundamento jurídico en los sistemas europeo e interamericano, para saber en qué nivel de realización se encuentra; lo que nos permitirá al mismo tiempo, percibir si el derecho a la libertad de expresión tiene vida en, y por el Derecho, y si a la vez cumple con su papel para que se confirme aquello que algunos dicen: un Estado sólo se considera democrático cuando sus ciudadanos pueden expresarse con libertad.

    Capítulo II.- El necesario derecho a la libertad. Aquí se estudiará el papel tan relevante que tiene la libertad en la vida personal, pero que ha de trascender a la vida social y política. Por ello es necesario entender primero, qué significa ser libre, ya que muchos derechos son de libertad, pero con libertad regulada por el Derecho, para que la igualdad de todos los seres humanos que proclamamos y los derechos que todos poseemos, no resulten afectados, lastimados o disminuidos por la práctica abusiva que pudiéramos hacer de ella.

    Al mismo tiempo, la libertad se estudiará en los distintos campos donde el hombre sin ella no puede realizarse como tal: libertad de pensamiento y de expresión, y su impacto en la moralidad pública, igual que la libertad de conciencia, de opinión y religiosa, y su trascendencia en la opinión pública.

    Capítulo III.- Los límites en la órbita de la libertad de expresión. Ya que en el capítulo anterior se ha estudiado la libertad en sentido amplio —y se ha dicho en forma reiterada que se trata de una libertad limitada— en este capítulo se estudiará, en primer lugar, su término correlativo: la responsabilidad que conlleva toda acción realizada por el hombre con libertad. Y como las acciones humanas pueden ser en general, de índole moral o jurídica, la responsabilidad resultante de tales acciones será de igual naturaleza; sólo que la última, la responsabilidad jurídica, dependiendo de la trascendencia de las acciones, y concretamente de la trascendencia de la libertad de expresión, la responsabilidad puede ser civil o penal.

    En segundo lugar, se estudiarán en forma directa y de manera concreta los límites a la libertad de expresión constituidos por los derechos de la personalidad, como son: al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. De igual manera, se abordará el tema de la censura previa a la información, por parte de la autoridad, que no es sinónimo de limitación o restricción; y también, en la misma línea, se hablará del secuestro administrativo.

    Finalmente, en este capítulo se estudiará el derecho de rectificación, tema básico y fundamental en este trabajo de investigación, con el fin de llegar a conocer su naturaleza, su objeto y su propósito, así como su procedencia y procedimiento, ya que el ciudadano común y corriente, muchas veces se encuentra indefenso ante el llamado cuarto poder, cuando por la publicación de una información incompleta e inexacta, resulta ofendido o lastimado de manera muy específica en su derecho al honor.

    Capítulo IV.- Estatuto normativo del derecho de rectificación en los ordenamientos de comparación (España). Como parece evidente, y así es, en este capítulo dedicado a España se estudiará de manera especial el derecho de rectificación; previamente, se analizarán los criterios que en el ordenamiento y en la jurisprudencia españoles se contemplan para solucionar los conflictos existentes entre los derechos fundamentales estudiados en este trabajo.

    De la misma manera, se analizarán los textos constitucionales en los que abiertamente se encuentran reconocidos los derechos fundamentales a la libertad de expresión e información, los límites a los mismos, constituidos por otros derechos, los derechos de la personalidad, al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. Éstos son señalados también con toda claridad en el texto constitucional, acervo jurídico que se encuentra reforzado por las sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. Dichas instituciones también nos dirán mucho sobre la censura previa y el secuestro administrativo de la información.

    El capítulo se cerrará con el tema de los medios que existen en el ordenamiento español para la protección de los derechos fundamentales: jurisdiccionales y no jurisdiccionales: entre ellos el Defensor del Pueblo y el Derecho de Rectificación.

    Capítulo V.- Estatuto normativo del derecho de rectificación en los ordenamientos de la comparación (México). En este capítulo, dedicado en especial a México, de manera semejante al capítulo anterior, se tratará de analizar los mismos puntos: los derechos fundamentales a la libertad de expresión e información, y los medios a través de los cuales se realizan. Se estudiarán los límites respectivos y los medios de protección, entre los que se encuentran, el Juicio de Amparo y el Ombudsman, dígase la Comisión Nacional de Derechos Humanos, (Defensor del Pueblo en España), de acuerdo a los textos constitucionales y las tesis del Poder judicial de la Federación. Finalmente, abordaremos el derecho de rectificación o de réplica, de acuerdo al material jurídico con el que se cuenta para ello.

    CAPÍTULO I. LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LOS SISTEMAS COMPARADOS

    1.1. Presupuestos filosóficos

    Que el ser humano es un ser social y que necesita por ello comunicarse con sus congéneres constituye una afirmación respaldada no sólo por las más diversas perspectivas teóricas, sino, sobre todo, por la propia experiencia. El gran Aristóteles dejó escrito en su obra Política que el hombre es un animal por naturaleza sociable;[1] es válido decir que la raíz de la sociabilidad humana es la racionalidad y algo esencial de la misma, la posesión de derechos y deberes en orden al bien común. Lo anterior es prerrogativa exclusiva de los entes inteligentes y libres, cuyos intereses particulares se coordinan de manera consciente en orden a un propósito colectivo y sujetos de la misma manera a cierta subordinación. Por consiguiente, la sociabilidad es una nota distintiva de la persona, porque la sociedad en su sentido exacto y pleno, queda fuera del alcance de los irracionales. Así, la sociabilidad es algo esencial en la persona, habida cuenta de que el hombre es en su estructura básica y natural tan comunitario como individual.

    Un poco más adelante, el mismo filósofo señala algo muy importante para el tema que vamos a desarrollar en este capítulo: la razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra […] La palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y lo injusto.[2] Esa manifestación o exteriorización de sus juicios hacia los demás, sólo es posible a través de la comunicación y el diálogo social posibilitado por ese don único de la palabra.

    Al mismo tiempo, ese don tan sublime hace posible la vida en sociedad, cuyo fin, hay que decirlo, es el perfeccionamiento de los miembros asociados, pues solamente nos haremos hombres con los otros hombres. Tal fin en la sociedad natural perfecta, que es el Estado, señala Jesús Muñoz, consistirá en velar por los derechos de cada uno, y en procurarles, por los medios al alcance de los representantes de la sociedad, el maximum de bienes que exige el orden natural.[3] Dichos bienes tendrán que estar en relación directa con el desarrollo integral de la persona: en lo físico, en lo intelectual y en lo moral, cuyo resultado será una vida plenamente humana.

    En la actualidad, vivimos en un mundo globalizado y tendiente a la deshumanización; un mundo donde parece que las fronteras espaciales y terrestres han sido rebasadas con la llegada de la tecnología, que posibilita a través del ciberespacio el tránsito e intercambio de lo inimaginable; un mundo donde se tocan y se mezclan las culturas, las ideologías, las religiones, las costumbres, alimentado todo ello con el fenómeno incontenible de las migraciones. Un mundo en el que conceptos como soberanía e independencia, sacralizados durante mucho tiempo, propios de los Estados nacionales, hoy se han trastocado y a los cuales habrá que darles otra dimensión y otro significado para que respondan a las exigencias del mundo actual. Hoy día, como observa Héctor Samour los Estados nacionales tienen que ceder parte de su soberanía a organismos supraestatales, regionales o globales que son los que toman muchas de las grandes decisiones antes reservadas a los Estados. La erosión del Estado nacional deja vacíos importantes;[4] estamos en un mundo caracterizado por la diversidad y el pluralismo en el que tenemos que aprender a vivir juntos en un ambiente de respeto al otro, tanto en lo que se refiere a su ser como a su actuar. Este objetivo dependerá no sólo de la actitud de cada sujeto en su dimensión individual, sino también del grupo al cual esté integrado, y por supuesto, del Estado al cual se pertenezca y de la forma de gobierno más adecuada que le permita a este último, cumplir con su fin, que es el bien común o bien público temporal de sus ciudadanos. Esto sólo será posible si el propio Estado nacional logra superar la crisis que atraviesa, causada, entre otras cosas, por los movimientos nacionalistas y separatistas en todo el mundo que pretenden salvaguardar su identidad. Veremos si esto es posible.

    1.2. Protección internacional de los derechos humanos

    Norberto Bobbio, en 1964, dijo con mucha razón: "El problema de fondo relativo a los derechos del hombre es hoy no tanto el de justificarlos, como el de protegerlos. Es un problema no filosófico, sino político".[5] El reconocimiento y protección (garantismo) de los derechos humanos se ha dado a través de la historia del ser humano en tres ámbitos diferentes: el internacional, el supranacional-regional y el estatal. Trataremos cada uno de ellos en el mismo orden.

    El concepto de derechos humanos, como lo entendemos en la actualidad, es relativamente nuevo en la historia de la humanidad. A pesar de los antecedentes ingleses tan importantes como la Magna Cartha Libertatum, de 1215, el Acta de Habeas Corpus, de 1679, y el Bill of Rights, de 1689, la definición actual de derechos humanos no surge propiamente sino hasta el siglo XVIII con las declaraciones estadounidenses, como la del estado de Virginia, de 1776, que ha de ser considerada como la Declaración de Derechos Humanos, en sentido genuino, absolutamente primera, según el pensar de Benito de Castro Cid,[6] y desde luego, con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en París en 1789. Los derechos del hombre, dirá Villey, son un producto de la época moderna.[7] A partir de ahí los Estados han buscado que su orden jurídico se vaya orientando al reconocimiento y protección de los derechos fundamentales. Sin embargo, existieron dos razones para que el derecho internacional se mantuviera al margen de los derechos humanos: una, el principio de no intervención en asuntos internos reconocido desde 1648 en la Paz de Westfalia a través de los tratados de Osnabrück y Münster y en la creación de la Sociedad o Liga de Naciones; la otra, el hecho de que el derecho internacional se ocupara primordialmente de regular las relaciones entre los Estados. Pero en la medida en que mostró su sensibilidad y volteó la mirada hacia ese ámbito tan frágil del ser humano, los derechos humanos, fue afirmándose como Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH). En efecto, como puntualiza Pérez Luño, sólo cuando se concibe la posibilidad de que la comunidad internacional y sus órganos puedan entender de cuestiones que afectan no tanto a los derechos de los Estados en cuanto tales, sino a los de sus miembros, cabe plantear un reconocimiento a escala internacional de los derechos fundamentales. De otro modo, si se mantuviese como absoluto el principio de la soberanía estatal, las posibles violaciones de los derechos humanos cometidas por el Estado contra sus ciudadanos o una parte de ellos (minorías étnicas, lingüísticas o religiosas), o contra las personas que residen en su territorio (piénsese, por ejemplo, en los apátridas o las comunidades de trabajadores extranjeros), carecería de relevancia jurídica internacional.[8]

    En la medida en que se ha ido desarrollando este derecho, observa Carlos Villán D., se ha confirmado como un derecho dinámico, evolutivo y progresivo, abierto a las nuevas formulaciones de cada momento histórico de la sociedad internacional. Su objetivo es unificar y universalizar las normas de derechos humanos, siendo imprescindible mantener un equilibrio y hacer una síntesis entre las distintas tendencias en presencia de la comunidad internacional, de modo que las normas internacionales que se elaboren puedan gozar de una aceptación universal, constituyendo así un mínimo vital exigible en toda sociedad y en toda circunstancia.[9]

    Un hecho crucial para la preocupación en serio por los derechos humanos, lo constituyeron, escribe Santiago Corcuera C, las atrocidades que se perpetraron durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo por parte de la Alemania nazi, pues a partir de ahí se inicia el movimiento actual a favor de los derechos humanos en el mundo y se logró que se los considerara un asunto susceptible de ser tratado por el derecho internacional.[10] Es decir, entre los aliados fue madurando la idea de que la protección de los derechos humanos fundamentales dejaba de ser una cuestión concerniente al ámbito privado y doméstico, supeditada al mero arbitrio de los Estados, para convertirse en un auténtico problema a nivel internacional. No obstante que está de acuerdo con esta indicación, Benito de Castro Cid se remonta al año de 1919, con el Tratado de Versalles, ya que afirma es este tratado el que dispara la dimensionalización transnacional de los derechos humanos a través del régimen de protección de las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas, y de las actividades de la Organización Internacional del Trabajo que en él se crean. Los rasgos básicos que definen las declaraciones de derechos que se dan en este periodo y los propios derechos proclamados, continúa diciendo, vienen determinados primordialmente por las cuatro tendencias convergentes que dominan el desarrollo de las relaciones sociales del siglo XX: socialización de la convivencia, internacionalización de la vida política, implantación del control jurisdiccional de las relaciones internacionales, y la explosión del movimiento descolonizador.[11] En el mismo sentido se pronuncia Pérez Luño, al decir que el proceso de positivación internacional de los derechos humanos va estrechamente ligado a los principales acontecimientos políticos de nuestro siglo. Así, el movimiento que en tal sentido se produce a partir del Tratado de Versalles, puede considerarse como el resultado de la paulatina democratización del Derecho Internacional que sigue al término de la Primera Guerra Mundial.[12]

    Así, 1945 es de suma trascendencia en el movimiento internacional de los derechos humanos, ya que en febrero de ese mismo año, en la Conferencia de Yalta, fue ultimado el proyecto de la Carta de las Naciones Unidas. Allí mismo se acordó la celebración de una Conferencia Internacional, llevada a cabo en los Estados Unidos el 25 de abril de dicho año, con el objeto de establecer una Organización Internacional de las Naciones Unidas.

    En la fecha indicada, se reunió en la ciudad de San Francisco la Conferencia de las Naciones Unidas que concluyó el 26 de junio. A ella acudieron todas las potencias aliadas, un total de cincuenta Estados, y se crearon dos documentos complementarios de trascendental importancia, escritos en cinco idiomas (chino, español, francés, inglés y ruso), los cuales sentaron las bases del orden internacional de la posguerra: La Carta de las Naciones Unidas, (en adelante la Carta de San Francisco) que daba vida a las Naciones Unidas, y El Estatuto del Tribunal Internacional de Justicia. Aprobados por unanimidad en San Francisco el 26 de junio de 1945, entraron en vigor el 24 de octubre de ese mismo año.

    1.2.1. La Carta de las Naciones Unidas y los derechos humanos

    El primer documento de suma importancia para el tema que nos ocupa, no sólo es la promesa asentada en la propia Carta de San Francisco de redactar y promulgar una Declaración Universal sobre derechos humanos, sino la propia Carta, en cuyo Preámbulo se establece el objetivo fundamental de las Naciones Unidas: preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra y que los pueblos de las Naciones Unidas están resueltos a reafirmar su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de los derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas y a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertades. De este modo, afirma Pedro Nikken,*[13] los derechos humanos son considerados como valor esencial en la comunidad internacional.[14] Al mismo tiempo, en el artículo 1, apartado 3, de la misma Carta, entre los fines de la Organización de las Naciones Unidas se señalan en primer lugar, fomentar entre las naciones las relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de igualdad de derechos y en la libre determinación de los pueblos; y, en segundo lugar, realizar la cooperación internacional en la solución de los problemas internacionales de carácter económico, social, cultural y humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión. Por su contenido, será considerada por Villán Durán como el primer tratado internacional de alcance universal. Pues, en efecto, escribe el mismo autor, la Carta de las Naciones Unidas introduce por primera vez en el derecho internacional la obligación de todo Estado de dar un trato digno, respetuoso con los derechos humanos, a todas las personas que se encuentren bajo su jurisdicción, con independencia de que sean nacionales o extranjeras.[15]

    Es evidente que la Carta de San Francisco no era el instrumento que debiera contener un catálogo pormenorizado de derechos humanos, sino que sólo tenía la categoría de ser el documento fundacional y entitativo de la ONU; por este motivo, una vez establecido en el artículo 56 de la Carta, en relación con el artículo 55, el compromiso de todos los Estados Miembros de adoptar medidas para el logro del respeto universal y efectivo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, era necesario, por un lado, la creación de un órgano capaz de garantizar los derechos humanos y, por otro, la formulación de un catálogo concreto de derechos que posibilitara el hacer efectivo dicho compromiso. Por ello, en 1946 se crea la Comisión de Derechos Humanos por resolución del Consejo Económico y Social (ECOSOC) de las Naciones Unidas, utilizando las facultades atribuidas por el artículo 68 de la Carta de San Francisco, con el fin de que en su seno se redactara la Declaración Universal de Derechos Humanos, finalmente adoptada por la Resolución 217 de la Asamblea General, el 10 de diciembre de 1948.[16]

    1.2.2. La Carta Internacional de los Derechos humanos

    Tres documentos conforman lo que se conoce con ese nombre: La Declaración Universal de Derechos Humanos junto con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Estudiaremos cada uno de ellos aunque sea en forma breve.

    1.2.2.1. Declaración Universal de los Derechos Humanos

    Como ha quedado señalado, los excesos y los horrores de las dictaduras fascistas, el terrible caos en el que el culto a la violencia y a la fuerza arrojó a Europa, hicieron más aguda la necesidad de subrayar, con fuerza renovada, el concepto de la dignidad del ser humano y del respeto a sus derechos y libertades fundamentales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948, es en palabras de Monique Lions*[17] la expresión mundial de esa necesidad.[18] Esta Declaración surgida como un emblema de la Organización de las Naciones Unidas, bajo las sombras del sangrante fantasma de la guerra recién terminada, se motiva en el hecho de que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad; tal como se reconoce en el Preámbulo, y se legitima en cuanto expresión de las más profundas convicciones de ética social y política de la humanidad, en cuanto ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, según proclama. Con ella, puntualiza De Castro Cid, los derechos humanos consolidan su propio proceso de internacionalización. Al mismo tiempo lleva a término la plena incorporación de los derechos económicos, sociales y culturales. De este modo, y basándose en la convicción de que los derechos humanos son el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo, la Declaración Universal de Derechos Humanos, mediante su proclamación solemne pretende proyectar al ámbito de las relaciones intranacionales e internacionales los principios de la dignidad y el valor supremos de la persona humana, y de la igualdad básica de todos los hombres.[19] En este mismo sentido, el profesor Truyol y Serra señala que para quienes no profesan el positivismo jurídico "la Declaración es indudablemente la expresión de la conciencia jurídica de la humanidad representada en la ONU, y como tal, fuente de un ‘derecho superior’, un higher law, cuyos principios no pueden desconocer sus miembros".[20]

    Estas consideraciones nos llevan al problema del valor jurídico de la Declaración, en el que no hay consenso y las opiniones se dividen. Algunos piensan que vino a formar parte del derecho internacional convencional, como piensa Pérez Luño.[21] Otros, como Desantes, sostienen que la Declaración sólo tiene una eficacia jurídica, bien que indirecta.[22] O bien, como escribe López Calera, la Declaración no es estrictamente una norma internacional, sino un texto político que expresa una convicción ético-política universal de prácticamente todos los Estados. Y, no es un tratado que genera obligaciones estatales. La Declaración Universal sirvió y sirve para que todas aquellas actuaciones internacionales que puedan promoverse para defender los derechos humanos, puedan salvar una dificultad histórica: saber al menos qué tiene que protegerse.[23] Posee una extraordinaria autoridad moral y un especial peso político.[24] Por nuestra parte compartimos las opiniones de Antonio A. Cançado Trindade*[25] y Santiago Corcuera. El primero dice que hoy día se reconoce la Declaración Universal como una interpretación autorizada de las normas sobre derechos humanos recogidas en la Carta de Naciones Unidas. Su autoridad, adquirida a lo largo de los últimos cinco decenios, ha influido para que la doctrina contemporánea ponga de relieve su incorporación al ámbito del derecho internacional común y se refleje en algunos principios generales de derecho. Además de relacionarse con los tratados sobre derechos humanos, la Declaración constituye un estímulo para elaborar normas habituales del derecho internacional sobre derechos humanos, de manera que éstos puedan integrarse al lenguaje común de la humanidad.[26]

    Corcuera opina que la Declaración, aunque comenzó siendo sólo eso y por tanto un derecho suave (soft law), es decir, no obligatorio para los Estados miembros de la ONU, se ha convertido en el paradigma de las normas de derechos humanos y la aceptación que se tiene por su contenido la ha convertido en un instrumento de carácter obligatorio, gracias a su reconocimiento por la comunidad de Estados en su conjunto.[27] Al respecto, Gros Espiell se pronuncia con claridad meridiana cuando escribe: Lo que en el momento de la adopción de la Declaración fue el resultado de la voluntad de 48 Estados, no habiéndose recogido en la votación ningún voto en contra, pero sí ocho abstenciones que eran la consecuencia de muy importantes reservas y salvedades expuestas en el proceso de elaboración de la misma, se acepta actualmente, sin reticencias ni reservas teóricas, por todos los Estados que integran la comunidad internacional. Además de muchas otras resoluciones de las Naciones Unidas que afirman esta obligatoriedad, debe recordarse la Proclamación de Teherán, adoptada en 1968, sin ninguna oposición por más de 120 Estados, cuyo párrafo 2 declara solemnemente obligatoria para la comunidad internacional, la Declaración Universal de Derechos Humanos.[28]

    En general, nadie discute la obligatoriedad moral de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y aunque no fuera legalmente vinculante en sus orígenes, en el transcurso de los años, sus principios fundamentales han adquirido la condición de normas que todos los Estados deben respetar (erga omnes). A partir de la Proclamación de Teherán, como bien lo indica Gros Espiell, la Declaración Universal de Derechos Humanos ha dejado de tener sólo un valor moral para transformarse en un documento del que se derivan para los Estados deberes y obligaciones concretos.[29] Tanto la evolución de los acontecimientos internacionales, como las frecuentes apelaciones a la Declaración como norma básica, han provocado que la Declaración experimentara una conversión hacia un carácter vinculante. Lo cierto es que desde hace mucho tiempo, los derechos enunciados en la Declaración han adquirido tal fuerza y grado de adhesión que han sido considerados como preceptos jurídicos de derecho consuetudinario internacional. Se puede decir que en realidad ha existido un consenso generalizado (opinio iuris) de su exigibilidad y por tanto de su valor jurídico. L. Ferrajoli piensa que tanto la Carta de la ONU como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, transformaron el orden jurídico del mundo al someter a los Estados al principio de la paz y los derechos fundamentales. Dichos documentos pusieron fin a la condición de los Estados como sujetos no subordinados al derecho, es decir, según la clásica definición de soberanía, como sujetos legibus soluti, identificados con su propio derecho. Se ha pasado así, de un sistema convencional de relaciones bilaterales y de paridad entre Estados soberanos basados en tratados, a un verdadero ordenamiento supraestatal, en el cual todos los Estados quedan subordinados a esas normas fundamentales que constituyen el imperativo de la paz y la tutela de los derechos humanos.[30]

    Norberto Bobbio, si bien en un primer momento indica que la Declaración es algo más que un sistema doctrinario pero algo menos que un sistema de normas jurídicas,[31] considera después que la Declaración de 1948 marca el comienzo en que la afirmación de los derechos es al mismo tiempo universal y positiva: universal en el sentido de que no sólo son destinatarios de los principios contenidos en ella los ciudadanos de este o aquel Estado sino todos los hombres; positiva en el sentido de que pone en movimiento un proceso a cuyo término los derechos del hombre deberían ser ya no sólo proclamados o idealmente reconocidos, sino efectivamente protegidos incluso contra el mismo Estado que los ha violado.[32]

    En su estructura y contenido, la Declaración consta de un Preámbulo y 30 artículos. En el Preámbulo y en los artículos 1 y 2 se establecen los presupuestos y directrices que sirven de fundamento para la concepción de todos los derechos en ella reconocidos: la dignidad humana, la libertad, la justicia, la igualdad y la paz en el mundo constituyen la base de los derechos y libertades de los que son titulares todos los miembros de la familia humana.

    Ahora bien, los derechos reconocidos en la Declaración Universal pueden distribuirse en dos grupos. Al primero pertenecen tanto los derechos y libertades de índole individual (el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la persona, a no ser sometido a la esclavitud ni servidumbre, ni a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos y degradantes; el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, la libertad de opinión y de expresión, etcétera), como los derechos del individuo en su relación con el grupo (el derecho a la libertad de circulación y de residencia, de asilo, de igualdad ante la ley, a la libertad de reunión y de asociación pacíficas, etc.). Todos ellos declarados y enunciados en los artículos 3 al 21, y que se constituirían en el antecedente del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

    Al segundo grupo pertenecen los derechos de los que son titulares todas las personas en cuanto miembros de una sociedad. Éstos son, el derecho al trabajo, a la seguridad social, a un salario justo, al descanso, a la educación, a participar libremente en la vida cultural de la comunidad, etcétera. Constituirían a su vez el antecedente del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Además, son marcados de suma trascendencia, pues según el artículo 22, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, proclamados y enunciados en los artículos 22 al 28, es indispensable para la dignidad y para el libre desarrollo de la personalidad.

    1.2.2.2. Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos

    Con el fin aclarar y resolver en forma definitiva la duda y el cuestionamiento sobre la obligatoriedad jurídica de los derechos incluidos en la Declaración Universal de 1948, la Organización de las Naciones Unidas encomendó a la Comisión de Derechos Humanos la elaboración de dos documentos que, al estar dotados de fuerza vinculante indiscutible por su categoría de pactos, podrían obligar a todos los Estados a que los ratificaran. Así surgieron el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobados los dos en Nueva York el 16 de diciembre de 1966.

    El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 2200 A (XXI), el 16 de diciembre de 1966, y entró en vigor en el año 1976. Este Pacto recoge y garantiza básicamente los derechos civiles y políticos reconocidos con anterioridad en la Declaración Universal, según lo escrito líneas arriba, pero también contiene algo propio y peculiar, de lo contrario se aplicaría muy bien el aforismo ockamiano non multiplicanda entia sine necesitate.

    Algunos de los derechos garantizados en este Pacto pueden ser suspendidos, como lo establece el artículo 4.1 del propio instrumento legal, en situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la nación a condición de que esas disposiciones no sean incompatibles con las demás obligaciones que impone el derecho internacional y no entrañen discriminación alguna fundada en motivos de raza, sexo, idioma, religión u origen social. Cuando se dé el caso, el país que haga uso de tales facultades deberá informar al Secretario General de las Naciones Unidas, ya que los estados de emergencia declarados en estas condiciones entrañan las más de las veces graves violaciones de los derechos humanos.

    Sin embargo, el Pacto no permite en ninguna circunstancia y por ningún motivo o razón, tanto en tiempos de paz como en periodos de guerra, derogar ninguno de los derechos reconocidos en los artículos: 6.1, derecho a la vida; 7, a no ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes; 8.1, a no ser sometido a la esclavitud; 8.2, a no ser sometido a servidumbre; 11, nadie será encarcelado por no poder cumplir una obligación contractual; 15, a no ser condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueran delictivos según el derecho nacional o internacional; 16, al reconocimiento de su personalidad; y, 18, a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; según lo sanciona el mismo artículo 4, ya citado, en el párrafo 2 del mismo Pacto.

    Otro dato particular del Pacto que estamos comentando es que, ante la falta de un organismo judicial de carácter internacional que controlara y garantizara de verdad la efectividad de los derechos fundamentales, estableció en el artículo 28 la creación de un Comité de Derechos Humanos. Según el artículo 40, el Comité tiene competencia para conocer y examinar los informes de los Estados miembros sobre el cumplimiento del Pacto, formulando los comentarios generales que estime oportunos a dichos informes y transmitiéndolos a los Estados Partes y al Consejo Económico y Social, si lo juzga conveniente.

    El artículo 41.1 prevé la competencia del Comité para examinar las comunicaciones o denunciar las violaciones de los derechos reconocidos en el Pacto realizadas por los mismos Estados. Es cierto que puede examinar las denuncias de un Estado contra otro por la vulneración de los derechos humanos contenidos en el Pacto, siempre y cuando ambos hayan formulado una declaración expresa en la que se reconozca esta función del Comité.[33]

    Por lo que se refiere al procedimiento de protección creado por el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, plantea grandes dificultades para ser llevado a la práctica porque es un sistema poco eficaz. La capacidad de actuación del Comité de Derechos Humanos se limita a emitir observaciones con valor puramente persuasivo, y en ningún caso ejecutivo. Dado que los informes son públicos, a los gobiernos puede preocuparles que se conozcan las violaciones de derechos humanos en su territorio, pero disponen de un amplio margen de libertad para cumplir o no las observaciones o recomendaciones del Comité. Aunque los dictámenes del Comité son formulados a manera de fallos jurídicos, no existe realmente un procedimiento jurídico para su aplicación. De este modo la responsabilidad de hacer efectivo el cumplimiento del dictamen recae exclusivamente sobre el Estado afectado.

    Es también competencia y obligación del Comité informar anualmente a la Asamblea General de las Naciones Unidas a través del Consejo Económico y Social, sobre sus actividades, es decir, sobre los trabajos e informes llevados a cabo por el mismo. Así lo establece el artículo 45.

    En estrecha relación con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos se han aprobado dos protocolos facultativos, con dos objetivos muy específicos. El primer Protocolo facultativo fue aprobado junto con el Pacto, el 16 de diciembre de 1966 y entró en vigor el mismo día que el Pacto, el 23 de marzo de 1976. Por este Protocolo se reconoce al Comité de Derechos Humanos la facultad de recibir y considerar comunicaciones o denuncias de personas individuales que aleguen haber sido víctimas por parte de su Estado, de cualquiera de los derechos reconocidos en el Pacto. Pero es evidente también su carácter opcional, desde el momento en que se requiere (la existencia de una condición semejante a la establecida en el artículo 41.1 citado antes) que el Estado demandado haya manifestado su voluntad de obligarse por el Protocolo facultativo.

    Se ha comentado ya que este Protocolo reconocía algo muy importante al Comité. La importancia radica en que los individuos, los particulares, también serán sujeto de Derecho Internacional, desde el momento en que habiendo agotado los recursos ordinarios (los internos disponibles), y no habiendo sometido el asunto a otro procedimiento de índole internacional, podrán someter a la consideración del Comité una comunicación o denuncia escrita. Una vez examinada su admisibilidad y los fundamentos del caso, el Comité emitirá un dictamen y lo comunicará tanto al Estado denunciado como al particular denunciante. Además, el Comité hará públicos sus dictámenes y decisiones.

    El segundo Protocolo facultativo fue aprobado el 15 de diciembre de 1989 con la finalidad de abolir la pena de muerte en la jurisdicción de todos los Estados Partes, contribuyendo con ello a elevar y respetar la dignidad humana y el desarrollo siempre en camino de los derechos humanos.

    1.2.2.3. Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales

    Si con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos se refuerza y se afianza el principio de libertad expresado en la Carta de San Francisco, con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales se enaltece el principio de igualdad de la misma Carta. Este Pacto tiene similitudes y diferencias con el anterior. Su aprobación fue el mismo día, el 16 de diciembre de 1966; entró en vigor tres meses antes que el anterior, el 3 de enero de 1976. Los Considerandos son los mismos en ambos Pactos. Y también le pueden ser aplicadas las mismas observaciones generales hechas al Pacto anterior.

    El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales reconoce y garantiza los derechos de igual denominación proclamados ya en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, señalados algunos de ellos anteriormente, por lo cual sería prolijo transcribirlos aquí de manera exhaustiva. Lo que sí se debe tomar en cuenta es que alguno de los derechos reconocidos en la Declaración Universal no aparece garantizado en este Pacto, lo cual nos parece un poco extraño, dado el título tan ambicioso del mismo, pues podría tener su lugar en el ámbito económico o en el ámbito social, no así en el cultural. Nos referimos al derecho a la propiedad, tanto individual como colectiva, establecido en el artículo 17 de la Declaración Universal. No obstante esta omisión, por otro lado, el Pacto introduce otros derechos, como el derecho a la autodeterminación de los pueblos, reconocido en el artículo 1, y el derecho de huelga, en el artículo 8.

    Si bien es cierto que por un lado los Estados Partes del Pacto se comprometen a adoptar todas las medidas y recursos de que disponen para hacer efectivos los derechos reconocidos en él, y por otro, que las disposiciones del Pacto tienen fuerza vinculante, derivada de su carácter convencional, este Pacto, a diferencia del anterior, no estableció un órgano o comité específico para la garantía de los derechos en él reconocidos. La consecuencia inmediata fue su escasa eficacia, ya que las medidas adoptadas para la plena efectividad de los derechos dependían del arbitrio de cada uno de los Estados Partes. Siendo conscientes de este vacío ejecutorial, en 1979, el ECOSOC decidió crear un Grupo de Trabajo para la aplicación del Pacto. En 1985, este Grupo fue elevado a la categoría de Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, por virtud de la Resolución 23.

    Este Comité tendrá como competencia y función el examinar los informes periódicos presentados por los Estados Partes, sobre las medidas adoptadas y los progresos alcanzados en el cumplimiento de sus obligaciones contraídas respecto a la efectividad de los derechos humanos contemplados en el Pacto, artículo 16.1. Estos informes serán presentados al Secretario General de las Naciones Unidas, quien transmitirá copias de los mismos al ECOSOC para que las examine conforme a lo dispuesto en el presente Pacto, artículo 16.2, pero a diferencia con el anterior, en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales no existe la posibilidad de presentar denuncias contra otro Estado ni existe tampoco la posibilidad de formular denuncias o demandas a título personal por la violación de los derechos en él contemplados.[34]

    En relación con estos dos instrumentos jurídicos cabría hacer dos observaciones. La primera es ¿por qué entró en vigor tan tarde? Para René Cassin, una razón de esa larga espera (dieciocho años para su aprobación y veintiocho para su entrada en vigor) de los Pactos Internacionales y de la aplicación de los principios enunciados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se debió a que los Estados no gustan de compartir su potestad de regir los derechos de sus nacionales o ciudadanos. Otra razón, fue que cada Estado joven que ingresaba a las Naciones Unidas pedía participar en los trabajos de la Comisión de Derechos Humanos. Semejante actitud era desventajosa en cuanto a la celeridad, pero como contrapartida, se determinó que los nuevos países sintieran que los pactos en cuestión eran obra de todos y no tan sólo de las viejas naciones colonizadoras.[35] La segunda observación es ¿con estos instrumentos está garantizada plenamente la protección de los derechos humanos?

    Cuando hablamos de protección jurídica, entendemos un conjunto de normas, procedimientos e instituciones, que procuran la defensa y promoción de algo; sólo que en este caso, ese algo, no es otra cosa, que aquello que es propio y exclusivo del ser humano: sus derechos. Que muy bien podemos decir que se desprenden, porque ahí están, de su esencia, es decir, de su ser, su vida y también, por extensión, los bienes materiales.

    Los iusfilósofos en general y algunos juristas en particular juzgan que es conveniente la positivación de los derechos humanos para su protección. Es decir, que estén recogidos en las Constituciones de los Estados. La importancia y el papel que las normas jurídicas pueden desempeñar a favor de los derechos humanos son innegables, y hasta necesarios, pues sin el reconocimiento de los mismos en el ordenamiento jurídico tendrían poca o nula eficacia, pero no suficiente. Porque, qué sabemos del hombre, qué sabemos de nosotros mismos, poco o casi nada. Esto lo podemos constatar cuando se plantea el problema del reconocimiento y realización de los derechos humanos en los países subdesarrollados (política y económicamente), o bien en el plano internacional, donde la protección jurídica queda reducida a su mínima expresión o simplemente no existe. El hecho es que millones de seres humanos no disfrutan de los más elementales derechos humanos, en unos casos porque no están ni siquiera reconocidos y en otros, porque aunque son reconocidos, no tienen una efectiva protección jurídica. Por tal motivo, será necesario añadirle algo más a la normatividad jurídica, como decía Juan Pablo II en su primera encíclica: conocer la verdad del hombre.[36] Es necesario también que en el asunto de los derechos humanos, el Estado pase de la letra al espíritu, es decir, que los haga realidad.[37]

    Por otra parte, tenemos que estar convencidos de que la realización de los derechos humanos actualmente no es ya una cuestión que se limite a la incumbencia interna de los Estados. La defensa y realización de los mismos ha pasado sin duda a ser una preocupación acuciante por disponer de un sistema de protección a nivel internacional. En este ámbito se constata la falta de una jurisdicción internacional, capaz de juzgar y sancionar las violaciones de los derechos humanos, que superan las posibilidades o competencias de los Estados.

    Esta experiencia internacional sobre la protección de los derechos humanos ha permitido a López Calera formular algunos principios muy atinados desde una perspectiva filosófico-jurídica, que deberían ser acatados por los Estados, por lo que me permito tomarlos en consideración. Tales principios son los siguientes:

    1° La protección de los derechos humanos no es ya una cuestión solamente interna de los Estados. Hoy se entiende que la paz internacional depende del respeto de todos los derechos en todos los Estados.

    2° Existe una convicción mundial sobre la necesidad de establecer mecanismos de protección a nivel internacional, sobre todo en los supuestos que revelen situaciones persistentes de violaciones manifiestas, graves y masivas de los derechos humanos. Los mecanismos existentes, los que nacen en el seno de la ONU y los establecidos por distintos convenios internacionales o regionales, son de distinta naturaleza. Los que no generan obligaciones jurídicas para los Estados, serán políticos. Los que sí generan este tipo de obligaciones serán jurídicos, y son aquellos que nacen de convenios o tratados.

    3° La protección jurídica internacional tiene, sin embargo, una carencia fundamental: la inexistencia de un aparato de fuerza organizado y sobre todo legitimado que pueda dotar a las normas jurídicas internacionales, a los convenios, a las sentencias de sus tribunales, de efectividad.

    4° El desarrollo de los mecanismos y posibilidades contenidos en la Carta de las Naciones Unidas, así como el creciente proceso de constitución de convenios y tratados, regionales y/o según materias o sectores problemáticos, dan lugar a un moderado optimismo sobre la virtualidad de los mecanismos jurídicos en el orden internacional para la protección y defensa de los derechos humanos.

    5° La protección jurídico-positiva de los derechos humanos está condicionada a la necesidad de que existan unos niveles mínimos de igualdad o igualación económica y cultural entre los ciudadanos, de la que depende toda la cobertura legal que comporta un Estado democrático de Derecho, y que a su vez es el contenido propio de un derecho humano genérico, el derecho a la igualdad. Pero donde no hay criterios absolutos para determinar esos mínimos, y por el contrario se dan situaciones sociales en las que son manifiestas y claras profundas desigualdades económicas y culturales, no sólo es impensable la protección, sino el mero reconocimiento formal de los derechos humanos.[38] En relación con este último principio, cuánta razón tenía Bobbio cuando decía: Es sabido que el tremendo problema ante el cual se encuentran hoy los países en vías de desarrollo es encontrarse en condiciones económicas tales que no permiten, pese a los programas ideales, desarrollar la protección de la mayor parte de los derechos sociales […] No basta con fundamentar o proclamar tal derecho. Ni siquiera basta con protegerlo.*[39] El problema de su realización depende de un cierto desarrollo de la sociedad, y como tal desafía incluso a la constitución más progresista y hace entrar en crisis hasta el más perfecto mecanismo de garantía jurídica.[40]

    No obstante que del contenido de los principios señalados se podría inferir que la protección de los derechos humanos se encuentra en el mundo de la desolación, el ser humano, sujeto pasivo de la violación de los mismos, y que solamente ha sido y es testigo de estos hechos, todos somos conscientes de que las cosas no deben ser así. Esta situación ha forzado y motivado al hombre, para buscar de manera permanente algún instrumento o recurso legal que sirva de remedio a esta enfermedad mundial, teniendo la fe de que con ello las cosas puedan cambiar.

    Así, a la sombra de esos

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