Así lo viví yo
Por Pedro María
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Así lo viví yo - Pedro María
Así lo viví yo
Así lo viví yo
Pedro María
Illustration© del texto: Pedro María©
diseño de cubierta: Equipo Mirahadas
© corrección del texto: Equipo Mirahadas
© de esta edición:
Servicios de autoedición Mirahadas, 2023
Editorial Mirahadas, 2023
Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 24
Edificio Sevilla 2
41018 - Sevilla
Tlfns: 912.665.684
info@mirahadas.com
www.mirahadas.com
Primera edición: marzo, 2023
ISBN: 978-8419602954
Producción del ePub: booqlab
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
IllustrationCorría sobre el año 1929 cuando en casa de los Fernández, Paquita paría otro niño al que llamarían Nicolás un 4 de junio. Matías, el afortunado padre, ya contaba con tres hijos. María, la mayor, Francisco, el segundo y con Matías, el tercero; tras él nacerían seis hijos más, con la gran desgracia de una de esas niñas que nacieron después de Nicolás que a los dieciocho meses falleció por hambre y Paquita se quedó hundida. Se podía apreciar en ella un rostro triste, pero a la vez dulce, amable y amoroso, así era ella.
Matías, por otro lado, dolido por la pérdida de su hija no le podían caer ni lágrimas por su áspero rostro y la frialdad de su carácter (en aquella época LOS HOMBRES NO LLORABAN).
No eran buenos tiempos, ya que en esa época se vivía la posguerra en España y la escasez de alimentos y dinero era masiva donde las gentes de ese pequeño pueblo, donde todos se conocían, hacían trueques. Matías intentaba sacar harina, aceite de todo lo que podía, menos el vino, que él mismo hacía, ya que decía que era lo único que él y sus hijos podían disfrutar.
Tres años después del nacimiento de Nicolás en 1932, un 3 de mayo en casa de José y Esperanza otro vecino del pequeño pueblo nacería: Virtudes, primera hija del matrimonio. Cuando José cogió a su pequeña hija en brazos dándole todo su amor, la besó rodando una lagrimita por la mejilla de alegría, mientras su mujer Esperanza le reclamaba su atención, diciéndole con su déspota voz: «quien te necesita ahora soy yo, que soy la más dolorida» y José le hacía caso. Tras nacer Virtudes, nacerían cinco hijos más. José hacía trueques y vendía y compraba de estraperlo en casa de José; siempre se intentaba que hubiese algo en la mesa, igual que en casa de Matías y Paquita y en el resto de los vecinos.
Cuando Nicolás contaba con unos siete años empezó a ir con su padre y hermanos a segar romero, de esa manera aportaba a saciar el hambre de su casa.
Por otro lado, Virtudes, con tan solo nueve años, la pusieron a servir en casa de los señores, asegurándose de ese modo que tendría una cama caliente, estaría alimentada y tendría su jornalito que mandaría a sus padres. «Todo esto sin que la señora se sorprendiera de su corta edad», pero Virtudes, a pesar de su corta edad, demostró que servía para trabajar y que era muy válida para llevar una casa «sabía cómo hacerlo porque siempre estaba ayudando a su madre, la que no valoraba todo aquello que hacía su hija». En esa primera casa llena de opulencia y riquezas, Virtudes fue formando su carácter. Los fines de semana, Virtudes iba a ver a sus padres y en uno de esos fines de semana se encontró de cara con Nicolás a quien ya conocía, pero nunca habían hablado. «Cabe decir que ella era agradable con las gentes de su pequeño pueblo, pero ya tenía forjado su carácter, fría, impasiva y narcisista». Nicolás y Virtudes, a partir de ese día, se fueron viendo con más frecuencia hasta el punto de ir Nicolás con una vieja bicicleta a ver a Virtudes, después de su jornada de trabajo, solo cinco minutos y tras las rejas de una ventana.
Nicolás necesitaba explicarle a su madre lo que le estaba pasando con Virtudes, y Paquita, su madre, lo escuchó con su tristeza que ya formaba parte de ella tras el fallecimiento de su hija, pero con mucha dulzura y amor que ella siempre profesaba hacia su familia y vecinos, de tal forma que abrazó a su hijo, que en ese momento era lo que necesitaba Nicolás.
Tomando su vaso de vino se lo explicó a su recto y frío padre Matías, el cual simplemente le frunció el ceño y sin ningún tipo de sentimiento se dispuso a cenar una pobre cena que había podido hacer Paquita en su chimenea con unas trébedes y una vieja sartén.
Recordemos que, por esas fechas, 1939, estaba instalada en España la dictadura del gallego general Franco «el Caudillo». Con dicha dictadura estaba instaurada la pena de muerte; en los colegios, los alumnos al entrar en sus aulas que solían ser de 42 niños por aula, tenían que levantar la mano y cantar el Cara al sol y como muchos colegios católicos estaban unidos al Caudillo también tenían que rezar un padrenuestro.
En los colegios tenían que portarse los alumnos como el profesor decía «los profesores, muchos de ellos frailes en el caso de los niños, y monjas en caso de las niñas, eran una figura de temeridad para los alumnos» sin poder rechistar por miedo a los castigos físicos que les hacían y los padres lo consentían.
Pero Nicolás y Virtudes no tuvieron esa suerte de poder ir a la escuela; eran ignorantes, pero no tontos. Así fueron transcurriendo los años en casa de Virtudes. Su padre José hacía todo lo que podía para que en su casa faltara lo mínimo y, por otra parte, en casa de Nicolás pasaba lo mismo. Matías hacía todo lo posible para que en su casa faltara lo mínimo, pero el vino nunca faltaba. La madre de Nicolás era una mujer sumisa a todo lo que le decía su marido, con semblante pálido y mirada perdida, con mucho dolor en su corazón por el nefasto fallecimiento de su hija de dieciocho meses mientras el opulento, mal agradecido de su marido no la dejaba ni opinar, simplemente le decía: «tú, a callar», pero con cara dulce y gestos amables hacia todo el mundo, mujer cariñosa y amada por sus hijos y conocidos. «Ay, pobre Paquita». A diferencia de la madre de Virtudes, Esperanza, siempre con algún dolor, sus rasgos faciales de enfado perpetuo y con carácter narcisista, así que sus hijas la temían, haciendo siempre lo que ella quería, como que sus hijas se ocuparan de la casa, ya que ella sola no podía. Esperanza solo se dedicaba a inventar qué poner en la mesa para que comieran todos, y José, hombre más bien bajito, delgado, correcto con todo el mundo y cariñoso, que respetaba todo lo que decía su mujer con sumisión.
Mientras transcurrían los meses, Nicolás y Virtudes fueron afianzando más su noviazgo, y ahorraban para cuando pudiese llegar el