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Avenida Magnolia
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Libro electrónico310 páginas4 horas

Avenida Magnolia

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Avenida Magnolia es la historia de un amor increible al final del siglo XX. Lucía y Alfredo se enamoran con solo encontrarse una vez, en ese momento hacen crecer una relación que les durará muchos años y tres hijos, hasta que la muerte de Lucía, acaba con la felicidad. Ambos triunfan en sus vidas profesionales, Lucía como arquitecto y Alfredo como editorialista y luego como escritor. Al morir Lucia, Alfredo se entierra en Saint Augustine con muy poco deseo de seguir viviendo, pero un encuentro fortuito hace renacer en él el deseo de vivir y de crear. Hay mucho amor familiar en esta novela y mucha pasión.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 abr 2022
ISBN9781662491719
Avenida Magnolia

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    Avenida Magnolia - Alberto Romeu

    Avenida Magnolia

    Alberto Romeu

    Derechos de autor © 2022 Alberto Romeu

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING, INC.

    Conneaut Lake, PA

    Primera publicación original de Page Publishing 2022

    ISBN 978-1-66249-168-9 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-66249-171-9 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Contents

    Saint Augustine 2017

    Miami 1981

    La historia de la familia Arco

    La historia de Lucía

    El noviazgo

    Saint Augustine 2017

    Miami 1988

    Saint Augustine 2017

    Gladys, Miami 2017

    Saint Augustine 2017

    Un nuevo comienzo

    Miami 1988

    Miami 2018

    Miami 1990

    Miami, Alfredo y Gladys

    La Habana

    De regreso en Miami

    Miami 2012

    Saint Augustíne en la actualidad

    Saint Augustine 2017

    Bajo los viejos árboles de la Avenida Magnolia, caminaba Alfredo las siete cuadras desde la Myrtle hasta la Milton, repitiendo el camino una y otra vez. La calle reconocía su sombra, se alertaba con los extraños ruidos que se sienten de noche cuando estás solo. El crujir de las ramas le creaba misterio al camino.

    Caminar la madrugada lo calmaba. El camino lo abstraía, le aliviaba el peso de su memoria. Amaneciendo regresaba a casa. Sin deseos se dejaba caer en el butacón y dormitaba, soñaba con Lucía, la veía, la sentía, oía su voz, su risa; todo ocurría en unos pocos segundos que le devolvían la vida. Sabía que le iba a costar mucho trabajo sobreponerse, ella no se alejaba de su mente. Ya habían pasado tres largos años.

    Al morir Lucía, Alfredo había escapado del hogar familiar. No resistía vivir en la casa que ella llenaba con su presencia y alegría. Los pocos días que estuvo allí después de su muerte, los resistió por la compañía de sus hijos. Pero una vez estos marcharon, la casa se le vino encima. Sin pensarlo dos veces llenó una maleta con un poco de ropa y cerró la casa. Llegó tan lejos hasta que el deseo de desaparecer amainó. Y esto ocurrió en Saint Augustine.

    Atraído por la historia de haber sido la primera ciudad fundada por los españoles en el continente americano en 1565 Saint Augustine lo enamoró, le gustó el ambiente, los aires libres. Estaba llena de gente joven que asistían al Flagler College. La ciudad era relajada, divertida, muy distinta al entorno en que había vivido tantos años en Washington D.C.

    Uno de los tantos paseos que dio por la ciudad lo llevó a visitar La Fuente de la Juventud que Ponce de León tanto buscó. Cerca del mar, llenó sus pulmones del aire limpio de Saint Augustine que lo devolvió a la vida. Al caminar por la Avenida Magnolia y admirar el paisaje que estos árboles le ofrecían, descubrió este viejo caserón semidestruido, pero atractivo, rodeado de una vegetación espesa, como si la misma se estuviera escondiendo de la mirada de curiosos, más bien conservándose para una mirada especial que la viera con pasión. La estudió detenidamente, tomó fotos, Lucía le había enseñado a ver la belleza oculta de una casa vieja, a abrir espacios, a transformar. Compró la propiedad y se lanzó a su reconstrucción con la ayuda de los arquitectos que habían trabajado con Lucía. En dos años se pudo inaugurar el número 81 de la avenida Magnolia y Alfredo sentó residencia en la ciudad de Saint Augustine.

    Alfredo se alejó del butacón, cansado por la tristeza que cargaba diariamente, tomó una ducha que lo reanimó y una vez más se sentó en su escritorio. En un pequeño marco estaba la foto de Lucía que tanto le gustaba y que era la única que tenía en toda la casa. Su pensamiento voló a Miami, a esa noche fatal.

    Habían ido al cine Tower, después fueron a cenar al Exquisito, el restaurante en plena calle Ocho, justo al lado del cine, que tanto les gustaba y donde comían tan bien. Lucía se quejó de dolor de cabeza. Acababan de regresar de un viaje de tres meses por Europa y Lucía encontró un montón de problemas que estaba enfrentando el proyecto que ella había dejado encaminado. Esto la preocupaba demasiado. Tal vez ya no tenía la juventud ni el ímpetu ni la vitalidad que este trabajo conllevaba. Bromearon entre ellos, se les acercaron algunos amigos que querían comentar la película y Lucía se negó diciendo que había sido lo suficientemente mala como para merecer comentarios. Se marcharon, no sin antes dar una caminadita hasta una galería cercana para ver la exhibición de Ramón Alejandro, excelente pintor amigo de ambos. Lucía le pidió a Alfredo que regresaran a la casa, no se sentía bien y quería descansar para estar dispuesta al siguiente día. Llegaron a su casa en Coral Gables, la casa de la familia que ahora estaba desierta. La misma que por años no tuvo silencio ahora estaba bien calladita. Se fueron a su cuarto y cuando Lucía se estaba poniendo su pijama se desplomó para no levantarse nunca más. Eso era lo que atormentaba a Alfredo, no hubo aviso, sus padres se apagaron lentamente, la muerte los preparó a los dos para esos finales, pero lo de Lucía fue inesperado. Fue un asalto a traición a la felicidad que en un segundo acabó con su vida.

    Alfredo aspiró fuertemente. Sacudió su cabeza como quien quiere sacarse algo de ella, pero volvió a recordar.

    Recordó cómo había regresado a Miami antes de que su hija Angie se casara. Ya solo eran Lucía y él en aquella casa. Alfredo dejó el trabajo en la Editorial y la plataforma digital de noticias que él había creado en Washington la puso en manos de su hijo Santi. Quería disfrutar de la compañía de su mujer como nunca lo había hecho. Se acostaba y se despertaba con ella todos los días. Ya en Miami, le ofrecieron el trabajo de editor del periódico La Nueva Noticia. Lucía seguía con la constructora y ya estaba preparando a su hijo Freddy para ponerlo al frente. Habían empezado a vivir una vida nueva. Se reunían para almorzar y asistían a galerías de arte frecuentemente. Cenaban con amigos, ambos disfrutaban del cine y del teatro. Los fines de semana a veces salían de la ciudad. Les gustaban las playas del Este y del Oeste, se mantenían en constante movimiento. Sin contar las invitaciones a galas y eventos, ambos eran muy solicitados, ella como la célebre arquitecto y desarrolladora y él como periodista y editor del periódico más importante del sur de la Florida. También disfrutaban de la soledad del hogar. A pesar del tiempo se mantenían muy enamorados y disfrutaban de su intimidad con pasión. Habían alineado muy bien todas las dificultades y pudieron realizar el viaje tan soñado por ellos. Tres meses en Europa. Fueron de un lado a otro sin preocupaciones.

    Sin Lucía Alfredo se sentía vacío.

    Dejó el trabajo de editor del periódico voluntariamente, rechazó ayuda de sus amistades, definitivamente ya no podía vivir en Miami donde todo le recordaba a la mujer que lo había hecho tan feliz. La soledad de esa casa y el silencio lo ahogaban.

    Su dolor lo sembró en Saint Augustine, una ciudad tranquila, alegre, con mucho turismo, donde todavía se podía dormir con ventanas y puertas abiertas. Tenía nuevos amigos que aportaban nuevas conversaciones. Escuchaba, dejaba hablar y muy pocas veces opinaba. No discutía de política, pero sí sobre los asuntos de la ciudad. Le gustaba sentarse en los cafés al aire libre y observar a los turistas. Tenía sus lugares de preferencias, sobre todo donde las camareras jóvenes que estudiaban en el Flagler College le conversaban y gustaban de bromear con él.

    Alfredo, a pesar de estar en sus sesentas, se conservaba muy bien. Todavía mostraba su cuerpo atlético. Había sido y aún era muy bien parecido; para envidia de muchos conservaba su pelo y con pocas canas.

    Como todas las mañanas, Alfredo desayunaba en una cafetería que estaba frente a la Fuente de la Juventud y que los dueños llamaban La Fuente de los Jugos (un juego de palabras en inglés, "the fountain of youth y the fountain of juice). Allí se encontraba con su amigo y vecino de Washington John Leigh y a veces lo acompañaba su esposa Susan que era psicóloga retirada. Se servían un buen desayuno, jugo, huevos, jamón, tostadas cubanas y nunca faltaba el café con leche. Después de tener una alegre conversación con el matrimonio Leigh, al salir de la cafetería, Alfredo encontró a una mujer que aparentaba estar un poco contrariada, a todas luces una turista perdida.

    —¿Le puedo ayudar señora?

    Ella lo miró y molesta dijo:

    —El carrito de la excursión me ha dejado y no sé cómo salir de este lugar tan desolado.

    —No se preocupe, ellos pasan cada 15 minutos, son dos compañías distintas yo conozco a los choferes, le ofrezco mi ayuda para que al menos la saquen de aquí…

    Alfredo, queriendo entretenerla, le comentó…

    —Sabe, no es tan desolado, esta Avenida fue mencionada por National Geographic como una de las más bellas de los Estados Unidos… mire, observe cómo los árboles cubren la calle y a pesar del follaje filtran la luz y hacen un espectáculo digno de verse.

    Ella miró y moviendo la cabeza dijo:

    —Sí, realmente es precioso el paisaje… ¿cómo se llama esta calle?

    —Avenida Magnolia —le dijo Alfredo—. Pero si supiera el nombre de usted a lo mejor hablaría con el alcalde y le propondría llamarla con su nombre.

    —Uyuyuy, hasta galante me resulta… creo que me está empezando a gustar Saint Augustine.

    —Mire, ahí viene un carrito… —Alfredo le hizo señas al chofer y el carrito se detuvo—. Joe, ella no está en tu excursión, ¿me ayudas y la llevas hasta el centro?

    —Tú ordenas Alfredo —contestó Joe—, suba señora.

    La señora le agradeció y le comentó:

    —Es bueno encontrar a personas con influencias, muchas gracias.

    Alfredo le sonrió, la siguió con la vista y el andar de esa mujer lo alegró. El carrito comenzó a alejarse, ella se volteó y le dedicó una sonrisa.

    Alfredo se asombró de sí mismo. Hasta la había piropeado. Pensó: Bueno el día no empezó tan mal … arrancó a caminar por la Avenida Magnolia hacia el centro. Siempre andaba con la sombra de sus recuerdos. No los evitaba, pero hoy y desde la noche anterior la presencia de Lucía en su memoria era constante y lo hacía feliz. Qué pena que no había descubierto esta ciudad en vida de ella, hubiera sido un bálsamo después de todo lo que Lucía trabajó para ganarse un nombre como arquitecto, criar a tres hijos, hacer felices a sus padres y ayudar a la carrera de Alfredo. Le costaba mucho trabajo separarla de su memoria. Lucía le había traído la vida, lo alborotó desde el primer día que la vio y fue su inspiración.

    Ya una vez caminando por la avenida San Marco comenzaban los saludos y los adioses y esto le quitaba todo el pensamiento de su cabeza. Sonreía a los turistas y de vez en cuando se detenía frente a alguno de los negocios y conversaba un poco.

    Alfredo se divertía paseando por el downtown. Le parecía que todos estaban felices, sin apuros, las sonrisas estaban en todas las caras. Las gentes eran amables y él todo lo que tenía que hacer era matar el tiempo. Animaba a las vendedoras que se paraban al frente de las tiendas para conquistar a los posibles compradores, las hacía reír y como buen caballero que era las halagaba y les subía su auto estima.

    Se sentó en un aire libre que le gustaba. Era un lugar acogedor, tranquilo, rodeado de árboles y de una jardinería agradable. Siempre pedía lo mismo, una taza de té y unas galletas de limón que demoraba unas dos horas en consumir. Las muchachas del servicio le coqueteaban, era realmente divertido. Le gustaba conversar con ellas, preguntar sobre sus estudios y les hacía recomendaciones. Conocía a personas que lo acompañaban un rato y lo entretenían, pero él disfrutaba en soledad de la brisa y no se cansaba de la belleza del lugar.

    Ya casi se disponía a marcharse cuando vio llegar a la señora extraviada.

    Haciéndole un saludo con la mano la invitó a que se acercara.

    —Por favor, permítame invitarla a un café o lo que desee.. —le dijo Alfredo.

    —¿Ud. qué toma? —preguntó la señora.

    —Yo tomo un té.

    —Pues un té, pero frío.

    En lo que ella se quitaba su pamela, guardaba los espejuelos de sol y se frotaba las manos con una loción, Alfredo la observó. Era una mujer bonita, tal vez en el principio de sus cincuenta y con facciones bien definidas. Un perfil bien relacionado, nariz perfecta, labios carnosos y una barbilla con un pequeño hoyito no muy pronunciado. Se notaba que se cuidaba. De frente, ojos verdes grandes y un pelo castaño que no lograba saber si estaba alborotado o muy bien puesto, pero abundante. Al mirarlo le sonrió enseñado una dentadura bien alineada.

    Le sirvieron el té… vio que todavía quedaba una galletica en el plato de Alfredo y le preguntó:

    —Te importa si la tomo.

    —No, por supuesto, tómala —y se sonrieron.

    —Asumo que eres cubano, ¿no…? —preguntó ella.

    —Soy hijo de cubanos y también nací en Cuba. Pero vivo aquí desde los dos años.

    —Yo también soy cubana… estamos donde quiera.

    —¿Entonces…? ¿Qué hace un hombre tan galante y con tan buena presencia aquí en Saint Augustine?

    —Lo confesaré, pero dime, ¿cómo te llamas? —le preguntó Alfredo.

    —Dime tú cómo te llamas —le contestó ella.

    —¡Ja!, tienes razón, debí haberme presentado. Me llamo Alfredo Arcos.

    —¿Y a qué te dedicas o te dedicabas Alfredo Arcos…?

    —Fui periodista.

    Asombrada lo increpó…

    —¿Tú eras el editor de la Nueva Noticia de Miami, ganador de dos Pulitzer?

    —Sí, yo mismo, no sabía que mi nombre podría ser identificado tan fácilmente.

    —¿Y ahora me vas a decir cómo te llamas?

    —Me llamo Gladys…

    —¿Sin apellido?

    —Da igual, además odiaría si me llamaras señora whatever… lo más probable es que no nos volvamos a encontrar nunca más. He venido a Saint Augustine por curiosidad, pero mi vida es en Miami y si te digo la verdad ni tan siquiera sé qué vine a buscar aquí. Atendiendo a tu cortesía te digo que mi apellido por el momento es Holmes, Gladys Holmes, soy diseñadora de interiores, tengo una tienda en Miami, en el Design District, Innovative Designs… ¿Complacido?

    —Solo te falta darme el teléfono y la dirección para volverte a ver.

    Y ella estalló en una risa…

    —Tú eres tremendo…

    —Cuéntame, ¿qué haces aquí?, ¿vives o solo estás veraneando? —Gladys preguntó.

    —Me retiré hace tres años, enviudé, mis hijos se mudaron de Miami, cada uno hace su vida, todos están casados y tienen hijos. Me quedé solo y me cansé de mi trabajo. Quise alejarme de Miami. Busco tranquilidad y llevo tiempo tratando de escribir una novela, pero no se me da. Me siento a escribir y no logro ni un párrafo y sí, vivo permanentemente aquí.

    —¡UYYYY!, todavía sufres de amores —comentó Gladys.

    —De alguna manera, sí —contestó Alfredo—, pero me siento feliz en esta ciudad. Aquí se vive sin apuros, si quiero ir a la playa voy en el trolebús o si quiero ejercitarme voy en bicicleta. No tengo automóvil, camino. Alguna vez más que otra visito a mis amigos aquí y en Jacksonville, me avisan cuando hay algo interesante que ver y ésa es mi única salida de esta ciudad. Entre el cable y el internet se me pasa la vida. Mis hijos me han visitado alternativamente, todos quieren que me vaya a vivir con ellos, pero todavía no me siento tan viejo y además, aún conservo mi casa en Coral Gables adonde quizás regrese algún día. En la pasada Navidad estuvieron dos de los tres con sus respectivas parejas e hijos y pasamos un tiempo maravilloso. Ya me acostumbré a vivir sin sobresaltos.

    Miró a Gladys y vio que su rostro mostraba un poco de asombro.

    —¿No era lo que esperabas oír?

    —No, pero… —Gladys quedó pensando por un momento. Mirándolo directamente le dijo—: tu aspecto es el de un hombre lleno de vida, no de alguien que quiera sentarse a ver la vida pasar.

    —Tienes razón… —contestó Alfredo—. Pero por ahora necesito esta tranquilidad.

    Alfredo cambiando el tono de voz le dijo:

    —Gladys ya yo empiezo a tener hambre y me imagino que, si has estado todo el día paseando, tú también debes de tener un poco, te invito a un restaurante que te va a gustar mucho y aunque te apellides Holmes la cubanía se te sale por los poros y en el Columbia hacen unos frijoles negros de chuparse los dedos… ¿vamos?

    Y logró arrancarle una risa que le sonó a música.

    Llegaron al Columbia sin prisa. El Maitre D’ los acomodó en una mesa especial en la segunda planta con la vista del patio interior. El menú satisfizo a Gladys y ordenó sin preocuparse de la dieta.

    —¿Qué te gustaría tomar? —le preguntó Alfredo.

    —Me gustaría una cerveza bien fría —contestó Gladys—, ¿y tú?

    —Creo que pediré una también…

    —Cuéntame, cómo fue que ganaste esos dos Pulitzer —le preguntó Gladys—, claro si no es una indiscreción, pero recuerdo que en Miami hubo mucho revuelo por tu reconocimiento.

    —Fueron trabajos en equipo, muy completos. No solo cubrimos las noticias, me refiero a los reportajes escritos, Yo ideé, para la editorial que trabajaba, el hacer videos documentales de la propia noticia, es decir le poníamos rostro. Eso tuvo mucho éxito.

    —Alfredo siguió contando …-El primero fue por la cobertura a la Tormenta del Desierto, cuando Sadam Hussein pretendió tomarse la península arábiga y los Estados Unidos entraron en el conflicto. Fue un trabajo agotador, sin contar que los iraquíes nos secuestraron y nos mantuvieron con ellos por doce días.

    Gladys hizo un gesto de susto.

    —¡Ay Dios mío…! ¿y los maltrataron?

    —No, más bien nos dieron una cantidad de información que desconocíamos. Nos trataron bien, lo único es que no pudimos irnos hasta que se dio la entrevista con Saddam.

    —¿Lo conociste? —ahora era más la cara de susto de Gladys.

    —Si, al día diez, nos visitó.

    —Yo le había preparado un cuestionario de preguntas y él me las contestó todas. Fue amable como todo buen dictador. Le interesaba que sus opiniones se conocieran. Al final de la entrevista se interesó por nuestros equipos de video y de fotografía y conversó con los camarógrafos. Al despedirse me dijo que estaría atento a los periódicos. Debo de explicarte que la editorial lo que hace es que vende el reportaje a todos los periódicos que lo quieran comprar. Así que el reportaje y el documental fueron un éxito de venta.

    Ya empezaban a traer la comida y Alfredo pidió dejar la historia para la sobremesa.

    Disfrutaron el almuerzo con tranquilidad hablando de cosas triviales.

    —Hacía tiempo que no comía tan sabroso y que lugar tan agradable… Gladys miraba a su alrededor como dándole aprobación al lugar… ¿qué raro que no tengan uno en Miami?

    —¿Quién sabe si algún día tengan uno? —comentó Alfredo—. Hay Columbia por varios lugares de la Florida. Te voy a hacer un poco de historia de este lugar que te gustara saber.

    Alfredo comenzó a contar.

    —El Columbia es un lugar muy interesante y su historia aún más. Se fundó en Tampa en 1905 por un inmigrante cubano llamado Casimiro Hernández. Era muy famoso por los sándwiches cubanos, en esa época sentaba hasta 60 personas a la vez. En 1919 Casimiro compró el local de al lado y expandió el negocio con gran resultado, El matrimonio de Casimiro y Carmen tuvo una sola hija llamada Adela que se casó con Cesar Gonzmart, (supongo que este apellido sea una abreviación de González y Martínez). Adela era una consumada pianista y él un virtuoso del violín, sus carreras artísticas terminaron cuando el padre de Adela enfermó y murió. Adela y Cesar tuvieron que ocuparse del negocio. A su vez esta pareja tuvo dos hijos Richard y Casey que comenzaron a trabajar en el restaurante a los doce años. Ambos se entrenaron como administradores y pasaron por las mejores escuelas de hotelería del mundo, te menciono Suiza, París y Madrid. Hoy en día con todas las expansiones hechas al restaurante en Tampa pueden acomodar de una vez a 1700 comensales. Hay Columbia restaurante en Sarasota y en Sand Clear, en Clearwater Beach, en Tampa y éste en Saint Augustine pero, como dices, es raro que no haya uno en Miami. Estos restaurantes atraen a los deportistas, artistas y políticos más famosos y ahora cuando hable del Columbia y los famosos podré mencionar que también Gladys Holmes comió aquí.

    Gladys se sonrojó.

    —Usted es muy galante señor periodista.

    Alfredo no prestando atención al comentario, pero sonriendo, agregó.

    —Pero lo más importante es que la comida es muy sabrosa.

    Gladys sonrió.

    —¿Y cómo tú sabes todo eso?

    —Bueno, me lo cuentan y yo escucho. Y hoy me has tenido hablando sin parar por todo el camino y aquí… ¿no hablas mucho?

    —Sí, sí hablo mucho, pero me he contentado oyéndote.

    —Me alegra que te haya gustado. Ahora tienes algo más que contar de Saint Augustine. Ambos se alejaron del Columbia satisfechos por la calle Saint George. Conversaron animadamente y luego se despidieron. No hubo intercambios de teléfonos ni de direcciones, no había ninguna intención de volverse a ver.

    Alfredo regresó a su casa e inmediatamente se sentó en su escritorio. Creía que tenía una idea buena para comenzar a escribir. Estuvo toda la tarde escribiendo.

    Recibió una llamada de su hija, la conversación era casi siempre la misma, ¿cómo estás?, ¿y los niños?, ¿qué tal tu trabajo?, pero hoy estaba más conversador y su hija se lo hizo notar.

    —Papá hoy estás muy conversador.

    —Pues mira no sé a qué se debe —le dijo Alfredo—, he estado casi toda la tarde escribiendo. Más que nada tratando de organizar y darle forma a cosas que ya había escrito antes. Pero me alegro mucho que me hayas llamado, no sabía que necesitaba oír tu voz.

    Se hizo un silencio largo.

    —Papá, estamos preocupados por ti. Comprendemos que la muerte de mamá te ha afectado, pero tú tenías una vida… —Alfredo la interrumpió.

    —Sí, es cierto, yo tenía una vida y se llamaba Lucía, tu madre, y me cuesta mucho trabajo vivir sin ella, aún lejos de todo me es difícil, imagina qué sería si estuviera viviendo en esa casa que era toda ella. No, no puedo vivir allí.

    —Pero aún sufres mucho —le dijo Angie.

    —Sí, sufro mucho porque quise mucho… pero no se preocupen. Aquí al menos todo es nuevo y nada me la recuerda, solo mi mente me traiciona de vez en cuando. Yo estoy bien. Fui al médico hace unos días a hacerme un chequeo general y el doctor me dijo que al menos en papeles estaba muy bien. La cabeza la tengo bien puesta y ordenada y nada se me olvida. Además, con tantas subscripciones que tu hermano me ha hecho, después de mi caminata diaria sólo me dedico a leer y no extraño el periódico, ni a mis colegas, ni mi escritorio, del cual tu madre se burlaba tanto, y estoy contento de que nadie venga a pedirme que hable en una conferencia o que tenga que ir a un almuerzo donde casi nunca puedo ni probar la comida. Y para satisfacer mi ego, todavía me llaman y me ofrecen buenos puestos en las redacciones de los mejores periódicos y hasta me piden que escriba una columna, - ¿sabes qué-…?, no quiero. Trabajé lo suficiente, perdí mucho de la niñez de ustedes tres y ahora al final lo único que me queda es mi tranquilidad y la quiero disfrutar. Disfruto el silencio, te mando muchos besos y bésame a los niños de mi parte, ok.

    —Sí, ok, te llamo en estos días.

    Y los recuerdos volvieron una vez más en su mente. Comenzó a recordar la primera vez que vio a Lucía.

    Miami 1981

    La cafetería de la Universidad de Miami estaba repleta de estudiantes y Alfredo ocupaba una mesa cerca de la puerta de salida con varios libros abiertos en los que buscaba ayuda para armar un escrito sobre los escritores norteamericanos.

    Lucía revisó con la vista

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