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Mi Nombre es Benjamín Rabinovich
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Libro electrónico181 páginas2 horas

Mi Nombre es Benjamín Rabinovich

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Mi nombre es Benjamin Rabinovich es la historia de Benjamín, médico traumatólogo hijo de emigrantes rusos que tuvieron que abandonar sus tierras debido al régimen dictatorial de turno.
Originario de Medellín, Colombia, él también se vio obligado en algún momento de su vida a abandonar su lugar de origen por el deterioro progresivo de la ciudad abrumada por los crímenes, la delincuencia y la inseguridad, para trasladarse a Barcelona, en España, donde continuó su carrera hasta su jubilación.
En este libro, él recorre, en forma de anécdotas, las etapas más importantes de su vida para dejar a sus seres queridos una parte de sí mismo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 oct 2022
ISBN9791220133920
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    Mi Nombre es Benjamín Rabinovich - Benjamín Rabinovich

    Benjamín Rabinovich

    Mi Nombre es Benjamín

    Rabinovich

    Prácticas y sacrificios de la profesión y la vida

    © 2022 Europa Ediciones | Madrid www.grupoeditorialeuropa.es

    ISBN 9791220128599

    I edición: septiembre del 2022

    Depósito legal: M-22930-2022

    Distribuidor para las librerías: CAL Málaga S.L.

    Impreso para Italia por Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

    Stampato in Italia presso Rotomail Italia S.p.A. - Vignate (MI)

    Curador: Zatsha Contreras

    Mi Nombre es Benjamín Rabinovich

    Prácticas y sacrificios de la profesión y la vida

    Jenny, mi mundo no tendría sentido sin ti. Te amo, feliz

    50º aniversario. 

    A todos aquellos que, citados o no en estas memorias, han formado parte de mi vida, en especial a mi esposa

    Jenny, nuestros hijos y nietos. Ustedes son mi todo.

    Hay un momento en que todos los obstáculos se derrumban, todos los conflictos se 

    apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida  nada mejor que escribir

    Gabriel García Márquez

    Prólogo

    Aproximadamente hace seis años sentí la necesidad de contar mi historia. Me encontraba en Miami, Florida, visitando a mis hijos, y mientras descansaba, me propuse narrar todas mis anécdotas. En parte, buscaba dejar un legado, porque anhelo profundamente que mis nietos y sus hijos me conozcan, sepan de sus orígenes. 

    En aquel momento sentí que era algo que debía quedar plasmado, lo concebí como una forma de expresar mi gratitud con todas aquellas personas, familiares y amigos, que han vivido conmigo un sinfín de experiencias personales y profesionales, a lo largo de mi vida.

    Así que, cuando decidí comenzar a escribir, con mi puño y letra, alcancé a redactar unas 4 hojas, pero por alguna razón eso quedó allí, un poco en el cajón, un poco en el olvido. Pasaron algunos años, y mi hija Sandy, que había visto una publicidad por Facebook, me habló sobre la Editorial Europa, y el trabajo que desarrollaban publicando autobiografías. 

    El proyecto Chronos: autobiografías de ciudadanos, supuso para mí una nueva oportunidad para contar mi historia tal y como lo imaginé aquella vez, y es así que comenzó este viaje que hoy finalmente se materializa.

    Orígenes

    E

    hechos de historias, no tengo duda alguna de l escritor Eduardo Galeano decía que estamos

    ello: cada uno de nosotros a lo largo de nuestra existencia debe afrontar los escenarios que supone vivir. 

    Hoy puedo decir con certeza que la vida depende del cristal con que le mires, puede sonar monótono, pero lo cierto es que de nosotros depende cómo vivir cada momento, no podemos controlar lo que sucede, pero podemos decidir cómo vivirlo, y no, no es una tarea sencilla.

    Mi nombre es Benjamín Rabinovich y nací en Medellín, Colombia, un 31 de marzo de 1949, en la Clínica Santa Ana de Medellín, podría decirse que casi por casualidad. Mis padres, de origen ruso, abandonaron su lugar de nacimiento por causa de las persecuciones, que el régimen de turno emprendió por razones políticas, religiosas y raciales.

    Ambos, de origen humilde y aún sin conocerse, recorrieron aproximadamente 12.658 km para llegar a un país totalmente desconocido, una larga travesía en barco que los llevó primero hasta Barranquilla.

    Una vez allí, ellos tomaron un tren que tenía por destino Medellín, ciudad en la que algún tiempo después se conocerían, en una pequeña comunidad de familias rusas establecida en el lugar y donde también contrajeron matrimonio. 

    El tiempo me hizo comprender que mis padres, cuyo único patrimonio al llegar a Colombia era una valija de mano, eran personas más que valientes; dejaron en el pasado lo poco que tenían, aquello que les había sido confiscado por el gobierno, y decidieron emprender una

    nueva vida, historia que yo mismo repetiría años más tarde, aunque no por las mismas razones.   

    Mi familia me contó algunas anécdotas, por ejemplo, como mi padre, ya casado y aun sin saber hablar español, iba de puerta en puerta vendiendo telas y mercancía en general, para poder subsistir.

    El recorrido lo realizaba en un caballo prestado, lo que, de algún modo, con el tiempo le permitió abrir un pequeño almacén en la calle Carabobo, cerca de Guayaquil, llamado Peletería Manchester y donde vendían cueros y accesorios de zapatería. 

    No era la mejor zona, de hecho, era uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, con una única plaza de mercado, que estaba rodeada de prostíbulos. 

    A pesar de ello, en aquel almacén mis hermanos y yo tuvimos nuestra primera aproximación con el quehacer, ya que, aunque mi padre tenía un empleado, este constantemente faltaba al trabajo por su alcoholismo, de modo que, entre mi hermano Tulio y yo ayudábamos a nuestros padres en la gestión del negocio, algo que sin duda disfrutábamos mucho. 

    Éramos 4 hermanos, Berta la única mujer, Isaac, Tulio y yo, y en el negocio Tulio se dedicaba a la parte contable y a la provisión de mercadería para la venta, mientras que yo con tan solo 10 años salía de la tienda a cobrar a los clientes cuando vencían sus facturas. 

    Por aquella época muy pocos pagaban al contado, eran facturas de 50 a 500 pesos (0.5 céntimos a 1 euro) y muchos de nuestros clientes, con facturas ya vencidas, hacían pequeños abonos para prolongar el tiempo de pago. 

    Con algo de nostalgia, viene a mi mente que, tras haber cobrado la deuda de los clientes, siempre pasaba por un local donde compraba unos choricitos con arepa, una comida típica del pueblo antioqueño, y lo recuerdo porque prácticamente era poco el dinero que retornaba a mi padre.

    Yo utilizaba el dinero que cobraba para comprar en aquel lugar llamado El almacén sin nombre, quizá algún otro padre en su lugar se habría enfurecido, pero mi papá amorosamente me decía: No te preocupes Benjamincito, mientras lo gastes en comida, está muy bien.

    Papá seguramente era muy buen administrador, porque a pesar de mis gastos habituales en comida y el costo que supone tener 4 hijos, posteriormente pudo trasladar su almacén a un local más amplio.

    El nuevo local quedaba en el mismo sector, pero unos cincuenta metros más atrás y una vez instalados, dejamos de vender cuero al detal y comenzamos a comercializar más calzado, y a diversificar los productos, vendiendo por lo general ropa para hombre. 

    Yo era el cuarto hijo de este humilde hogar, la única herencia que recibimos mis hermanos y yo de nuestros amados padres, fue nuestra educación profesional y religiosa, sin duda, lo mejor que pudieron proveernos. 

    En el ámbito profesional, mi hermana mayor se graduó como química farmacéutica, Isaac obtuvo su título en derecho, Tulio se hizo ingeniero eléctrico y yo estudié medicina. 

    En cuanto a nuestras creencias y convicciones, tanto mis padres como mis abuelos eran judíos, así que puede decirse que nos trasfirieron el concepto de la religión que profesamos, y a su vez, nosotros la trasmitimos a nuestros hijos y nietos.

    Recuerdo con amor que solía acompañar a mi padre a la Sinagoga con regularidad para cumplir con mis obligaciones religiosas, como continuidad del pacto establecido con Dios. Todas las fiestas religiosas de nuestra familia siempre fueron llevadas con devoción y con respeto, tradición que permanece. 

    Mis primeras luchas

    Me cuenta mi querida hermana Berta que, al cumplirse siete días de mi nacimiento, me hicieron el Brit Milá, la circuncisión que se hace a los varones judíos como símbolo del pacto entre Dios y Abraham. 

    En aquel procedimiento, me compliqué con una hemorragia que fue tan intensa que causó que me internaran en una clínica, en la que el urólogo, Gustavo Calle Uribe, hoy fallecido, fue el responsable de suturarme para frenar la pérdida de sangre. 

    Pasado ese momento y muchos años después, inició mi formación primaria en el instituto hebreo Colegio Theodoro Hertzl, creado en 1946 por un grupo de señoras que, con el apoyo de sus familias, decidieron fundar una institución donde los niños pudieran crecer y aprender, con la libertad y tranquilidad necesarias para mantener sus creencias religiosas.

    La institución localizada a las afueras de Medellín era por demás amplía, de una belleza incuantificable, con múltiples salones de trabajo, canchas de básquetbol y de fútbol, además de una piscina espectacular. 

    En aquel espacio, antes de comenzar las clases, y teniendo yo 10 años, viví la primera experiencia que me marcó. Era muy temprano, yo cursaba quinto grado y todas las clases nos enfilábamos en la cancha de básquet, mientras se hacía la Tefilà, una plegaria u oración tradicional judía. 

    Era costumbre que el director, un excelente profesor, pero sin duda un hombre algo prepotente, pasara por la fila para medir con una regla la alineación de la misma; por alguna razón, y realmente sin ninguna intención, yo solía salirme por 3 a 5 centímetros, motivo por el cual el rector me daba un golpe en la oreja con el dedo, a lo que llamabamos papirotazo.

    Esta situación me había venido acaeciendo durante al menos tres días consecutivos, por lo que en consecuencia y a mi corta edad tomé una decisión. Creo que desde niño siempre tuve mucho carácter, estaba en contra de las injusticias y sentía pesar por la gente más desfavorecida, así que cuando llegué a casa no lo pensé dos veces… 

    Fui al armario donde mi padre tenía sus herramientas y tomé un martillo, lo coloqué en mi bolso y al día siguiente lo llevé al colegio. ¡Estaba decidido, si el rector me pegaba de nuevo, yo tomaría aquel martillo y le daría una lección! 

    Así sucedió. Mi rector, que usaba sandalias abiertas, volvió a pegarme y yo, sin dudarlo, saqué el martillo y le golpeé en el dedo gordo del pie. No sé qué me pasó en aquel momento, supongo que todos tenemos un límite y que siendo pequeños no reflexionamos mucho sobre las consecuencias. 

    Siempre consideré, incluso desde muy pequeño, que la agresión física o verbal no es forma de corregir a nadie, creo que es más importante el diálogo y la comprensión, algo que probablemente aprendí de mis padres. 

    Si un niño es más inquieto que otro, hay muchas maneras de instruirle sin caer en la violencia.  Pero toda acción deriva en secuelas y la consecuencia en mi caso fue la expulsión definitiva y permanente, mientras que el rector terminó con una fractura. 

    Tras aquel turbulento momento, me incorporé rápidamente al Instituto Jorge Robledo, un colegio laico muy reconocido en la ciudad, donde al año siguiente me reencontré con mis compañeros del Teodoro Hertzl y donde gracias a Dios, pudimos culminar nuestro bachillerato juntos y sin novedad. 

    De hecho, cuando tenía unos 13 años, ya contaba con un buen grupo de amigos, éramos alrededor de quince muchachos, y nos reuníamos regularmente los fines de semana para hacer actividades en las cercanías del colegio.

    Por esa zona, había una gran extensión de tierra, una piscina, una cancha de fútbol y una arboleda llena de mangos y pomas, una fruta tropical deliciosa. Quién diría que, en aquel lugar, tendría que enfrentarme a otra gran disyuntiva...

    Uno de mis amigos se acercó y me dijo: 

    -Tengo una pistola para venderte. 

    Yo en aquel momento pensé que tenerla era cosa de mayores, y decidí comprársela por 300 pesos; obviamente hoy veo con claridad el peligro que pudo haber representado esa decisión en mi vida y aun cuando nada malo pasó y conservé el arma por algunos años, quizá lo que realmente me hace cavilar sobre aquel momento, es cómo terminó aquel amigo.

    Él, a pesar de contar con las mismas oportunidades y formar parte del mismo grupo, en el futuro se convirtió en un colaborador de mafiosos y narcotraficantes; entonces entendí que una mala decisión puede marcar una gran diferencia en tu vida.   

    Como mencioné, yo vivía en Medellín, el lugar donde nací, una

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