Mily
Por Aracely Guzmán
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Con un toque fresco y divertido, Mily descubre sobre las conexiones álmicas cuando Alan es catalizado por su llama gemela a evolucionar traspasando desafíos en un recorrido desde el mundo banal hasta el espiritual. Una historia que pretende ser tan real o fantasiosa como el lector decida.
En un intento por aclarar ideas y ordenar pensamientos la autora desvela aspectos que van más allá de las preguntas ordinarias mediante la sensibilidad de su personaje. Hecha con amor para todo aquel que no solo cuestiona todo a su alrededor, sino a sí mismo.
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Mily - Aracely Guzmán
© Derechos de edición reservados.
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© Aracely Guzmán
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1144-339-5
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Capítulo I
Se enciende la televisión y el programa matutino está en el aire. Escucho al señor de las nieves como todos los días; deben ser las nueve. Me acomodo en el piso y empiezo a ver como aparece una chica curvilínea en un vestido azul brillante para decirnos que el calor va a estar fuerte. No lo sé. Tres veces de la semana pasada bebí un oasis de agua para no deshidratarme y resultó que tuve que pararme en cada árbol a orinar porque me dio frío. Todo es más creíble cuando ponen al señor chaparro y serio diciendo que lloverá a cántaros. Me llamo Mily, por cierto. Vivo en el centro de la ciudad y mi cabello es dorado como el oro, con notas rojizas, hermoso al espectador. Quiero pensar que mis ojos son de color café, aunque nunca he tenido la oportunidad de verlos con detenimiento en el espejo, solo a través de los cristales que reflejan su belleza. No sé cuántos años tengo. Siento que llevo aquí una o dos eternidades. Conozco a mi amo desde que era más joven y tenía una expresión menos preocupada en su rostro. No sé qué edad será pero se siente como la flor de la juventud. Sigo viendo la televisión. Ahora salen unas chicas contorsionándose de extraña manera. Es divertido y el ritmo, pegajoso y me entran ganas de jugar a la pelota con mi amigo Marco. Él viene a veces al negocio de mi amo. Sé que me distrae de mis obligaciones y que debería estar cuidando de Alan chequeando que no haga tonterías, pero es muy divertido pasar tiempo con ese chico. Ahora es turno del tipo musculoso y atractivo que prepara unos ricos huevos con salsa roja a lado de unos chilaquiles con frijoles y queso cottage encima. El truco aquí es poner al fornido de pinta italiana para que las amas de casa se relaman y atraer más espectadoras con esta sección. A mí lo que me hace mover la colita es la comida. Hace una semana sacó una receta que mi amo preparó para nosotros una tarde lluviosa. Estaba un poco molesto conmigo porque me metí en los charcos y para el final de la tarde yo tenía un tono chocolate amargo, por lo que me tuvo que bañar. Lo bueno aquí es que, cuando él cocina, se transforma y puedo ver los colores de su aura con la magia que sabe hacer. No le pide nada al fornido ese de la televisión.
Escucho mi nombre y, al tercer grito, confirmo que mi amo quiere alimentarme. Huele delicioso: inconfundible carne cruda con un toque de romero, sal y pimienta friéndose en mi imaginación. Salgo del cuarto y camino por el pasillo que dirige a la cocina con las paredes naranja intenso, del color que usan los policías que detienen el tránsito, por poner un ejemplo. Le he dicho que pinte de un tono más luminoso y menos ofensivo, pero no me entiende. Literal. Mi amo, con su expresión «¿dónde estabas?», me mira y me avienta un pedazo para que lo atrape. Mastico y disfruto con parsimonia en lo que pienso: «Este hombre es lo máximo». Su nombre es Alan. Alto como el árbol en el que tanto me gusta hacer mis necesidades, diría que es bien parecido, de tez apiñonada, mirada intensa y una boca prominente como el relieve de algunos cuadros de arte, de los cuales mi amo no tiene idea; cabello ébano, barba y manos relativamente largas. Algunas mujeres encuentran este último calificativo muy conveniente, según lo que escuché en mi programa matutino el martes pasado. No entendí muy bien por qué, aunque lo que sí he visto en ellas es que no les resulta desagradable su compañía.
Alan entra a la habitación, apaga el televisor y enciende la música para disponerse a recoger el tiradero que deja todas las noches. Eso me molesta. ¿Qué le pasa? ¡Yo quiero ver a la loca de los horóscopos! Es muy divertida y, aunque no sé cuál es mi signo, me gusta prever ciertas cosas sobre él. Me aburro, salgo de la casa para ir al patio trasero pretendiendo que lo ayudo. Él luce inspirado esta mañana, parece de buenas. Me duermo un rato y, para cuando despierto, ya es hora de irnos al restaurante de mi amo. Me encanta ir; puedo por fin salir a la calle y ver chicos guapos correr, jugar, escarbar y ladrarle a ese gato que traigo atravesado. Llegamos y empieza la rutina: cortar y preparar alimentos. No hay mucha variedad y el local es algo modesto, pero pronto subiremos de nivel, habrá espacio, otros platillos, nuevo mobiliario y quizá necesitaremos gente para expandirnos porque no daremos abasto. Eso dice Alan desde hace dos años y yo le creo, porque el tipo tiene buenas ideas. Por ahora estamos bien con dos ayudantes y una barra; el negocio prosperará. La calle es amplia y el local tiene excelente ubicación. A decir verdad, no entiendo por qué Alan no ha cumplido con crecer. Tenemos muchos clientes y gustan de la comida, el sitio es humildemente concurrido, pero él se ha ocupado en malgastar el dinero en beber, fumar, mujeres, bares etcétera. Debe encontrar en dichas cosas algo que todavía no descubro.
Marco llega y yo salgo moviendo mi coqueta y dorada cola a toda velocidad. Me lanzo sobre él y cae al piso riéndose a carcajadas. Con él llega su abuela para poner las mesas y terminar de dar el punto a la comida. El tráfico corre por el lado principal del negocio, mientras que a lado izquierdo puedo jugar tranquila o desparramar mi cuerpo en el pavimento, si así lo quiero. Creo que hoy recibiremos visitas. Alan no ha soltado el teléfono y no para de reír, por lo que Clara, la abuela de Marco, lo maltrata para que deje lo que hace y ponga atención a lo que dice el cliente de la mesa cuatro.
—Hoy cerraremos temprano —dice sonriendo abiertamente con una mirada pícara.
Empiezo a dar mi último rondín a la cuadra para asegurarme de que todo va bien, mientras Alan y los demás recogen las cosas para irnos a casa. La noche está fresca y se antoja para tirarse en la banqueta a ver la luna con unas deliciosas croquetas de pollo, pero por alguna razón el tiempo parece apresurarse y mi amo luce nervioso. Hace llamadas cada cinco minutos, va y viene recogiendo cosas, ordenando, se prepara para bañarse sin soltar el teléfono y me grita cada vez que me atravieso por accidente. Definitivamente alguien viene y es nuevo. Alan no deja de asomarse a la puerta y veo como su expresión cambia al ver unas luces que se apagan delante de la casa. Baja una chica. Nuestros ojos se dilatan al verla. Se detiene estratégicamente delante de una farola que está muy a lo lejos y su silueta se ve iluminada con un halo amarillo cálido, como si fuera una aparición; avanza un poco y saluda. Alcanzo a escuchar una voz suave y clara. Aunque no entienda lo que dice, me provoca acercarme a lamerle la mano. Debo decir que en muchas ocasiones me falla el oído, pues hace tiempo un chico en un festival arrojó cerca de mí un petardo, lo que me causó una lesión; ahora escucho más con una oreja, si me gritan o si el volumen es alto. ¿En que estaba? ¡Ah, sí! Alan se acerca y le da un beso, la mira como yo veo el bistec de los miércoles por la mañana y se disponen a entrar. Yo, toda emocionada, la rodeo brincando hasta que él me grita, sin dejar de sonreírle a ella:
—Mily, déjala. Vete para atrás.
Me voy a la cocina con la cola entre las patas. Cierro mis ojos y comienzo a soñar con viejos tiempos. Solía vivir en otra casa con el padre de mi amo y su esposa. Alan era diferente, estaba más confiado, sonreía mucho. Él y su padre bromeaban en toda ocasión, disfrutaban molestando a su mamá. Éramos una familia. Felipe ejercía la presión justa sobre Alan para que dejara de comportarse de manera irresponsable, mientras que Sara, su madre, lo malcriaba no permitiéndole hacer las cosas por sí mismo y estando excesivamente sobre él. Pasa en todas las familias, ¿no? Sus hermanos hacían todo acorde a los planes, no necesitaban supervisión. Por otro lado, Alan no sabía qué hacer con su vida. Estudiar no se le daba; la escuela era un punto de recreación y conocimiento de la anatomía femenina, no perdía oportunidad alguna. Veo normalmente en mi programa matutino, cuando ponen a algún especialista en el tema, que la infancia es una edad importante para fomentar los valores y los traumas vividos en esa época, junto con la falta de amor, crean dependencias, trastornos y una serie de comportamientos nocivos que he visto en mi amo. Esto empeoró paulatinamente. Felipe llevaba semanas en el hospital por problemas renales y yo veía a todo el mundo en casa. Los hermanos rara vez iban a visitarlo; la familia estaba dividida, al parecer, por cierto favoritismo. Felipe conocía a sus hijos, sabía que los hermanos de Alan eran capaces de labrarse su camino y que contaban con las herramientas necesarias para ello, pues había invertido en su educación y su inteligencia les permitiría llegar lejos. Alan no era menos que ellos, pero estaba mal enfocado, aunque había mucho