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Los momentos en que Dios es música
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Los momentos en que Dios es música
Libro electrónico155 páginas2 horas

Los momentos en que Dios es música

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Los momentos en que Dios es música está narrado en primera persona por una joven de diecisiete años que vive en la provincia de Turín en la década de los ochenta.

Su vida viaja por dos vías. Por una parte, está la rutina de una familia rota, con una madre abandonada y una hermana que parece una extraña; trabajan mucho para saldar deudas y pagar a los usureros, perdidas en la niebla de la llanura rural y esclavas de una tienda de comestibles que les proporciona lo mínimo indispensable. Por otra parte, están su sueño de ser bailarina y de llevar una vida diferente y su trayecto diario en tren hasta Turín, donde estudia y da sus primeros pasos hacia una carrera difícil y efímera.

En su historia están presentes los amigos con quienes comparte su viaje cotidiano, las personas con las que sueña con triunfar y otras con las que teje relaciones solo en parte sentimentales. Lo que cuenta son la música y la transformación que experimenta sobre el escenario. La audición para su primer espectáculo importante, la fatiga de los ensayos y la magia del debut son instantes de su vida que ella fotografía con esmero.

Los capítulos no tienen título, solo números que buscan subrayar «la instantánea» de cada momento pasado en esta aventura. Muchas polaroid que retratan un mundo en el que la protagonista tiene que vivir su adolescencia y que componen su sueño en un momento en el que la vida le permite por lo menos intentar que este se haga realidad.

Una banda sonora acompaña su aventura, veinte canciones que transportan a aquellos años.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento12 jun 2016
ISBN9781507143834
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    Los momentos en que Dios es música - Paola Ferrero

    A Fabrizio, que me acompaña

    y a menudo participa;

    a Terpsícore,

    que mueve mis pensamientos.

    Prólogo

    Años 80, no importa exactamente cuándo. Una época en la que se respiraba frivolidad, en la que todo el mundo coqueteaba con el éxito y hacía que pareciera fácil, en la que todo parecía casi posible.

    Un pueblecito de la provincia de Turín, no importa cuál. En la niebla de cualquier estación del año todos los lugares tienen el mismo aspecto. Y la misma esencia.

    Una chica como tantas, con su vida complicada y sus sueños.

    Una pasión fortísima a la que aferrarse.

    Una música de fondo, constante y omnipresente, que le da un ritmo y un sentido a todo...

    1

    Antes de accionar la manilla de la puerta, recojo mi bolsa del suelo y me la cuelgo en bandolera. Me he puesto de pie antes de que el tren se detuviera, cuando al acercarse a la estación ha empezado a aminorar.

    Me gusta mirar hacia fuera cuando el tren va despacio, sobre todo si son paisajes que conozco. Ya sé que una vez llegue a la estación tendré que retroceder caminando hasta la altura del paso a nivel, del campo deportivo, del paso elevado...

    Lo hago todos los días y ahora ya se ha convertido en algo automático. Ni siquiera se me hace pesado.

    El tren se para, abro la puerta y bajo los dos peldaños. A la vuelta siempre me quedo sentada en el suelo, entre compartimentos, cerca de la salida. No tengo ganas de buscar sitio después de ver como se cierran las puertas entre mis amigos, que se quedan en Turín, y yo, que vuelvo a casa.

    Fuera hace frío. No me molesta. Recorro el andén y salgo de la estación sin mirar a mi alrededor. No hay mucho que ver. Muchos ladrillos grises, alguna planta, bancos, puertas y oficinas cerradas, una taquilla, un quiosco y alguna persona que viene o que va, nadie que me importe.

    Pues eso, salgo de la estación. Giro a la derecha y después otra vez a la derecha en el semáforo. Bajo por la calle hacia mi destino, con pasos seguros y la cabeza gacha. Ya ha oscurecido y el aire está impregnado de humedad, como siempre. Un cono de aire blanco señala la presencia de las farolas que me guiarán en la niebla. A partir de un cierto punto se acaba la acera y tengo que cruzar al otro lado de la calle de modo que los coches me vengan de cara. Bordeo paredes grises, la fábrica y las casas. Después el espacio se abre y de nuevo siento la pendiente que aumenta y que tira de mí hacia la tienda donde me espera mi madre. Diez minutos de recorrido desde la estación. Parece una vida cuando caminas entre la niebla algodonosa, o sea, al menos diez meses al año.

    Antes de decidirme a entrar en la tienda vuelvo a cruzar la calle. Paolo está cerrando y voy a charlar un rato con él, como cada vez que lo encuentro solo. La gasolinera está desierta. A esta hora casi todos por aquí están cenando al calorcito de sus cocinas. Son las siete y media de la tarde y las persianas metálicas de las tiendas ya están todas medio bajadas, incluida la de nuestra tienda de comestibles.

    Paolo es majo. Hace un par de años que lo conozco y nos divertimos incordiándonos. No hay vez en la que él no empiece con los dobles sentidos y que yo no los secunde. No pierdo nunca la ocasión de darle a entender que no me parecería mal si lo intentara. Sé que lo hará, tarde o temprano, pero es un chico responsable. Y tiene novia. No es que yo quiera quitarle el sitio a Irene, nunca podría ir en serio con el empleado de una gasolinera. Quizá no sea lo bastante capullo como para gustarme y si se lo volviera, dejaría de interesarme.

    Me ve llegar desde lejos, a pesar de la niebla. Me saluda con unas manos que huelen a gasolina, como siempre. Su sonrisa pícara me da a entender que ya está elucubrando algo que decir. Mientras hablamos y reímos lo miro fijamente a los ojos. Son verde oro, un color que me gusta mucho y que no es fácil de encontrar. El pelo lo tiene castaño claro y hace poco que se lo ha cortado. Ahora las orejas, pequeñas y perfectas, le quedan bien a la vista, con un brillantito en el lóbulo izquierdo. Sé que a su madre no le ha gustado el pendiente. No se ven muchos de esos por aquí.

    Pierdo tiempo.

    Mi madre me llama desde la tienda, es hora de irse. Ya ha cerrado caja, ha contado el poco dinero que da diariamente ese lugar y ha calculado lo que habrá que comprar al por mayor mañana a la hora de comer.

    A mí no me entusiasma este sitio. No sé si es por la afrenta que representa para mi vida o si lo único que me fastidia es que sea tan normal. Tener una tienda de comestibles no es particularmente interesante, aunque en el fondo hasta me divierto cuando trabajo ahí ayudando a mi madre y a mi hermana. Quizá porque doy por sentado que durará poco y que ese no será mi trabajo. No el de verdad.

    Me despido de Paolo y voy hacia donde está mamá. Ella, mientras tanto, baja la persiana metálica y abre el coche, nuestro 127 «sport-quería» rojo tomate de última mano. El único coche que podemos permitirnos. El único que podíamos pagar al contado en el concesionario después de que se nos llevaran el Uno.

    Tiro la bolsa al asiento trasero, que pasa rozando a mi hermana Maria. Me siento y mantengo la charla de rigor mientras vamos a casa. Otros veinte kilómetros, más o menos. En la nada más absoluta.

    Mamá se interesa mucho por saber cómo me ha ido el día. Le sirve para distraerse de lo que ha hecho ella, de las clientas caprichosas y ladronas a las que atiende cada día con una sonrisa estampada en los labios. Tampoco era esto lo que ella quería. Pero mi madre es una mujer práctica. Nunca ha estado más de una semana sin trabajar, ya fuera cuidando de una anciana, dando clases particulares de francés y matemáticas o haciendo de secretaria o de canguro. Y, a pesar de todo, nunca se ha quejado de la vida.

    Así que le cuento mi día con pelos y señales, a quién he visto, qué clases he hecho y con qué sorprendente resultado. Yo trato de vivir su sueño de ser bailarina y ella intenta hacer todo lo posible por ayudarnos a mi hermana y a mí a llegar a la mayoría de edad sin que tengamos que hacer demasiados sacrificios.

    En casa cenamos, comemos los alimentos de la tienda que están caducados o a punto de caducar. Prácticamente todo es comestible incluso días después de su caducidad: leche, yogures, pasta, galletas, congelados, quesos... La fruta y las verduras casi siempre se las comen ellas, porque a mí no me gustan. En la mesa todo transcurre tranquilamente.

    Después, Maria y yo nos vamos a arreglar. Esta noche también iremos a bailar. Vamos todas las noches que la discoteca está abierta, en verano y en invierno. A veces es solo un visto y no visto, para no volver muy tarde a casa. Tenemos una tarjeta que nos da el acceso gratuito: ventajas de ser mujer. Como también lo es conseguir con facilidad que nos lleven en coche o en moto.

    Nunca me visto demasiado elegante, total, no voy para tener una vida social.

    Yo, a la discoteca, voy a bailar. Punto. Desde que entro hasta que es la hora de salir no me muevo de la pista, hablo solo con Maria o con quien ya conozco y ni bebo ni uso el baño ni me siento en los sofás. Excepto cuando tengo novio. Pero si no es uno a quien le guste bailar, la historia no dura, a menos que nos veamos solo los días que la discoteca está cerrada.

    Maria y yo nos despedimos de mamá y, con algo de prisa, vamos a pie hasta la plaza. Hay que encontrar el vehículo adecuado, la vespa es la última opción. Hace frío. Para llegar hasta la plaza tenemos que cruzar medio pueblo, con la gente que nos mira desde detrás de los visillos y que mañana tendrá algo que contar. No soporto a esta gente de pueblo, cerrada en su ritmo agrícola y en la moral superficial de las habladurías entre vecinas. Basta con tener una pizca de originalidad para convertirse en el argumento de unas historias fantasiosas y nunca demasiado benévolas. Y, sin embargo, me he amoldado, en un cierto sentido, rebelándome. Soy extremada hasta cuando hago cosas normales y aunque no soy para nada una fresca, hago todo lo posible por dar la impresión de serlo.

    De modo que Maria y yo nos divertimos emperifollándonos de forma extravagante para ir a bailar, cada vez con un disfraz diferente. Porque sí, en el fondo nos disfrazamos. Un carnaval perenne para uso exclusivo de un hatajo de estúpidas chismosas.

    Massimo, en su Golf negro, nos lleva a nuestro destino. Maria enseguida encuentra a unos amigos suyos y yo me dirijo con calma hacia la pista pequeña, la de los espejos. Mi rincón. La auténtica velada aún no ha empezado, pero yo comienzo de inmediato a bailar, para ir calentando. En realidad, no miro mucho hacia los espejos, bailo con la mirada puesta en la pista más grande, pero tengo mi espacio asegurado y nadie me moverá ni un paso de aquí.

    Estoy a gusto. Cuando bailo estoy mejor.

    Me muevo. Me desinhibo. Me olvido de todo.

    Las vibraciones de la música parecen formar parte de mí y las sigo como si estuviera en trance. Cuando bailo siempre es así. Soy una especie de marioneta y dejo que la música me lleve donde ella quiera. No hay otra sensación que me dé la misma paz. No tengo preocupaciones de ningún tipo.

    De vez en cuando viene Maria para presentarme a alguno. Como si fuera mi relaciones públicas, todos pasan primero por ella. Yo saludo y sigo bailando.

    La noche termina, por lo menos para nosotras. No se nos puede hacer demasiado tarde. Buscamos a nuestro acompañante y regresamos.

    Maria ha bebido un poco. Siempre intentan emborracharla y a veces lo consiguen. Mamá duerme y nosotras nos vamos a la cama, cada una a su habitación. Tranquilas.

    Por la mañana el despertador suena temprano. Tenemos que ir al pueblo de al lado a recoger el pan recién horneado, lo cargamos en el coche y cogemos la nacional, que está envuelta en la blanquecina niebla. No se ve a un metro, pero seguimos, tenemos que seguir. La poca luz de la mañana no nos ayuda, pero el coche ya se sabe el camino.

    Abrir la tienda es una operación habitual, rápida. Subimos la persiana metálica y encendemos las luces del local y de las vitrinas frigoríficas. Colocamos el pan en las cestas, sacamos la fruta y las hortalizas de la nevera y ponemos los embutidos y los quesos en su sitio, con las etiquetas del precio clavadas encima. Dentro de poco llegará la furgoneta de la leche, hay pedidos, género que caduca. Una ojeada rápida a todo, la apertura de la caja... Y después, la espera.

    Algunas mañanas pasan casi sin ningún cliente, mientras nosotras estamos ahí, preparadas. Siempre hay algo que hacer, pero cuando no ves entrar a nadie se te quitan las ganas. El sábado, además, está el mercado en el centro. Nuestras clientas pasan por delante de la tienda cargadas de bolsas y saludan, pero a menudo no entran.

    En la gasolinera, ahí enfrente, Paolo está ya manos a la obra. Gasolina, ventanillas, aceite, agua y algún neumático que inflar. Me saluda con un gesto, yo correspondo y vuelvo a entrar en la tienda. Hay tiempo, antes de la hora de comer vendrá a comprarse el bocadillo de los sábados, así que tendremos ocasión de hacernos las bromas tontas de siempre y de fantasear.

    Por fin entran algunos clientes. Poca cosa, pero algo es algo. Hay movimiento en la caja.

    Hace un año un tío me apuntó con una pistola, justo aquí, en la caja. Fue una cosa extraña, ni siquiera sé si tuve miedo. Estaba muy

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