El pequeño héroe
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El pequeño héroe - Fiódor Dostoievski
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CLASICOS---El-Pequeno-Heroe-epub
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El Pequeño Héroe
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Tenía yo entonces menos de once años. En julio me dieron permiso para pasar una temporada en una hacienda de las cercanías de Moscú con un pariente mío, T, que recibiría allí a cincuenta invitados, acaso más, no recuerdo; no los conté. Todo era barullo y alegría. Parecía un juego que había empezado con el objetivo de no terminar más. Parecía que nuestro anfitrión se había propuesto derrochar cuanto antes su enorme fortuna, y, en efecto, no hace mucho tiempo logró concretarlo, es decir, lo despilfarró todo, hasta la última viruta, hasta el último centavo, hasta quedarse absolutamente sin nada. En cada momento, llegaban nuevos invitados. Moscú estaba a dos pasos, a la vista, de modo que los que se iban dejaban sencillamente su lugar a otros, y la jarana seguía su curso. Las diversiones se sucedían sin interrupción y no cabía prever cuándo terminaría el jolgorio. Algunas veces era una excursión a caballo por los alrededores, en grandes grupos; otras era una vuelta por los pinares o un paseo en barca por el río; recorridos campestres, comidas al aire libre, cenas en la terraza de la casa, adornada por tres hileras de flores exquisitas que saturaban con su perfume el aire fresco de la noche, bajo una iluminación deslumbrante. Con ayuda de las luces, nuestras damas, de por sí bonitas casi todas, parecían aún más encantadoras, con el rostro animado por las impresiones del día, con los ojos relampagueantes, con el rápido tiroteo de sus conversaciones rebosantes de una risa sonora como una campana; danza, música, canto; si el cielo estaba encapotado, se organizaban tableaux vivants, acertijos, adivinanzas; se hacía teatro casero. Aparecía gente que hablaba hasta por los codos, que contaba historias, todas ingeniosas.
Algunas caras se perfilaban nítidamente en primer plano. La maldad y la murmuración estaban a la orden del día, pues sin ellas el mundo no gira y millones de personas morirían como moscas, de aburrimiento. Ahora bien, yo con mis once años, no me cuidaba entonces de estas personas, atraído por cosas muy diferentes, y si me percataba de algo no era ciertamente de todo. Más tarde hubo algún detalle que recordar. Sólo el aspecto luminoso del cuadro se alzó claro ante mis ojos infantiles: la animación general, el brillo, el ruido. Todo esto, nunca visto ni oído por mí hasta entonces, me causó tal impresión que en los primeros días me sentí aturdido y mi pequeña cabeza daba vueltas.
Pero hablo de mis once años, y en efecto era un niño, sólo un niño. Muchas de aquellas bellísimas mujeres no pensaban todavía, al acariciarme, en ponerse al nivel de mis años. Ahora bien, me sentía dominado por cierta sensación que —¡cosa rara!— a mí mismo me era incomprensible. Algo susurraba en mi corazón, algo hasta entonces desconocido, misterioso, que lo hacía arder y latir como asustado y que me cubría el rostro de un rubor inesperado a cada instante. De vez en cuando me avergonzaba y hasta me ofendía ante la variedad de mis privilegios infantiles. Otras veces sentía una especie de asombro que me obligaba a meterme donde no pudiera ser visto, para recobrar el aliento y para recordar alguna cosa: qué habría sido aquello que, por lo visto, había recordado muy bien hasta entonces y había olvidado de repente, pero sin lo cual no podía presentarme en ninguna parte y sencillamente me era imposible vivir.
Finalmente pensé que ocultaba algo de los ojos de todos, pero por nada del mundo se lo hubiera revelado a nadie, porque me daba —a mí, personaje minúsculo— una vergüenza horrible. Pronto llegué a sentirme solo en medio del remolino que me rodeaba. Había otros niños, pero todos eran o mucho menores o mucho mayores que yo, y, no me interesaban. Por supuesto, esto no habría ocurrido de no haber estado en una situación tan excepcional. Para esas bellísimas damas yo era todavía una criatura pequeña y borrosa, a quien a veces les gustaba acariciar y con quien podían jugar como con un muñeco.