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Helio-3: Helio-3, #1
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Libro electrónico429 páginas5 horas

Helio-3: Helio-3, #1

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El sistema estelar es perfecto. Los recién llegados han emprendido un largo y peligroso viaje -una expedición sin retorno- en busca de helio-3, esencial para la supervivencia de su especie. El descubrimiento de este extraordinario sistema solar, con sus cuatro gigantes gaseosos, ofrece una oportunidad única para cosechar el raro isótopo.

No están solos. Otra flota está aquí, y es igual de dependiente del helio-3. Y las dos especies son tan fundamentalmente diferentes que la comunicación y el compromiso parecen imposibles. Todo lo que queda es una lucha a muerte y por el futuro...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ago 2022
ISBN9781667440309
Helio-3: Helio-3, #1

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    Helio-3 - Brandon Q. Morris

    Helio-3

    HELIO-3

    Batalla por el Futuro

    BRANDON Q. MORRIS

    HardSF.space

    Índice

    Helio-3: Batalla por el Futuro

    Nota del autor

    Extracto: Nación de Marte

    Helio-3: Batalla por el Futuro

    43 de Frien, 298

    —¡Cuidado con el muro! ¡Cuidado!

    Kimikizu se dio la vuelta para no ver la colisión. Se lo había explicado ya tres veces: desde el día anterior, la nave frenaba a tope y, por tanto, Niribinu debía inclinar sus alas más despacio al hacer los giros. ¿Por qué tenía que impartir clases de vuelo a esa chiquilla engreída de solo cuarenta y tres días? Seguramente sus habilidades eran más necesarias en el departamento de navegación.

    —¿Qué tal lo he hecho?

    Increíble. Niribinu se había golpeado contra la pared como un trapo mojado, ¿y su alumna esperaba que la felicitara?

    —¡Vamos, venga! La caída en picado de antes fue alucinante, ¿verdad?

    No. No elogiaría a esa inútil si no se lo merecía, aunque dentro de unos meses Niribinu terminara siendo su jefa. Eso había sido cuestión de suerte. Cuando la navegante suprema había muerto, setenta y tres días antes, el huevo de su pupila había sido el siguiente. La propia madre suprema la había incubado, y la envergadura de Niribinu era ahora casi tan grande como la suya. Sin embargo, su ego era unas diez veces mayor.

    Eso confirmaba la hipótesis de Kimikizu de que el carácter débil era innato. En ese caso, no podía deberse a la madre suprema pues a esta se la consideraba una iks excepcionalmente humilde que lo había visto todo a lo largo de sus 320 ciclos de vida, incluido el lanzamiento desde el mundo natal.

    —Voy a quejarme de ti a los líderes supremos, Kimikizu. No puedo aprender si no me enseñas cómo.

    ¡Que no la…! Kimikizu tuvo que contenerse para no chasquear el pico ante aquella idea. Su alumna quería recibir halagos, pero no iba a cumplir su deseo. Miró el techo del inmenso hangar donde hacían los ejercicios de vuelo. Ya habían oscurecido dos tercios, lo que significaba que su turno terminaría pronto.

    —Lo único que tienes que hacer para aprender es mirarte en el espejo, Niri.

    Utilizó deliberadamente la abreviatura de su nombre, que se usaba para los polluelos —ningún iks adulto respondería al llamarle así—, pero Niribinu no pilló el insulto. O bien no se había dado cuenta, porque todavía estaba acostumbrada a que se refieran a ella de ese modo, o bien tenía el talento de filtrar lo desagradable. Pero era imposible ignorar los efectos de su choque con la pared. Tres de las plumas de su cabeza estaban rotas. En el lado en el que sobresalía su cráneo desnudo, un bulto se estaba volviendo marrón.

    —Oh —murmuró Niribinu, volviéndose como si hubiera un espejo detrás de ella en lugar de la pared por la que acababa de deslizarse.

    —Sí. El aterrizaje no fue óptimo —dijo Kimikizu. Tuvo que contenerse para evitar que su pico chocara con fuerza.

    —Atención. Atención. —Un anuncio resonó de repente—. Navegantes al centro de control, por favor.

    «Ja», pensó, «me he salvado por hoy».

    —Lo siento, debo irme. Nos vemos mañana para el entrenamiento de vuelo, a la misma hora.

    Niribinu se despidió con el tradicional saludo.

    —Viento en popa.

    Al menos fue educada.

    Para llegar al centro de control, Kimikizu utilizó uno de los grandes túneles de viento que recorrían toda la nave. Aunque le llevó más que con la cápsula de tubos neumáticos, disfrutó del esfuerzo. Cuando llegó, las demás navegantes ya se habían situado en sus asientos. El suyo estaba en el lateral. Entró con una palmada, desplegó las alas y se acomodó. No era necesario por el momento, ya que el rumbo estaba fijado y no se podía cambiar desde los sillones de control. Pero las navegantes tradicionalmente celebraban sus reuniones tumbadas, aunque Kimikizu no conectó los sensores de movimiento a sus alas y patas, como habría hecho en otras circunstancias.

    —Novias del viento —las saludó la navegante suprema.

    Según la tradición, los navegantes solo eran hembras. Se decía que el sexo femenino tenía un mejor sentido del rumbo, simple y llanamente.

    —Los guardianes del conocimiento han conseguido por fin recopilar los datos de los vuelos de reconocimiento, las sondas automáticas y los telescopios de a bordo —dijo la navegante suprema.

    Ya era hora. Si no reducían pronto la velocidad interestelar a la estelar, la nave abandonaría ese sistema en una trayectoria hiperbólica. Kimikizu se estremeció porque la mera idea la asustaba. Los iks habían abandonado su mundo hacía casi trescientos ciclos porque los guardianes habían encontrado un sistema que garantizaría la supervivencia de su especie los próximos diez mil millones de años. ¿En qué otro lugar se podían hallar cuatro gigantes gaseosos?

    Últimamente, Kimikizu había soñado con desplegar sus alas en las capas de nubes del más grande y embarcarse en un viaje interminable. Eso era la libertad. Le parecía casi irrelevante que los planetas también ofrecieran vastas reservas del material que su pueblo necesitaba para sobrevivir. Podría seguir volando sin ningún otro ser vivo, solo con las alas extendidas.

    Eso no era realista, por supuesto: también necesitaba comida y agua. Pero los sueños formaban parte de la vida.

    —Entrando en la órbita de la estrella central como estaba previsto.

    «Oh, vaya», se lamentó Kimikizu porque no había prestado atención a la navegante suprema. El techo del centro de control cambió y apareció una enorme estrella blanca. Parecía irreal. El sol de su mundo había brillado con un agradable color rojo pero, tras millones de años, su producción de energía había disminuido constantemente. Esta estrella, en cambio, estaba en su mejor momento. Aunque siempre habían intentado acercarse al sol de su mundo para seguir sintiendo su calor, tendrían que estar pendiente de la distancia con respecto a ese.

    La imagen cambió y la estrella se encogió.

    —La pantalla ya no está a escala —anunció el capitán, aunque probablemente todos habían llegado a esa conclusión. Junto a la estrella había un objeto redondo, un planeta rocoso de color marrón grisáceo, cuya superficie presentaba marcas de quemaduras de la estrella y estaba salpicado de cráteres de meteoritos.

    —Temperaturas entre sesenta y ciento cincuenta lini —explicó la navegante suprema. A veces hacía un frío glacial, y otras, mucho calor. Kimikizu sabía cuál era el plan, por supuesto. Por muy inútil que pareciera ese planeta, era la pieza crucial de su puzle de supervivencia. Solo cuando los guardianes confirmaron que habían encontrado un planeta terrestre en la proximidad de una estrella, quedó claro que su pueblo aún tenía una oportunidad.

    —Seguro que imagináis que vamos a daros buenas noticias, ¿verdad? Pues sí. El planeta está deshabitado.

    Las navegantes lo celebraron con entusiasmo, y Kimikizu se unió a ellas. Los líderes supremos, junto con los 10.000 miembros de la nación iks, habían discutido mucho sobre qué harían si llegaban a aquel planeta rocoso y descubrían que ya estaba colonizado. Al fin y al cabo, a su mundo le esperaba un destino cruel. O colisionaría con su estrella o pasaría, los próximos mil millones de ciclos, inmerso en el frío cósmico.

    —¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Lobozinu. La anciana era la única que se atrevía a hacer preguntas tan directas a la navegante suprema.

    Kimikizu trató de recordar la última vez que Lobozinu había desplegado sus alas. Por lo general, solo paseaba por los pasillos del arca. Pero era conocida por su agudo ingenio. Se había criado en el mundo natal con la navegante suprema, y se rumoreaba que incluso habían salido del mismo nido, un nido de verdad, ya que en aquella época todavía se construían con ramas de almendro.

    —La maniobra comenzará, como muy tarde, dentro de dos días —señaló la navegante suprema.

    Algunas de las presentes repiquetearon sus picos en silencio. Kimikizu también se sorprendió.

    —Sí, no es mucho tiempo —dijo la navegante suprema—. Pero lo he consultado con el Oráculo de la Incertidumbre, y está seguro de que realizaremos la maniobra.

    —Entonces, ¿por qué nos hemos reunimos aquí? —preguntó Lobozinu.

    La navegante suprema graznó. Kimikizu pensó que iba a ordenarle que cerrara el pico. Sin embargo, guardó silencio. ¿La navegante suprema buscaba el modo más adecuado para contestar? Finalmente, dijo:

    —Los exploradores insisten en que una navegante asista a la maniobra.

    Aquella idea iba en contra de la tradicional división del trabajo entre géneros. Kimikizu se asustó. ¿Era buena idea empezar en el nuevo sistema con una revolución?

    —Sé lo que estáis pensando —afirmó la navegante suprema—. Yo tenía mis dudas, pero el explorador supremo logró disiparlas. No se trata de que hagamos el trabajo de los machos. Es muy arriesgado acercarse al planeta desde la velocidad interestelar. No podemos cometer ni un solo error, ya que no habrá segundas oportunidades. Sin embargo, no es posible calcular con precisión la trayectoria de antemano. Por esa razón, debe haber una navegante a bordo de la nave exploradora.

    —¿No podría el Oráculo de la Incertidumbre calcular el rumbo a distancia y transmitirlo a la nave? —preguntó Lobozinu.

    —Debido a la distancia y a la alta velocidad, el margen de error es demasiado grande. Alguien a los mandos de la nave exploradora tiene que calcular la trayectoria.

    —Tienes razón, navegante suprema —dijo Lobozinu en tono apaciguador—. ¿Y ahora?

    —Podría designar a una candidata —indicó la navegante suprema—, pero preferiría que alguna de vosotras se presentara voluntaria. Ya sabéis que no siempre es fácil con los exploradores.

    «Con los machos», pensó Kimikizu. «Quiere decir, con los machos en general».

    —La navegante que se ofrezca como voluntaria no debe ser vacilante, y debe ser capaz de ponerse el alpiste donde tiene el pico en caso de emergencia —afirmó la navegante suprema.

    Lobozinu se rio.

    —Oh, esa habría sido una tarea perfecta para mí —comentó—, hace diez años. Imaginad lo divertido que será la experiencia.

    Nadie más respondió. Kimikizu vio cómo todas intentaban hundirse más en sus cojines. El tiempo pasaba con una lentitud increíble.

    Después de lo que a Kimikizu le pareció un silencio interminable, la navegante suprema dijo:

    —La nave partirá poco después de medianoche y la travesía durará dos o tres días. Os concederé una hora para que os lo penséis. Después, si nadie se ofrece voluntaria, tendré que elegir una candidata.

    «Dos o tres días». Había pasado toda su vida a bordo de la nave de generación que sus antepasados habían instalado en el hueco de un asteroide. Ahora tenía la oportunidad de salir durante, al menos, dos días. Hizo sonar su pico inconscientemente.

    —¿Kimikizu?

    La navegante suprema debió oírla. Pero no pretendía presentarse. ¿O sí? Kimikizu pensó en sus entrenamientos con Niribinu. Si iba de voluntaria, no tendría que soportar a esa mimada mocosa durante dos días. ¿No valía la pena solo por eso?

    —¿Sí, navegante suprema?

    —Me dio la impresión de que querías decir algo.

    —Sí. —Kimikizu no podía creer que acabara de contestar eso.

    —Sí, ¿qué? —preguntó la navegante suprema.

    Todavía podía retractarse. Lo único que tenía que hacer era inventarse algo. Sin duda, eso enfadaría a la navegante suprema, pero qué importaba. Su carrera ya estaba predeterminada desde el huevo. No había necesidad de ir más allá.

    —Yo acompañaré a los exploradores —afirmó Kimikizu.

    Ahora sí que no podía echarse atrás. Dejaría el arca y volaría a ese planeta. «Maldita sea», pensó ella, ¿en qué se había metido? Sus entrañas emplumadas se retorcieron.

    —Genial, Kimikizu —exclamó la navegante suprema—. Lo harás muy bien.

    —Y lo más importante: te vas a divertir, querida —añadió Lobozinu—. Te envidio, me encantaría hacer ese viaje.

    Diversión. Gloria. Kimikizu no estaba segura de que estar a la altura. Siempre le habían faltado agallas para convertirse en heroína. Pero valía la pena con tal de no tener que entrenar con Niribinu los próximos dos días.

    La flota red

    Veinte nuevas estrellas aparecieron en el borde del sistema. Al menos así lo habría parecido a primera vista a alguien que estuviera en la superficie de uno de los planetas que orbitaban alrededor de aquel brillante sol amarillo. Sin embargo, desde cerca no eran estrellas nuevas las que aparecían de repente, sino puntos de luz que brillaban con intensidad y que se habían formado en el vacío helado del espacio sin razón aparente. No permanecieron estables mucho tiempo. Apenas unas décimas de segundo después de que se materializaran se expandieron y, en el centro de cada una, apareció una mancha oscura, aunque la palabra «oscura» no hacía justicia a la impresión que daban: no eran solo la sensación de ausencia de luz, sino más bien la ausencia de todo. Era como si una veintena de agujeros atravesaran el tejido del universo... y eso era justo lo que había ocurrido.

    Veinte naves espaciales salieron de otros tantos agujeros de gusano, regresando al espacio exterior. Una de las naves apenas logró salir antes de que el agujero de gusano se encogiera para, luego, contraerse en un punto de luz que se desvaneció enseguida. Las nuevas «estrellas» desaparecieron tan rápido como habían aparecido.

    En una de las naves, el comandante red Kasfok abrió sus tres ojos derechos y miró sin piedad al alborotador que había osado interrumpir su meditación. De mala gana, soltó sus patas traseras de la red, abrió sus tres ojos izquierdos, giró y se dejó caer a través de un nuevo hilo al suelo de la sala de meditación.

    Desde la entrada, el buscador de hilos Jokar tamborileó en el suelo con sus dos patas delanteras, comunicando un saludo junto con una disculpa por perturbar la sesión de meditación. Kasfok recibió las vibraciones y emitió una nube de feromonas que señalaba su saludo e indulgencia.

    —Informe —ordenó como un tambor.

    —Todas las naves han llegado al objetivo. La localización remota ha sido confirmada.

    Kasfok estaba satisfecho, de hecho, más que eso. Como comandante red, no solo era responsable de aquellas veinte naves, sino que el destino de su especie dependía de sus mandíbulas. Y esa supervivencia dependía de su capacidad para reponer sus menguantes recursos energéticos. Esa transferencia de agujero de gusano había sido la última que podían hacer utilizando sus generadores de salto, ya que los reactores de fusión carecían del combustible de helio-3 para crear la energía necesaria para otro. Habían apostado por ese sistema porque era único entre los sistemas solares de la galaxia.

    «Quizá no sea único, pero sí una excepción», pensó Kasfok.

    La Vía Láctea tiene un número inconcebible de planetas, pero solo unos son gigantes gaseosos. Esos casi siempre tienen órbitas muy cercanas a su sol, lo que hace que el acceso a ellos sea problemático, si no imposible. Es extremadamente raro encontrar un gigante gaseoso que esté lo suficientemente lejos de su estrella como para permitir la extracción de helio-3 de su atmósfera. El helio-3 se convertiría inevitablemente en una fuente de energía vital, una materia prima codiciada por todas las especies espaciales.

    En los planetas gaseosos, el isótopo de helio se encuentra en su proporción cósmica original. Esta proporción es mayor que en cualquier planeta rocoso, lo que significa que los planetas gaseosos son la fuente preferida y más codiciada de esta preciosa sustancia. Así pues, los planetas gaseosos que orbitan alrededor de sus respectivos soles a distancias adecuadas ocuparán los primeros puestos de la lista de cuerpos celestes que buscarán los astrónomos de todas las especies inteligentes. Encontrar un sistema solar con cuatro planetas con estas características sería un increíble golpe de suerte para cualquier civilización espacial. Ah, pero eso era lo que habían conseguido. Para el remanente que aún existía, por el momento, el futuro de su pueblo estaba asegurado.

    —¿Qué muestran los escáneres? —preguntó Kasfok.

    —Lo que esperábamos, comandante red. Cuatro gigantes gaseosos a una distancia considerable de la estrella central. No será difícil recoger helio-3 de sus atmósferas. —El buscador de hilos Jokar emitió una nube de satisfacción. Era el responsable de la navegación de la pequeña flota, a la que había llevado sana y salva con lo último de sus reservas de energía.

    —¿Hay señales de vida en este sistema?

    Esta era su mayor preocupación. Ya no disponían de los recursos para defenderse de cualquier civilización avanzada que pudiera encontrarse en el sistema de destino.

    —¡No, comandante red! Ninguno de los planetas está habitado. No recibimos ninguna señal de radio, y no hay emisiones de calor locales en ninguno de los planetas que indiquen asentamientos o sistemas de generación de energía. Somos los únicos seres vivos de este sistema.

    Complacido, Kasfok blandió sus mandíbulas. Recuperó los resultados de los escaneos y los datos de los sensores en un terminal situado en la pared de la sala de meditación. Un simple vistazo echó por tierra las débiles esperanzas que tenía de encontrar un nuevo hogar para su especie en el sistema. Ninguno de los planetas era apto para el asentamiento de los mendraki. De hecho, había dos planetas que orbitaban dentro de la zona habitable. Por desgracia, uno carecía casi por completo de atmósfera, y el otro mostraba un contenido de oxígeno demasiado alto para que su especie pudiera sobrevivir. Tendrían que seguir buscando.

    Sin embargo, algo en aquella maraña de datos llamó su atención.

    —¿Qué es esto? —preguntó en el hilo de comunicación.

    —Nada importante, comandante red. Se trata de un asteroide. Probablemente sea un objeto procedente del espacio profundo atrapado por el campo gravitatorio del sol. Con la trayectoria que lleva, se desintegrará en el sol.

    —¡Informa a los otros capitanes! Dentro de unos pulsos, daré la orden de iniciar la maniobra de frenado.

    Poco después, Kasfok entró en el puente de la nave líder de la flota. Los otros capitanes ya estaban en las pantallas, esperando sus instrucciones. Aunque no se podían transmitir feromonas por radio, casi era posible oler los distintos sentimientos encontrados. Cada uno de ellos esperaba con una extremidad de comunicación pendiente de un hilo. Las instrucciones de Kasfok se traducirían en impulsos eléctricos y se transmitirían al receptor en forma de vibraciones del hilo de comunicación. Todos podrían sentir sus palabras.

    Nos todos eran partidarios suyos ni estaban a favor de su liderazgo. Kasfok sabía que había vibraciones silenciosas que exigían su sustitución. Nadie se había atrevido aún a expresarlo, pero el número de los que querían ver a un comandante red más joven iba en aumento. Kasfok era consciente de que algunos capitanes simpatizaban con esa idea. Pero ahora se encargaría de quitar el viento de las telarañas de sus críticos. Bajo su liderazgo, se había encontrado el mayor tesoro posible. Era el salvador de los mendraki y pasaría a la historia como tal.

    Justo cuando estaba a punto de dar instrucciones para una maniobra colectiva de la flota, una vibración resonó a través del hilo de comunicación. Los demás capitanes también la recibieron.

    —¡El asteroide! —dijo el explorador Holmak—. ¡Está cambiando de rumbo!

    Kasfok emitió involuntariamente una nube de feromonas de sorpresa.

    —¿Cómo puede un asteroide cambiar de rumbo?

    —Ahora se dirige al planeta interior, que es ardiente e incapaz de albergar vida alguna.

    —Esa no era mi pregunta… —increpó Kasfok al explorador. Aunque temía la respuesta, repitió—: ¿Cómo puede un asteroide cambiar de rumbo?

    —Debe... —Holmak hizo una pausa, como si algo en él le impidiera transmitir el mensaje—. El asteroide no es un simple asteroide. Es decir, probablemente sea un asteroide hueco transformado en nave espacial.

    El comandante red Kasfok sabía que aquello cambiaba por completo sus circunstancias. ¡No estaban solos en ese sistema!

    44 de Frien, 298

    Hace frío allí arriba.

    Kimikizu había llevado el túnel de viento al nivel justo por debajo de la superficie. Aunque en el interior del asteroide hacía el mismo calor que en el mundo natal, allí parecía notar el frío amargo del vacío cósmico. Con su plumaje interior esponjado, se escabulló por un corto pasillo que conducía desde el túnel de viento hasta el hangar. Kimikizu se arrepentía ahora de su precipitada decisión de ofrecerse como voluntaria para la aventura. En el hangar, no había sido capaz de mantener los ojos cerrados, a pesar de que le esperaba un vuelo emocionante. Probablemente esa era la razón por la que no había podido dormir.

    Se acercó a una puerta doble y tocó un botón con la punta del ala, viendo cómo se abrían las puertas. El hangar de las máquinas voladoras. Todavía recordaba la primera visita que hizo con sus compañeros de la primaria. Las máquinas le habían parecido enormes, como dioses de acero, sobre todo porque cada una tenía la forma de un iks, pero mucho más grande. Solo había volado una vez a lo largo de su formación, como parte de una visita a la nave destinada a familiarizar a los alumnos con los controles de la máquina.

    Kimikizu entró en el hangar con la cabeza inclinada hacia el techo, desde donde los dioses del metal la miraban. La forma de los iks había demostrado ser práctica. El pico, por ejemplo, podía albergar una selección de sensores o sistemas de armas. Los de su especie eran pacíficos, aunque también habían sufrido guerras civiles. Ahora ya no tenían enemigos externos, sin embargo, la casta conquistadora seguía teniendo gran influencia y promovía el desarrollo de armas. Kimikizu esperaba que nunca las necesitaran. En cualquier caso, los exploradores les habían asegurado que no había actividad alienígena en ese sistema.

    —¡Por fin, nuestra novia del viento!

    Kimikizu dirigió el pico en dirección a la voz. Reconoció a un grupo de iks con uniforme. Uno de ellos se acercarse a ella. Kimikizu no estaba segura de cómo actuar. Novia del viento. Solo las navegantes, no los exploradores, utilizaban ese título para dirigirse a las demás. No era un insulto propiamente dicho, pero era poco convencional.

    Ya le habían advertido de que los exploradores tendían a comportarse de forma que desafiaba sus estrictas normas sociales. Supuso que así tenía que ser, volando por delante y pasando mucho tiempo fuera de la comunidad. En la larga historia de su especie, siempre habían sido los exploradores los que habían marcado el rumbo tras meses de vagar por el mundo natal en busca de zonas fértiles.

    —Bienvenida —dijo a modo de saludo. Extendió las alas y bajó la cabeza.

    Kimikizu respondió al gesto con la tradicional respuesta:

    —Aguardando órdenes.

    Los iks se echaron a reír.

    —Dejémonos de formalidades. Soy Norok. Aquí nadie te va a dar órdenes. Esperamos las tuyas. Al fin y al cabo, tú eres la navegante.

    Kimikizu se sorprendió, pero trató de no demostrarlo. No era nada convencional. Por lo visto, no le habían advertido del todo bien respecto a los exploradores. ¿Qué sería lo siguiente? Solo faltaba que Norok intentara fecundar sus huevos.

    —Kimikizu —afirmó, bajando aún más el pico.

    —Encantado —respondió Norok—. Aquí no somos tan ceremoniosos, pero si quieres que nos dirijamos a ti por tu nombre completo, lo haremos. Perdona si te he sorprendido. Me llamo Norokamilo, por si te interesa.

    —No, no importa. Norok está bien —dijo, tragándose deliberadamente el resto del nombre. Desde luego, los exploradores no eran estrictos en el trato.

    —Ya verás cómo te acostumbras enseguida a nuestra forma de ser —señaló Norok—. Quizá deberíamos pasar más de tiempo con los demás, cuando no estemos de servicio, para no olvidar por completo las formalidades de nuestra especie. Pareces sorprendida. Lo propondré en la próxima reunión.

    ¡Oh, no! Norok era el que establecía los temas de las reuniones, por tanto, no era un explorador cualquiera. Tenía que ser el explorador supremo. ¡Debería haberse arrodillado ante él!

    —¿Eres el explorador supremo, Norok?

    El iks, que se había adelantado en dirección al grupo, de pronto se giró para mirarla.

    —Y yo que creía que no se me notaba —bromeó—. En efecto, tienes razón, pero aquí los rangos no nos importan tanto, Kimi. Lo siento, Kimikizu.

    —Por favor, llámame Kimi —comentó. De lo contrario, siempre sería la recién llegada, y no deseaba eso.

    Kimikizu seguía pensativa cuando se unieron al grupo. Cuando Norok la presentó, estudió a los iks que irían con ella a bordo de la máquina voladora. Por los picos, se dio cuenta de que los había de todas las edades. Las plumas de la cola, con diferentes dibujos, y sobre todo sus variados ojos, le indicaron que los exploradores también procedían de diferentes regiones de su mundo natal. Le sorprendió que todos parecieran llevarse bien.

    —¿Kimi? —se dirigió a ella el explorador supremo.

    Debió de preguntarle algo. La parte inferior de su plumaje se volvió amarilla. Qué embarazoso.

    —Lo siento, estaba distraída.

    Los demás chocaron sus picos, pero no con malicia.

    —Decía que nos hablaras un poco de ti.

    —Por supuesto. —Pensó en qué contarles. Norok ya había descrito su función.

    —Como sabéis, me llamo Kimi. Mis padres son de las montañas del sur —comenzó—, pero se conocieron en la nave. Tengo tres hermanas y cuatro hermanos, todos mayores que yo. En mi tiempo libre doy clases de vuelo. No se me dan mal las acrobacias aéreas. Mi ídolo es Kuturamilo.

    Cuando mencionó aquel nombre, todos empezaron a chocar sus picos con entusiasmo. ¿Era porque la segunda parte del nombre era la misma que la del explorador supremo? A menudo, era posible deducir así el parentesco.

    —Los exploradores adoran a Kuturamilo —dijo Norok—. Él mejoró significativamente las técnicas de vuelo. ¿Sabías que también era explorador?

    —Oh, creí que era conquistador.

    Los otros hicieron ruidos de protesta con sus picos. Genial, acababa de meter la pata.

    —Los conquistadores así lo afirman —contestó Norok—. En realidad, Kuturamilo empezó como conquistador, pero después se unió a los exploradores.

    —No tenía ni idea.

    —Tranquila. Seguro que hay leyendas sobre navegantes famosas que nosotros tampoco conocemos.

    Kimikizu pensó en ello. No, no existían tales leyendas, probablemente porque las navegantes, como grupo, ni siquiera habían existido hasta hacía 3.000 ciclos. Su profesión solo se había consolidado cuando los líderes supremos comprobaron que su especie tendría que abandonar su mundo natal. Al parecer, 3.000 ciclos no habían sido suficientes para que se ensalzara su labor.

    —No estoy muy puesta en leyendas —respondió con evasivas.

    —No importa —dijo Norok—. En fin, nuestra ave gigante nos espera.

    Con un elegante gesto, la rodeó con su ala derecha y la condujo hasta la amplia escalera situada en el vientre de la máquina voladora.

    El pájaro al que subieron era totalmente diferente a aquel en el que había realizado su vuelo de prueba. Era mucho más grande. Kimikizu calculó que tenía diez envergaduras de alas tanto de ancho como de alto, y al menos ciento cincuenta de largo. El olor del interior también era muy distinto. Estaba claro que los exploradores pasaban la mayor parte del tiempo en aquella máquina voladora. No tenía el olor neutro del aceite de las máquinas, sino el de la vida cotidiana, a veces desagradable, como las aguas residuales, y en ocasiones agradable, como la comida y el calor del sueño.

    Norok la guiaba por los pasillos según un sistema que la dejaba algo perdida. Ambos avanzaban con sus cortos pies, con los demás detrás de ellos. Poco a poco se sintió incómoda al estar constantemente a la cabeza del grupo. Sin embargo, se tranquilizó al recordar que se trataba de un gesto de hospitalidad, aunque le confiriera una posición especial que no se correspondía con su estatus social.

    Le empezaron a doler los pies. Echaba de menos los túneles de viento. Durante dos o tres días no podría desplegar las alas y debería impulsarse sin parar y, engañando a la gravedad, lanzarse a las profundidades. ¿Cómo se las arreglaban los exploradores?

    —¿Podremos volar en el planeta rocoso? —preguntó.

    —No, no tiene atmósfera. Por eso no es una pérdida tan grande. Así que necesitarás un traje de vuelo, además de una máscara para respirar.

    Qué vergüenza. Por supuesto, debería haber sabido que no había atmósfera en el planeta. Pero lo del traje de vuelo llamó su atención. Hasta el momento, solo había oído hablar de esa tecnología. Se parecía a los trajes espaciales, aunque disponían de varios chorros que funcionaban, incluso, fuera de las capas atmosféricas.

    El grupo se detuvo ante una puerta. Ella no se había dado cuenta, pero ahora solo eran seis. Los demás exploradores debían de haberse dirigido a sus puestos asignados. Norok se identificó con una huella de voz.

    —Explorador Norok —aseveró.

    —Entrada concedida —fue la respuesta automática.

    Una puerta doble se abrió y entraron en la cabina. Kimikizu contó seis asientos, cada uno situado frente a ordenadores. Había superficies brillantes inclinadas por encima de los asientos, y Kimikizu no estuvo segura de si eran ventanas o pantallas, aunque probablemente fueran lo segundo. Las ventanas que no miraban hacia delante, sino en diagonal y hacia arriba, no le parecían muy prácticas, pero la mera idea de que se

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