Durante el verano de 1707, en plena guerra de Sucesión española, una flota británica bajo el mando del almirante Cloudesley Shovell participó en el asedio y bombardeo del puerto francés de Toulon, en el Mediterráneo. Tras más de un mes de inútiles esfuerzos para tomar la plaza, la escuadra puso rumbo a Gibraltar, y de ahí, hacia su base en Portsmouth.
Era una fuerza muy considerable: quince buques de línea que montaban casi un millar de bocas de fuego, más otros seis auxiliares. A bordo iban cerca de diez mil hombres. La travesía, desde que se internaron en el Atlántico, había sido mala, con frecuentes vendavales y escasa visibilidad. Por fin, el 21 de octubre, tras una última comprobación de rumbo, la flota encaró hacia Cornualles. Por el camino, según los pilotos, pasarían a alrededor de doscientas millas al oeste de las islas Sorlingas (en inglés, Scilly, un nombre de resonancias homéricas), famosas por sus peligrosos bajíos.
Cuenta la leyenda que, a la mañana siguiente, un simple marino del buque insignia, nativo de aquellas islas y buen conocedor de sus aguas, se atrevió a advertir al almirante de que la flota iba desviada. Shovell lo interpretó como una insubordinación rayana en motín, ya que el cálculo del rumbo estaba reservado a la oficialidad. El pobre hombre acabó