UNOS AFANADOS PESCADORES DE ESPONJAS GRIEGOS REGRESABAN CON SUS EMBARCACIONES A SU TIERRA, EN EL OTOÑO DEL AÑO 1900. Habían pasado la ventolera de seis meses faenando en las costas del norte de África, recolectando esponjas en el fondo marino. Sin embargo, una fuerte tormenta iba a jugar en su contra, y en favor de la Historia y de la arqueología. Durante dos días, se vieron obligados desviar su rumbo, posponer el regreso al hogar y atracar sus pequeñas embarcaciones al amparo de las rocas de la costa de un pequeño islote entre Creta y el Peloponeso. Allí se yergue sobre la superficie marina una isla denominada Kythera y, frente a sus costas, algo más al sur, su antónima Antykythera. Estando fondeados en esta pequeña isla, refugiados de los fuertes vientos, el capitán ordenó aprovechar el tiempo sumergiendo a sus buzos en busca de más esponjas.
UN TESORO GIGANTESCO
Escafrandra, contrapesos, botas de plomo y gran tubo conectado con la superficie –no olvidemos que estamos en 1900–, el hombrerana se hizo al agua para comenzar la faena. Pero no tardó ni dos minutos en tirar de la soga, que marcaba la señal para ser izado. Antes incluso de quitarse el casco ya estaba dando voces alarmando a los demás. Cuando se desprendió de la escafandra pudo contárselo a todos: ahí abajo no había esponjas, pero sí un tesoro gigantesco a menos de sesenta metros de profundidad. Las siguientes inmersiones sirvieron para sacar del agua un inmenso brazo de bronce de una estatua, que sirvió como ejemplo para contar el hallazgo a las