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La vida es una tómbola
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Libro electrónico578 páginas6 horas

La vida es una tómbola

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Información de este libro electrónico

La vida es una tómbola es un compendio de textos de 50 autores, peruanos y extranjeros, escritos en un taller literario durante un año pandémico. Con historias que tocan temas desde el amor, el desamor, la infidelidad, el sexo, la amistad, la paternidad y maternidad, entre otros, este es un libro que explora la idiosincrasia humana a partir de miradas breves en temas profundos. El libro está estructurado en capítulos que representan las distintas consignas del taller y así, cada texto aborda desde una mirada diferente temáticas similares. 50 autores vuelcan en este libro más de 50 relatos de auto ficción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ago 2022
ISBN9786124838385
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    Vista previa del libro

    La vida es una tómbola - Ediciones Medianoche

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    LA VIDA ES UNA TÓMBOLA

    DE NOCHE Y DE DÍA

    Editado por Chiara Roggero

    La vida es una tómbola

    © 2021, Ediciones Pichoncito

    Medianoche es un sello editorial

    de Ediciones Pichoncito S.A.C.

    Edición general:

    Chiara Roggero

    Autores:

    © Daniella Andrade

    © Marcos Armstrong

    © Raúl Baltar

    © Rubén Benderman

    © Raphaela Berckemeyer

    © Eva Bracamonte

    © Fiorenza Bragagnini

    © Carolina Cano

    © Alfonso Casabonne

    © Giselle Ceballos

    © Luz Chozo

    © Jennifer Cottle

    © José Dammert

    © Jose Diez Canseco

    © Sharon Drassinower

    © Diego Galindo

    © Ernesto Gálmez

    © Nelly García

    © Omar Goyenechea

    © Cristine Gray

    © Darice Gubbins

    © Mark Hoffmann

    © Patrick Huggard-Caine

    © Carmen María Irazola

    © Jorge Kajatt

    © Juan Luis Laghi

    © Carlos Andrés Luna

    © Verónica Marsano

    © Jorge Miranda

    © Pepe Montes de Peralta

    © María Gracia Morales

    © Annie Mulánovich

    © Milagros Palma

    © Claudia Pareja

    © Luben Petkoff

    © Irzio Pinasco

    © Alejandro Ponce

    © Christina Poppele-Braedt

    © Felipe Ossio

    © Marisol Quiroga

    © Alvaro Raffo

    © Jaime Raygada

    © Juan Carlos Rey de Castro

    © Marco Rivera

    © Chiara Roggero

    © José Antonio Rosas

    © Edu Saettone

    © Lucero Sánchez

    © Gabriel Solsol

    © Fiorella Terrazas

    © Lucho Vargas

    © Natalia Vidal

    Diseño de portada:

    Raquel Tudela

    Dirección creativa y dirección gráfica:

    Raquel Tudela

    Fotografias: Maricé Castañeda

    Diseño y diagramación:

    Daniel Torres Otero

    Corrección de textos:

    Jorge Cornejo

    Editado por:

    Ediciones Pichoncito S. A. C.

    Jr. Santa Rosa 359,

    Barranco 15063,

    Lima, Perú

    www.pichoncito.pe

    Primera edición digital: febrero de 2022

    Digitalizado por: Book And Play Studio

    bap-studio.com

    ISBN: 978-612-48383-8-5

    Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.º 2022-01449

    Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total o parcial de este libro incluido el diseño tipográfico y de portada, por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de la editorial.

    A los que nunca se ganaron la lotería.

    Prólogo

    La vida es una tómbola, de noche y de día. A mí me tocó el estrabismo, el privilegio de nacer en una clase social acomodada, la patria peruana, el poco pelo, ser la última de mis hermanos, tener escasa habilidad para aprender idiomas, el don de la ortografía, la precariedad en la puntería, tener rodillas chuecas, la rapidez de reacción, la hipocondría, la imposibilidad de estacionar en paralelo, la mala memoria, la facilidad de hacer humor negro, el sueño ligero, la adicción al lenguaje, el ser un imán para los mosquitos y la capacidad de preparar un buen sándwich. Pero quizás el premio gordo de mi tómbola fue la intuición que me permitió convocar a un grupo de Extraños a que jugasen en el piso de papel con sus monstruitos.

    En estas páginas, nos reunimos quienes en cualquier otra circunstancia nunca lo hubiéramos hecho. Y aunque no puedo quitar el mérito ni a su atrevimiento de inscribirse en mis talleres de escritura ni a mi terquedad de romper un poco con una Lima cada vez más compacta y aburrida, lo cierto es que el verdadero responsable de este libro, de Solo se lo diría a un extraño y de todo lo que pasó desde mayo de 2020 hasta hoy, es y será siempre el azar.

    Nuestras vidas están presididas por fenómenos aleatorios, muchos de ellos con una escasa posibilidad de suceder. Haber nacido es un pequeño milagro. Nuestra carga genética, tan personal y a la vez tan fortuita, el lugar en el que nacemos, nuestros padres y hermanos, los amigos de la escuela, impactan en nuestros caminos y preferencias. Los eventos que marcaron nuestra vida para siempre fueron de alguna manera producto de extraños procesos dominados por la casualidad.

    Soy devota del azar. Creo en la genialidad de lo no planeado. En que doblar a la derecha en lugar de a la izquierda puede ser tan trascendental como elegir una carrera o una persona con quien pasar el resto de tu vida. Estoy convencida de que el esfuerzo y el sacrificio pueden ayudar a superar los vericuetos del destino, pero solo si a ese destino se le antoja. Creo en los encuentros amorosos en un vagón de tren, en las señales que un cartel publicitario puede darte para resolver un problema existencial, en que la vida, de un momento a otro, puede transformarse en otra, por cuestiones que escapan a nuestra voluntad.

    Se reparten las cartas y a cada uno le toca algo distinto. Es responsabilidad de cada quien definir qué hacer con esa mano: si sacarle provecho o mantenerse en un quejido constante. La escritura referencial, que es la favorita del taller, nos obliga a escribir desde ese único lugar que habitamos y nadie más ocupa. Al final, nuestras desdichas y peripecias son la tinta de nuestras historias: los pollitos de la tómbola que todos ganamos alguna vez y con los que después no sabemos qué hacer.

    La vida es una mano rebuscando en una caja llena de papelitos, un puñado de probabilidades esperando a resolverse. En este libro y en cada texto que lo compone estará plasmada esa suerte. Una mujer que enviudó demasiado pronto, un banquero que conoció la quiebra, una paciente recurrente de la unidad de cuidados intensivos, una madre malabarista en un mundo que no comprende a su hija, un tipo que busca el amor en los lugares equivocados.

    Lo paradójico de todo este asunto es que fue al exponer nuestras diferencias que empezamos a sentirnos parecidos. Dejamos de usar esa lógica equivocada que dice que la empatía solo puede darse entre semejantes. El gerente se hizo amigo del carpintero; el abogado, de la actriz; el cocinero, del empresario; la maestra, de sus alumnos. Dibujamos nuevas formas de relacionarnos, hicimos pandilla, establecimos constitución, confirmamos que la amistad no requiere de patios de colegio ni de barrios de infancia y, como teníamos tiempo y ganas, publicamos dos libros con nuestros relatos de vida.

    Mi obsesión es promover la transgresión de los límites, pero no de las fronteras elementales o carentes de ética (esas las venimos transgrediendo todos, todo el tiempo) sino de las más importantes de todas, esas que nos separan entre mostrarnos fuertes o frágiles, aquellas que dividen la placidez de la incomodidad, esas que te alejan de sentirte orgulloso o avergonzado del premio que te tocó en la tómbola de la vida.

    Mantenerse en el taller es todo un reto. Supone un compromiso con el grupo, pero sobre todo con uno mismo. Está prohibido escribir sin ganas, sin sangre, sin alma. Nadie llega con un texto cómodo, y si así fuera, el resto se encarga de incomodarlo. Preservar un espacio como el que tenemos supone una batalla contra el reloj, contra la mirada crítica, la ansiedad y la autoexigencia, pero al mismo tiempo abre una puerta que para casi todos permanecía cerrada. Mirarse, mirarnos, desde la bondad y la belleza.

    El azar nos juntó, pero nosotros nos encargamos de mantenernos unidos. Este es nuestro segundo libro y, en él, esta vez incluimos a nuevos autores con nuevas voces e historias que contar; nuevos extraños que fueron dejando de serlo en el camino. Este no es un espacio cerrado sino todo lo contrario, publicamos nuestros textos no con el fin de hacernos conocidos (como verán, otra vez los relatos van sin firma) sino con el único objetivo de compartir nuestras particularidades para que otros encuentren en las suyas un significado que vaya más allá de la crítica, la pena o la vergüenza.

    La vida es una tómbola y no hay mejor opción que jugarla, con todas nuestras cartas y numeritos, con nuestro esfuerzo y talento, nuestra alegría y nuestra pasión. Estoy convencida de que, si jugamos bien, y siempre que nos acompañe la suerte, nos llevaremos los buenos premios. Yo me llevé el combo de amigos que te llegan después de los cuarenta, y aunque el convertible rojo hubiera estado simpático, elijo 1.000 veces a mi banda de compañeros, a mi puñado de escritores, a mi entrañable, y hoy más grande, grupo de Extraños.

    Chiara Roggero

    Este libro está dividido por temas.

    Cada tema corresponde a las consignas que se enviaron en el taller.

    La congruencia no siempre es perfecta, pero ¿quién lo es?

    EL AZAR

    El azar

    Durante una buena parte de mi vida (probablemente durante mi etapa más egocentrista), creía que eran solo nuestras acciones las que afectaban a nuestros resultados. Por supuesto, esto también era aplicable al resto de los mortales. Cuando alguien tenía éxito profesional era porque había trabajado duro y se lo merecía, mientras que el que tenía un trabajo mediocre también se lo merecía, por no esforzarse lo suficiente.

    Y aunque considero que este modelo es útil porque implica que somos los únicos responsables de nuestro destino y, por lo tanto, podemos cambiarlo, hoy estoy convencida de que ese planteamiento es erróneo e incompleto. Hay otros factores que afectan el funcionamiento de nuestro mundo.

    Vivimos en una realidad extremadamente compleja, que es el resultado de la interacción entre muchos agentes y fuerzas diferentes. Eso hace que sea imposible predecir con exactitud el resultado de un evento o la probabilidad de que ocurra un suceso determinado. Justamente esa es la principal característica de los sucesos que ocurren por azar: la imposibilidad de predecirlos.

    Una gran parte de nuestra vida depende del azar y, hagas lo que hagas y seas quien seas, nunca podrás escapar de él.

    Esta consigna fue inspirada por Paul Auster, un enamorado del azar y de la manifestación de las coincidencias. Su obra es un permanente homenaje a los misterios de la vida.

    ¿Estás?

    ¿Qué te pasó conmigo? No sabes la pena que me da no creer en ti. Me has fallado mucho y duele. Entiendo que la gente te quiera, porque eres generoso con ellos. En cambio, yo te tengo rabia. Tengo una lista enorme de reclamos para ti, pero haré uso de mi capacidad de síntesis para no abrumarte.

    ¿Qué pasó cuando me embarqué en ese viaje para la maestría? Me plantaste, ¿no? ¿Y cuando estuve a puertas de casarme? Te perdiste o decidiste huir en lugar de acompañarme. ¿Y qué onda cuándo por fin salió la chamba esperada por tantos años? Te coronaste al mandarme el maldito virus, que anuló mis posibilidades. ¿Dónde andabas cuando estuve cerca de ser mamá? ¿Te dio miedito o te pareció una mala idea? Aplicaste el taxi-fuga y me dejaste con el motor prendido y la puerta abierta.

    Cierro aquí la lista de quejas y te pregunto:

    ¿Quién carajo te mandó a ponerme en esa fila? Si supieras que ni siquiera creo en tu poder. Que cuando tiran esa moneda, esperando que salga cara o sello, aparece mi odio porque es entonces cuando dudo de tu existencia. Me enervo porque para otros sí estás, sacándoles sonrisas y cumpliendo sus putos deseos.

    ¿Por qué no puedes estar conmigo? Eres como un padre ausente. Ese que esperaba todas las noches hasta que el sueño me vencía. Ese que espero hoy en sueños y ni ahí logro encontrar.

    Siendo racional, entiendo lo que haces: me empujas, me retas, me obligas a luchar. Podría tomarlo mejor, como una gran motivación, pero…¡cómo te aborrezco! Y es que contigo ganan mis demonios.

    Admito que esta situación me hace sentir inmadura y soberbia. ¡Una gran picona!

    Me siento como una niña furiosa en Navidad porque a sus amigos les regalaron bicicletas y Barbies y a ella le tocó una toalla.

    Si quisiera ser justa, diría que tienes tu encanto. Tiras buenos anzuelos. Pero no entiendo por qué a mí me lo incrustas en el ojo y me dejas sangrando.

    Quiero creer que vas a aparecer y que algún día te voy a querer.

    No te rías, Nostradamus

    ¿Me despiertolevantocorro o sigo durmiendo?

    ¿Me despiertolevantocorro o sigo durmiendo?

    ¡Mierda, ya estoy despierto!

    No, mejor hoy no corro.

    ¡Ya, qué chucha! Me despierto.

    Comí mucha carne ayer y tengo que sudarla.

    ¡Qué flojera!

    ¿O mejor duermo?

    Hoy nadie me apura.

    La playa está vacía.

    Primera reunión a las diez.

    No, a correr.

    Pero tres minutitos más pasteleando.

    ¡No, sal ahorita!

    Selecciono la playlist en Spotify. Armo la ruta en mi cabeza. Primeros kilómetros por aquí, después paso a la otra playa, entro a la trocha que da a la carretera, ¿o mejor al final? Mejor al inicio, para salir de eso.

    Listo. Padrenuestro, avemaría, agradecimiento a la vida y play.

    En esta corrida tengo que encontrar la historia perfecta para el texto que nos han pedido escribir sobre el azar. Todos los textos están saliéndome muy aristotélicos.

    El primer boceto que escribí comienza así:

    Oye, Luciana, cuando te pedí que me pasaras otro pedazo de pizza, no estaba pensando en el pedazo pizza. Tampoco pensaba que, cuando quiero mirar un pie en mi cama, justo quiero que sea el tuyo con ese arco venoso. Mucho menos estaba cuestionándome quién te enseñó a descifrar lo que te quiero decir y digo mal.

    Malísimo. Muy trillado.

    También ensayé otro texto medio astrológico, que terminaba así:

    Doscientos millones de galaxias. Cien mil millones de sistemas solares en la Vía Láctea. Ocho mil millones de personas en la tierra. ¿Y me vienes a decir que no te has preguntado por qué chucha teníamos que tomar la misma combi?

    Pésimo. Puedo hacer algo mejor.

    Recién voy en el kilómetro dos. Frecuencia cardiaca, excelente.

    Entro rumbo a la carretera tarareando Leonard Cohen. Ni un alma. Le meto 4:50 de pace. Voy hecho un pincho. Comienzo a ver las ideas con más claridad. Estoy completamente solo en la trocha y diviso a lo lejos la carretera. Me sale una sonrisa que, sin aviso previo, se transforma en un grito desgarrador cuando siento el golpe helado de una moto arrollándome todo el cuerpo.

    Mi primera reacción es pararme para seguir corriendo, pero no logro incorporarme. Hay un hueco en mi pierna que me trae el recuerdo de los accidentes que uno ve en la tele. Me cojo la cabeza, y mis manos chorrean sangre. Ya no estaba solo. Varios ojos me miraban y murmuraban como si se estuvieran burlando del azar.

    ¡Puta madre, Nostradamus, no te rías, carajo!

    Lo irreversible de la existencia

    Protones, electrones y partículas se funden aleatoriamente y dan inicio al universo.

    Un espermatozoide se estrella contra un óvulo y empiezas a moldearte.

    Una cucaracha en pleno vuelo aterroriza a tu madre, y rompe la fuente antes de tiempo.

    Existes.

    Tu carga genética omite los códigos de los trastornos mentales y resultas normal.

    La cabeza de tu madre apenas esquiva el poste de concreto que aplasta el parabrisas de su auto, y ella sobrevive.

    Una bolsa de peces persuade a un tiburón de no devorar a tu padre.

    Llega una nueva profesora, hurga más allá de tu pelo desaliñado, y nace tu amor por las matemáticas.

    Ya no eres invisible.

    Un limeño en una montaña perdida en Chile, al que jamás habías visto, te hace descubrir la pasión.

    Te quedas flechada de un guapísimo ermitaño y compruebas que es el mejor amigo de tu nuevo novio.

    Un extraño aparece en la fiesta del trabajo y tropiezas con tu compañero de vida.

    Vas llenando las páginas de tu libro.

    No llegas a tiempo donde tus amigos y el auto en que iban termina hecho trizas.

    Un objeto te atraviesa, acabas con dieciséis puntos en el ojo y te pierdes el viaje que cambiaría tu vida.

    Te subes a un avión que se desploma y juras seguir tu instinto la próxima vez.

    El pelo de un gato callejero te traslada de urgencia al quirófano.

    Sobrevives.

    Con el tacón roto, te acercas torpemente al profesor que acabas de conocer y consigues tu trabajo soñado.

    Una mujer con quien cruzas un par de palabras te transmite un mensaje tentador y retornas al mundo corporativo.

    Te pierdes.

    Una pandemia te encierra en un Zoom con un grupo de íntimos extraños y, finalmente, vuelves.

    Jódete, Santiago

    Salí al estrecho balcón de mi piso a fumar otro pucho.

    El paisaje muestra una hacinada hilera de edificios y cientos de carros estacionados a lo largo de una empedrada calle que se pierde en el horizonte. Un infierno urbano. Son las siete y aún no se pone el sol. Yo solo deseo que oscurezca y así acabar con este día nefasto.

    Sentado en un balcón idéntico al mío, pero en el edificio de enfrente, me mira con atención el viejo barbón. Me irrita encontrarme con su mirada cada vez que salgo a mi balcón a fumar. Es giboso, y su ceño fruncido le da la apariencia de estar siempre molesto.

    Hoy no estoy para miramientos y decido contraatacar su enojada mirada con otra aún peor. A ver, pues, anciano. Veo con sorpresa aflorar una desdentada sonrisa en la cara del viejo y, desconcertado, no me queda más que corresponderle con otra.

    Me hace señas. ¿Me estará mentando la madre? No. ¡Me está pidiendo que vaya! Dudo entre pepearme para dormir o darle una última oportunidad al día. Desesperado por compañía, tomo mi cajetilla de cigarros, una botella de ron y aparezco en el piso cuatro del edifico de enfrente. Ya sé: soy patético.

    Toco el pesado picaporte de su puerta y suena el tosco cloq de aquellas cerraduras que se abren jalando de un cable a la distancia. Empujo la puerta y veo al viejo aún sentado en su balcón. Con discreción, me siento a su costado. Nos embiste un penetrante silencio. Hay un intenso olor a orina.

    Ha sido un error venir.

    Hago un ademán para levantarme, pero el viejo me da una fuerte palmada en la espalda.

    Supe que algo andaba mal cuando lo escuché decir:

    —Jódete, Santiago.

    Quise decirle que ese no era mi nombre, pero en ese momento sentí un líquido caliente que chorreaba por mi espalda. Me volteé alterado y fue cuando vi el cuchillo clavándose en mi cuello.

    —¡Jódete, Santiago!

    Tosí con fuerza para destrabar mis pulmones, pero lo único que logré fue ver mi sangre salpicando la barba amarillenta del viejo ante su inexpresiva mirada. Intenté agarrarme de él, pero solo logré sentir otra punzada, esta vez en el estómago.

    —¡Jódete, Santiago!

    Fue lo último que escuché antes de que todo se pusiera oscuro.

    La reconstrucción

    Rómulo es un hombre tierno que aprendió a vivir con coraza y escudo, y al que la vida le jugó un partido complicado. Su padre murió cuando él tenía cinco años. El jueves 3 de octubre de 1974, se desplomó su casa en Barranco por el terremoto de Lima. Acababa de cumplir quince años.

    Rómulo quedó sepultado debajo de una pared y terminó internado en un hospital en estado de coma. Al despertar, descubrió que había perdido a su madre y a su hermanito. Estuvo a punto de perder las piernas.

    Con el tiempo, trató de recomponer su vida como quien pega un jarrón valioso que se ha roto en pedazos pero cuyas grietas siguen ahí: sin posibilidad de ser borradas. La reconstrucción fue agonizante y lenta.

    Años después, en un vuelo de Los Ángeles a Lima, el destino lo sentó junto a un médico con quien compartió una copa de vino y un par de horas de conversación. Intercambiaron sus nombres.

    —¿Tú eres Rómulo Parodi? —le preguntó con asombro, sin poder creerlo.

    El médico, de barba larga y canosa, le explicó que había sido él quien lo atendió en el hospital en aquellos meses negros de dolor en 1974. Tenía más detalles de lo que él alguna vez hubiese podido recordar.

    —He guardado para ti algo que te quiero hacer llegar. Debe sonar todo esto muy extraño, pero valdrá la pena que lo tengas.

    Obediente, Rómulo accedió a darle sus datos.

    Unos días después, encontró junto con su correspondencia un sobre con una nota:

    Rómulo, espero que la vida te haya regalado, de alguna forma, todo lo que te quitó cuando eras un niño.

    Se le estrujó el corazón. Abrió ansioso el sobre, como si, por un segundo, pudiera cambiar su pasado.

    Del sobre, sacó un recorte de periódico junto con una carta dirigida a él. Se la había escrito Alfonso Tealdo, un reconocido periodista, cuando él estaba todavía convaleciente. Nunca la había leído. No lloró, pero algo se movió dentro de él. Revivió el recuerdo de su familia, escuchándolos fluir en su sangre. Haber sobrevivido es un inapreciable privilegio. Las palabras de esos dos extraños forjaron el designio de su futuro.

    La protagonista

    Cuando es tu primer viaje de trabajo con tu jefe, a un país absurdamente lejano, y, por error, se olvidan de etiquetar tus maletas y estas se pierden en el submundo aeroportuario, dejándote sin muestras para negociar ni calzones.

    Cuando sales sorteada por única vez y ganas ese viaje lujoso todo incluido a un crucero por la Amazonía, y la embarcación decide hundirse a las pocas horas de empezar a navegar y nos deja a los pasajeros con las maletas listas y el repelente puesto.

    Cuando inviertes todos tus ahorros en un carro cero kilómetros y celebras ese logro en un bar barranquino, sales de madrugada y te encuentras al vigilante de la cuadra sentado dentro cuidándolo porque lo dejaste prendido todas esas horas.

    Cuando tu novio te pide matrimonio, pero al día siguiente tomas un vuelo transatlántico y te toca sentarte al costado de quien fácilmente podría convertirse en tu verdadero amor. Y, como si fuera poco, te hace una propuesta indecente que, de haberla aceptado, te hubiera llevado a una vida en Holanda cultivando tulipanes mientras él fotografiaba paisajes para National Geographic.

    Cuando logras la entrevista que perseguiste por meses para poder construir una vida en Barcelona, pero el tren sufre una avería y se queda varado. Y luego llamas para suplicar otra oportunidad y te la niegan.

    Cuando ese hombre, víctima de tu obsesión, por fin te invita a salir y, en lugar de llevarte al cine, te lleva a un reconocido bingo en San Miguel, ganas el premio mayor y, saliendo del local, te asaltan.

    Cuando sufres tu primer ataque de asma justo en el viaje en el que no llevas el Ventolín —porque no suceden tragedias en una luna de miel—, pero resulta que ese hotel romántico y aislado está al lado de un hospital, y te salvas.

    Cuando tienes demasiados intentos fallidos de embarazo y tres pérdidas, pero, luego de un tratamiento extenso y abrumador, sobreviven seis embriones que siguen esperando por ti.

    Cuando la vida y la ironía, una adicta a la otra, se toman unas cervezas y te eligen, entre tantos, para que seas tú la protagonista de su borrachera, y se burlan de tus destinos.

    El favorito

    Domingo depresivo. Estaba con una resaca espantosa, apático y mortificado por mi estúpida idea de invitar a Nathalie Bielich a comer al Costa Verde. ¿Cómo carajo pensaba pagar la cuenta del restaurante más caro de Lima, si anoche no me había alcanzado la plata ni para comprarme un taco de la Super Rueda? Hubiera estado mejor que me dijera que no.

    A mediodía, apareció Federico en mi casa y, a empellones, me obligó a acompañarlo a apostar a los caballos. Al final, accedí. Se me ocurrió que quizás la suerte podría estar de mi lado y podría ganarme unos mangos para tener cómo mierda pagar la comida de la noche.

    En la quebrada silla del hipódromo, después de la útima carrera, miraba con tristeza aquel miserable boleto con mis últimos ocho soles, con los caballos errados. Ni al favorito le acerté, conchesumadre.

    Mirando mis zapatillas desgastadas, con la boca seca mientras intentaba pensar en qué excusa darle a Nathalie para cancelar el plan de la noche, cayeron ocho boletos de la tribuna de socios. Boletos que apostaban 1.000 soles: nada que ver con los cinco u ocho soles que les metía a mis caballos.

    Examiné los boletos y descubrí que dos de los caballos, el tres y el once, no habían corrido por no entrar al partidor, y estaban en todos los boletos. En un acto de lucidez, le pregunté a Federico:

    —Cuándo un caballo no corre, ¿te devuelven la plata?

    Corrí a la boletería para llegar antes de que cerraran. La espera en la cola fue eterna, como lo que dura una misa para un niño.

    En la cómoda silla, luego de comer langostinos almendrados, lomo con salsa béarnaise, crêpe Suzette, acompañados por espumante francés, y con las piernas de Nathalie Bielich rozándome por debajo de la mesa, me sentía el favorito para ganar la última carrera de la noche por más de tres cuerpos.

    Dados

    Cristina y yo nos habíamos entregado a una furiosa partida de backgammon como pretexto perfecto para tomarnos una botella de vino, o quizás dos, y así calmar la ansiedad de estar encerrados durante casi dos años.

    Era una noche de verano. El canto de los grillos, mezclado con un disco de Louis Armstrong, creaba un manto de sonido inmejorable que solo interrumpía el toke y roll recurrente de los dados contra el tablero.

    5-3: un clásico.

    Cris juega en automático, bloqueando una posición.

    4-2: bloqueo ahora yo, una de ella. Vamos iguales.

    Jugamos al mismo ritmo, sabiendo que una equivocación puede significar la avalancha perfecta que destruya su juego o el mío.

    5-6: avanza una ficha al extremo opuesto del tablero y queda a salvo.

    2-1: el tiro que nadie quiere. Quedo descubierto.

    Los dados hasta ahora habían estado parejos.

    Las probabilidades de ganar parecían depender del nivel de concentración de ambos, del filo de cada jugada. Acá no juega ni la imaginación ni el deseo. Porque una cosa es ver figuras en las nubes, conejos en la luna llena o formas en las manchas de las paredes descascaradas por el sol y la humedad. Eso es fantasía. No desafía las probabilidades. No se forman mágicamente solo para que nosotros las descubramos. Vemos lo que queremos.

    Otra cosa es cuando las extremas probabilidades están de tu lado y te sorprenden. Te llevan a lo místico, a lo alucinógeno. Pero eso suele ser un bien esquivo.

    Excepto para mí. Ya descubrí cómo vencer a las probabilidades.

    Ya sé dónde viven y cómo hacer que salgan esos dobles.

    Y es así:

    Pongo los dados en mi palma. Cierro el puño, lo levanto y, apretándolo, invoco a las fuerzas mayores portadoras de esos dobles altamente improbables.

    Cris, incrédula, me mira a los ojos.

    Y es entonces, en ese eclipse de pupilas, en ese casi te creo, pero serías muy lechero, cuando ella me entrega, sin querer, ese chispazo que hace que ocurra.

    Finger-fucking

    Estaba derrotada, sentada en el bar del Hilton del aeropuerto. Mi paraguas se había rendido a la mitad del trayecto de siete cuadras en las que tuve que correr bajo una lluvia torrencial que me dejó con un aspecto de gato recién salido de la ducha.

    Pedí un vaso de Hibiki para regresar mi cuerpo a una temperatura humana. Cansada y molesta con el clima que ha cambiado la hora de partida de mi vuelo a indefinida, trato de sacar como puedo el pelo mojado de mi cara mientras rebusco en mi cartera los Kleenex que mi mamá insiste en que cargue pero que yo, por necedad pura, nunca llevo.

    El bartender, distraído por un partido de béisbol en la tele, pone mi vaso en la barra, casi frente a ti. Cuando estiro el brazo para cogerlo, te sonrío y me saludas con los ojos y una sonrisita que me hace saber que, si estoy interesada, tú también.

    La small talk fluye fácil. Después del segundo vaso, escondes tu aro de matrimonio dentro del bolsillo del pantalón, y yo pretendo no verte. Para el cuarto vaso, nuestra conversación ya es foreplay. Tu voz ronca con aliento a whisky me pone la piel de gallina. Apoyas tu mano casualmente en mi pierna y me acaricias como midiendo mi respuesta. Yo abro un poquito las piernas, sin ánimos de prolongar lo inevitable.

    Subimos a tu cuarto, me besaste como un animal. Me arranchaste la ropa mientras me metías la lengua en la boca sin ninguna delicadeza. Me amarraste las manos con el cinturón de mi saco y me empotraste contra la pared. Por un segundo, pensé que iba a terminar descuartizada en tu maleta, y eso solo sirvió para mojarme más.

    Jalaste las caderas hacia ti y te bajaste el cierre.

    Fuck! The condom broke —me dijiste.

    Me volteé a verte. Vi en tu cara que no tenías otro y, sin pensarlo dos veces, me arrodillé frente a ti. Calata, con los pezones apuntándote la verga gruesa y parada. Primero, te lamí la punta. Luego, le di una vuelta con mi lengua. Y te la chupé como si fueras el manjar más delicioso. Un deep throat absoluto. Yo estaba de rodillas, pero, durante esos minutos, el placer de follarte con mi boca te había robado el control, y eso es lo que más me excitaba.

    Te lamí las bolas mientras sentía tus piernas temblar. Tenía tu pinga en el fondo de la garganta, y cuando me jalaste el pelo para meterla más adentro aún, los ojos se me llenaron de lágrimas, pero succioné más fuerte, como si me la

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