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Los que piensan en la nada
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Libro electrónico170 páginas2 horas

Los que piensan en la nada

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Información de este libro electrónico

Mario es un niño que se ha hecho adulto demasiado pronto, los escenarios de la vida no han sido demasiado amables con él. Ahora es un chaval encerrado en una habitación de hospital durante largos días, consumiéndose por un enfermedad irreversible. Su supervivencia se centra en la contemplación, en la observación de los acontecimientos que van desarrollándose sin saber qué le depara el día siguiente. Darío es un hombre atormentado, vive agobiado por la pena, la culpa y el sentimiento de autocompadecimiento. Las vicisitudes han hecho que su existencia sea una continua huida hacia delante sin detenerse a evaluar cuál es su problema de base. Ambos verán cómo sus vidas se entrecruzan de la forma más inevitable y cómo el destino puede modificarse si existe un atisbo de voluntad.
¿Qué se siente al estar cerca de la muerte? ¿Qué nota la gente al contactar con ella, al conocer sus consecuencias, al merodearla, al percibir que está cercana? Nadie está muy seguro de si existen sentimientos comunes, probablemente cada uno la lleva de una forma, según sus creencias, su fuerza emocional, sus ganas de vivir. ¿Qué pueden tener en común la muerte, el amor, la lealtad y la amistad? ¿En qué lugar todas estas coinciden para dar lugar a algo que se pueda contar? Esta es la historia de la enfermedad, basada en hechos reales recogidos a lo largo de años, con historias similares, con vidas y sentimientos de pacientes que se enfrentaron al final de los días sin importar la edad. También es la historia del deseo de saber y también del de desconocer según qué cosas. 
Todo ello desde el punto de vista de los enfermos, desde el imaginario de cualquiera de nosotros. Porque… al fin y al cabo, el mismo lector podría estar en esa situación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 ago 2020
ISBN9788418362125
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    Los que piensan en la nada - Roberto Hurtado García

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Roberto Hurtado García

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 9788418362125

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    ..

    La vida no es sentarse a la puerta y esperar a que pase. La vida, bien entendida, es el arte de superar trabas y las ansias, la obligatoriedad, de levantarse y seguir. Los obstáculos son absolutamente necesarios, ya sea para mantenernos despiertos en nuestra ruta o para tropezar con ellos y saber que nada que merezca la pena es fácil de conseguir. 

    PREFACIO

    Cuando publiqué Cartas a Liz en junio de 2019 no sabía hasta qué punto una historia de un escritor novel podría llegar a tanto público. La verdad es que no pretendía en ningún momento que fuera a llamar la atención más allá del público formado por los conocidos, los amigos y la gente de mi hospital, pero las ventas fueron creciendo: los primeros cien, trescientos, quinientos. Escribiendo estas letras va camino de los mil ejemplares vendidos, ya se ha hecho un pequeño hueco y todavía sigue en plena carrera.

    Pocos meses después de Cartas a Liz recuerdo haber hablado con mi colega pediatra, Martin Ferrando, que me ha ayudado mucho en las presentaciones. Una mañana subí a la segunda planta del hospital, donde se sitúa la sala de pediatría, a buscarlo con una idea que me rondaba la cabeza de forma constante. Recuerdo que le estuve preguntando acerca de la muerte, sobre las enfermedades terminales infantiles. Quería saber cómo se puede afrontar esa situación tan crítica, qué papel toman los padres, los profesionales. Cuál es la carga emocional a la que están sometidos tanto pacientes como sanitarios.

    Siempre me resultó un tema interesante, acostumbrado a los pacientes adultos de medicina interna, a ver cómo fallecen cuando llegan a las edades extremas de la vida, cuando apuran al máximo su salud alcanzando el extremo final de esta. A veces cuesta ponerse en la situación del familiar, en el papel del acompañante el día después de la muerte de su ser querido. Muchas veces no sabemos qué es mejor, si acompañar en el dolor al familiar o dejar que llore su pena con los suyos, consecuentemente muchos compañeros tienen taras psicológicas con este tema, llevándolos a implicarse de tal manera en la muerte de los pacientes que les puede traer problemas éticos.

    Como profesionales en ocasiones nos vamos del hospital y le damos mil vueltas al porqué de la muerte, lo irracional que a veces es y toda la afección psicológica, emocional y física que nos hace pasar como médicos.

    Todo eso se lo comenté a Martin y me contó una historia acerca de un niño, enfermo de una extraña enfermedad muscular, que venía siempre acompañado de su madre. Vivían en una pequeña población muy cercana al hospital, lo suficiente para venir a diario a pie. El padre se había desentendido del crío y la madre tenía serias dificultades para poder acompañar a diario al chaval. Esto hizo que aquel chiquillo dejara su niñez en el hospital antes de tiempo: maduró a base de goteros, pases de enfermería y frías mañanas de analíticas. Hablaba como si fuera un adulto y solo tenía doce años. Ahora ese niño está curado, canta canciones de rap y saca discos rapeando sobre su vida. Muchos chicos pasan tanto tiempo en hospitales que crecen de golpe, de tal manera que cuando son adultos les falta ese algo que se aprende en la infancia: les falta su niñez, su periodo de aprendizaje, los juegos, las sonrisas, y son presas de los traumas por desapego, por la falta de cariño. Esta es la historia de una de esas criaturas y en él se pueden reflejar las historias de otros muchos que perdieron su infancia en el pasillo de un hospital. También es la historia de los que pierden la esperanza, de los que huyen de la realidad cuando esta es cruel con ellos, de lo que se puede llegar a hacer con tal de buscar un sentido a todo —incluidas las palabras— cuando alguien sufre una gran pérdida.

    Los que piensan en la nada trata del amor, de las mermas, de los reencuentros, de las traiciones y, sobre todo, de la esperanza en el ser humano —en algunos—, en los que tienen principios y no los pierden pese a todo, en los que piensan que están vacíos y, sin embargo, se salvan por mantenerse firmes, por no cambiar tanto que la misma vida les convierta en monstruos. Es un manifiesto a creer en las personas, a repeler la maldad y la codicia, a confiar en los buenos sentimientos.

    A veces me siento y pienso que este libro es un canto a la lucha de la especie humana, a pensar que aún hay un porcentaje de personas que tienen algo más allá de nuestras desvirtuadas miserias. Es una historia para acabar con los egos, la vanidad y todas esas afecciones que nos sobran, nos superan y llenan las calles. Una batalla para que gane la humildad, para que aprendamos a pensar si el egoísmo debe gobernar o no nuestras vidas: es poner los pies sobre el suelo y quitarse las vendas de los ojos.

    Pienso en aquel niño que venía con su madre a pie al hospital: pese a que perdió su infancia en aquel lugar no desaprovechó su buena voluntad, no tenía odio ni rencor. Me pregunto si aprendió algo más que todos los que no tuvieron su mala suerte. Quizá lo que descubrió fue que lo más importante de la vida es no perder los principios, los valores…

    Puede que este libro no les guste a todos, pero está escrito desde el corazón de alguien que quiere separarse de esas taras, de la serpiente de la mentira, del monstruo del egoísmo.

    ROBERTO HURTADO GARCÍA

    PRÓLOGO

    Los que piensan en la nada

    La vida. Nos pasamos la vida subiendo peldaño tras peldaño, intentando aparentar que cada día la subida es más sencilla, que nada ni nadie nos puede detener.

    Avanzamos con paso firme. Intentamos sonreír y disimular todo lo que podemos para que nadie note las grietas que, inevitablemente, a veces aparecen. Aparentamos normalidad, que todo está bien construido, cada pieza en su sitio, para no mostrar nuestra fragilidad.

    Nos disfrazamos con una coraza de acero para que nada duela. Y ocultamos nuestras cicatrices como nuestro mayor secreto.

    Nos convertimos en fósiles de nuestra propia existencia y, a veces, nos cuesta reaccionar.

    Duele llegar, alcanzar la cima, pero se consigue. El problema es que durante todo el trayecto no hemos sido capaces de sentarnos, respirar, llorar y gritar: «¡No puedo más!». Porque no somos de piedra. Somos frágiles. Y la vida duele. A veces, demasiado.

    Pero en todo camino, por más piedras que encontremos, siempre aparece un halo de esperanza. Una mano amiga, unos brazos fuertes que no te sueltan y te reconstruyen. Unos ojos que te guían porque, al final, el secreto está en mirarnos a los ojos y sentirnos en casa. Así de sencillo.

    La vida merece la pena, sí, solo hay que saber buscar el motivo. Vivir. Vivir y luchar por lo que queremos, aunque nos cueste, porque nada que merezca la pena es fácil de conseguir.

    Y, entre tanto, aparece el amor. El amor nos salva de todo, hasta de las peores situaciones, con amor, se ven de otro color.

    Encontrarse de casualidad. Compartir unos minutos, unos meses, una vida de confesiones. Mirarse a los ojos y descubrirse a uno mismo. Reír, reír mucho. Y compartir lágrimas. Emocionarse.

    La mirada inocente de un niño al que la vida lo ha hecho adulto antes de tiempo. El reencuentro de un adulto con él mismo. El saber perdonarse. Aceptar las consecuencias de nuestras decisiones. Querer escapar, buscar una salida, correr bien lejos y al final encontrar la luz. Ese halo de esperanza. El amor. El amor en todas sus vertientes porque al fin y al cabo el amor nos salva de todo.

    Después de Cartas a Liz, Los que piensan en la nada reafirma a Roberto Hurtado como un escritor sensible, honesto y valiente. Escribe con el corazón y nos desgarra los sentimientos. Sus palabras son puñales que nos atraviesan, que nos conmueven y remueven por dentro. Nos hace sufrir, nos hace llorar, nos enamora, nos emociona y nos reconcilia con la vida. Roberto escribe desde lo más profundo de su corazón. Y no lo hace para gustar, lo hace para vaciarse, para curarse y para curarnos. Y conseguir emocionar, en los tiempos que corren, es toda una proeza. Roberto lo consigue con cada palabra. Nos hace pensar que la vida, después de todo, merece la pena. Y merece ser vivida de la mejor forma posible porque cuesta llegar, pero cuando llegamos, podremos decir: «Lo he conseguido». Y al final nos convertimos en supervivientes. En héroes de nuestra propia vida. Y nos reencontramos a nosotros mismos, un día cualquiera frente al mar, escuchando esa canción de los Beatles que nos recuerda lo importante que es el amor. Y nos perdonamos por todo el tiempo que hemos vivido con los ojos cerrados, dándole la espalda a la verdad.

    Los que piensan en la nada es la historia de Roberto, la mía y ahora que lo tienes en tus manos, también es la tuya. Disfrútalo y déjate llevar en cada reflexión. Vive cada página de este libro como si fuera tu propia vida. Porque nadie está a salvo de nada. Como decía Neruda: «Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida».

    Rocío Fuentes

    .

    Estar en las alturas confiere al ser humano otra perspectiva. Ves el horizonte, lo cotidiano es pequeño. Los coches, las personas que están abajo son seres diminutos que no significan mucho más que pequeñas manchas en la lejanía. Parecen insignificantes. Pero esas manchas se amplían al acercarse y puedes comprobar lo capaces que son de convertirse en sombras. De esa oscuridad surgen brazos, caras, voces que te hablan: vidas que se plantan delante de ti. Esas pequeñas e insignificantes manchas se transforman en personas que influyen en el día a día cotidiano, ya sea para bien o para mal. Esas motas insignificantes pueden hacer que tu estructura se derrumbe y que todo lo que ves de un color cambie al contrario. O pueden construir algo contigo, de forma que la simbiosis sea magnífica, extraordinaria y te hagan construir nuevos rascacielos. Tienen ese poder, es su maravillosa capacidad: te cambian. Por eso cuando subo a un rascacielos doy gracias por estar arriba y ver con perspectiva, porque he construido mi propio edificio. Entonces vuelvo a mirar hacia abajo y las contemplo. Si dejas que esas manchas que se ven desde arriba se aproximen mucho pueden transformarte: construir o derrumbar, todo depende de lo que dejes que se acerquen.

    .

    A Sara,

    por hacerme creer en el amor: puro, limpio, sin cicatrices, sin manchas, sin secretos.

    1

    MARIO

    «Ese niño no dejaba nunca de llorar», pensaba para mis adentros.

    ¿Es necesario que alguien solloce de esa manera? Pero… ¿de verdad tiene motivos para hacerlo? No puede ser que por un pequeño quiste en la espalda un niño de doce años se ponga así. Y eso que no tiene que quedarse mucho tiempo en el hospital. Creo que no deberían haberlo puesto conmigo, debe haberme visto, rapado y con cara de merluza pasada, y se habrá asustado.

    Es que es completamente normal, si esto en lugar de ser una habitación de hospital fuera la habitación de casa no estaría llorando como una magdalena. No comprendo por qué motivo lo han tenido que meter en mi cuarto. Mira que estaba tan bien, solo, con mis Masters del Universo, ahora capaz que toca compartirlos con el llorica este…

    Se acaba de abrir la puerta de la habitación, es la enfermera del turno de mañana. Ya la conozco bien, tiene un lunar un poco grande debajo de su oreja. Lo tapa disimuladamente con esa mata de pelo que Dios le ha dado —no sé qué tendrá que ver Dios con esto, pero es lo que ella siempre me dice, porque no dejo de preguntarle si eso fue un antojo de su mamá—. Ella dice que no, que simplemente nació con él y se deja el pelo largo para esconderlo. A mí me gusta mucho su mancha, parece como si le hubieran derramado el café con leche por la oreja, rozándole el lóbulo y se hubiera depositado todo él justo debajo; parece un lamparón en la camisa. Además, acaba haciendo pequeñas manchitas, salpicando, que le llegan hasta la base del cuello. Me parece hermoso, pero ella siempre lo tapa; creo que le da un poco de vergüenza. Todas las enfermeras van con el pelo recogido, pero ella siempre lleva la melena al viento. No creo que le gusten esas normas tan tontas, por eso me cae bien. A veces incluso me da un beso después de ponerme el termómetro porque siempre le estoy preguntando por su lunar.

    Se acerca al niño llorón, le da los buenos días. El plañidero no le

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