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A Medio Camino
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Libro electrónico250 páginas8 horas

A Medio Camino

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Ni diario íntimo en el que se confiesa el día a día de las vivencias y esperanzas, ni la ambición trascendente de la biografía. Apenas el telar en que se entretejen las historias. Una bella y colorida tela peruana de hilos teñidos con las tintas naturales de la experiencia.
En todas las culturas las mujeres tejieron en el telar la historia de sus vidas y la de su familia, de su gente y su universo.
Y texto y textil son la misma palabra, significan lo mismo. Por eso estas mujeres de hoy, en vez de tejer, escriben. Y este es un libro telar, libro de mujeres donde ellas enlazan los hilos de temas de mujeres. Libro que envuelve, abriga, protege, reviste.
En su trama se enredan y desenredan el amor y el desamor, la lealtad y la traición, el dolor y el perdón, la amargura y el humor.
Ocho mujeres en una. En cada una. Cómo no reconocerse también en todas ellas. En el espesor de sus vidas, en la diversidad de sus entrañas. En sus historias de rebeldía y sumisión.
Cenicientas y princesas, hechiceras y brujas, los hombres que las han acompañado saben de sus múltiples facetas. De su fuerza y vulnerabilidad. Ellos están también presentes en este libro.
Sin duda hace falta valor para exponer los propios miedos, culpas, y hasta vergüenzas. Quizá sea esa pequeña red de confianza e intimidad que tejieron las autoras-amigas a través de los años lo que les permite mostrarnos sin falsos pudores los misterios de sus vidas.
Y también la convicción de mujeres compañeras, de madres comprensivas, de amigas cómplices, de que no hay nada tan terrible que no pueda contarse.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento21 nov 2014
ISBN9786124250071
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    A Medio Camino - Mónica Vargas

    Flavia Badani

    Lucha Buse

    Marcela Fernández

    Susie Ricketts

    Zindy Roeder

    Cecilia Rosas

    Lucha Tudela

    Mónica Vargas

    con prólogo de Sonia Abadi

    © A MEDIO CAMINO

    Primera edición digital: noviembre, 2013

    © Flavia Badani, Lucha Buse, Marcela Fernández, Susie Ricketts, Zindy Roeder, Cecilia Rosas, Lucha Tudela y Mónica Vargas.

    ISBN: 978-612-42500-7-1

    Diseño y diagramación: Fernando Cavassa Repetto

    Cuidado de la edición: Pedro Cavassa Falcone

    © Cauces Editores SAC

    Kenko 354, Surco

    cauceseditores.com

    A mitad del camino de la vida en una selva oscura me encontraba porque mi ruta había extraviado.

    […] Entonces comenzaba un nuevo día y el sol se alzaba al par que las estrellas.

    La divina comedia, Dante Alighieri

    Ocho mujeres: del tejido al texto

    NI DIARIO ÍNTIMO en el que se confiesa el día a día de las vivencias y esperanzas, ni la ambición trascendente de la biografía. Apenas el telar en que se entretejen las historias. Una bella y colorida tela peruana de hilos teñidos con las tintas naturales de la experiencia.

    En todas las culturas las mujeres tejieron en el telar la historia de sus vidas y la de su familia, de su gente y su universo.

    Y texto y textil son la misma palabra, significan lo mismo. Por eso estas mujeres de hoy, en vez de tejer, escriben. Y este es un libro telar, libro de mujeres donde ellas enlazan los hilos de temas de mujeres. Libro que envuelve, abriga, protege, reviste.

    En su trama se enredan y desenredan el amor y el desamor, la lealtad y la traición, el dolor y el perdón, la amargura y el humor.

    Matrimonios que sobreviven, otros que se quiebran y reparan, alguno más que se reinventa para mejor.

    Alguna se distrajo por un tiempo y se le olvidó estar atenta a algo importante: el marido, uno de los hijos, su desarrollo personal, la crisis que se avecinaba.

    Y sin embargo no estaban dormidas. Cambiando pañales, podando rosas, decorando la casa o estudiando, esas mujeres atraviesan y son atravesadas por la revolución de Velasco Alvarado, el mayo francés de 68, la llegada del hombre a la luna.

    Y antes aún, cada familia con su historia única e irrepetible. Sus costumbres, sus ritos, sus mandatos y tabúes. Familias limeñas o provincianas, con pocos o muchos hijos. Y hasta una niña que soñando con ser la princesa del cuento, le toca padecer en el rol de la madrastra.

    Hijos ajenos que incorporar, hijos propios que criar. ¿Cómo aprender de cada mamá y no quedar enredadas en la fallas de aquéllas? ¿Cómo llevarse sólo las buenas recetas y no repetir los errores?

    Y para peor, tener que volver a vivirlo todo con las hijas mujeres, tan diferentes y tan iguales: rebeldes, introvertidas, celosas, autosuficientes. Y con los hijos hombres, que prefieren no enterarse de los problemas familiares, ¿como su padre? ¿como su abuelo?

    En el medio otras orfandades: la quiebra de un padre o un marido, algunos papás que se enferman y mueren. En esos años también se pierde, aún joven, a un amigo querido.

    Pérdidas y duelos que van dejando agujeros en la trama y que habrá que retejer con la ayuda de la amistad, el amor y la creatividad.

    Alguna pierde su tierra y se aleja a vivir otras realidades, otros afectos. Pero basta tirar un poco del hilo de la amistad para que esté otra vez presente en las páginas de este texto.

    Entre el adentro del hogar y el afuera del mundo, les tocará lidiar con faltas y con excesos. A veces tan solas, y otras demasiado acompañadas. Algún marido decide retirarse de la actividad laboral y premia a su querida mujercita con su excesiva y cotidiana presencia. Otro viaja demasiado y la deja sola. Otra tendrá que aprender a salir al mundo sin paracaídas, dejando al hombre en casa.

    Y la educación. En la casa, con las monjas más o menos tradicionales o liberales. En la universidad, a veces sólo por un par de años. Lo suficiente para quedarse con las ganas. Y decidir volver a estudiar más adelante.

    Y el trabajo. Rupturas y continuidades de los proyectos personales. Mujeres interrumpidas por matrimonios, gestaciones y partos, buscando retejer el hilo de sus vidas. Mujeres interrumpidas por las presiones del trabajo, buscando retomar el hilo de su maternidad o su pareja.

    Y el folklore cotidiano de las pequeñas cosas de la convivencia: los ruidos, el desorden, el imposible ahorro. Y la historia densa de las cosas graves del día a día: la intolerancia, la descalificación, la incomunicación. Y cada una de ellas construyendo su propio refugio, que a veces se le transforma en prisión.

    Espejito, espejito… y la juventud que se ensancha en madurez, y un poquito en las caderas también. Y la perspectiva que se amplía para ver mejor el mundo, aunque cada vez se vea peor de cerca.

    Y los hijos que siguen creciendo y les colgarán el título de suegras y de abuelas.

    Ocho mujeres en una. En cada una. Cómo no reconocerse también en todas ellas. En el espesor de sus vidas, en la diversidad de sus entrañas. En sus historias de rebeldía y sumisión.

    Cenicientas y princesas, hechiceras y brujas, los hombres que las han acompañado saben de sus múltiples facetas. De su fuerza y vulnerabilidad. Ellos están también presentes en este libro.

    Sin duda hace falta valor para exponer los propios miedos, culpas, y hasta vergüenzas. Quizá sea esa pequeña red de confianza e intimidad que tejieron las autoras-amigas a través de los años lo que les permite mostrarnos sin falsos pudores los misterios de sus vidas.

    Y también la convicción de mujeres compañeras, de madres comprensivas, de amigas cómplices, de que no hay nada tan terrible que no pueda contarse.

    Sonia Abadi

    Introducción

    LA IDEA DE ESTE LIBRO surgió en un momento de crisis que como siempre ha ocurrido en mi vida estuvo sostenido por la amistad.

    Crisis, del griego krisis que significa decidir, separar, y krino yo elijo, sugieren que en situaciones de conflicto se presentan diversas oportunidades. Es común observar que en esas circunstancias las conversaciones entre mujeres adquieren un valor terapéutico y la amistad se convierte en un elemento fundamental. Existen diversas investigaciones que confirman esta idea. Una de ellas, realizada por la Universidad de California (UCLA) en el año 2000, llamada Respuestas femeninas al estrés: cuidar y hacer amistades, no pelear o escapar, sostiene que las respuestas femeninas y masculinas ante el estrés son diferentes, a pesar de que por mucho tiempo se consideraba que la reacción de huir o luchar se aplicaba por igual para ambos géneros. Las autoras, Shelley Taylor, Laura Klein y colaboradores sugieren que cuando las mujeres liberamos la hormona oxitocina, a causa del estrés, se crea un mecanismo particular con otras hormonas femeninas, que unido a patrones de comportamiento largamente enraizados, nos lleva a reunirnos en grupos, crear redes de apoyo y desarrollar comportamientos de protección hacia nuestros hijos lo que reduce la vulnerabilidad que se siente en esos momentos.

    Fue así que durante esa crisis personal tuve la necesidad de hablar incansablemente con muchas mujeres amigas. Cada una compartía su historia y su particular manera de vivirla y entenderla. Era a través del lenguaje que podíamos elaborar y reelaborar nuestras historias, logrando construir nuevas realidades, descubrir perspectivas insospechadas y diferentes formas de enfrentar los hechos. Afortunadamente los seres humanos tenemos la capacidad de reflexionar y de expresar en palabras lo que nos ocurre, permitiendo que nuestras experiencias salgan del mundo oculto de lo innombrable y nos muestren posibilidades de cambio.

    Observar que cuando las mujeres empezamos a hablar se activa una red de solidaridad que nos permite saber que no estamos solas en las angustias vitales, en los desencuentros de nuestras relaciones, en el diario vivir, me llevó a la convicción de que era importante que nuestras historias se narrasen y difundiesen. Sabía que ello nos ayudaría a pensar y a saber que las experiencias femeninas, a pesar de sus diferencias, tienen mucho en común.

    Encontré entonces un grupo particular de amigas, las autoras de este libro, todas en la mediana edad, algunas en los comienzos, otras totalmente instaladas en ella. Lo que al principio nos unió fue un deporté, pero poco a poco, y como sucede en las canchas, lo que empezó como un juego fue llenándose con nuestras vidas, y a pesar de nuestras diferencias empezamos a reunirnos y a abrir nuestros corazones. Ni el marido, ni los hijos estaban incluidos en este mundo que casi sin querer fuimos creando, sentando imperceptiblemente las bases de una amistad que trascendió las fronteras de los partidos hasta convertirse en un espacio de complicidad y desahogo. Diversas circunstancias, la partida de una de nosotras, una separación conyugal, algún problema, nos convocaba inmediatamente a todas, y gracias a la internet iniciamos nuestra comunicación escrita

    Los consejos, las palabras de apoyo se traducían día a día en un intercambio cada vez más intenso. Escribir era una forma de reflexionar. Surgió así la pregunta ¿por qué no compartirlo con otras personas? Si bien nuestras historias se iban desanudando, los temas esenciales eran recurrentes en nuestros encuentros, como si al volverlos a abordar adquirieran nuevos matices que nos permitían constatar que la realidad que vislumbramos es siempre incierta y que cuando creemos haberla alcanzado, puede modificarse nuevamente. Estamos seguras que nuestras experiencias van más allá de lo personal y concentran vivencias femeninas universales. Con ese convencimiento hemos plasmado en estas páginas lo vivido, tratando de descubrir si esos años habían valido la pena pero también analizando las posibilidades que aún tenemos en el tiempo que nos queda por vivir.

    A medio camino es pues una convocatoria a pensar, recordar, soñar, concordar o discrepar. Son relatos y cuestionamientos que, en forma sencilla, pretenden dar testimonio, entre otras cosas, de la importancia de la amistad, del amor, de la verdad y del coraje para mirar de frente los retos que nos plantea la vida.

    Mónica Vargas

    Dudas y tribulaciones

    Flavia Badani

    —Las mujeres nos sentimos culpables por envejecer,

    como si pasada la juventud de la belleza,

    apenas nos quedara que ofrecer,

    y debiéramos hacer mutis;

    salir y dejar espacio a las jóvenes,

    a los rostros y cuerpos inocentes

    que aún no han cometido el pecado de vivir

    más allá de los treinta o los cuarenta—

    (…)

    No sé cuándo dispuse rebelarme.

    No aceptar que sólo se me concedieran como válidos

    los diez o veinte años con piel de manzana;

    sentirme orgullosa de las señales de mi madurez.

    (…)

    Después de todo,

    el alma,

    afortunadamente,

    es como el vino.

    Que me beba quien me ame,

    que me saboree.

    Gioconda Belli

    («Sabor de vendimia», en Apogeo)

    A mis padres, siempre presentes.

    A Pancho, Santiago, JuanFran y Álvaro, presencias indispensables

    SOLÍA BROMEAR SOBRE LA MEDIANA EDAD, definiéndome como middle-age, middle-income, y agregaba cuán poco auspicioso une parecía pertenecer a eso del middle-todo, un rango que carece de contornos definidos y nítidos. Es como si nos encontráramos en «tierra de nadie», deseosas de mantener la juventud, «divino tesoro», pero transitando ineludible y lamentablemente hacia el otro lado del cerco, espacio desconocido y temido que amenaza con instalarse y llevarse la identidad sobre la cual nos pensamos y con la que nos hemos construido. En mi caso y creo que el de la mayoría de mis amigas, el ingreso a esta etapa trajo consigo mucha turbulencia. Ahora que llevamos un buen tiempo en ella, presiento que todas deseamos quedarnos aquí, nos asusta pasar a la siguiente etapa, menos atractiva aún, del «adulto mayor».

    En algún lóbulo de mi cerebro cuya única función por momentos pareciera ser la de inquietarme, se deslizan dos preocupaciones principales: el envejecimiento y la tolerancia. El envejecimiento me preocupa con sólo hacerse presente y garantizar su permanencia vitalicia. No dudo que ha venido a quedarse. La tolerancia me preocupa fundamentalmente por lo contrario, por su ausencia y la necesidad que tenemos de ella.

    En el terreno de la convivencia conyugal, una puede lidiar Individualmente con la vejez, si fuera necesario, pero con la tolerancia, las dificultades derivan de la relación, it takes two to tango, dice el dicho, y pone en evidencia la dependencia y la necesidad del otro para instalarla con éxito.

    Defectos y virtudes se acentúan con la edad y nos volvemos menos pacientes ante pequeños e insignificantes detalles. Nos fastidian con mayor rapidez las fallas de los demás y hacemos uso de una especie de derecho ganado con el tiempo para quejarnos abiertamente de los persistentes defectillos de nuestro cónyuge (y de los otros que nos rodean…) que antes pasábamos por alto. Hay días en que el tubo del papel higiénico gira vacío en su sitio sin que «alguien» se haya molestado en reemplazarlo, los cajones abiertos, el baño empapado, la toalla mojada sobre la cama, la ropa sucia a escasos metros del cesto que le corresponde, el chisguete de pasta dental aplastado como sea, los zapatos tirados por cualquier lugar, pueden llevarme a un arrebato de ira que a mi misma me sorprende.

    En mi caso particular, la música a todo volumen invadiendo lo que yo considero los espacios del «otro», me saca de quicio a menudo. Mi marido se queja de lo contrario, dice que él sufre las consecuencias de la «hiperacucia» que yo padezco. Mis hijos son algo menos inclinados al volumen que su papá y a veces me parece que han heredado algo de mi sensibilidad al ruido, pero no son del todo inocentes. No faltan las oportunidades en que sus propios volúmenes superan los límites de mi tolerancia. Sobretodo el de la televisión, cuando su papá escucha música muy alto lo que es frecuente. Entonces se inicia una guerra de volúmenes para escuchar cada quien lo suyo, de la que huyo encerrándome a leer en el suelo de mi baño. A falta de una habitación propia, como en la novela de Virginia Woolf, mi baño se ha convertido en el lugar donde mejor me siento, el único en que —con suerte— alcanzo un poco de privacidad y quedo relativamente fuera del alcance de las demandas familiares y del ruido.

    Mención aparte merece la no tan inocente pregunta que de vez en cuando hace mi marido: ¿en qué has gastado tanto?, como si de por medio hubiera la compra de un visón, de alguna joya y hasta la sospecha de una cuenta secreta a la que desvío parte de los dineros que me entrega para la administración del hogar. No logro contestar a tan sencilla interrogación sin una dosis innecesaria de agresividad que deja a mi pobre marido desconcertado y fastidiado porque él sólo preguntaba y además no tiene ni la menor idea de lo que cuesta el ritmo de vida del que goza sin escatimar ni preguntarse si se puede, aunque mantiene vivo el deseo de ver algún nivel de ahorro, que por supuesto todavía esperamos y quizá jamás alcancemos. Mientras tanto vivimos, y quien más goza es él, que permanece ignorante de cuán cercanos al temible des-ahorro nos encontramos. Yo sé que en el fondo su duda me hace sentir en falta, y la culpa que aparece inevitablemente, la vuelco contra él por «cuestionarme». Pienso «que administre él la casa, que haga los pagos y se ocupe de todo aquello para lo que no tiene tiempo». Al final, me queda claro que el problema es mío porque no soporto que ponga en duda mi eficiencia en la administración del gasto.

    En esta línea de la intolerancia recuerdo a mi abuela que siempre me pareció una «dama» muy fina, correcta y discreta hasta que un buen día perdió el tino. Ante mi atónita mirada llegó a decirle a un amigo que yo había invitado a la casa, que recordaba muy bien a su abuelo, «un gran sinvergüenza, además de ser posiblemente el hombre más feo que ella había visto en su vida». Casi me muero de la vergüenza y de la pena por mi pobre invitado, que seguramente quería mucho a su abuelo, y se mantuvo mudo pero con la boca abierta.

    Sarcasmo y bromas aparte, me ha tomado un tiempo ordenar mis sentimientos y vivencias personales al respecto, procesarlas y entender lo que estoy sintiendo, que presiento debe ser muy parecido a lo que todos sentimos tarde o temprano. Hace ya varios años escuché a un amigo comentar que la llegada a los cuarenta era el principio de las pérdidas: pierdes pelo, visión de cerca, a uno de tus padres, a algún amigo, agilidad, juventud y comienzan los dolores en la máquina. Yo sentía todo aquello muy lejano y pesimista, muy a tono con la personalidad de quien hablaba. Nunca imaginé cuánta razón tenía.

    Los cuarenta fueron para mí una revolución emocional que sólo reconocí después. En su momento la viví sin distinguir la súbita rebeldía que sentía al tener que despedirme de mi juventud. Quise asirme a ella, vivir, sentirme más mujer, disfrutar de cada uno de sus atributos con una suerte de voracidad que ocasionó más de una conducta inesperada y que mi marido resintió sin alcanzar a comprender. Creo que lo que yo no quería era dejarme ir. Veía mi vida pasar sin mayores emociones intensas, con esa paz que todos añoramos pero que cuando tenemos no sabemos apreciar. Sentía, quizá superficial o frívolamente, que «perdía» mis mejores años, o mis últimos años de los mejores, en una inercia apaciguada que no me aportaba la intensidad que ansiaba y de la que tantos libros y novelas dan cuenta.

    Sobrellevaba la cotidianidad de mis deberes y obligaciones, cumpliendo cabalmente con ellos, al lado de mi familia, mis hijos, mi marido, personas que quiero entrañablemente y que me quieren, pero que no me ven, no me intuyen ni me leen, no se interesan por lo que me pasa más que como proveedora de sus respectivos bienestares. La ventolera fue tormentosa y trajo más de una herida que todavía estamos lamiendo, pero también aportó mucho aprendizaje y algo de sabiduría.

    Mientras todo lo dicho sucedía con mis pasiones y sentimientos, se iba cumpliendo la profecía de ese amigo que podríamos llamar Don Pésimo: fuimos perdiendo la visión de cerca, se murieron los padres propios y ajenos, y también algún amigo. Nos reencontramos con la muerte como posibilidad, nos «volvimos» mortales, eso que cuando se es chico sucede sólo a los demás. Jamás pensábamos en la muerte salvo cuando se presentaba en alguna pesadilla que nos conducía directamente a la cama de mamá. Luego, ese fantasma desapareció completamente y reapareció en las aprensiones de nuestros padres cuando empezamos a salir solas, sin ellos, recorriendo la ciudad de noche con amigos, sintiéndonos autosuficientes cuando aún estábamos muy lejos de serlo.

    Recuerdo cómo me cansaban las instrucciones de mi papá sobre las distancias y los lugares a los que saldría, el manejo del carro, el licor, la posibilidad de alguna droga colocada en mi vaso de gaseosa («no tomes nada en vaso, siempre de la botella, que la abran delante de ti», me decía), el peligro acechando por doquier. Sus preguntas sobre qué adulto estaría presente, a qué hora regresaría, me parecían exageradas. Sentía el tema de las drogas y los peligros de la calle como una sobreprotección y un intento solapado de sembrarme miedo y retenerme en casa.

    A estas aciagas advertencias se sumaba el terrorismo que por la época en que empecé a salir aumentaba y se hacía sentir en la ciudad. Mi papá se refería a estas amenazas como «eclosiones de violencia popular» y era una cantaleta previniéndonos contra los riesgos que corríamos en las calles. Mis hermanos, los amigos y yo reíamos con ganas luego

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