Pues sí, tengo cáncer… ¿Y?
Por Chema Álvarez
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Pues sí, tengo cáncer… ¿Y? - Chema Álvarez
Índice
Portada
Portadilla
Créditos
1. ¡Anda!, si resulta que tengo cáncer
2. Adiós, «edad dorada», adiós
3. ¿Es que no cuida Dios de nosotros?
4. Buscando culpables
5. «Marcado por la muerte»
6. Ante el desastre
7. El calvario sanitario
8. Colegas
9. Efectos secundarios
10. ¡Oh, sorpresa!
11. Un inciso
12. Espectadores
13. ¡Ay, el prestigio!
14. ¡Lo que faltaba!
15. El sentido del sufrimiento
16. La Pasión de Jesucristo
17. Tiempo de iluminación
18. Nuestra monotonía de cada día
19. No perder la esperanza
20. Dios vela por nosotros
21. ¡Lucha!
22. Échate una mano
23. Aprendiendo a rezar
24. El sentido de la vida
25. La vida vivida
26. La vida por vivir
27. Vivir sin miedo
28. Vivir con esperanza y alegría
29. ¿Premoniciones?
30. Ante el juicio final
Oración de Carlos de Foucauld
Desiderata
Cáncer
portadillaCHEMA ÁLVAREZ nació en Valladolid, en 1947. Es misionero del Sagrado Corazón y sacerdote desde 1976. Estudió filosofía, teología y espiritualidad, y ha trabajado en parroquias y colegios, sobre todo en la pastoral. Hace años que colabora en publicaciones religiosas y últimamente se ha volcado en libros con los que busca compartir su fe. Es autor en SAN PABLO de Retazos gitanos (2017), Jesús enseñaba así: Formación de catequistas y aprendizaje cristiano a partir de las parábolas (2019) y de los títulos de la colección «Religión para torpes».
© SAN PABLO 2022 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
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E-mail: ventas@sanpablo.es ISBN: 978-84-285-6572-1
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Dedicado a todos los que padecen cualquier enfermedad grave y se preguntan el porqué y el para qué.
(Además de querer sanar, claro).
El cáncer abre muchas puertas.
Una de las más importantes es tu corazón.
(Greg Anderson)
1.
¡Anda!, si resulta que tengo cáncer
Los días del hombre son como la hierba,
que a la mañana florece y a la tarde
la siegan y se seca.
(Salmos 90,6 y 103,15-16)
PUES LA COSA va de que un día te sientes raro y acudes al médico, a ver si te echa una mano. Que llevas un tiempo con dolores en un hombro que no se te quitan y vas al traumatólogo a que te oriente, y este, ciñéndose a su papel, te propone los antiinflamatorios y analgésicos habituales, más unas sesiones de rehabilitación que han de recuperarte porque le has contado que anduviste haciendo esfuerzos extraordinarios. Hasta ahí, todo normal... salvo que al cabo de unas semanas el dolor vuelve a la carga, con la novedad de que ahora se trata del otro hombro. Y como uno cree que ya conoce el remedio, pues se lo aplica en dosis similares a la espera de idénticos resultados. Pero –¡vaya por Dios!– el dolor se manifiesta juguetón y ahora se desplaza a otras partes del cuerpo: que si la espalda, que si el costado, que si la barriga... Este último mosquea un tanto, porque como hace pocos meses que habías pasado por un cáncer de colon (¡sí, otro!, se ve que este primero fue de aperitivo), te surge la duda de si se habrá reactivado el tema. Así que es aconsejable la visita al médico de digestivo que, con buen tino, propone unas pruebas y también unos análisis en los que –mira tú por dónde– surge la pista del PSA, que no son las siglas de un partido político o de un equipo de fútbol, sino el indicativo del estado de la próstata. Y ahí ya la cosa se orienta al urólogo, que al ver lo elevado de las cifras (lo normal está entre 1 y 4, y yo andaba por los 100) encarrila otras pruebas que serán más concluyentes: TAC, biopsia y gammagrafía ósea, que chivatean que hay un cáncer de próstata que ha dado ya metástasis –¡vaya por Dios!, de nuevo–. Y no me extraña esta difusión, porque ha trascurrido casi medio año desde que empezara con los malestares y los diferentes médicos me han tenido mareando la perdiz.
Total, que después de haber superado un cáncer de colon con su correspondiente calvario (resección de medio intestino grueso), me encuentro de nuevo peleando con estas células rebeldes que se dice que han encontrado la «fórmula de la inmortalidad» y se empeñan en ponerla en práctica a cuenta de las demás, las que son fieles a la «apoptosis programada». Una pelea que resultaría entretenida y hasta edificante para verla en un documental si no fuera porque el campo de batalla es un organismo complejo –el mío– que se mantiene a costa de un equilibrio permanente entre la salud y la enfermedad con el que no conviene jugar. Más que nada porque los experimentos, de hacerlos, hay que hacerlos con gaseosa, como bien se dice popularmente.
Y enseguida te surge la duda del porqué te ha tocado esta «china» si resulta que eres una persona que ha procurado siempre cuidarse, ya sabes: comida sana, ejercicio frecuente, nada de tabaco y el alcohol limitado al vasito de vino en la comida o la cañita entre amigos. Y a los que te rodean seguramente se les plantea la misma duda, con el agravante de que te ven como una persona creyente y orante, de esas que mantienen un trato que se supone directo y continuo con lo divino y por lo tanto merecedora de especial protección. Y ahí es donde surge la eterna pregunta del quejoso: ¿por qué a mí? Sí, a mí que se me suponía candidato a una vejez tranquila y sin sobresaltos, es decir, a morirme de viejo y acompañado de todo ese confort acumulado de tantas maneras. Porque el mencionado cáncer de colon se ve que es hereditario y lo hemos padecido tres de los seis hermanos que somos, además de nuestro padre y el abuelo paterno (cosas de las herencias, que a unos les toca una morterada o un casoplón y a otros... pues eso). Pero este, el de próstata, solo me ha tocado a mí (de lo cual he de decir que me alegro, porque prefiero sufrirlo yo antes que ellos, que a fin de cuentas no tengo detrás mujer, hijos y nietos a los que desamparar).
Bueno, pues la respuesta es elemental por más que nos cueste aceptarlo, y el libro sagrado (la Biblia) nos lo recuerda: «Los días del hombre son como la hierba, que a la mañana florece y a la tarde la siegan y se seca» (Sal 90,6; 103,15-16). Y yo, que soy hombre, criatura que viene de la tierra y a ella ha de volver, pues no puedo ser una excepción. ¡Ah! ¿Pero no me había garantizado yo una cierta perdurabilidad en base a una vida sana, y una determinada intangibilidad por aquello de ser «creyente y cumplidor»? Pues se ve que no, y de hecho lo sabía desde el momento en que asimilé ese Evangelio que nos recuerda a todos que «nadie sabe el día ni la hora» (Mt 24,36), y que «no podemos alargar nuestro tiempo de vida a capricho» (Mt 6,30), y que ni la simple creencia ni el culto garantizan excepciones favorecedoras (Mt 7,21). O sea, que caes en la cuenta de algo que ya sabías, lo de la fugacidad de la existencia, y que el fin de esta etapa está más próximo de lo que imaginabas. Algo que continuamente nos lo están recordando esas muertes que no dejan de producirse a nuestro alrededor, lo mismo cerca que lejos, pero que siempre tendemos a ignorar para no agobiarnos; o a mirar de soslayo confiando en que nosotros tenemos alguna especie de salvoconducto, por estar «muy sanos y en forma», por tener buenos seguros médicos o por ser creyentes cumplidores. Pero como resulta que no, aunque sea duro constatarlo, no queda otra que aceptar la realidad de los hechos... y preguntarse, más bien, qué de bueno puede traernos esto, si es que lo tiene.
2.
Adiós, «edad dorada», adiós
No cuentes los días, haz que los días cuenten.
(Muhammad Alí)
VALE. De momento, lo que empiezas a entender es que esa situación especial que esperabas que te llegaría con la jubilación, esa «etapa dorada» que creías que alcanzarías con los años y que suponías bien ganada después de toda una vida de trabajo, se va al traste. Que ya no habrá una vejez –si es que por fin se alcanzara– tranquila y reposada en la que disfrutar del merecido descanso. Cierto que por mi profesión (soy sacerdote y religioso misionero, por más señas), ya contaba con seguir echando una mano en lo que hiciera falta y durante mucho tiempo, y más dada la situación de escasez vocacional en la que estamos, que nos obliga a todos a seguir al pie del cañón más allá de lo que establece el calendario. Pero de esa perspectiva de trabajo tranquilo y adecuado a la edad se pasa, de pronto, a verse uno inmerso en una pelea con la que no se contaba para nada. Una lucha no tanto por la supervivencia cuanto por vivir dignamente y sin demasiados dolores y trastornos el tiempo que te reste.
Porque eso es de lo que se trata y comprendes de pronto lo breve que va a ser ese «tiempo restante». Pues hasta este momento viviste sin plantearte una muerte que suponías lejana, más que nada estimulado por la longevidad que veías ya como un logro bastante natural y por todas las prevenciones tomadas que dije antes. Y ahora entras, de golpe y porrazo, en otro planteamiento que ni se te había pasado por la cabeza: tío, toca despedirse ya, y el final de esta etapa de tu existencia no va a ser tan apacible como suponías. Que sí que entraba en tu perspectiva lo de tener que dar el «salto», y más después de haberlo meditado y compartido tantas veces con los demás. Pero justamente ahora...
Y si te paras a pensar en lo que supone esto mismo para todos los que con menos años a las espaldas les anuncian que tienen los días contados, comprendes el trauma que supone que te digan que tienes un cáncer que ha dado metástasis y que las perspectivas, en el mejor de los casos, es que puedas prolongar la vida solo un poco de tiempo más. Porque en mi caso, por más que soñara con esa vejez tranquila, no dejaba de ser todo un tiempo «de propina», dado que los que nos precedieron tuvieron que conformarse con muchos menos años de promedio. Pero en el caso de la gente joven y sobre todo en el de los niños... Eso sí que es horrible de verdad, porque es talar el árbol en su lozanía, que diría el poeta. Que nosotros, los «yayos», a fin de cuentas ya hemos aportado y recibido la mayor parte de lo que nos correspondería.
Pero bueno, en mi caso, que es el que mejor conozco y por lo tanto del que puedo hablar, he de decir que si he experimentado una frustración ha sido sobre todo por lo que digo en el título de este capítulo. Porque me quitarán de los labios esa miel de la jubilación soñada, que entiendo que es un deseo tontorrón por cuanto sé que no es nada especial y yo tampoco iba a haberla vivido con esa calma idílica que se le supone al «jubilata». Pero ha resultado así y no queda otra que aceptarlo y pasar de la perspectiva de