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Ladrón de cerezas
Ladrón de cerezas
Ladrón de cerezas
Libro electrónico693 páginas9 horas

Ladrón de cerezas

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"Ladrón de cerezas" es un ensayo arquetípico atravesado por una novela, o una novela atravesada por un ensayo arquetípico: así como las aguas dulces y saladas de los estuarios que se funden en una sola agua, el lector decidirá pararse del lado del ensayo o del lado de la novela.
Rufino Croda es un publicitario del montón con graves desvaríos de personalidad que promueve una extraña teoría arquetípica basada en los hallazgos del psiquiatra y psicólogo suizo Carl Gustav Jung, jamás utilizadas en campañas políticas.
Relatos de aventureros, héroes, magos, villanos, inocentes, sabios y rebeldes se confunden entre historias de amor, pasión, traición y amistad.
Con sutil humor y un final sacudido por la conmoción, "Ladrón de cerezas" libera los arquetipos del corsé del marketing y la publicidad para acercarlos al folclore popular.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2022
ISBN9789878719825
Ladrón de cerezas

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    Ladrón de cerezas - Miguel Tornquist

    Tornquist, Miguel

    Ladrón de cerezas : arquetipos novelados / Miguel Tornquist. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-87-1982-5

    1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

    CDD A863

    EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

    www.autoresdeargentina.com

    info@autoresdeargentina.com

    Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

    Impreso en Argentina – Printed in Argentina

    A mis hijos

    Capítulo 1

    Libre como el viento

    A 5500 metros de altura, corrijo, de insensatez, Salvaje Arregui experimentó los típicos síntomas del mal de la montaña: agudo dolor de cabeza y dificultad para respirar. A 6000 metros, padeció fatiga extrema, mareos y tos con sangre.

    Debo alcanzar la cima, pensaba, cuando ya su mente no le permitía pensar. Era consciente de que se encontraba a las puertas de alcanzar el objetivo que se había propuesto durante toda su vida: escalar el Aconcagua, el pico más alto de América, ubicado en la provincia de Mendoza a 6960 metros de altura.

    Era enero. Porque era el único de los doce meses del año en que el frío glacial de la montaña se tomaba vacaciones.

    —Tal vez este sea un buen momento para retornar a la base —dijo Robinson, guía e instructor de alpinismo de alta montaña que lo acompañaba—. Haber alcanzado los 6000 metros de altura en tu primera incursión al Aconcagua es todo un mérito. Muy pocos lo han conseguido. Haremos un nuevo intento el año próximo y alcanzarás la cumbre, te lo aseguro.

    —No hubiera hecho todo lo que hice si estuviera dispuesto a renunciar —arremetió Salvaje a lo alto de un monótono pedrero de rocas congeladas—. La cima está ahí, a la vista, casi que la puedo tocar. Nos encontramos a menos de 1000 metros de distancia y no voy a dilapidar años de esfuerzo por un insignificante mareo y un hilito de sangre.

    Salvaje se había entrenado en procesos de ambientación ascendiendo de forma progresiva distintas cimas para acostumbrar al cuerpo. Se había aclimatado en cámaras hiperbáricas para someterse a una baja presión atmosférica que acelerara el ritmo cardíaco. Se había habituado a la falta de oxígeno. Durante años modificó su base de alimentación asesorado por una nutricionista especialista en deportes extremos que le recomendó una dieta adecuada para enfrentar la altura. Para fortalecer la mente se encomendó a una eminencia en psicología de riesgo, quien lo sometió a fuertes sesiones de alta presión y fatiga mental.

    —Es que no te veo del todo bien —insistió Robinson—, que en tantos años como instructor de montaña podía diferenciar entre un simple mareo y un alud de hipoxia cerebral—. Tus síntomas se pueden agravar y el clima está desmejorando.

    El cielo plomizo y pesado parecía entumecido por dos largos brazos de láminas de bronce que aprisionaban como un cono a la montaña y la zarandeaban buscando expulsar a los pequeños invasores que nada tenían que hacer allí. El frío era tan extremo que los huesos de Salvaje parecían astillarse al hacer contacto con partículas de nieve arremolinadas por un huracanado viento que se desplegaba como en una danza atroz. Una llovizna intensa humedecía los atisbos de confianza que no le sobraban.

    —¡Vos sos responsable, oíme bien, sos responsable de haberme traído hasta acá! —gritó Salvaje enfurecido, señalándolo con un dedo inquisidor—. La culpa no es del chancho, sino de quien le da de comer.

    —Yo no soy tu subalterno para que me hables así. Además, la culpa también es del chancho que acepta un reto para el cual no está preparado —lo contradijo Robinson asestándole un golpe letal a la húmeda moral de Salvaje.

    —¡Estoy preparado para alcanzar la cima! ¡Si no lo estuviera no estaría acá! —lo frenó en seco Salvaje, quien no se permitía abandonar las cosas a mitad de montaña—. El Aconcagua no me va a ver arrodillado, no me va a expulsar como a un boy scout que ante el primer imprevisto levanta campamento y vuelve a casa de mamá con el rabo entre las patas.

    —Muchos hemos alcanzado la cima.

    —Porque la montaña se los permitió.

    —Todo indica que esta vez no lo va a permitir.

    —Justamente ese es el motivo por el que debemos hacer cumbre. Cuando me dan una calurosa bienvenida me voy, pero cuando me echan a patadas en el culo me quedo. Por lo visto, soy una persona contradictoria que pasea la antorcha cuando el fuego está apagado.

    Seguramente la montaña te hará tragar tus palabras, pensó Robinson resignado, aunque no se atrevió a contradecirlo. Salvaje era un hombre implacable y andaba empecinado en colgar la cabeza disecada del Aconcagua en la pared de su dormitorio.

    Salvaje Arregui se dirimía entre un espíritu que lo incitaba a seguir y un cuerpo que lo detenía. El hombre y la montaña, la montaña y el hombre; una lucha despareja capaz de curarle el sueño hasta al hombre más despierto.

    —Tu cuerpo se está muriendo, literalmente, se está muriendo; está experimentando saturación de hemoglobina y ausencia de oxígeno —se inquietó Robinson intentando convencer a un talibán de afeitarse la barba.

    —Dame una razón para quedarme, no me la des para irme —imploró Salvaje.

    —¿Qué significa eso? Vida o muerte, blanco o negro. Nadie más que vos puede decidir sobre tu vida.

    Como cabía suponer, Salvaje andaba emperrado en hacer cumbre, aunque su vida estuviera en juego.

    —Elijo morir antes que renunciar.

    —Un ser tan malditamente obstinado, un aspirante a suicida, no me deja más alternativa que arriesgar mi reputación.

    —Un suicida no aprende a suicidarse; en todo caso gana experiencia en un solo suicidio. Aclaro esto porque respeto a aquellas personas tan libres como para elegir hasta su propia manera de morir.

    —Haremos un último intento por alcanzar la cima. Para naturalizar la presión atmosférica escalaremos únicamente 300 metros por día. En tres días lo lograremos, si no morís antes de un edema cerebral.

    A veces morir te salva la vida, pensó Salvaje. La muerte lo atraía, lo cautivaba como la mantis orquídea capaz de contorsionarse emulando la más bella flor que encandila insectos enamoradizos a su lecho de muerte. Finalmente, mientras se disponía a recostarse a la veda de un risco empinado para recuperar fuerzas y reflexionar sobre su candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires, el sueño lo acostó.

    Por tercera vez en años, Salvaje Arregui se postulaba a gobernador de la provincia de Buenos Aires en representación del Partido Republicano. Aún resonaban en su memoria las dos derrotas anteriores contra candidatos de mucho menor renombre que él, cuya única capacidad se cimentaba en militar en el nebuloso Partido Popular liderado por un ser repugnante que respondía al nombre de Jalid Donig.

    La tercera es la vencida, pensaba Salvaje, aunque comprendía que sus chances de convertirse en gobernador eran tan escasas como alcanzar la cima del Aconcagua. El aparato político del Partido Popular era tan devastador, tan enmarañado en acuerdos partidarios sombríos y tenebrosos que hacían prácticamente imposible el acceso al poder de un candidato que no se subordinara al régimen despiadado de Jalid Donig.

    —Cuando alcance la cima del Aconcagua también alcanzaré la gobernación de la provincia de Buenos Aires; tengo una corazonada —le dijo Salvaje a Robinson mientras le volvían los colores a la cara.

    —Una corazonada a 6000 metros de altura es un buen síntoma —contestó Robinson poniéndole algo de humor al ambiente férreo—. Aunque no termino de entender en qué se parece el Aconcagua a la gobernación.

    —¿Qué tiene que ver la golondrina con el verano? —ironizó Salvaje.

    —¿A quién se le puede ocurrir que es capaz de ganar una elección por el simple hecho de escalar el Aconcagua? —insistió Robinson.

    —¡A mí! —insistió Salvaje—. Y no es tan simple el hecho.

    —Mamita —dijo Robinson.

    —¿Para qué estamos en este mundo si no para dejar una huella, un legado más grande que nosotros mismos? Esa es la razón por la que me levanto todos los días a las seis de la mañana, auxiliado por los resortes del colchón que empujan mis ambiciones para arriba.

    —A eso lo llamo idealismo, Salvaje. Una persona que asume responsabilidades que no le corresponden. No termino de comprender a la gente que se siente inquebrantable, a los autoproclamados intrépidos, a los que pretenden llevarse el mundo por delante, a los que atraviesan una pared por cualquier agujero que no sea la puerta. Parece que empoderamiento es la nueva palabrita de moda en el diccionario. Muchas personas creen que vivir a las corridas es todo un mérito. Pero me pregunto: ¿a dónde quieren llegar tan rápido? ¿Cuál es la meta? Me da toda la sensación de que lo que buscan es escapar de sí mismos. La vida es una maratón, no una carrera de cien metros. Y hay que correrla como una maratón: a paso lento e hidratándose el cuerpo con una bolsita de realidad de vez en cuando.

    —Yo voy en tren y vos en bicicleta —dijo Salvaje con el sarcástico aire de satisfacción que ya no le sobraba en los pulmones.

    —Pero pedaleando en bicicleta se disfruta mucho más del paisaje —disparó Robinson.

    La alegoría del velocípedo actuó como una colonoscopía en la arrogancia de Salvaje y en la intrepidez de un argumento tan filoso como el propio peñasco.

    —¿Y esa bobada de la maratón me la dice una persona que se gana la vida a siete mil metros de altura? ¿Que vive cruzando semáforos en amarillo? —se ofuscó Salvaje desempalmando la cadena del plato de la bici.

    —La montaña es más segura para mí que el ministerio para vos —aseguró Robinson pisando firme entre las piedras. Jamás pongo en riesgo mi integridad física ni la de mis parroquianos.

    —Hablando de otra cosa. No me digas que la montaña no tiene secretos para vos —quiso saber Salvaje dando un volantazo a la conversación que se disponía a incrustarse contra un muro.

    —Algunos me los susurró al oído, pero la mayoría no. El peor error que podemos cometer es subestimar a la montaña, andar de joda a su lado. De cuando en cuando te prende un cigarrillo y te da permiso para tirarte cómodamente entre las rocas a fumar con ella. Esos son los momentos sublimes de la vida donde uno piensa que todo valió la pena. Pero a las pocas pitadas, y sin previo aviso, te apaga el cigarrillo en medio de la frente y te deja una marca indeleble que no se te borra ni haciendo las paces con el Yeti. La montaña es como el fuego: el viento que lo extingue es el mismo que lo propaga. Nada es fácil acá arriba. Es como tener un tigre de mascota: nunca sabés cuándo te va a tirar el zarpazo.

    —Tampoco es fácil allá abajo, en la jungla de cemento —replicó un Salvaje meditativo mientras Robinson recapacitaba bajo el efecto de sus reflexiones.

    —Antes de volar hay que correr, antes de correr hay que caminar, antes de caminar hay que gatear. Para volar se necesita tiempo y un par de alas bien curtidas que solo te salen con las canas. Si vas a leer un ensayo, pasá primero por un cuento porque sería un salto al vacío saltar de los hermanos Grimm a Borges. Si en cambio pretendés leer a Dostoievski, pasá primero por Julio Verne. Si te pica el bichito de García Márquez frotate la mente primero con una crónica periodística al estilo de Relato de un náufrago para pasar después a una novela del calibre de Cien años de soledad. Y si pretendés sacarle punta al lápiz de Hemingway, hacé unos garabatos primero con El viejo y el mar para pasar después a una novela de trazo ancho como Adiós a las armas. De ese modo irás adoctrinando a tu mente para algún día comprender a Borges. Al igual que en un rompecabezas, lo más sensato es iniciar por las fichas de los extremos y no por las del centro.

    Salvaje se sobresaltó ante la mención de muchos de sus libros y autores favoritos. ¿Podía ser coincidencia? Relato de un náufrago había actuado como introducción a la literatura en la escuela primaria y le había marcado su niñez. Lo recordaba con ambigüedad, ya que por un lado lo inquietaba la etiqueta de héroe que, a su regreso del naufragio, el pueblo de Alabama le había pegado en la frente al marinero como una estampilla, y por el otro, la postergación y el abandono que el mismo pueblo de Alabama le había provocado al finalizar el cuento. Salvaje estaba convencido de que no se lo debería considerar un héroe, sino un vil mortal señalado por el destino a participar de una ceremonia nefasta e inquietante que no anhelaba experimentar. En definitiva, hizo lo que cualquiera de nosotros hubiera hecho: intentar sobrevivir. Al fin y al cabo, hasta el suicida que se arroja de un rascacielos detiene el golpe con las manos hacia adelante.

    Una vez que le tomó el gusto a la lectura, se devoró las aventuras de Julio Verne: La vuelta al mundo en ochenta díasVeinte mil leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la tierra, por solo enumerar algunas de sus más emblemáticas obras. Coincidir con su instructor de montaña en libros y autores favoritos fue un llamado de atención, una consonancia de hermandad literaria. Era evidente que se trataba de una conexión metafísica, de una naturaleza y estructura esenciales. Fue tal la conmoción al leer El viejo y el mar que a sus veinte años emprendió una locura (de esas de las que nunca nadie se arrepiente) y decidió levar anclas y recorrer los siete mares a bordo de un majestuoso velero de quince metros de eslora mejor conocido como La Tempestad, comandado por Nelo Pimentel, su amigo de la infancia, y por una tripulación de cinco peces en el agua que no sabían respirar fuera de ella. En una cálida mañana de enero embarcaron y navegaron durante más de dos años por el océano Atlántico sur, el Atlántico norte, el océano Pacífico, el mar Caribe, el océano Ártico, el océano Índico y el mar Mediterráneo. Se enfrentaron a cientos de tormentas y soportaron olas mayores de tres metros de altura. Pero en los días diáfanos, sentados en la primera butaca del escenario azul, salado y espumoso, prendían un pucho, y se encomendaban a las fascinantes danzas de peces multicolores, caracoles caleidoscópicos, rayas aplastadas, pulpos de tinta azul que manchaban los dedos, y caballitos de mar que se paseaban entre las olas representando la obra más colosal que alguna vez hubieran experimentado. Cada puerto en el que atracaban para abastecerse se convertía en un espejo atroz del cual evitaban verse reflejados. Una realidad menospreciada de la cual nunca se sintieron parte y de la que se negaban a regresar, aunque tuvieran que despedazar, a jirones, pedazos de su propio cuerpo. Porque ellos se abastecían del mar y el mar se abastecía de ellos. Porque ellos eran el mar, eran las babas de la espuma, eran los cangrejos ermitaños que levitan para atrás, eran la sal de la vida.

    Pero como todo lo bueno siempre termina, un día el mar los expulsó de sus entrañas como a los cadáveres que arroja a la costa en un acto de solidaridad tardío. Los deportó a la ciudad que tanto los oprimía, que los asfixiaba como las cumbres de las montañas. La vida sigue, pensaron, pero no sigue igual. ¿En qué se había convertido aquel joven de veinte años que descubrió en un cuento de Hemingway un modo de subsistir? Ya nada sería igual en la vida de Salvaje. Su aspecto se había mimetizado con su entorno inmediato: barbas negras de ballena cubrían su rostro, dos medusas de cuerpos gelatinosos succionaban sus ojos; su mar color piel y las azules aguas que recorrían sus venas se enfrascaban en una majestuosa batalla de sal y tierra que se disputaban a puñetazo limpio su paternidad.

    —Solo se trata de una competencia con vos mismo, Salvaje, de ninguna manera con la montaña —dijo Robinson.

    Luego de unos segundos de zozobra, Salvaje tomó una bocanada de aire que pareció revitalizarlo. Se acomodó cual largo era en el diván resbaladizo del risco y dio inicio a una sesión de catarsis con Robinson que le prestó el oído porque entendió que desde hacía muchísimos años tenía una espina clavada que carcomía su alma y únicamente la montaña era capaz de removerla.

    —Debo alcanzar mis metas en la vida. Superar mis propios límites. De una buena vez debo convertirme en gobernador de la provincia de Buenos Aires. No puedo permitirme salir derrotado nuevamente. Siento que me encuentro en el momento justo para lograrlo y estampar mi sello en la política nacional. Desde acá arriba se ve el mundo diferente. Soy insignificante ante esta montaña, lo sé. Soy efímero y ella es permanente. Pero la verdadera medida para tomar dimensión de las cosas es enfrentándome a lo escalofriantemente poderoso, a lo sublime, a lo majestuoso, a todo aquello que se ríe de nuestra fragilidad y de un cachetazo en el medio de la cara nos pone en nuestro lugar. No estoy desafiando a la montaña, la montaña me está desafiando a mí. Quizá me está cicatrizando las heridas con lamidas de nieve, o me está recomponiendo el alma con este frío inquisidor que atraviesa mis fracasos y me interpela como una mariposa a la fealdad. Alcanzar la cima no me asegura ganar la elección, pero al menos me asegura que la elección no me gane a mí.

    Las palabras de Salvaje se le metieron por las orejas a la montaña. Una pizca de adoctrinamiento flotaba en el aire, una reconstrucción de lo deconstruido. Se caía de maduro que Salvaje necesitaba a la montaña para borrar, de un plumazo, las huellas de su letargo. No buscaba dominarla, pero tampoco pretendía verse dominado por ella. Él desprendía lava por la boca y entraba en erupción de tal manera que la misma montaña se escabullía entre las casas desprevenidas e indefensas ante lo inevitable.

    En un instante, la montaña mostró signos de arrepentimiento, dejó de pegarle patadas en el piso y le tendió una mano para reincorporarse. El viento amainó lo suficiente como para que los huesos desempolvados se recompusieran y un rayo de sol les calentara los sentidos señalándoles el camino hacia la cima. La montaña les enseñaba todo su poder permitiéndoles vivir, pues, si no lo hacía, su poder también moría y se convertía en una simple parábola, un chisme barato alejado de toda veracidad. Su supremacía, toda su superioridad, se hubiera disipado en cuerpos inertes e incapacitados de señalar que el verdadero poder de quien puede matar radica justamente en dejar vivir. Robinson se sobresaltó por la inusitada benevolencia de la montaña que no acostumbraba a bajar la guardia a tan pocos segundos de la campana final. Aprovechando la concesión inusitada, iniciaron el ascenso de los últimos metros que se interponían entre ellos y la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

    Al alcanzar la cima de América y observar el mundo patas para abajo, a Salvaje lo arremetió la serenidad del deber cumplido, el compromiso tachado de la lista, el corolario altisonante de la montaña que se hizo la tonta y miró para otro lado. La misma concesión que los siete mares le sirvieron en bandeja cuando las olas crispadas cedieron ante una embarcación tan insignificante como él en la montaña.

    Ahora se estaba realmente bien. Ya no sentía frío ni ahogo, ni pantalones cortos, ni mamá rezongando desde la rendija de la puerta. Eran solamente él y la montaña, la montaña y él. Por algún motivo las fuerzas de la naturaleza le daban una tregua, le firmaban un cheque en blanco que no ejecutaban al mejor postor. Por algún motivo le permitía seguir viviendo. Pero la condescendencia tenía sus propios límites. Las nubes holocáusticas finalmente desplegaron sus filos de navajas puntiagudas como ajusticiadoras perpetuas de la Inquisición y lo condenaron a iniciar el descenso de inmediato. Segundos antes de iniciar la partida, Salvaje metió la mano en el bolsillo y clavó en lo más alto del risco una banderita con unas letras difusas dentro de un corazón atravesado por una flecha: Septiembre.

    Un cóndor sobrevolaba el cielo.

    Robinson lo apuró a bajar. Era una lástima, se estaba tan bien.

    Aires entomofóbicos

    Salvaje Arregui decidió emprender una campaña de comunicación muy distinta a las anteriores. Robinson, su guía de montaña, le sugirió entrevistarse con el asesor en comunicación Rufino Croda, un amigo de la infancia con quien había compartido sus estudios primarios y secundarios en el colegio Santa Trinidad.

    Rufino era un hombre prácticamente desconocido dentro del ámbito político, pero relativamente respetado dentro del ámbito publicitario. Había presidido varias de las agencias de comunicación más relevantes de la época, aunque no había descollado sobremanera en ninguna de ellas, ni había logrado establecerse más de tres o cuatro años en un mismo lugar.

    Era evidente que prefería una buena patada en el culo a un pie sobre la cabeza.

    Cuando se sentía demasiado cómodo en un mismo lugar desajustaba las cinchas y los resortes del sillón para que las tachuelas se le clavaran en el aburguesamiento y lo impulsaran hacia un destino algo más estimulante. Era un convencido de que la verdadera libertad era cambiar el rumbo cuando el viento se aquietaba.

    Todo era efímero en Rufino, hasta aquello que se sobreentendía permanente, hasta sus enredos amorosos cuyo inicio, desarrollo y desenlace eran de cuento y no de novela. Permaneció algunos pocos años casado con una mujer a la que prefería olvidar en una repisa descuidada, pero que le recordaba a sus tres maravillosos hijos. Un día descolgó la camisa de una percha, eludió desempolvar la repisa, desplazó hacia adentro la varilla metálica por el pasador de mano, ajustó las juntas de los herrajes, y decidió divorciarse de ella y del hombre en el que se había convertido a su lado: ciclotímico, melancólico, mezquino, egoísta.

    Había que saber irse porque no le gustaba la imagen que le devolvía el espejo. De todo se divorció, menos de sus tres hijos, a quienes amaba con el alma. Sus rostros angelicales se reflejaban en un charquito de agua cada vez que Rufino observaba el suyo. Porque él era ellos y ellos eran él; una conjunción simbiótica de organismos de la misma especie en una íntima asociación de gotitas de sangre. La simple concepción de pispear el mundo por el que andaban arrastrando las zapatillas con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón le regocijaba el alma. Eran la bondad en estado puro, la maldad desarmada y despojada de todo absolutismo. Eran incapaces de juzgar al otro y mucho menos de interpelarlos. Intentó ofrecerles una vida perfecta (como si la perfección no fuera imperfecta), negarles nada y permitirles todo, pero sucumbió ante un divorcio complicado, irreversible y complejo, que sacó una versión de él que no reconocía. Por momentos se sentía como un extraño conviviendo en un cuerpo reconocible. Sus hijos fueron espectadores involuntarios de una película de terror protagonizada por dos personas grandes. Es que no toleraba la injusticia, mucho menos cuando lo implicaba. A sus ojos, la báscula de la justicia, al menos en lo que a derecho de familia se refería, se inclinaba indefectiblemente hacia el lado de la mujer, lo cual era previsible porque entre tanto padre que se tomaba el pire no abundaba mucho padre que asumiera su responsabilidad. Pero muchas veces justos pagan por pecadores, aunque el rol de la justicia era justamente echar una red en el agua y liberar, de vez en cuando, una corvina entre tanta bota.

    Harto de que tanta pasa de uva exprimiera la naranja, un día, decidió renunciar a la ambición desmesurada y se arrojó un clavado al vacío; sin redes, ni botas, ni corvinas, ni cheques en blanco, en las hendiduras abruptas de un acantilado de aguas poco profundas llamado Innocence: su consultora de arquetipos de marca. No lo atemorizaban los nuevos desafíos, sino la mediocridad de lo permanente, la figurita repetida, lo que lo anclaba al fondo fangoso y blando de lo que se resistía a ser. Por el contrario, lo estimulaba el cartel recién pintado, las planchas de polietileno con burbujas de aire recién infladas, el corte de cinta, el camino de vuelta al hombre que supo ser: sereno, calmado, generoso, apacible. Lo enardecía la exigencia de deshacerse de ese holograma tridimensional que no lo representaba, que distorsionaba su imagen como en una película fotosensible. Tenía fama de hombre parco, retraído, de pocas palabras y de una timidez hechicera, esa que seduce por oposición a lo que debería expulsar por sustitución. Era tan huraño que el cuidador de un faro de una isla desierta le parecía un ser ameno, abierto y accesible. Lo único que amaba tanto como su soledad era a las mujeres (aunque parece una incongruencia, ya que ambos sustantivos comunes femeninos distaban de coincidir en sus enunciados). Ellas actuaban como la luz del faro que orientaban al bote que se tambaleaba entre aguas tormentosas y era atraído esporádicamente, y por pequeños intervalos de tiempo, a la inseguridad de tierra firme. Amarraba el bote al muelle con un vago nudo de zapatilla de niño inexperto que recién inicia en el arte de atarse los cordones y no consigue sujetarlos con la suficiente presión. Era capaz de convivir extensos períodos acompañado, únicamente, por su soledad, aunque, pasado un tiempo prudencial que se calculaba en semanas o eventualmente en meses, sentía la necesidad de volver a balancearse en un sube y baja oscilante de un sinfín de mujeres que le hacían de contrapeso en el lado opuesto del adminículo infantil. Una especie de péndulo que se detenía reiteradamente en los extremos y pasaba como un rayo por el centro. Nada admiraba más que la belleza del sexo opuesto (le costaba entender el motivo por el que a aparatos sexuales tan equivalentes se los consideraba opuestos). Quizás por esa razón jamás consideró la posibilidad de convertirse en farero en una isla desierta.

    Al perderse lo hacía a lo grande entre laberintos de uñas esculpidas, delineadores de labios, perfumes de magnesio y máscaras de pestañas que decoraban la desilusión como única puerta de salida. No se vanagloriaba por actuar de esa manera, pero no lo podía evitar. Era más fuerte que él. Respetaba ese noble quijotismo de un séquito de mujeres que aún guardaban las esperanzas de convertirlo en un hombre desprovisto de restos de maquillaje y filamentos de perfumes. Un retrato de familia que pudiera detener el péndulo justo a la mitad. Su diccionario no incluía palabras rimbombantes ni lenguaje frondoso. Esas páginas habían sido arrancadas a cachetazos y esparcidas como el polvo volátil soplado por el viento. Aunque era justo reconocer que su conducta estaba provista de una hidalguía de caballero romano. Consciente de sus limitaciones amorosas, se comportaba de manera opuesta a lo que una mujer esperaría de un hombre que pretende seducirla. Con la honestidad del último deseo del hombre condenado a la horca, se esforzaba por espantarlas de su presencia mostrándose como lo que realmente era: un ser sin capacidad de amar, desprovisto de sentimientos y ajeno al sufrimiento ajeno. Un espécimen de mariposa disecada sujetada por un alfiler sobre una espuma rígida para su exhibición, pero no para su uso. Era de suponer que muchas mujeres se sintieran atraídas por un hombre repelente, ya que buscando espantarlas no hacía más que atraerlas. No actuaba premeditadamente, sino con la inconmensurable decencia de un asesino que intenta escapar de sus oscuros pensamientos mientras sus víctimas lo corren de atrás.

    El encuentro se llevó a cabo en las oficinas de Salvaje Arregui, en la cogotudísima avenida Alvear de la ciudad de Buenos Aires, un viernes cualquiera de un mes cualquiera.

    Al relojear como de pasada por la hendidura de luz que se formaba entre el marco de la puerta y el surco de la pared, Salvaje se sobresaltó al observar a un hombre de unos cincuenta años, vomitivamente atractivo, de unos noventa kilos bien distribuidos en 1,87 metros de altura de un cuerpo impúdicamente perturbador; agonizantes cabellos negros sobreviviendo entre un litigio de canas blancas y enruladas tan complejos e indescifrables como una novela de Kafka.

    Lo examinó de arriba abajo: barba descuidada, ojos apagados, y un puñado de arrugas escondidas que develaban a un hombre de sonrisa evasiva y gesto adusto. Su modo de vestir era austero, casi desinteresado: jeans gastados, zapatillas al tono y una remera blanca clásica que contrastaba con la formalidad y elegancia del lugar. La apariencia impoluta de sus oficinas y el vocabulario prudente de todos los que allí trabajaban generaban un contraste imposible de ocultar ante el ignoto visitante. Un publicista desvariado, un sapo de otro pozo que saltaba de estanque en estanque en busca de algo de mosca. Se estrecharon las manos con la confianza que un ladrillo le tiene a una masa y pasaron a la sala de reuniones.

    Rufino era un hombre de una timidez crónica, casi patológica, que generaba un enorme contraste con su agigantada figura. Ante la presencia de desconocidos lo atacaba una sensación de sofocación y abarrotamiento de cientos de músculos del cuerpo, especialmente aquellos situados en la mandíbula y el cuello que se apretaban en espacios reducidos y le imposibilitaban expresar algún tipo de emoción más allá de la angustia. Enmudeció ante la presencia del candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires y se apichonó de tal manera que involuntariamente comenzó a balbucear, a transpirar las manos, a entrecortar la respiración y a acelerar la frecuencia cardíaca. Este tipo de perturbaciones eran habituales en él, que de cuando en cuando recurría a ansiolíticos para mitigar el tormento que le generaba la presencia de extraños de su misma especie, especialmente cuando se trataba de hombres de poder.

    Como era de suponer, nunca se sintió miembro activo de la familia Homo sapiens; más bien se sentía el eslabón perdidoel apéndice que constituye parte del cuerpo humano, pero nadie comprende precisamente su función. Parecía como si lo hubieran aplazado en antropología.

    En contrapartida, se sentía infinitamente más cómodo entre animales, o niños, o ante la presencia de sus pares: un cactus, una piedra, o una lata, probablemente porque no se sentía interpelado por ellos y mucho menos juzgado. La absoluta confianza que le manaba por los poros ante la presencia de una mujer se deshilachaba a pedazos ante la presencia de un hombre. Al enfrentarse cara a cara con Salvaje no logró sostenerle la mirada, escondió las manos en los bolsillos, y sus ojos se clavaron en un piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado que le minaban aún más su poca confianza.

    Me cago en Robinson que me recomendó entrevistarme con semejante espécimen, pensó Salvaje mientras intentaba acelerar, de alguna manera metafísica, las agujas del reloj de cola situadas en el vértice contiguo a la puerta de entrada. Se había convencido de que los próximos minutos de su vida no quedarían registrados en el museo de la Acrópolis, aunque, tal vez sí en el museo de las cosas olvidadas.

    —¿Muchas hormigas? —ironizó Salvaje tirándole un salvavidas de plomo a su inconmensurable timidez.

    Mientras los ojos de Rufino continuaban perdidos en el piso buscando vaya a saber qué, sigilosamente y de un leve impulso ascendente, elevó su pie derecho hasta alcanzar la altura de la botamanga izquierda; en busca de equilibrio extendió ambos brazos de manera perpendicular al cuerpo y se mantuvo inmóvil y en absoluto silencio evitando alertar a las hormigas de la inminente contingencia y facilitarles así su huida. Con desmedido esfuerzo elevó aún más su pie derecho hasta alcanzar la altura rotuliana de su homónima izquierda, y manteniendo la vertical en su pie izquierdo, dejó caer su homónimo derecho a una velocidad y violencia inusitadas y lo estrelló intempestivamente contra una porción del piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado que se quejó de semejante destrato y rechinó ante la indecencia del visitante. Al coincidir nuevamente con sus dos pies en el piso repitió el mismo proceso, pero esta vez de manera inversa; elevando su pie izquierdo hasta la altura rotuliana de su homónima derecha y dejándolo caer a una velocidad inusitada estrellándolo nuevamente contra otra porción del piso que volvió a quejarse y a rechinar por semejante destrato. Y así sucesivamente durante varios segundos al estilo de un rítmico zapateo americano interrumpido solo por pequeños intervalos de giros de cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda acompañados por un no, no, no acompasado que inspeccionaban rincones ocultos donde aquellos minúsculos insectos sobrevivientes pudieran haberse dado a la fuga. Se mantenía tan concentrado en su tarea que Salvaje no pudo resistir la tentación de bajar la vista y mirar el piso de eucalipto blanco con vetas infinitas recién lustrado en busca de la plaga de hormigas que supuso, incorrectamente, que deambulaban por allí.

    —¿Muchas hormigas? —replicó Rufino quitándole el plomo al salvavidas de su retraimiento.

    Su enfermiza timidez se prolongaba por breves espacios hasta que finalmente su taquicardia cedía, sus músculos se relajaban, su temblor se aquietaba, su rictus se recomponía y se convertía nuevamente en el depredador de mujeres, pero esta vez de pelo corto y nuez en la garganta. Es que no diferenciaba entre hombre y mujer. Seducía a ambos por igual.

    Al asegurarse de que efectivamente ninguna hormiga hubiera invadido el lugar, Salvaje se sorprendió al comprobar que la delgada línea entre la locura y la genialidad era tan imperceptible como el aleteo de un colibrí (y aun no podía dilucidar de qué lado del chaleco de fuerza se encontraba su entomofóbico amigo).

    —¿De dónde diablos saliste? —preguntó Salvaje abriendo las compuertas del dique para descomprimir la presión.

    —Vine a cumplir el mandato de Robinson.

    —Ahora se me ocurre eso de que hay que confiar más en los enemigos que en los amigos.

    —Mi nombre es Rufino Croda, vos me convocaste, che —dijo monótonamente mientras se acomodaba los huevos en los escrotos y tomaba aire para equilibrar los síntomas del pánico escénico que comenzaban a ceder.

    —Robinson me sugirió hablar con vos, dijo un Salvaje afligidísimo por haberse convertido en protagonista involuntario de una parodia digna del Cirque du Soleil, en el que un ignoto publicitario lo había dejado en ridículo.

    —Como bien dijiste, no deberías confiar tanto en tus amigos —ironizó Rufino, mientras comenzaba a levantar los ojos del piso.

    —Es probable que sea verdad eso que decís. Estos pocos minutos que no me sobran me lo develarán, —lo desafió Salvaje de una manera esquiva, aunque ya sin relojear las agujas del reloj.

    —No es momento de arrepentimientos, tal vez la charla te resulte sustancialmente tolerable.

    —Espero llevarme algún aprendizaje de esta jornada.

    —No vas a perder el tiempo conmigo, che.

    —Si lo que tenés para decir es tan malo como tu actuación de bailarín de malambo mata hormigas te voy a echar a patadas en el culo de mi oficina.

    —Vos sí que tenés un don especial para motivar a la gente, hermano.

    Salvaje se rascaba la cabeza sin lograr comprender si se encontraba frente a un hombre desquiciado o a un puto genio.

    —Estuve investigando acerca de tu trabajo, consulté con algunos colegas. ¿No te habrás imaginado que iba a quedarme únicamente con la opinión subjetiva de Robinson?

    —Ahí vamos… —dijo resoplando Rufino.

    —Y lo que escuché no fue justamente la Quinta sinfonía de Beethoven.

    —Bueno, pero si estoy aquí parado frente a vos al menos habrás escuchado algo parecido a una serenata.

    —Digamos, más bien un corito de niños.

    —Ideas que se hace la gente nomás…

    —Veo que le das una importancia relativa a lo que las personas piensan de vos.

    —Depende de qué personas. Respeto la opinión de aquella gente que valoro. ¿Pero qué sentido tiene hacerse mala sangre por lo puedan pensar personas que no te merecen ningún respeto? Que hablen de mí es lo importante; bien o mal me tiene sin cuidado.

    Salvaje estiró sus huesos en su mullido sillón color ocre, se sirvió un Johnny Walker etiqueta azul, e invitó a Rufino a acompañarlo.

    —¿Sabés cuál es el motivo por el que estás aquí sentado? —preguntó Salvaje.

    —Puedo imaginarlo —contestó Rufino.

    —A ver…

    —En las dos últimas elecciones a gobernador de la provincia de Buenos Aires fuiste derrotado por candidatos del Partido Popular que no te ataban ni los cordones. Es evidente que andás necesitando una estrategia de comunicación que, de un plumerazo, remueva las telarañas que cuelgan de tu autorretrato y permita de una vez por todas que el marco de metal se exhiba, inmaculado, en la parte de arriba del escaparate. Perdoná la franqueza.

    A Salvaje le dieron unas ganas locas de cagarlo a trompadas, pero de alguna manera lo cautivaba la palabra descarnada, el relato desnudo, el caldo desabrido de un hombre incapaz de sazonar la sopa. La contraposición entre un discurso atrozmente demoledor y una personalidad inexorablemente vacilante impulsó a Salvaje a apoyar cómodamente el culo en el sillón.

    —¿Qué pensás de mi campaña publicitaria?

    —No pienso en tu campaña publicitaria, ese es justamente el problema.

    —¿Al menos tendrás algún recuerdo?

    —Lo que recuerdo es que era un reverendo bodrio; algo así como ir a misa un martes a la mañana o escuchar la cátedra de un epidemiólogo en un congreso en Copenhague —se aventuró Rufino caminando descalzo entre brasas calientes—. Al menos te reconozco la monumental contribución de lagañas pegajosas secretadas por el aparato lagrimal de involuntarios testigos de semejante suplicio.

    No había atisbo de maldad en las palabras de Rufino. Era consciente de que había sido convocado para remover las cenizas de los ojos de Salvaje y aportar un nuevo punto de vista que lo impulsara a convertirse finalmente en gobernador de la provincia de Buenos Aires, y lo habilitara a él a recibir una buena paga por ello. Un simple intercambio comercial, nada más. No lo inquietaba trabar relación personal con él.

    —Puedo comprobar que vas al hueso y sin anestesia —se ofuscó Salvaje.

    —Es que de esa falta de originalidad no podía salir nada bueno —dobló la apuesta Rufino—. Tus asesores en comunicación te ofrecían al mejor postor, no te mostraban a cara lavada ni reflejaban la verdadera personalidad abandonada que tu mamá mecía en la cuna. Te exhibían como la joya de la abuela, el príncipe de fábula, el marido perfecto: intachable, prodigioso, conservado en formol. ¿Pero sabés lo que pasa? Las personas son imperfectas, defectuosas, incompletas. Carecen de lo que presumen tener. Se inclinan por las muñecas de trapo a las de porcelana, los almacenes de barrio a las grandes tiendas comerciales, los perros callejeros a los huskies siberianos. No se reconocen en los príncipes de cartón de urna que les refriegan en la cara su linaje y su virtud aristocrática. Hombres de cera que no se despeinan si una mujer los cachetea. Parece que no cagan ni salpican la tapa del inodoro al mear. La gente vota candidatos de carne y hueso, tipos que alguna vez se hayan cagado a trompadas en un bar o no se hayan podido mantener en pie por efectos del alcohol.

    A lo mejor valía la pena asomarse por el cristal del vaso de whisky y escuchar lo que este tipo tenía para decir, pensó Salvaje.

    Por una educación más justa y equitativa, vote a Salvaje Arregui —dijo Rufino—. Guau, qué original concepto de campaña. ¡A ustedes sí que les brilla la bombilla en el mate! Más trabajo y menos desempleo, a-lu-ci-nan-te razonamiento económico. ¡Mamita, qué salto al vacío!

    En el preciso instante en que Rufino se incorporaba e interpretaba a capela un irónico aplauso de manos estrellándose repetidamente una contra la otra al grito de bravo, bravísimo, bravo, Salvaje se precipitó entre mandarlo al carajo o lanzarle el vaso de whisky en medio de la trompa, pero lo intimidaba la contextura física de Rufino y la caprichosa incoherencia de un hombre que pasaba de la genialidad a la estupidez en un abrir y cerrar de ojos. Las palabras que salían a borbotones de su boca le adormecían el ego, le zamarreaban el yo, el superyó, el ello y vaya a saber qué otro concepto fundamental freudiano.

    Ciudadanos libres y delincuentes presos, qué concepción tan perspicaz sobre seguridad —continuó Rufino—. ¿Qué persona en su sano juicio podría no estar de acuerdo con semejante afirmación? Me tomo la libertad de decirte qué, si la campaña te la hicieron gratis, te salió tan cara como haber perdido la elección.

    —¿Este tipo entiende que yo estoy sentado frente a él? —se preguntó en voz alta Salvaje dirigiéndose vaya uno saber a quién.

    Rufino cabeceó en varias direcciones en busca del destinatario del mensaje, pero se sobresaltó al notar que solamente ellos dos se encontraban en la sala. Lo alucinó el descubrimiento de que tal vez Salvaje estaba loco como una cabra.

    —¿A quién le hablas vos, che? —quiso saber Rufino.

    Salvaje prefirió ahorrarse el adoctrinamiento.

    —Lo que ocurre es que la gente busca candidatos con ideas previsibles —afirmó Salvaje.

    —Sí y no —concedió Rufino—. Las ideas previsibles nos trajeron hasta acá. Hoy lo que la gente busca es un candidato imprevisible que se anime a romper con el típico sálvese quien pueda argentino y nos regale un par de binoculares que nos permitan adentrarnos al horizonte que se encuentra más allá de los próximos cuatro años. Un estadista que haga pedazos el nefasto cortoplacismo argentino. De una vez por todas y para siempre debés tomar el toro por las astas y atreverte a poner en tela de juicio todo lo que te hizo llegar hasta acá, incluyendo esta conversación conmigo. ¿Nunca te cansás de no ser vos mismo?

    —No sé. Nunca me lo pregunté.

    —¿No te cansás de no hacerte ninguna pregunta? ¿No te cansás de andar por la vida en piloto automático?

    —En piloto automático también se llega a destino —lo contradijo Salvaje.

    —Sí, pero en zona de turbulencia, en lugar de un robot, los pasajeros suplican por las manos firmes de un piloto que tenga tanto para perder como ellos en caso de accidente —aseveró Rufino.

    —¿Y vos vendrías a ser ese piloto?

    —No sé —mintió Rufino encogiéndose de hombros.

    —Hay que hacerle frente a la realidad, eso es indudable.

    —¿Oíste hablar de los arquetipos?

    —No.

    —Los arquetipos o inconsciente colectivo son imágenes arcaicas que se transmiten de generación en generación, que existen eternamente en el inconsciente de los hombres y que son comunes a toda la humanidad. Este hallazgo fue descubierto por el médico psiquiatra y psicólogo Carl Gustav Jung (1875-1961), quien fue colaborador de Freud y profundizó sobre la interpretación de los sueños, enfocándose sustancialmente en lo visual y no en lo discursivo. Los arquetipos se manifiestan simbólicamente a través de los sueños y en contenidos encubiertos en leyendas, cultos y mitos de todas las culturas. Sin distinción de raza, sexo, edad, nivel socioeconómico o religión son inconscientemente atractivos para todos los seres humanos en el mundo: héroes, villanos, inocentes, magos, rebeldes, reyes, bufones, protectores, aventureros, genios o sabios, entre muchos otros. Nadie puede escapar a los tentáculos arquetípicos, salvo mediante una aneurisma o un grado elevado de locura. Se trata de una transición cognitiva que nos viene heredada de generación en generación. Jung, a diferencia de Freud, creía que el inconsciente de la mente de un niño iniciaba ya provista de conocimientos y experiencias absorbidas por las generaciones que lo precedieron. Así como evolucionan las especies de Darwin también evoluciona el cerebro humano. Esa información se encuentra reprimida en nuestro inconsciente y la vamos elevando a lo consciente a medida que nuestra vida evoluciona y nos enfrentamos a nuestras propias experiencias.

    —Tómense un tiempo y vuelvan a leer el párrafo anterior. Háganme el favor —suplicó Rufino al lector.

    —¿Sería algo así como democratizar la dictadura del inconsciente? —se despachó Salvaje, enderezándose la espalda y haciendo sonar el tronco encefálico del cerebro.

    —Ese razonamiento demuestra que no tenés goteras en el cielorraso —lo condecoró Rufino.

    —Siempre me interesó explorar sobre los mitos y las leyendas que nos remueven la consciencia y la percepción de la realidad.

    —Justamente no se enfrenta a los mitos y a las leyendas a través de lo consciente porque dejarían de ser mitos y leyendas para convertirse en realidades.

    —El hombre es multitud de antepasados, decía un tal Borges.

    —Hablando de Borges seguramente has oído hablar de Freud —preguntó Rufino.

    —¿Qué tiene que ver Borges con Freud?

    —Que los dos se sentaban bajo el paraguas del razonamiento.

    —Eso sí.

    —Freud consideraba a Jung como su sucesor. De hecho, hizo el intento de delegarle la conducción del psicoanálisis. Pero en este punto de la consciencia pensaban exactamente lo opuesto, ya que Freud se inclinaba en suponer que el inconsciente de un niño viene desprovisto de cualquier tipo de información y que comienza a desarrollarse a través de sus vivencias y de la identificación con sus padres de quienes aprende lo que está permitido y lo que no se puede hacer. Y a medida que vive sus experiencias va desarrollando una serie de mecanismos de defensa como la represión o la negación destinados a impedir que lo dominen los deseos prohibidos, trasladando al inconsciente todo aquello que le genera malestar o infelicidad. De allí surge el psicoanálisis freudiano que a través de la palabra lleva lo inconscientemente reprimido a lo consciente con el objetivo de hallar la cura de los pacientes mediante la palabra. En contrapartida, Jung pensaba que solo se reconoce a la gente por su comportamiento y no por como dice que se comporta. Y los arquetipos son una verdad eterna imposible de ocultar a través de la palabra.

    —¿Y por qué motivo pensaban tan distinto, siendo que Freud consideraba a Jung como su sucesor?

    —Existen varias hipótesis al respecto. La mía se basa en el supuesto de que la religión cristiana se manifiesta a través de las imágenes, de lo visual: la cruz, el Espíritu Santo, la Santísima Trinidad, la Virgen María, los apóstoles. Cualquiera puede entender que Jung, al ser un hombre profundamente religioso y venerador del cristianismo, se inclinara por la contemplación más que por lo discursivo. En cambio, Freud, como judío ortodoxo, se manifestaba a través de la palabra, de lo escrito. A mi manera de ver este pudo haber sido un punto de desencuentro entre ambos genios. Aunque también es cierto que en su famoso libro La interpretación de los sueños, Freud presentó su óptica sobre la relación entre los sueños y el inconsciente y advirtió que el sueño era la realización disfrazada de un deseo reprimido. Jung, por su parte, desafió la conclusión de Freud y se inclinó hacia una interpretación místico-simbólica de los sueños que no conciliaba con el empirismo científico de Freud. Jung descubrió los arquetipos, y digo descubrió, no concibió, ya que siempre estuvieron allí, ocultos detrás de los inicios de la humanidad. Pero solo un hombre con la lucidez de Jung los pudo imaginar e interpelar.

    Salvaje desactivó su celular y lo dejó a un lado. Acababa de escuchar un argumento tan lógico dicho por una persona tan ilógica y sustentado desde una teoría tan práctica que tal vez su entomofóbico amigo, en teorías psicoanalíticas y motivaciones humanas, lo acababa de dejar del tamaño de una hormiga.

    En ese preciso instante, la secretaria de Salvaje los interrumpió para informarle que su próxima visita lo estaba aguardando en la sala de recepción; se trataba del

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