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Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos
Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos
Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos
Libro electrónico243 páginas3 horas

Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos

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De cómo arruinarse por un bostezo.

Con este libro pretendo aportar una visión distinta sobre algunos aspectos de la vida africana, así como una dimensión diferente de las relaciones entre los europeos y los habitantes de ese continente, a quienes siempre nos hemos aproximado de una forma poco natural y, como consecuencia de ello, llegado a conclusiones poco o nada acertadas.

Por el libro desfilan una serie de personajes que podemos considerar «gente corriente», que enfrentados a situaciones que desde nuestra óptica de europeos pueden resultar extraordinarias. Las anécdotas que en él se recogen, totalmente verídicas, fueron vividas por mí durante la primera media docena de años, transcurridos en varios países africanos, en los que, pese a las realidades a veces convulsas, desarrollé mi labor profesional y durante los cuales mantuve relaciones muy singulares con las personas que las protagonizan.

Al tratarse de perspectivas diferentes de las que nos llegan a través de las vías convencionales -periodistas, diplomáticos, ONG o colonos establecidos-, puede considerarse este libro como una especie de «manual para viajeros», que complemente los demás puntos de vista, y puede servir de ayuda en la difícil tarea de entender ese continente inmenso, desconocido, apasionante y complejo que es África.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788418203633
Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos
Autor

Román Bailón Arenas

Después de haber dedicado al teatro, mientras estudiaba, los primeros veinte años de mi vida, llegué a la conclusión de que si pretendía formar una familia y tener hijos, debería dedicarme a algo más práctico y seguro, aunque menos poético, sobre todo observando cómo se desenvolvían en el plano material mis colegas de la farándula. Así, realicé mi formación en Gestión de Empresas, trabajando posteriormente en las compañías del Grupo NCH, donde tuvieron lugar los inicios de mi carrera profesional, que después, ya por mi cuenta, he desarrollado en diversos países, principalmente en África.

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    Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos - Román Bailón Arenas

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    Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos

    Román Bailón Arenas

    Lo que puede suceder a bordo de unos zapatos

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418203152

    ISBN eBook:9788418203633

    © del texto: Román Bailón Arenas

    © de la imagen de cubierta: SABINE HAGUENAUER

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Este libro está dedicado a Alicia Plaza, mi esposa, mi compañera y principal colaboradora, pues ha soportado la carga negativa que conlleva una vida de viajes, y con su lúcida gestión, rayana en la sabiduría, ha posibilitado que pueda completar mi compleja trayectoria profesional, manteniendo al mismo tiempo una familia.

    Prólogo

    A través de los años que me llevó vivir las historias de las cuales he hablado, cada vez que he contado de viva voz alguna de ellas en reuniones de amigos, convenciones, o cualquier otra forma de evento social más o menos íntimo, siempre ha habido alguien que me propusiera escribir un libro.

    La conclusión que yo solía sacar era que sus vidas deberían ser bastante monótonas para que mis anécdotas, a las que yo no encontraba nada de extraordinario, les pareciesen dignas de difundirse por medio de una vía tan trascendente.

    Sea por no creer que tuviese un material suficientemente importante, sea porque no me consideraba capaz de exponerlo de forma ingeniosa para que resultase atractivo, y también porque estaba muy ocupado en que las historias sucediesen, lo cierto es que no encontraba nunca el momento de tomarme en serio la proposición.

    Yo sé que las historias, como los chistes, dependen del talento del narrador. Así los hay que, no refiriéndose a nada extraordinario, están contados con tanto ingenio que los disfrutamos enormemente.

    También sucede, y esa era mi mayor preocupación, que una buena historia mal contada, igual que un chiste, pierde toda la gracia.

    Con el paso de los años, me fui convenciendo de que mis aventuras tenían cierta enjundia. También era un hecho que cada vez los amigos y conocidos me pedían con más frecuencia su relato; supongo que no lo haría tan mal, pues me sugerían que las escribiese. De todas formas, era más fuerte el miedo a no estar a la altura. Los escritores y artistas de todas las ramas siempre me han merecido el más profundo respeto, de manera que lo último que yo quisiera es que se me tomase por un impostor, invadiendo un terreno que no me está destinado. De ahí mi resistencia a dar el paso.

    La decisión de arrancar con la transmisión escrita fue tomada por motivos que yo no sé si son originales, o bien a muchos les ha sucedido lo mismo.

    Al nacer nuestros hijos, atareados como estábamos en construir nuestra propia vida en todos los aspectos, incluido —y sobre todo— el laboral, no le concedimos gran importancia a la trascendencia futura sobre las generaciones venideras que pudiese tener nuestra trayectoria vital. Sinceramente, teníamos otros asuntos más urgentes de los que ocuparnos.

    Al venir los nietos, con la vida ya hecha, o casi, y principalmente, querámoslo o no, con la conciencia de que el final está algo más cerca —aunque suene a perogrullada—, lo cierto es que nos empieza, no a invadir, que no es el caso, pero sí a habitar, una cierta sensación de «último acto» que nos lleva a preocuparnos por cómo nos despedirá el público cuando baje el telón.

    En este contexto, un día hablando con mi hija, y después de referirle un «sucedido» —palabra copiada a Luis del Olmo—, me reiteró la vieja petición del famoso libro.

    Como yo le dije, igual que en ocasiones anteriores, que yo no era escritor, ella me respondió que de esta forma mis nietos «nunca sabrían de las aventuras vividas por su abuelo, ni quién fue realmente».

    Y así, reflexionando sobre esto, tomé la decisión de empezar este libro.

    Solicito humildemente perdón por la vanidad que supone pretenderme literato, y hago constar que no es mi intención optar al Premio Planeta, ni disputarle a nadie el sillón de la eñe; simplemente pretendo que mis nietos sepan un poco más sobre quién fui, y si de paso puedo contribuir a que alguien en cuyas manos caiga el libro pase un rato entretenido y los conocimientos vertidos en él puedan serle de alguna utilidad, me daré por satisfecho.

    Capítulo 1

    Tarek Fallal, Marruecos

    Aquella fría mañana del 20 de diciembre de 1973 había comenzado calentándose con la noticia de la voladura del coche del Almirante Carrero Blanco, alter ego de Franco y, según todos los indicios, su sucesor.

    En aquel momento las reacciones que produjo el siniestro fueron desde el profundo dolor de los adeptos al régimen, que contemplaron atónitos cómo volaba por los aires su posible continuador, hasta el inmenso júbilo de sus detractores, que vieron en la desaparición de Carrero una posibilidad de cambio, como de hecho así fue.

    El atentado, que tuvo lugar en el barrio de Salamanca de Madrid, sucedió mientras me dirigía a la oficina, que en aquel momento estaba ubicada en Chamartín. Desde mi casa situada en las afueras, en el ambiente de la calle ningún movimiento daba a entender que hubiese sucedido nada.

    Al entrar en la empresa, el personal de la oficina, gracias a la saludable costumbre de tener conectada la radio en las horas de trabajo, ya estaba al corriente de lo sucedido y se precipitaron hacia mí, creyendo que por venir de fuera habría podido ser testigo de algo relacionado con el extraordinario suceso. No tuve más remedio que decepcionarles y hubieron de ser ellos quienes me informasen.

    Una vez al corriente, pese a la trascendencia del hecho, no se produjo en mí el efecto demoledor que hubiera sido de esperar, pues mi mente estaba ocupada en otro asunto personal que yo presentía y el tiempo me dio la razón, habría de constituir un hito determinante en mi vida, en virtud del cual se cumplieron mis expectativas; es más, se vieron superadas en todos los aspectos.

    A partir de entonces entré en una espiral que podríamos decir que me succionó, llevándome por derroteros a veces buscados y a veces sobrevenidos, de la que hasta hoy no he podido o sabido liberarme.

    Aquella mañana la secretaria me había telefoneado anunciando que estaba convocado a una reunión con los jefes, donde se trataría la creación de un departamento internacional, para dirigir el cual habían pensado en mí como persona idónea. Mi nueva función debería llevarse a cabo de forma directa y sin mando a distancia, por lo que el trabajo me obligaría a viajar al extranjero con bastante frecuencia.

    Puesto que en aquel momento tenía veintisiete años, la aventura me pareció fascinante y todo lo demás pasó a ser secundario, y las dificultades, de haberlas, susceptibles de ser superadas.

    Durante la reunión, y tras comunicarme que a partir de ese día debería comenzar a preparar sin demora mi nuevo cometido, se me informó de la decisión de comenzar por Marruecos. Pese a tener oficinas y almacén en Lisboa, el mercado portugués se consideraba como nacional y se atendía desde España.

    Con anterioridad a mi nombramiento, el que hasta entonces había sido mi jefe inmediato había seleccionado un delegado, Tarek Fallal, que en principio ejercería todas las funciones administrativas y comerciales hasta mi llegada.

    Llegó a la empresa como un gran fichaje y, como demostración de la importancia que se daba a este hecho, los dueños de la empresa organizaron un almuerzo en Madrid para presentarlo.

    Hombre polivalente, debería encargarse de montar la sucursal marroquí y de ir abriendo brecha en la gestión comercial. Después, regresó a Tánger con el encargo de buscar un local y fichar a una secretaria.

    En los días siguientes, para instalar la oficina, alquiló un apartamento situado en la céntrica Rue de la Liberté y contrató a Aïcha Benjelloun como secretaria. Esta joven de veinte años, por sus cualidades profesionales y su simpatía, acabaría por ser el alma de la empresa.

    Tarek era medio español, ya que su padre marroquí se había casado con una española de Málaga. Según me contó, era costumbre de los varones de su familia paterna casarse con españolas. Este mestizaje lo repitió él mismo casándose con una joven también malagueña. Cuando le conocí, el matrimonio tenía tres hijas y un varón, el más pequeño. La exquisita educación de estos niños me llamó la atención desde el primer día.

    Muy vinculado a los movimientos culturales de su región, había estudiado y posteriormente impartido clases en el Instituto Español de Tánger. A él debo unos agradables paseos que me hicieron conocer rincones de la ciudad ocultos para la mayoría de los visitantes. También me acompañó en mi primera visita a una medina —parte antigua de la ciudad—, si bien la de Tánger resulta pequeña en comparación con otras como Fez o Marrakech.

    Estaba impresionado en este primer contacto con el mundo árabe, a pesar de no ser Marruecos y mucho menos Tánger, un claro ejemplo de los usos y costumbres cotidianos en las sociedades musulmanas, debido a la gran influencia ejercida por la presencia española y francesa.

    Por aquellas fechas aún estaban relativamente recientes los atentados contra el rey Hassan II y en plena vigencia las secuelas políticas y sociales a que los mismos dieron lugar.

    Por un lado, un caza del Ejército del Aire había intentado derribar el avión real estrellándose contra él. Motivado por la impericia del piloto del caza, en lugar de estrellarse de frente vino a dar con la carlinga en la panza del avión del rey, por lo que el único que murió —por cierto, decapitado— fue el piloto militar autor del atentado. Parece que los pasajeros del aparato donde viajaba Hassan II solo sintieron una leve convulsión semejante a la que se produce al atravesar una pequeña tormenta.

    Después de este intento de regicidio se hicieron depuraciones en el ejército, en la cuales tuvo un protagonismo importante el general Ufqir, a la sazón ministro de Interior y hombre de la total confianza de Hassan II, como ya lo había sido de su padre Mohammed V. Ufqir se encargó de localizar a los implicados en mayor o menor grado y hacerles asumir sus responsabilidades con la firmeza y rigor que le caracterizaba.

    La investigación, dirigida por él mismo, determinó que había sido una acción individual del piloto, el cual, al haber fallecido, no pudo revelar complicidades, si es que las hubo.

    También tuvo lugar una importante purga entre los militares sospechosos de cierta tibieza ideológica.

    Poco después, ya en 1972, militares a las órdenes del propio general Ufqir pero sin su presencia tomaron el palacio de Rabat secuestrando al rey, que fue encerrado en una habitación, concretamente un baño, cuya puerta custodiaban dos soldados mientras llegaban «las autoridades que habrían de hacerse cargo de la situación», en palabras del responsable de la invasión palaciega.

    Estando en su encierro, a través de la puerta, el rey llamó a sus guardianes y comenzó a hablar con ellos, suavemente y con palabras que les llegasen al corazón, como él sabía hacerlo y con argumentos que solo ellos conocen o, mejor, conocían, pues ya están muertos. En unos minutos los convenció para que lo dejasen salir, cosa que consiguió ante el asombro de los que estaban fuera custodiando la entrada del palacio. La resistencia de estos infelices ante los argumentos esgrimidos por Hassan II debió ser bastante débil. Considérese el efecto que las palabras del rey debieron producir en unos hombres que hasta ese día habían tenido por él un respeto reverencial y nunca soñaron con que se dignase a dirigirse a ellos en persona.

    Así mismo, poco le costó al rey someter a los soldados que habían quedado a la espera de la superioridad. Hay que tener en cuenta que la autoridad moral del rey sobre sus súbditos era abrumadora; por tanto, sería impensable que unos pocos soldados, sin el amparo de unos jefes y un número importante de compañeros, se enfrentasen a él.

    Una vez fuera, el rey tomó el control del palacio, y cuando llegaron las autoridades, al mando de las cuales —esta vez sí— venía el general Ufqir, se lo encontraron al frente de los asaltantes.

    Una vez reconducida la situación, y trasladados los golpistas a las instalaciones militares, se depuraron las responsabilidades de unos y otros. En cuanto al general Ufqir, se lo llevaron a fin de tomarle declaración con detenimiento.

    Al llegar a este punto, no puedo por menos que recordar nuestro 23F. También allí Tejero, después de tomar el Congreso, dijo que había que «esperar a que viniese la autoridad competente que se haría cargo de la situación».

    Otra de las consecuencias de este segundo atentado fue que, apenas concluido, se le relacionó con el primero, estableciéndose paralelismos organizativos y llegando a la conclusión de que los dos procedían de la misma autoría.

    En consecuencia, el general Ufqir fue objeto de un hábil interrogatorio, en el curso del cual, según la versión que fue facilitada, se suicidó pegándose un tiro, incapaz de asumir las abrumadoras acusaciones. La familia, que fue encarcelada, salió en libertad unos veinte años después.

    El intento de regicidio frustrado y el posterior golpe de Estado fallido, de los cuales el rey salió indemne, hicieron que aumentase su prestigio y se extendió por todo el país la fama de «invulnerable» que ya no le abandonaría hasta su muerte.

    También sirvió este segundo atentado para que se recrudeciesen las purgas en busca de responsables, tanto dentro del ejército como entre los miembros del gobierno y de algunas familias importantes, creando un gran revuelo político y también social. En todo el entorno del rey y en el seno de la aristocracia económica se estableció, a partir de aquel momento, una especie de competición para ver quién demostraba mayor devoción hacia su majestad, pues nadie se fiaba de nadie temiendo ser acusado de deslealtad. Lógicamente, pensaba con razón el rey, si su más enfervorecido defensor le había organizado semejantes golpes de estado, qué no podrían hacer los súbditos de fervor más tibio.

    Como consecuencia de la situación descrita, a mi llegada, en Marruecos se respiraba un denso ambiente policial muy poco saludable.

    Una de las primeras advertencias que me hicieron nada más aterrizar fue que tuviese en cuenta que la mayor parte de los taxistas eran informadores de la policía, y en los hoteles había distribuidos en los sillones del lobby al modo que vemos en las películas unos caballeros que, simulando leer el periódico, trataban de escuchar las conversaciones.

    A estos últimos se los conocía enseguida por su aspecto, de aliño un poco cutre y tez morena; poseedores en su mayoría de un bigotito delator, desentonaban entre los turistas y clientes de los grandes hoteles. Para acabar de componer su personaje alguno se tocaba con un bonito sombrero, lo que terminaba de poner de manifiesto su condición de espía de poca monta.

    Durante mucho tiempo, durante las reuniones que mantenía con mis vendedores en el hall de algún hotel, apenas nos habíamos sentado y comenzado a hablar, venía uno de estos elementos a situarse a nuestro lado, realizando una grácil pirueta de cruce de piernas, la cual, supongo yo, su autor consideraba una fina maniobra de disimulo, procurando después, mientras fingía mirar hacia otro lado, orientar la oreja en nuestra dirección.

    Entre Tánger y Rabat, en la ciudad de Kenitra, se encuentra la base militar norteamericana, al parecer de un gran valor estratégico para el control militar de todo el continente africano. La importancia de esta base ha sido utilizada de forma magistral por el rey de Marruecos para presionar a los norteamericanos y que estos se decanten a su favor en los conflictos con España. Buena prueba de ello la tuvimos en el comportamiento norteamericano con motivo de la marcha verde, lo que explica en parte nuestra calamitosa actuación y posterior abandono del Sahara.

    En esta base servía un hermano de Tarek con el grado de teniente, quien, a decir de este, gozaba de un gran prestigio entre sus compañeros y superiores.

    Por temor a la respuesta, nunca le quise preguntar en base a qué merecimientos había conseguido su hermano la, sin lugar a duda, merecida fama.

    La condición mestiza de Tarek, aunque con un aspecto físico que más le asemejaba a un español, así como la impecable pronunciación de nuestro idioma, con un ligero acento andaluz, hacía que a su conveniencia pudiese pasar por español o marroquí.

    Nuestro hombre, en el desempeño de sus funciones, demostró grandes dotes para la dirección de la oficina, donde se le veía a sus anchas. Supo motivar a la secretaria y organizaron el trabajo de forma muy ordenada y eficaz. Las relaciones con la central de Madrid y el almacén de Larache se coordinaron en todos los aspectos. Sin embargo, enseguida comprobamos que la gestión comercial no era su fuerte.

    Tampoco su personalidad tenía el perfil que se le supone a un buen vendedor: cierta agresividad —moderada—, carácter extrovertido, gran dinamismo, etc. Hay que decir que Tarek era más bien hombre dado a la introspección y a la reflexión sosegada. Disfruté con su compañía y agradable conversación, sobre todo en temas históricos, pero en lo referente a nuestras políticas comerciales no se puede decir que fuese un interlocutor interesante. De manera que con esos mimbres, su trabajo en ese campo más que poco brillante podría decirse que pasaba totalmente desapercibido. La consecuencia directa de esta nula labor era que no se producían casi ventas.

    Cuando llegué a Tánger me recibió en el aeropuerto dando muestras de satisfacción por mi presencia. Supongo que se sintió francamente aliviado de que el peso de la gestión comercial recayese sobre otro.

    En honor a la verdad, debo decir que por mi parte también estaba encantado de que la primera persona que encontraba en Marruecos fuese medio compatriota y hablase el español tan bien como yo, con lo que de momento podía dejar para más adelante el recurso a la lengua de Molière. Con tan buenos precedentes pronto simpatizamos.

    Cuando en la empresa decidieron abrir la sucursal de Marruecos, pensaron en mí para organizar el equipo de ventas; acepté encantado. Por ello, cuando me preguntaron si hablaba francés, sin dudarlo contesté que sí. Como quien formuló la pregunta no sabía ni una palabra en este idioma, no se pudo comprobar la veracidad de mi afirmación, que solo en una ínfima parte era cierta, porque durante el bachillerato todos solíamos elegir la lengua francesa por ser, en aquel tiempo, la que se utilizaba mayormente. Pese a ello, ni los profesores sabían gran cosa ni los alumnos poníamos mucho interés; los idiomas formaban parte de la familia de asignaturas conocidas por

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