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La llamada de las brujas
La llamada de las brujas
La llamada de las brujas
Libro electrónico153 páginas2 horas

La llamada de las brujas

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Información de este libro electrónico

Sigue la ruta del páramo y descubre la magia que allí reside.

Las Blackwell siempre han vivido en el páramo, han sido sus protectoras desde siglos atrás y nunca se han inmiscuido en los asuntos de los habitantes de Monkton, el pueblo más cercano. Sin embargo, los tiempos cambian, y las tres mujeres, abuela, madre e hija, han aprendido a convivir con sus vecinos.

Todo apunta a que el final de las brujas del páramo está muy cerca y, cuando reciben un misterioso envío sin remitente que contiene una antigua reliquia mágica, da comienzo una serie de acontecimientos que pondrán en peligro sus vidas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 sept 2017
ISBN9788491129509
La llamada de las brujas
Autor

Francesc Gómez Guillamón

Francesc Gómez Guillamón nació en 1990 en Castellón. Desde pequeño siempre se sintió atraído por las historias de fantasía y, sobre todo, por las historias de magia y brujería. Estudió Técnico Superior en ilustración y más tarde Máster en ilustración y diseño en la UPV. Actualmente es diseñador creativo, autor de libros infantiles y juveniles, y aunque su trabajo es ilustrar para otros autores y para sus propias obras, ahora está dedicado a escribir historias más largas y para un público más adulto. Le encanta el cine, las series de televisión, cocinar postres y viajar siempre que puede.

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    La llamada de las brujas - Francesc Gómez Guillamón

    caligrama

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    La llamada de las brujas

    Primera edición: julio 2017

    ISBN: 9788491128250

    ISBN e-book: 9788491129509

    © del texto

    Francesc Gómez Guillamón

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    El páramo de Ballentree había sido un lugar inhóspito durante muchos siglos, nadie lo visitaba y ni tan siquiera se acercaba a él. Todos los vecinos de los pueblos y aldeas colindantes intentaban vivir alejados de allí y si sus ganados o sus hijos se perdían, no iban a buscarlos a aquellas tierras, pues las antiguas historias contaban sucesos terribles y auguraban cosas todavía peores.

    La extensa llanura era el hogar y territorio de tres mujeres: la primera de ellas era anciana, la segunda, de mediana edad y la tercera, joven. Se las conocía como las Hilanderas, pues dedicaban su tiempo a tejer e hilar en la rueca. Habían llegado al páramo hacía mucho tiempo, cuando los primeros pueblos empezaban a asentarse en la zona y no había nadie más que ellas tres. Al principio vivían en una cueva, luego, en una cabaña y después, en una granja; y durante todos esos años vivieron en paz y armonía, hasta que un día alguien se atrevió a cruzar las lindes del páramo y todo cambió.

    Ocurrió una mañana en la que las nubes eran negras como el carbón y el viento soplaba con mucha intensidad. La más joven de las tres mujeres había llevado a su rebaño de cabras a pastar cerca del río, que cruzaba el páramo, y no se había dado cuenta de que la seguían. Cuando las cabras empezaron a beber en el río, la joven aprovechó y cogió un poco de musgo que crecía en las rocas, algo que solía hacer siempre que iba allí, por eso no se dio cuenta de que la estaban observando desde la otra orilla.

    —Tú debes de ser la nieta —le dijo el hombre que la había seguido.

    —¿Quién eres tú? —le preguntó la joven, sobresaltada.

    —Alguien que no quiere teneros aquí —le espetó el hombre, frunciendo el ceño.

    —Este es nuestro páramo, debes marcharte de aquí de inmediato, has cruzado los límites y es peligroso —le dijo la chica, alejándose del río y llamando a las cabras para que le siguieran de vuelta a la granja.

    —¿Quién os ha dado permiso para vivir aquí?, ¿por qué estas tierras os pertenecen? —le preguntó el hombre, que se echó mano a su carcaj y sacó un cuchillo.

    —¡Atrás! —exclamó la muchacha, presa del miedo.

    —¿Acaso pensabais que esto no sucedería nunca?, ¡ha llegado el momento de acabar con vosotras, brujas! —le gritó el hombre, que empezó a cruzar el río con el cuchillo en la mano.

    La chica comenzó a correr, pues tanto su madre como su abuela le habían dicho muchas veces que si se encontraba con algún aldeano, debía correr hacia la granja lo más rápido posible. El hombre cruzó el río dando zancadas para que la corriente no se lo llevara y cuando cruzó, empezó a correr detrás de la chica; pero a cada paso que daba, el hombre lo daba más rápido y más largo, así que no tardó en alcanzarla. La cogió por el pelo rojizo, la empujó contra el suelo y cayó encima de la hierba, que amortiguó el golpe.

    —¡Tú serás la primera en morir, sucia bruja! —gritó el hombre, que se había colocado sobre la muchacha y no la dejaba moverse. La agarró por el cuello y apretó con fuerza, pensando que si la ahogaba, no tendría que usar el cuchillo.

    La chica intentó forcejear con el hombre para escapar, pero este era más fuerte y llevaba un arma así que sus posibilidades de salir indemne eran muy reducidas. En un alarde por conseguir ventaja, le mordió ferozmente en la mano y la sangre empezó a salir a borbotones, como si acabaran de hacerle un corte muy profundo.

    —¡Ayuda! —gritó la joven, que podía volver a respirar, ya que el hombre la había soltado y se quejaba escandalosamente por la mordedura.

    —¡Me has mordido! —exclamó él—. Ahora tardarás más en morir —añadió lleno de odio.

    En ese preciso momento, supo que si no hacía nada por salvarse a sí misma, no saldría viva de allí, pues su granja aún estaba lejos y su abuela y su madre tardarían en acudir a socorrerla. Así que sacó fuerzas de donde pudo y con una patada empujó al hombre contra la tierra, le quitó el cuchillo y lo lanzó lo más lejos que pudo.

    —Pagarás por esto, bruja —le espetó el hombre, que yacía sobre el suelo con la mano ensangrentada y sujetándosela.

    —Tienes suerte de que no te haya arrancado un dedo de un mordisco —le contestó la muchacha con la boca llena de sangre y el pelo enmarañado.

    —Vendrán a por vosotras cuando sepan lo que me has hecho, os capturarán y os quemarán en la hoguera —la amenazó el hombre lleno de odio y rencor.

    —Jamás sabrán lo que ha ocurrido hoy, pues la tierra se encargará de ti y nunca encontrarán tu cuerpo —le dijo la joven.

    La tierra empezó a temblar ligeramente y se resquebrajó alrededor del hombre, que empezó a gritar de miedo, pues notaba como algo se movía debajo de él y parecía desear devorarlo.

    —El páramo es nuestro hogar y lo controlamos a nuestra voluntad, nadie podrá arrebatárnoslo, nos pertenece por nacimiento —añadió la joven muchacha. Y antes de que su atacante pudiera contestarle, la tierra se hundió y se lo tragó por completo.

    —¿Qué ha ocurrido? —le preguntó al momento alguien que jadeaba detrás de ella.

    Cuando se giró, vio a su madre mirándola con cara de preocupación; esta respiraba entrecortadamente porque acababa de llegar corriendo desde la granja. A su lado estaba su abuela, que miraba fijamente la tierra que se había tragado al aldeano.

    —He tenido que hacerlo, madre. No me ha quedado otra opción —le espetó ella, agotada por todo lo ocurrido.

    —Está bien, hija mía. Ya ha pasado todo —le dijo su madre mientras la abrazaba fuerte.

    —El páramo siempre nos protegerá, pero llegará un día en que los hombres serán la menor de nuestras preocupaciones y solo podremos luchar con nuestras propias manos —dijo su abuela, mirándola fijamente a sus ojos castaños.

    —¿Qué puede haber peor que ellos, abuela? —le preguntó la muchacha.

    —Todo —le contestó la anciana—, pero para eso aún queda mucho, querida. Ahora será mejor que volvamos a casa, se acerca una tormenta y debemos resguardarnos de ella. La lluvia se encargará de borrar su rastro y nadie podrá encontrarlo jamás.

    Las tres mujeres regresaron a su granja y juraron no hablar nunca sobre aquello, ya que significaba que los vecinos no les temían y en cualquier momento podían volver a cruzar los límites del páramo de Ballentree e ir a por ellas. A partir de entonces vivieron muchos años aisladas, sin dejarse ver ni por el río ni por el bosque, y tampoco salieron de su granja. Se tenían las unas a las otras y no necesitaban a nadie más. Vieron pasar los años sin que estos dejaran huella en ellas, pues eran muy antiguas, poderosas y su magia lo era aún más.

    Uno

    Las tres mujeres Hilanderas seguían viviendo en el mismo lugar. Habían pasado siglos desde lo ocurrido en el páramo de Ballentree y aunque ahora la granja pertenecía al territorio de Monkton, uno de los pueblos más próximos al páramo y que antaño había sido una aldea de campesinos y cultivadores de trigo, ellas seguían conservando el mismo aspecto. El pueblo había sufrido muchos cambios en los últimos años y estaba lleno de casitas de veraneo, de chalets y granjas que la gente rica de Londres había comprado.

    Las tres mujeres habían pasado a tener nombre y se las conocía como las Blackwell. La anciana respondía al nombre de Hipólita, pero su hija y su nieta la llamaban Lita; la mujer de mediana edad se llamaba Ofelia y la más joven, Pandora. Las tres habían adoptado nuevas identidades y, aunque se relacionaban lo justo con sus vecinos, formaban parte de la comunidad de Monkton, que no sospechaba de ellas ni de sus verdaderos orígenes, pues cada quince años las Hilanderas borraban sus mentes y les hacían olvidar todo lo vivido juntos.

    Hipólita se dedicaba a las tareas del hogar, era una estupenda cocinera, le encantaba cuidar de su huerto y de su jardín, coser e hilar y oír cantar a sus pájaros. En cambio, Ofelia prefería trabajar fuera de casa, en la oficina de turismo, pues era la que mejor conocía Monkton y Ballentree, y siempre estaba dispuesta a hacer de guía a los visitantes. Por último estaba Pandora, que ya no tenía edad para ir al instituto, pues aunque nunca envejecía, hubiese sido muy raro llevar tantos años estudiando las mismas materias una y otra vez, así que solía trabajar en tiendas o en casas de los vecinos de Monkton.

    Para sus vecinos, Pandora Blackwell era una joven responsable, trabajadora y muy capaz, aunque había dado que hablar últimamente tras comenzar a trabajar de camarera en la nueva taberna del pueblo, cuyo dueño, el señor Clarke, acababa de abrir. No había nada de deshonroso en trabajar como camarera de una taberna, pero todos sabían que probablemente tendría que lidiar con más de un borracho trasnochado, así que se preocupaban por ella.

    —Pandora, querida. ¿Acaso no estarías mejor trabajando en la tienda de la señora Garrick?, ¿o en la panadería de Bert? —le decían las vecinas al verla pasar.

    —Estaré bien, no os preocupéis —les contestaba ella, sonriente y contenta por comenzar a trabajar allí.

    Solamente Pandora sabía el verdadero motivo por el que lo hacía; no lo hacía por el dinero, ni tampoco porque le gustara, el único motivo era el hijo del señor Clarke: Aaron. El muchacho tenía unos veinte años, tenía el pelo rubio y una barbilla cuadrada, era más alto que Pandora y parecía haber sido un luchador de boxeo en otra vida, pues sus brazos eran fuertes y robustos, y parecía cuidarse mucho.

    —Esta es Pandora Blackwell —le dijo el señor Clarke a su hijo el primer día en que Pandora comenzó a trabajar en la taberna—, será la nueva camarera —añadió el hombre, sonriéndole a su hijo.

    El señor Clarke tenía una prominente barriga y una barba muy poblada, en absoluto se parecía a su apuesto

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