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Nacido del fuego: El Corazón de Ethelorn
Nacido del fuego: El Corazón de Ethelorn
Nacido del fuego: El Corazón de Ethelorn
Libro electrónico705 páginas11 horas

Nacido del fuego: El Corazón de Ethelorn

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Información de este libro electrónico

Ignorad la llama y se convertirá en un incendio.

Thanan es un joven cazarrecompensas mestizo que ha conseguido sobreponerse a la prematura muerte de su madre. Sin embargo, su mundo se derrumba cuando su hermana pequeña, Nayra, es raptada durante un ataque a la capital de los elfos del mar.

Las pistas sobre su desaparición lo conducirán hasta la única persona capaz de encontrarla, un viejo mago exiliado que, a cambio, exigirá que Thanan le consiga el Corazón de Ethelorn, la gema mágica más poderosa que existe.

En su búsqueda de la preciada joya, Thanan encontrará lugares maravillosos, una civilización oculta y criaturas mitológicas que nadie había visto en milenios; pero también descubrirá que la gema esconde un poder de incalculable peligro.

La ya de por sí difícil tarea se complicará aún más ante la aparición del Mariscal, un ser misterioso de motivación desconocida que le ha encargado a su más letal lugarteniente la tarea de recuperar el Corazón de Ethelorn.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 nov 2019
ISBN9788417856960
Nacido del fuego: El Corazón de Ethelorn
Autor

Toni J. Puché

Antonio J. Puché estudió ingeniería en la Universidad Politécnica de Madrid, pero se estrenó como escritor en 2007, ganando el premio al mejor relato corto con su obra La última cabalgada de Babieca. Con su saga «Nacido del Fuego» se introduce de lleno en la aventura fantástica, con elementos reconocibles para cualquier lector adepto a este género, tales como criaturas mitológicas, magia y una ambientación propia de la Alta Edad Media. Actualmente, está inmerso en la segunda entrega de la tetralogía con el objetivo de que esta vea la luz en 2020.

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    Nacido del fuego - Toni J. Puché

    Capítulo 1

    : El precio de la amistad

    Los característicos destellos anaranjados del amanecer bañaban de calidez las tierras de Avenord, el más soleado de los diez reinos que se podían encontrar en la región de Koran. Aprisionado entre dos escarpadas cordilleras, el sureño reino de Avenord constituía el único paso terrestre practicable hacia Koran para las escasas caravanas de mercaderes que se atrevían a cruzar el inhóspito y peligroso desierto de Ettol. Sin embargo, el carisma y espíritu emprendedor de los avenordianos, así como las abundantes materias primas que se podían encontrar en esta calurosa tierra, habían hecho de Avenord el reino más rico y próspero de todo Koran. Sin apenas pobreza ni crímenes en sus calles y aldeas, esta región se había convertido por derecho propio en un paraíso terrenal.

    Por los esplendorosos pasillos de mármol blanco del alcázar dorado de Minthendor, la próspera y bella capital de Avenord, caminaba con paso decidido una hermosa dama de alta cuna ataviada con un sencillo vestido de seda violeta que remarcaba su esbelta figura y con su cabello azabache ondeando elegantemente a la cálida brisa que se colaba por los grandes ventanales de piedra dorada. El sonido de sus pasos quedaba amortiguado por la magnífica alfombra roja que cubría el frío suelo, de modo que los guardias que custodiaban la puerta de la sala de audiencias privada de la reina no la oyeron hasta que se encontró a unos pocos pasos de ellos.

    Lady Nathira —saludó uno de los guardias poniéndose firme y ajustándose correctamente la capa azul marino que le distinguía como miembro de la guardia de la reina—, es un honor veros de nuevo. El alcázar es aún más esplendoroso con vuestra presencia.

    —Gracias, sir Shib —respondió lady Nathira obsequiándole con una radiante sonrisa—. ¿Dónde estabais ayer? Por un momento temí que os hubiesen trasladado a otro lugar.

    —No, mi señora. Tan solo era una inoportuna fiebre, pero estad tranquila. Ninguna enfermedad podrá alejarme de mi obligación. De no ser por la insistencia de su majestad en que guardase reposo, ayer hubiese estado aquí.

    —Me alegro de que así sea, sir Shib. No concibo esta ciudadela sin vuestra presencia. Desde que la reina y yo éramos niñas vos ya lucíais esa armadura y me escoltabais hasta mi casa cuando el sol se ponía. Por aquella época erais un simple soldado, pero fijaos ahora, convertido en todo un capitán de la guardia de la reina.

    —La reina Myrin fue muy generosa conmigo, lady Nathira. Tan solo espero no decepcionarla. No quisiera entreteneros más, mi señora, seguro que su majestad arde en deseos de hablar con vos.

    —No la decepcionaréis, sir Shib, estoy segura de ello. —Lady Nathira puso su mano afablemente sobre la armadura dorada que cubría el hombro del capitán y aguardó a que le abriesen las puertas.

    Según cruzó el umbral la invadió un sentimiento de nostalgia que evocó una discreta sonrisa en su rostro. La sala ahora estaba elegantemente adornada con sillas y mesas barnizadas obra de los mejores carpinteros del reino, bellos tapices de grandes dimensiones y colores cuidadosamente elegidos, además de una enorme chimenea de mármol rosado, pero en su mente lo que se formaba era el recuerdo de dos chiquillas correteando por la habitación, jugando al escondite o a caballeros y princesas. Sentada en una de las magníficas sillas estaba una de esas dos chiquillas de antaño, con el pelo castaño recogido en una larga trenza, un vestido verde jade con ribetes dorados y la mirada perdida en su rostro. Al convertirse en reina, Myrin se había visto obligada a cambiar rápidamente en todos los aspectos. Muchos creían que era demasiado joven para soportar el peso de la corona, y probablemente tenían razón, pero Myrin enseguida se adaptó a su posición y se convirtió en una soberana más que competente. Ahora era cauta y sabia, y las preocupaciones que soportaba le dejaban marcas de agotamiento en la cara. Sin embargo, sus vivaces ojos azul cian aún conservaban destellos de la traviesa y alegre niña que en su día fue. Cuando esos mágicos ojos se fijaron en la otra de las chiquillas que en el pasado había jugado en aquella sala, la reina dibujó en su rostro una sonrisa sincera que distaba mucho de la protocolaria que a menudo se veía forzada a esbozar.

    —¡Nathira! ¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó abriendo los brazos y abrazando a su amiga de la infancia.

    —¡Pero si me visteis ayer, majestad!

    —Por primera vez en seis meses. ¡Seis! Además, ayer no tuvimos tiempo para ponernos al día.

    —Disculpadme, majestad —se excusó Nathira—, Lintherel y yo estábamos agotados después de tan largo viaje y necesitábamos descansar.

    —No tienes por qué disculparte, pero como me vuelvas a llamar «majestad» en privado te juro por nuestra amistad que mando diez trompeteros a tus aposentos para que no te dejen dormir ni un solo día.

    Ambas amigas rieron juntas y se sentaron en el mismo sofá en el que el difunto rey y padre de Myrin las hacía soñar leyéndoles las grandes hazañas de los antiguos héroes.

    —¿Qué ha sido de aquel exótico y joven guerrero de piel caoba que tenías como guardia personal? —quiso saber Nathira—. No es ninguno de estos dos.

    —Te refieres a Othar, sin duda. Ahora es el encargado de custodiar a mi hija.

    —¿No es demasiado joven para tener tanta responsabilidad?

    —Sus habilidades son excepcionales. Hace tres meses que se convirtió en espada de Avenord.

    Nathira no pudo contener una exclamación de asombro. Existía un espada por cada región de Koran, y era un honor que se reservaba para el mejor guerrero de cada reino. Cada cinco años los reinos elegían sus nuevos espadas y, al final de ese periodo, se enfrentaban entre sí los diez campeones en el prestigioso Torneo de la Espada Magna para convertirse en el mejor guerrero de Koran. Esta competición era tremendamente popular entre todas las razas que habitaban esta tierra y tanto las rondas clasificatorias como la fase final eran seguidas con pasión y fervor.

    —¿Ganó el Torneo de la Espada de Avenord? ¡Imposible! ¡Si es muy joven!

    —El más joven en haberlo logrado en este reino —confirmó la reina con una sonrisa—. Y derrotó a grandes espadachines como sir M’biar, sir Revis e incluso al que era el favorito de Doran, sir Párr. Tenemos muchas esperanzas de que llegue a la fase final del Torneo de la Espada Magna.

    —¿Y Harl el Fuerte no compitió? —Nathira recordaba haber visto al poderoso guardaespaldas de Doran deshaciéndose de sus rivales en los entrenamientos con la misma facilidad que si fueran espantapájaros y le extrañaba que no hubiese sido él el campeón.

    —Harl el Fuerte ya fue espada de Avenord en el pasado, por lo que no puede repetir. ¿Es que ya no recuerdas las reglas, Nath?

    —Nunca las he entendido del todo. Me limitaba a observar la destreza de los guerreros.

    —Más bien a observar a los guerreros. Su destreza te daba igual —puntualizó Myrin entrecerrando los ojos y recibiendo a cambio un amistoso puñetazo de Nathira—. ¿O es que no recuerdas ya a sir Terod, que apenas sabía blandir la espada?

    —¿Aquel caballero de ojos verdes, anchos hombros, melena rubia y sonrisa deslumbrante que montaba un corcel blanco como la nieve? Apenas lo recuerdo —dijo entre risas—. En cualquier caso, lo que ha logrado Othar es impresionante. Realmente impresionante —admiró Nathira—. Tu hija está, sin duda, en buenas manos, pero ¿Othar no le da miedo? Con el tamaño que tiene y esa piel tan oscura…, además, tu hija tiene solo cuatro años.

    —¡Todo lo contrario! Está muy encariñada con él. Es su mejor juguete. No deja de treparle por las piernas y Othar la sienta en su cabeza o la lanza por los aires y luego la vuelve a coger. La primera vez que los vi jugar a eso le eché una reprimenda monumental al pobre chico hasta que me di cuenta de que mi hija no paraba de reírse cuando Othar la hacía saltar por los aires.

    Nathira no pudo contener la risa, ya que Lintherel solía hacer algo parecido con su propio hijo. En aquel preciso momento una doncella pidió permiso para entrar y les sirvió una copa de vino a cada una acompañada con una bandejita de plata repleta de pastelillos. Nathira, que conocía de primera mano al pastelero real, se lanzó a por uno hecho de chocolate con nueces, que se encontraba entre sus favoritos.

    —¿Qué tal está Thanan? —preguntó la reina después de dar un pequeño sorbo a su copa de vino—. La última vez que viniste él se quedó en Änmuin.

    —Está enorme —contestó Nathira—. Ya lo comprobarás cuando regrese del paseo a caballo que le había prometido Doran. Desde la última vez que lo viste habrá crecido casi dos palmos. Si lo vieras correr y jugar por los prados de Elinähe… Es un sitio precioso, Myrin, como aquellos con los que solíamos soñar cuando no éramos más que un par de niñas revoltosas. No te negaré que muchas veces echo de menos esto —dijo describiendo un amplio círculo con los brazos—, pero no existe lugar más tranquilo en todo Koran que mi nuevo hogar. En serio, ¿por qué no vienes alguna vez a verlo? Quizá no sean aposentos dignos de la reina de Avenord —añadió guiñando un ojo—, pero para mi vieja amiga Myrin serán suficientes.

    —¿Y por qué no te quedas tú aquí? —replicó Myrin enfadándose de pronto—. Este es tu sitio, Nathira. Nuestro sitio. ¿Qué tienen los elfos que te retiene allí? Vuelve, Nath, te lo suplico. Aquí no os faltará de nada, y lo sabes.

    —Ya me imaginé que en algún momento volverías a la carga —comentó Nathira con una sonrisa triste—. Ahora es cuando me dices que no importa que Lintherel sea un elfo y todos los argumentos que usas siempre. Myrin, esto ya lo hemos hablado mil veces y la respuesta no ha cambiado.

    La reina retiró su mano de la de Nathira y se puso de pie furiosa. Caminó con veloces pasos hasta la ventana, pero al llegar a ella no supo qué hacer. No era solo rabia lo que sentía. De hecho, apenas había algo de rabia. Era lo demás.

    Todo lo demás.

    Nathira se acercó a la reina lentamente y la rodeó con el brazo.

    —Perdóname, Nath, yo… —Pero las palabras se le atragantaron.

    —¿Qué sucede, Myrin?

    —Te echo de menos. Aquí estoy rodeada de aduladores traicioneros y falsas amigas ambiciosas que mienten y conspiran en busca de sus propios intereses. Cuando aún estabas aquí no me importaba, me sentía segura y protegida. Sabía en quién confiar. Ahora, en cambio, estoy completamente sola.

    —Tienes a Doran.

    —Lo sé, pero Doran tiene los mismos problemas que yo. Y a veces tenernos solo el uno al otro no es suficiente. Ahora, más que nunca, necesito tener a alguien de confianza a mi lado.

    —Si quieres, puedo quedarme aquí más tiempo, por esta vez. Quizá un par de meses. Lintherel tendrá que regresar a Änmuin para reincorporarse a su puesto, pero entenderá que me quede unas semanas. Eso sí, tendrás que explicarme qué es lo que sucede.

    —Gracias, Nath —dijo Myrin y abrazó a Nathira con todas sus fuerzas—. Siento tener que pedírtelo, pero son momentos muy duros en Avenord y te necesito a mi lado.

    —No tienes que agradecerme nada —respondió Nathira—. Para eso estamos las amigas. Además, me vendrá bien pasar una temporada en Minthendor. Quiero volver pasear por sus calles, visitar los mercados y refrescarme en sus fuentes. Volver a sentir el aroma de…

    El frenético tañido de una campana ahogó la frase de Nathira. Reina y dama permanecieron en silencio la una al lado de la otra oyendo aquel sonido al que no tardaron en sumársele primero una, luego otra y así hasta cuatro campanas más. Las puertas de la habitación se abrieron de golpe y ambas ahogaron un grito de sorpresa. Sir Shib entró como un rayo con el semblante serio y se inclinó con brevedad ante la reina.

    —Mi reina, han dado la alarma. Debemos llevaros a vuestros aposentos. Ahora.

    —¿Qué sucede, sir Shib?

    —Aún no lo sé. He mandado un par de hombres a por respuestas, mi reina, pero insisto en marcharnos ya.

    —De acuerdo, partamos ya, pero lady Nathira también viene. —Sir Shib asintió con la cabeza y salió de la sala de audiencias seguido por Myrin, Nathira y el resto de los soldados.

    Pese a que los guardias de la reina no corrían, a Nathira le costaba mantener el ritmo de sus apresurados pasos. Los corredores se le hacían interminablemente largos y el angustioso tañido de las campanas mezclado con el sonido de las chirriantes armaduras le estaba haciendo perder los nervios. Cada vez que llegaban a una esquina, sir Shib detenía a la escolta y se adelantaba para comprobar que no pasaba nada. La tercera vez que se detuvieron, dos guardias aparecieron tras un recodo, se acercaron a sir Shib y, tras intercambiar unas breves palabras, se unieron a la escolta. Cuando reanudaron la marcha, la reina volvió a preguntar:

    —¿Por qué han dado la alarma, sir Shib? ¿Qué sucede?

    —No quiero inquietaros, mi reina, pero han aparecido varios guardias del rey asesinados. Probablemente no sean más que rateros, pero el protocolo dicta que os llevemos hasta vuestros aposentos hasta que la amenaza se neutralice.

    Poco después llegaron a la escalera de caracol de mármol blanco como la nieve que ascendía varias plantas hasta llegar a lo más alto del alcázar dorado, la torre a la que llamaban Muerte del Sol, ya que era el último sitio de Koran que el sol iluminaba antes de perderse tras el horizonte para dar paso a la noche. En ella se encontraban la biblioteca real, la sala de guerra y el palomar de la ciudadela, además de las habitaciones de los monarcas. Tras dos minutos de agotador ascenso, la estrepitosa escolta se detuvo ante las puertas de los aposentos reales, donde un soldado del rey, con la capa escarlata que así lo identificaba, y otro de la reina, con la capa azul marino, aguardaban haciendo la permanente y tradicional custodia de las estancias de los reyes.

    —Traigo a la reina Myrin y a su invitada, lady Nathira —anunció a los guardias—. ¿Ha llegado el rey Doran ya?

    —Me temo que no, sir Shib —contestó el soldado de la capa escarlata—. El rey Doran aún no ha regresado de su paseo con la princesa y el hijo de lady Nathira. No os alarméis —añadió al ver el gesto de preocupación de Myrin—, los acompañan más de cien buenos hombres de la guardia.

    —Id todos en su busca —ordenó la reina. Sir Shib dudó un instante, pero, al fin y al cabo, esta vez no le habían pedido su opinión. Le habían dado una orden y tenía que cumplirla.

    —Como deseéis, mi reina, pero, además de los dos guardianes de las estancias reales, dejaré otros dos con vos y lady Nathira dentro de la habitación, por precaución. Entrad ya.

    La reina asintió y entró en la habitación seguida de Nathira y de los dos guardias de la reina que sir Shib les había asignado. Nathira nunca había estado en una habitación tan grande, pero estaba demasiado preocupada por su hijo como para fijarse en los detalles. Entrevió la cama de matrimonio de su amiga y se sentó sobre el mullido colchón de plumas mientras que la reina se paseaba inquieta de un lado a otro de la habitación. Los guardias, por su parte, permanecían de pie tan quietos que podrían confundirse con estatuas.

    Nathira posó la vista en la puerta que daba paso al balcón, luego en una pequeña cómoda de madera de pino y finalmente la detuvo sobre sus propios ojos negros reflejados en la superficie de un espejo ovalado. Sin embargo, no vio ninguna de las tres cosas. Sus ojos veían más allá de ellas. Miraban al infinito tratando de encontrar allí a su hijo, quizá montando a caballo o jugando con Lintherel frente a su casa de Elinähe.

    —Tu hijo estará bien —dijo Myrin leyéndole el pensamiento y sin dejar de moverse por la habitación—, Doran y su guardia no permitirán que le pase nada, ni tampoco a mi hija. Y Othar también está con ellos. No te preocupes, Nath. No tardarán en llegar.

    —¿A dónde hemos ido a parar, Myrin? Guardias del rey asesinados en el mismísimo alcázar de Minthendor… ¿Qué ha pasado aquí? En Avenord siempre nos hemos sentido orgullosos de la paz que existía tras nuestras fronteras.

    —No creo que estos asesinatos hayan sido obra de un avenordiano. Sir Shib no habrá querido alarmarnos, pero tú y yo sabemos que un simple ratero no habría conseguido colarse en la ciudadela.

    —¿Entonces? —La reina no contestó, pero Nathira insistió—: Myrin, cuéntame qué sucede.

    —Que vives en Änmuin, Nath —respondió la reina—. Eso sucede. Puede que a vuestra isla no os lleguen las noticias, pero el continente está cambiando. Hay algo oscuro y malvado que provoca la incertidumbre y el odio entre los reinos.

    —Suenas como aquella vieja que nos hacía la cena cuando éramos pequeñas —dijo Nathira alzando una ceja—. La Myrin que yo recuerdo no creía en supersticiones.

    Nathira pensó que aquel comentario conseguiría arrancar una sonrisa del rostro de su amiga o, al menos, lograr que se ruborizase ligeramente. Sin embargo, la reina no dio señales de haberla oído siquiera.

    —Sé que suena a locura —dijo Myrin con un tono sombrío nada propio de ella—, pero es la realidad. Esto va más allá de las viejas rencillas entre reinos o rivalidades raciales cuyo origen nadie recuerda. La situación es insostenible. Hace un par de semanas se convocó la Asamblea de los Regentes de Koran.

    —¿La Asamblea? —preguntó Nathira sin dar crédito a lo que oía. Sabía que el rey Dragón de los elfos de Änmuin había salido de la isla, pero nunca supuso que para una reunión con los demás reyes. La Asamblea de los Regentes de Koran solo se convocaba cuando las relaciones entre reinos alcanzaban un punto crítico.

    —Así es —confirmó la reina de Avenord—. Se han producido ataques. Asaltos a caravanas mercantes, saqueos de aldeas. Al principio se pensaba que eran bandidos, pero en una ocasión apareció en un pequeño pueblo arrasado de Randir el estandarte de Nemaith, aunque su rey niega la autoría y argumenta que el estandarte empleado se lo robaron a un pequeño batallón de sus hombres que habían sido asesinados en Valheim en misión diplomática. Se acusaban los unos a los otros, haciendo oídos sordos a los argumentos de los demás y sacando a la luz viejas rencillas. Incluso se llegó a desenvainar alguna espada durante la reunión, y ya sabes lo que eso conlleva. Menos mal que Doran estuvo presente. Consiguió, todavía no sé muy bien cómo, que no estallase una guerra. Selló pactos con unos y con otros, pero también los amenazó con romper todos los lazos de comercio con los reinos que entrasen en guerra sin que la Asamblea concediese su legitimidad. Así que ahora Avenord se ha convertido en el último obstáculo para la guerra.

    —Así que es por eso —comentó Nathira. Ahora entendía el inusual número de soldados que había de servicio y los exhaustivos controles de seguridad que había tenido que pasar al llegar a la capital siendo como era una dama de alta cuna nacida en la propia Minthendor. Y ahora entendía las marcas de preocupación en la cara de su amiga—. El que quiera la guerra solo tiene que atacarnos en nombre de otro y entonces ni siquiera la Asamblea de Regentes podría impedir el conflicto.

    —Así es —respondió Myrin. Uno de los guardias se recostó sobre el alféizar de la ventana con un gruñido, pero la reina no le hizo caso—. Intentamos impedir una guerra, pero lo que hemos hecho ha sido ponernos en el punto de mira de todos. Por lo menos el pueblo nos respalda y entiende lo que hicimos. No podría soportar tener que lidiar también con una rebelión dentro de nuestras fronteras.

    —Me apostaría algo a que el reino que busca la guerra es Nemaith —dijo Nathira—. Es quien más tiene que ganar si Randir se debilita y, además, nunca nos han contado entre sus aliados.

    —Demasiado obvio —le contradijo Myrin—. Podría ser cualquiera de los otros sabiendo que seguramente todos acusaríamos a Nemaith. Es una situación muy delicada.

    Nathira cerró los ojos con fuerza intentando poner en orden la preocupante información que acababa de recibir. Quien quiera que se hallase detrás de la inminente guerra estaba a punto de poner fin a uno de los periodos más largos de paz que se había conocido en Koran. Pero quién y por qué, era un misterio para ella.

    Se oyó un rápido correteo sobre el suelo de madera y cuando Nathira abrió los ojos vio cómo un hombre de mediana estatura, sin apenas pelo y vestido por completo de negro, extraía una daga del cuello del guardia que estaba a apenas unos metros de ella. El cuerpo del guardia se desplomó sin vida sobre el suelo y el asesino se dirigió ahora hacia Myrin, que ahogó un grito, mientras que el otro guardia permanecía impasible, recostado sobre el alféizar de la ventana. Nathira no tuvo tiempo ni de pensar lo que hacía y antes de darse cuenta se había abalanzado sobre el hombre que, sin embargo, se deshizo de ella con facilidad y la arrojó con violencia contra la mesa. Nathira resbaló hasta el suelo arrastrando un mantel y el jarrón floreado que descansaba sobre él. Myrin también atacó al hombre, pero este propinó una fuerte patada en el vientre y la derribó. Nathira aprovechó que el hombre ahora no le prestaba atención y, encomendándose a los dioses de elfos y humanos, lanzó el jarrón con todas sus fuerzas. Quiso el destino que el jarrón impactase de lleno contra la sien del asesino, que lanzó un rugido de dolor y se llevó las manos a la ensangrentada cabeza. Sin embargo, lejos de quedarse fuera de combate, el hombre se rehízo enseguida y volvió a por Nathira, que esta vez no pudo evitar que el asesino la levantase del suelo agarrándola del pelo y le pusiese la ensangrentada daga en el cuello.

    —¡Guardias! —gritó Myrin a pleno pulmón en cuanto recobró el aliento. Se había vuelto a poner de pie y había cogido una ballesta cargada de debajo de la cama, en donde siempre la guardaba desde que se había convertido en reina. Sin embargo, los soldados que aguardaban al otro lado de las puertas no acudieron.

    —Están todos muertos —respondió el asesino con una malévola sonrisa y utilizando a Nathira como escudo—. Habéis sido muy amable al mandar a toda vuestra guardia en busca del rey. Casi no hay mérito en esto. —El suelo de la habitación comenzó a vibrar al son de los pasos de los soldados que subían a toda prisa hacia la habitación de los reyes. El asesino se percató de que se le acababa el tiempo, de modo que arrastró a Nathira hacia la puerta y echó el cerrojo. Nathira advirtió en ese instante que el guardia que estaba recostado sobre el alféizar aparentemente impasible también estaba muerto. La sangre le salía a borbotones del cuello y goteaba por una de las mangas de su túnica, pero su armadura la había ocultado hasta ahora—. Aunque debo reconocer que me habéis causado más problemas de los que esperaba. Suelta la ballesta.

    Myrin no obedeció de inmediato y el hombre deslizó ligeramente la daga sobre la garganta de su amiga. Un fino hilo de sangre brotó del cuello de Nathira y entonces Myrin dejó caer la ballesta al suelo.

    —¡Myrin! ¡Myrin! —rugió una voz atronadora al otro lado de la puerta, que se sacudió ligeramente cuando intentaron abrirla.

    —¡Guardias, derribad la puerta! —ordenó la voz de sir Shib.

    La mano de Nathira encontró la empuñadura de un pequeño cuchillo que el hombre guardaba en su cintura y cuando el asesino la soltó para ir a por Myrin, Nathira lo extrajo y antes de que el hombre entendiese lo que sucedía se lo hundió en la espalda con todas sus fuerzas. Los ojos del hombre se desorbitaron de sorpresa y cayó de rodillas, gimiendo de dolor mientras la sangre manchaba el suelo, tratando en vano de alcanzar el cuchillo de su espalda con la mano que tenía libre. Myrin corrió a abrazar a su amiga y Nathira se dejó caer en sus brazos.

    —¡Guerra! —gritó el asesino desde el suelo. Con su último aliento, volteó la daga para cogerla por la hoja y la lanzó hacia Myrin. Nathira empujó a su amiga en el último momento y ambas cayeron al suelo. Con un último alarido, el asesino expiró y cayó de bruces.

    La enorme puerta de madera causó un gran estrépito cuando se rompió por la mitad y los guardias entraron en la habitación blandiendo sus espadas. La alta figura del rey Doran surgió de entre los guardias, ataviado con una larga capa roja y una armadura ligera hecha de cuero. Sobre su pelo rubio corto no estaba la corona que solía llevar y lucía una barba recortada ligeramente más oscura que su cabello. Sus ojos negros resplandecían de ira y de miedo.

    —¡Myrin! —exclamó corriendo junto a la reina y tendiéndose a su lado—. ¿Estás herida? ¿Estás bien?

    —Sí, estoy bien —respondió Myrin con un susurro apenas audible.

    —¡Recorred toda la ciudadela! —ordenó Doran a sus guardias—. ¡Comprobad todas las habitaciones e incluso los tejados!

    —Así se hará, majestad —contestó su comandante, y acto seguido la mitad de los guardias se marcharon para cumplir las órdenes de su rey.

    —¿Qué ha pasado, Myrin? —preguntó Doran recuperando el tono amable mientras la ayudaba a incorporarse.

    —¿Nuestra hija está bien? —inquirió la reina con una pregunta que sonaba casi a súplica. El rey Doran le acarició el pelo y asintió con la cabeza.

    —Está fuera de la habitación. No la he permitido entrar.

    —Nathira me ha salvado, Doran, ha sido muy valiente. Le arrojó un jarrón al asesino y luego le clavó su propio puñal. ¿Verdad, Nath? Y luego… ¿Nath? ¡Nath!

    Nathira permanecía en el suelo sin apenas moverse y cuando Doran le dio la vuelta se manchó las manos de sangre. Su vestido violeta se había tornado rojizo en el costado y, en el medio de la mancha, cada vez mayor, estaba la daga del asesino clavada con firmeza.

    —No, Nath, no, por favor. —Myrin se había quedado bloqueada. Ni siquiera lloraba. No estaba preparada para un mazazo como aquel. Nathira había conseguido apartar a Myrin de la trayectoria de la daga, pero no a sí misma. Doran intentó extraer la daga, pero Nathira se lo impidió. Sufrió un ataque de tos y expulsó sangre por la boca. Tenía el pulmón perforado.

    —Ya es tarde. —Sus ojos se volvieron hacia los de su amiga de la infancia y esbozó una débil sonrisa—. Confía en ti misma, Myrin. Siempre has sido la más racional de las dos y… ahhh, y estoy orgullosa de ser tu amiga. Pero, si no es mucho pedir, me gustaría pedirte un favor. —Myrin finalmente se rindió al llanto y entre sollozos consiguió asentir. No era capaz de pronunciar ninguna palabra—. Traedme a Thanan y a Lintherel y algo con lo que taparme esto. No quiero que Thanan lo vea.

    —Ya lo habéis oído —dijo Doran volviéndose hacia sus guardias—. Traed al chico y buscad al elfo. ¡Deprisa!

    —Quién me iba a decir que así acabaría mi visita a Minthendor —comentó Nathira sin darle ninguna importancia, pero una lágrima resbaló por su mejilla. El dolor iba disminuyendo poco a poco y Nathira tenía la sensación de que iba desapareciendo a medida que también lo hacía su vida. Myrin volvió a sollozar y, después de cubrirle la herida con una manta de piel de lobo, la abrazó con ternura.

    —Nath, lo siento, yo…, esto es culpa mía.

    —No —replicó Nathira con firmeza—. Es culpa de ese y de quien le haya enviado. No te… ¡Ahhh!, no te culpes por ello.

    —Sé que Lintherel tiene muchas obligaciones. Si quieres cuidaré de Thanan como si fuera mi hijo, tienes mi palabra.

    —No, Myrin —negó Nathira—. Quiero que se quede con Berand. Es como un hermano para mí y el padrino de Thanan. Además, con los tiempos que corren, creo que estará más seguro alejado del alcázar. Ya lo hablé con Lintherel por si me pasaba algo, aunque no pensé que sería esto.

    —¿Majestad? —interrumpió un guardia con cautela—. Traigo conmigo al hijo de lady Nathira, pero me temo que no hemos encontrado todavía a Lintherel.

    —No importa —intervino Nathira, que se pasó la manga por la boca para limpiar los restos de sangre—. ¿Thanan? Ah, ahí estás.

    De detrás de las piernas del guardia apareció un niño de seis años, con una cuidada melena negra que le llegaba hasta los hombros y unos enormes ojos marrones que la miraban con miedo. Thanan se soltó de la mano del guardia y corrió hasta su madre, pero cuando llegó no se atrevió a tocarla. Estaba aterrado.

    —Thanan…

    —¿Te vas a morir? —preguntó el niño sin rodeos con su aguda vocecilla—. No quiero que te mueras. Por favor, mamá, no te mueras.

    —Yo tampoco quiero, hijo —contestó Nathira asegurándose de que su herida estaba bien oculta—, pero no es algo que podamos decidir. Es ley de vida. Además, siempre podrás encontrarme en tu corazón. Jamás estarás solo.

    —Pero…

    —Escúchame, Thanan. Quiero que recuerdes todo lo que te he enseñado, ¿vale? La vida es un regalo prestado que algún día habrás de devolver. Asegúrate de que, cuando llegue ese momento, tu vida haya merecido la pena. Te quiero, Thanan, te quiero mucho.

    —Yo también te quiero, mamá —respondió el niño abrazando a su madre mientras ambos lloraban. Nathira besó a su hijo y le acarició el cabello por última vez.

    —Cuida de tu padre, ¿vale? —El chico asintió sin soltar a su madre, pero entonces Doran comprendió que el momento estaba al caer, así que lo cogió en brazos y se lo llevó de la habitación con un gran esfuerzo, puesto que el niño no cejaba en tratar de liberarse para regresar junto a su madre.

    —Adiós, Thanan —se despidió Nathira con un hilo de voz. Era la última vez que iba a ver a su hijo. Jamás volvería a sentarse con Lintherel junto al fuego en su casa de Elinähe ni volvería a pasear por sus bosques. Ya no sentía las piernas y percibía cómo la muerte la aguardaba impaciente. Había llegado su hora, aunque quizá pudiera hacer esperar un poco más al destino. Volvió la cabeza hacia su amiga de toda la vida, balbuceó sus últimas voluntades y, tras una última sacudida, susurró el nombre de su hijo y abandonó las tierras de Koran para nunca regresar.

    Capítulo 2

    Un nuevo comienzo

    Berand Umahe paseaba inquieto por su despacho. Había oído las campanas del alcázar y sus observadores le habían informado de un ataque contra la reina Myrin en sus mismísimos aposentos en Muerte del Sol. Sin embargo, quien le preocupaba era su hermana. No era tal de sangre, pero sí de espíritu. Durante la infancia habían forjado una gran amistad y esta seguía igual de intensa desde entonces, a pesar del transcurso de los años. Por descontado, sabía que Nathira también era muy amiga de la reina y que debía de encontrarse con ella en el momento del ataque o, al menos, muy cerca. Había mandado más hombres en busca de respuestas, pero todavía no habían regresado, y eso le perturbaba profundamente.

    Berand era el líder de los Makazi, un grupo organizado de cazarrecompensas. Huérfano y sin hermanos, se había criado en los barrios bajos de Minthendor y con doce años ya ejercía de cazarrecompensas para los mercaderes de la ciudad. No ganaba gran cosa cobrando las deudas de sus clientes o recuperando sus objetos robados, pero le servía para ganarse la vida de forma más o menos honrada. Con los años sus habilidades crecieron de manera impresionante, tanto que llegó un punto en el que no podía satisfacer todos los trabajos que le ofrecían. Entonces comenzó a entrenar nuevos hombres que trabajasen para él, con los que se repartía los beneficios, y ahora dirigía la única red organizada de cazarrecompensas que existía en Koran, con hombres repartidos por todo Avenord y tantos encargos que en sus arcas entraban unas cuantiosas sumas de oro, con las que Berand nunca se había permitido soñar. Sin embargo, hubiese cambiado todos los caros muebles de madera de roble de su despacho, las armaduras que lo adornaban e incluso la mitad del oro que guardaba en su cámara a cambio de que sus hombres llegasen de inmediato con noticias.

    Cansado de recorrer una y otra vez su propio despacho, Berand se sentó tras su escritorio y guardó los mapas que tenía sobre él. Se recogió la larga melena negra en su habitual coleta y se frotó los ojos. Aunque regentar su propia organización era muy lucrativo, también era tremendamente agotador. Tal y como atestiguaban las cicatrices de sus brazos, él era un hombre de acción y no le gustaba nada tener que sentarse detrás de aquel escritorio a supervisar las operaciones de los Makazi.

    Llamaron a la puerta y Berand se puso en pie como un resorte, volcando la silla sobre la que descansaba.

    —¡Adelante, adelante! —apremió Berand con su potente vozarrón. La puerta se abrió y, para su desilusión, no entró uno de los hombres que había mandado en busca de información.

    —Jefe, tiene una visita.

    —Ahora no, estoy ocupado. Espero noticias urgentes de la ciudadela.

    —Ya se lo he dicho, pero se niega a irse. Y está empezando a ponerse violento.

    —¿De quién se trata?

    —Un elfo, aunque no dijo…

    —¡Que pase de inmediato! ¡Rápido! —ordenó Berand. Solo sabía de la presencia de un elfo en Minthendor aquellos días, y que ahora estuviese en el cuartel general de los Makazi no podía ser una buena señal.

    El guardia salió del despacho y breves momentos después la puerta volvió a abrirse, pero esta vez el que entraba era un elfo alto, de pelo negro, largo y lacio, ataviado con un sencillo vestido azul marino y botas de cuero. Berand no tuvo que preguntar para conocer la respuesta. El rostro de Lintherel parecía el de una persona que hubiese sufrido mil años de desgracias. No lloraba con los ojos, pero Berand podía sentir que se ahogaba en un mar de lágrimas no derramadas. Aun así, las palabras de la pregunta cuya respuesta ahora no quería oír salieron de su boca.

    —¿Nathira está a salvo?

    Lintherel negó con la cabeza.

    Berand se esperaba la respuesta, se la había revelado la expresión de pena del elfo, pero aun así aquel sutil gesto de Lintherel hizo que algo se rompiese en su interior. Sin poder controlarse, Berand destrozó la estantería repleta de pergaminos que tenía al lado de un solo golpe mientras descargaba su ira con un grito de dolor y angustia. Los guardias entraron en el despacho asustados y miraron perplejos cómo su jefe, enloquecido, se ensañaba ahora con una de las armaduras.

    —¡¡Salid!! —les gritó Berand arrojándoles el yelmo que había arrancado de la armadura. El casco se estrelló a un par de palmos de los guardias y estos se retiraron de nuevo asegurándose de cerrar bien la puerta al salir.

    Berand continuó desmantelando la armadura con furiosos golpes hasta que todo lo que quedó de ella fue un montón de piezas metálicas desmontadas en el suelo. Lintherel parecía no darse cuenta de lo que sucedía. Estaba ausente, con la mirada perdida y ajeno al desastre que se producía a su alrededor. Solo volvió a centrarse cuando Berand le cogió del hombro.

    —¿Qué ha sucedido?

    —Un asesino. Mató a unos guardias como señuelo y escaló hasta lo más alto de Muerte del Sol sabiendo que allí llevarían a Myrin cuando se diese la alarma. Conocía los protocolos de la ciudadela. —Escuchar la voz de los elfos era como escuchar música, y la voz de Lintherel era ahora la canción más triste que Berand jamás había oído—. Nathira iba con ella. Se defendieron, hirieron de muerte al asesino, pero este alcanzó a Nathira con una daga y… —Lintherel volvió a guardar silencio.

    Berand abrazó al elfo y este no pudo contenerse sin derramar un par de silenciosas lágrimas.

    —Encontraré al que haya contratado al asesino —le prometió Berand sintiendo que le hervía la sangre—. Pondré a todos mis cazarrecompensas tras su pista. No descansaré hasta que el responsable de la muerte de Nathira pierda la cabeza.

    Lintherel no hizo ningún gesto de aprobación, pero tampoco de inconformidad. Se limitó a mirar a Berand fijamente a los ojos.

    —No venía a pedirte eso —dijo finalmente el elfo—. Venía por algo mucho más importante.

    —Tú dirás, amigo mío.

    —No puedo quedarme con Thanan. Como sabes, soy capitán de la Guardia del Mar y paso largas temporadas lejos de casa. Thanan es demasiado pequeño para apañárselas solo, y Nathira quiere… —Hubo una tensa pausa y Lintherel se corrigió—. Quería que se quedase contigo si algo sucedía. Después de todo, eres su padrino. —Berand asintió en silencio y dejó que Lintherel siguiese hablando—. Quiero que venga a Elinähe cada vez que pueda. Y yo también vendré a Minthendor si dispongo de tiempo. Nos mantendremos en contacto para organizarnos.

    Berand volvió a asentir.

    —Lo cuidaré como si fuese mi hijo, te doy mi palabra. Será el hermano mayor de mi hijo Epro. Pero tengo previsto marcharme a Malvalle. Tendrás que visitarnos allí.

    —De acuerdo. —Lintherel sufría sin medida. Había perdido a su mujer y ahora se veía obligado a alejarse de su hijo—. Enterraremos a Nathira aquí, en Minthendor, al atardecer. Este es su hogar —informó a Berand—. Luego me marcharé y te quedarás con Thanan.

    —Allí estaré —respondió el líder de los Makazi.

    Lintherel dio media vuelta y salió de la habitación rumbo al alcázar mientras que Berand se quedó unos instantes mirando la puerta por la que acababa de marcharse el elfo. Se sentía vacío. Sus brazos le pesaban enormemente y las piernas apenas le sostenían.

    —¡Roppel! —llamó. Su voz, habitualmente firme y autoritaria, flaqueó. Al instante un joven rubio de aspecto enclenque entró en el despacho.

    —¿Señor?

    —Que nadie me moleste lo que queda de día. No tengo humor para hablar con nadie. ¿Entendido?

    —Entendido, jefe.

    Roppel cerró la puerta al salir y Berand Umahe se dejó caer sobre su butaca, donde por fin permitió a la pena que lo consumiese. No lloró. Nunca lo hacía, pero por dentro sintió que su corazón se marchitaba inexorablemente como lo hacían las hojas de los árboles con la llegada del otoño.

    Al oeste del alcázar, más allá de los floreados jardines reales, se encontraba la necrópolis dorada, lugar en el que descansaban casi exclusivamente los restos de los antiguos reyes de Avenord. Nathira, gracias a su amistad con la reina Myrin y a su sacrificio por ella, iba a ser una de las pocas excepciones que se habían ganado el derecho de reposar allí hasta el fin de los tiempos.

    Esta necrópolis, culmen de la arquitectura avenordiana, era la mejor representación del buen gusto que se presuponía de los habitantes de este reino. Consistía en una explanada ajardinada bajo el amparo protector de Muerte del Sol en la que se cuidaba con cariño hasta el más mínimo detalle. Los caminos de piedra negra, limpios y pulidos, dividían en cuadrículas perfectas la explanada repleta de efigies, árboles en flor y fuentes de piedra blanca, cuyo débil murmullo se sumaba al cántico de los pájaros.

    En una de estas cuadrículas, bajo un resplandeciente sol de poniente que no acompañaba a la ocasión, el cuerpo de Nathira yacía en una urna de oro y cristal a la vista de todos los invitados que poco a poco se iban congregando. Lucía un magnífico vestido blanco con adornos de plata, un ramo de flores en sus manos cruzadas sobre el vientre y una brillante diadema en el cuidado pelo. A su lado, como esculpido en piedra, estaba Lintherel, con una sencilla túnica de gala negra y sin dejar de mirarla ni un solo instante. Y cogido de su mano estaba Thanan, todavía con marcas de las recientes lágrimas y mirando a todos y cada uno de los que iban llegando con la esperanza de que su madre apareciese en cualquier momento y todo lo sucedido no fuese más que una horrible pesadilla.

    Los últimos en llegar fueron Berand Umahe, que renunció a sentarse y se deslizó sigilosamente hasta un lugar cercano a Nathira, y los reyes Doran y Myrin, ataviados conjuntamente con unos espectaculares ropajes dorados y sendas coronas de oro y diamantes sobre sus cabezas. Siguiendo de cerca a su madre caminaba una hermosa niña pequeña con una mirada triste reflejada en sus ojos azules que, indudablemente, había heredado de Myrin.

    Un hombre al que Lintherel no conocía se situó al otro lado del ataúd y comenzó a dar un discurso. Decía cosas como «grandeza de corazón» o «amistad inquebrantable», pero él apenas lo escuchaba. Nathira era mucho más que la suma de todos los valores que aquel hombre ensalzaba. No había palabras que pudieran expresar todo lo que representaba Nathira, lo mucho que significaba para él. Lintherel no se dio cuenta de que el orador había finalizado su discurso hasta que lo vio sentarse en su sitio, dando paso a la potente voz del rey Doran.

    —Todos los presentes sabéis de sobra que no soy un hombre que tienda a adornar los actos con palabras rebuscadas —comenzó a decir— porque hay acciones que hablan más y mejor por sí mismas. Lady Nathira no dio su vida por la reina, no se regía por juramento alguno. Lady Nathira no era así. Ella era leal a las personas, no a los cargos que estas ostentaran. Ella entregó su vida a cambio de la de una amiga, fuera reina o no. Un acto digno de los más altos honores y del que todos debemos aprender. Que nos sirva de lección a todos para recordarnos que la vida de una persona buena puede ser el precio de la paz y de la vida de miles.

    »Lady Nathira no solo ha salvado a su amiga, sino que os ha salvado a todos y cada uno de los presentes. Ha salvado al reino de Avenord de la guerra y la muerte. Y todo por su amor desinteresado hacia la reina Myrin. Os pido a todos que no olvidéis este día, que lo retengáis en vuestra memoria y lo contéis a vuestros hijos, y a los hijos de vuestros hijos, para que tamaña acción heroica no caiga nunca en el olvido. —La reina Myrin se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de encaje mientras la pequeña princesa se agarraba de su rodilla mirando a su padre, que comenzó a cantar con voz grave.

    Lejos, muy lejos,

    más allá de las montañas nevadas

    y de las lágrimas derramadas

    te aguarda impaciente tu nuevo hogar.

    Cuando Doran terminó la primera estrofa, las voces del resto de los hombres presentes se unieron a la del rey.

    Lejos, muy lejos,

    más allá de las llanuras soleadas

    y de las penas soportadas

    están las tierras donde has de descansar.

    Que los cálidos vientos de Koran

    te acompañen con su canto

    ahora que atraviesas el negro manto

    de este mundo de sufrimiento y pesar.

    Lejos, muy lejos,

    acompañada de las hadas

    y descansando en espléndidas moradas,

    aguárdanos, pues no te hemos de olvidar.

    Las mujeres no se sumaron al canto, tal y como marcaba la tradición en Avenord. Era el funeral de una mujer y por eso solo cantaban los varones, mientras que en el de un hombre serían ellas las que cantasen. Tan solo en los entierros de los reyes las voces de todos, hombres y mujeres, se unían para despedir al monarca.

    Terminada la canción, dos guardias del rey y dos de la reina cargaron con la urna y la fueron introduciendo, en medio del más absoluto de los silencios, en una cripta cuya entrada la protegía una escultura de bronce con la forma de un león alado.

    Thanan contemplaba la escena con los ojos cargados de lágrimas a punto de derramarse y solo desvió la mirada del ataúd dorado de su madre cuando sintió que alguien le daba pequeños tirones en la manga. Era una niña algo más pequeña que él y de enormes ojos azules que lo miraban llenos de compasión. La princesa de Avenord sostenía en la otra mano un colgante que representaba una estrella de cuatro puntas tallada en madera de caoba. La niña no dijo nada. Simplemente le tendió la mano en la que sostenía el colgante. Thanan, sorprendido, lo aceptó y siguió con la mirada a la princesa mientras esta volvía corriendo junto a su madre. Thanan sostuvo un tiempo la estrella, que apenas le entraba en la mano, y luego se la guardó en un bolsillo. Un estrepitoso sonido le hizo volver la vista hacia la cripta. Los guardias habían sellado la entrada con una gran losa de piedra que pesaba casi tanto como la que Thanan sentía en su pecho. Los reyes reverenciaron la sepultura de Nathira y abandonaron el cementerio, así como lo fueron haciendo todos los allí congregados hasta que Thanan se quedó solo con su padre. Pasó un minuto, otro más, luego otros muchos y cuando Thanan ya había perdido la cuenta, su padre le dijo que debían marcharse. Thanan le agarró de la mano y se volvió por última vez hacia la tumba de su madre.

    —Adiós, mamá.

    A los dos días del entierro y con el último rayo de luz iluminando Muerte del Sol, Lintherel acudió por segunda vez al cuartel general de los Makazi, acompañado esta vez por su hijo. Los hombres de Berand esperaban su llegada y los acompañaron hasta el despacho de su líder. Thanan se sentía algo sobrecogido en aquel edificio. Además de austero y funcional, la escasa iluminación le daba un aspecto siniestro y mirara donde mirase no había otra cosa que estanterías abarrotadas de libros, mesas repletas de mapas y como multitud de armas colgadas de las paredes. El despacho de Berand, por el contrario, le resultó mucho más acogedor, pese a que la decoración era similar. Había algo extraño en él que lo hacía tan parecido como distinto al resto de las habitaciones.

    —Lintherel, bienvenido —saludó Berand cruzando la habitación y estrechándole la mano al elfo—. Y tú también, pequeño. —Thanan se limitó a mirar al suelo—. Lamento mucho lo de tu madre, era como una hermana para mí.

    —¿Te acuerdas de Berand, Thanan? —le preguntó su padre, y él se limitó a asentir brevemente sin levantar la vista del suelo.

    —Es normal que tenga miedo —dijo Berand. Esta vez Thanan lo miró con unos ojos cargados de serenidad para alguien tan joven.

    —Yo no tengo miedo a nada —fanfarroneó.

    —Es valiente, sin duda —le comentó Berand a Lintherel—. Digno del hijo de Nathira, he de decir. Esperemos que también sea sensato. He conocido a muchos hombres tan valientes como incautos. Todos lograron grandes hazañas, sí, pero ninguno de ellos vive para contarlas.

    —Aprenderá a serlo —afirmó el elfo—. ¿Por qué a Malvalle, Berand? No es una ciudad precisamente con buena fama, que digamos. —Berand mostró una pícara sonrisa antes de responder.

    —¡Precisamente por eso! ¿Qué mejor lugar para abrir un nuevo cuartel general de los Makazi que en una ciudad llena de criminales y deudores? El rey de Randir se ha propuesto limpiar de escoria sus tierras y eso es música para los oídos de un cazarrecompensas como yo. Para que el nuevo cuartel comience a funcionar como es debido debo supervisar todo personalmente, y lo cierto es que me vendrá bien salir de la monotonía en la que me hallo inmerso. Los tres centros de Avenord ya marchan bien y a todos ellos les he asignado hombres de confianza que sabrán dirigirlos como es debido.

    —Como quieras, pero tenme informado —dijo Lintherel en el mismo tono monocorde que empleaba desde el fallecimiento de Nathira.

    —Por supuesto —le aseguró Berand—. Me mantendré en contacto contigo regularmente. —Ambos se quedaron en silencio unos instantes y entonces Berand los dejó a solas.

    Lintherel esperó a que la puerta se hubiese cerrado antes de arrodillarse junto a su hijo. Había llegado el momento de despedirse de él. No quería hacerlo, pero no era algo que pudiese elegir.

    —Thanan…

    —¿Al final también me dejas? —preguntó el niño sin andarse por las ramas y Lintherel notó cómo el vacío que sentía en el pecho se hacía más grande aún.

    —No quiero hacerlo, hijo, pero no hay otra solución. Ya lo hemos hablado estos días. ¿Recuerdas que siempre te quejabas porque yo pasaba mucho tiempo embarcado y no me veías en semanas? Esto es lo mismo, solo que ahora en vez de esperarme en casa estarás con Berand.

    —No quiero irme con él —protestó Thanan—. ¿No puedo esperarte en casa?

    —Me encantaría —respondió Lintherel con una sincera sonrisa—, pero aún eres muy pequeño. Berand cuidará de ti hasta que seas mayor y luego podrás hacer lo que quieras.

    —Pero…

    —Nada de peros, Thanan. Es lo que tu madre quería. Hazlo por ella, ¿vale? En cada permiso que tenga iré a verte donde quiera que estés, así que me verás lo mismo. Te lo prometo.

    —Bueno, lo entiendo.

    Lintherel abrazó a su hijo con todas sus fuerzas y le invadieron unas incontrolables ganas de no soltarlo nunca más. Sabía que en cuanto lo soltase no volvería a verlo en uno o dos meses, como poco, y si la suerte le era propicia. Si no, quizá tardase en volver a verlo mucho más tiempo.

    —Papá… —Lintherel se separó de su hijo y lo miró con ternura.

    —Dime, Thanan.

    —Me lo has prometido, y siempre dices que hay que cumplir lo que prometemos. —El elfo volvió a sonreír y le besó en la frente.

    —Exacto. Lo prometo.

    Thanan asintió lentamente y Lintherel sintió un profundo orgullo por su hijo. Lo abrazó como nunca lo hubiese hecho antes y le dio un beso en la frente. Sintió unas terribles ganas de llevárselo con él a Elinähe, pero sabía que era imposible. Además de ser demasiado pequeño, los elfos nunca lo aceptarían por ser un mestizo, y dejarlo sin protección sería tan irresponsable como peligroso.

    Dos semanas después de ver cómo su padre partía a caballo en mitad de la noche rumbo al este, donde cogería un barco hasta Änmuin, la caravana de treinta personas entre las que viajaban Thanan, Berand, su esposa y su hijo Epro, además de tres de sus cazarrecompensas, terminó su viaje hacia el norte al llegar frente a las amuralladas puertas de Malvalle, en el reino de Randir. Comparada con la mágica Lithilium de Änmuin o la esplendorosa Minthendor, Thanan se sintió algo decepcionado por la parca sencillez de Malvalle, de piedra grisácea, musgosa, y con un aroma a hierbas demasiado fuerte. Desde aquel punto la ciudad no parecía gran cosa, apenas un poblado o asentamiento amurallado del que no se percibía fortaleza alguna. Sus murallas, bajas y descuidadas, parecían más pensadas para canalizar el flujo de transeúntes hacia las puertas que para defender la ciudad, y las gentes que se habían topado en las afueras parecían afligidas. Thanan, desilusionado, pensó que la ciudad hacía honor a su nombre. Sin embargo, Berand estaba encantado. Sus orificios nasales se dilataron cómicamente mientras inhalaba con todas sus fuerzas aquel aire tan cargado y sonrió a la par que abría los brazos como si intentase abrazar la ciudad entera.

    Una vez dentro, la ciudad parecía mucho más grande que vista desde fuera. Las empedradas calles estaban repletas de transeúntes, mercaderes ambulantes y niños traviesos que correteaban de un lado a otro. Un chico moreno, con el torso al descubierto y de unos quince años, zigzagueó con habilidad entre los mercaderes y labriegos y se acercó a Berand esbozando una radiante sonrisa.

    —Buenos días, señor. ¿De visita por la ciudad?

    —Todo lo contrario, venimos a establecernos aquí.

    —Pero es la primera vez que viene, ¿no? Necesitará un guía para no perderse en esta ciudad tan ajetreada. Puedo llevarle a la posada El Gato Remolón hasta que encuentren casa. Es la mejor de todo Malvalle y ustedes parecen gente con dinero para gastar.

    —Eso no será necesario, ya tengo casa aquí. Pero te agradecería que me llevases hasta ella. Está al final de la calle de la herrería de Harly Offor.

    —¡Ah! La Forja de Yunque, como la llamamos aquí. No recuerdo exactamente dónde queda. Mi memoria falla bastante, ¿sabe?

    —Hijo —dijo Berand con una sonrisa complaciente—, conozco el juego. Podría decirse que yo mismo lo inventé. Te daré cinco lanzas de cobre por llevarnos, ni una más. Si no te parece bien, puedes irte.

    —Usted gana, jefe —respondió el muchacho estrechándole la mano—. Cinco lanzas de cobre. Síganme.

    El chico fue todo el camino al lado de Berand hablándole de los orígenes de la ciudad, su situación actual y los mejores sitios para comprar comida y ropa, así como las tabernas más recomendables y aquellas otras que era mejor evitar. Obviamente, Berand se interesó enormemente por estas últimas.

    —No es sensato hablar de ello, señor —replicó el joven cuando el líder de los Makazi le preguntó por ellas—. Hay muchas bandas sueltas y sus oídos llegan a todas partes. Seguro que ya saben que ustedes han llegado a la ciudad.

    —Y te garantizo que pronto sabrán quién soy —prometió Berand—. Muy pronto.

    Caminaron un rato más y finalmente llegaron a la forja de Harly Offor, donde el calor de los hornos podía sentirse aun en la distancia. Bajo el dibujo de un gran yunque negro pintado en un letrero de madera se hallaba un hombre joven, alto y gordo, de brazos robustos, el pelo castaño muy corto y unas enormes patillas imposibles de olvidar, tratando de vender una pequeña hacha que casi le cabía en su regordeta

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