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Los sismos de un mexicano
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Los sismos de un mexicano
Libro electrónico378 páginas5 horas

Los sismos de un mexicano

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Nadie por encima de su ley.

A la pérdida de su empleo, Jacinto deja ir también la autoestima; sus ahorros se escurren y los problemas le vienen encima. Son tiempos en que la tierra se sacude, al igual que su vida. Algunas señales en forma de conflictos empeoraban sus circunstancias, pero la mano de Dios le guía a escribir, iniciando así su sanación... ¿o salvación?

En su travesía debe primero lidiar con lo que llama la Santa Inquisición de los nuevos tiempos: la agencia fiscalizadora que, por encargo especial, se ensaña con él atribuyéndole los más inverosímiles cargos, aprovechando el ambiente social anticorrupción y anti-PRI que hay en el país. ¿Debe quedarse callado? ¿Los de siempre lo asoman como carnada? A menos que se defienda por todos los medios legales y espirituales a su alcance, el aparato burocrático se apresta a devorarlo.

Un peregrinar en el que el personaje debe lidiar con «terremotos», «temblores» y «réplicas» muy particulares que lo encauzan a la rotura de paradigmas y al cumplimiento de nuevos sueños.

¿Sobrecalificado y desempleado? ¿Enmedio de problemas y deprimido? O, simplemente, ¿enviado al paredón?

Las piezas de un derrumbe pueden servirpara una grandiosa edificación#

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 mar 2020
ISBN9788417887810
Los sismos de un mexicano
Autor

Arturo García Cristia

Arturo García Cristia nació en Coatzacoalcos (Veracruz) en 1971. Mexiquense, tezoyuquense y creyente, como fórmula que todo lo vence. Exempleado, exfuncionario, cunicultor, abarrotero, gestor social permanente. Oveja perdida. Hoy en sus hombros. Escritor principiante. Aspirante a bienaventurado.

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    Los sismos de un mexicano - Arturo García Cristia

    Introducción

    Si ya sabes que tiembla, ¿por qué no te previenes? Y aunque lo hicieras...

    Miles murieron en los temblores en 1985 y en 2017, pero millones de muertos en vida debido a la incapacidad para sobreponernos a las adversidades que se nos presentan.

    El mexicano, así como goza, sufre. Jacinto ha gozado las mieles y sufrido las hieles del México contemporáneo. Este hermoso país donde todos nos consideramos damnificados por algo: temblores, corrupción, asaltos, drogas, la pérdida o falta de empleo, la inflación, un problema legal, un divorcio, bullying, acoso, una violación, un secuestro, una infidelidad, pleitos familiares, una enfermedad y un largo etcétera que pudiera provocar el derrumbe de nuestra autoestima.

    A pesar de todo, la vida sigue; se deben tomar decisiones, alimentar y vestir a los nuestros, proveer medicamentos, pagar lo mismo colegiaturas que los altos precios de la gasolina, hacer frente a impuestos y otro largo etcétera. Aun así, es posible ser feliz, sano y con solvencia económica. El camino es la espiritualidad y constantemente la desechamos con toda alevosía y ventaja.

    Todo mexicano ha sufrido o sufrirá —aunque no se le desea— algún derrumbe emocional. La recuperación está, ha estado y estará en la determinación de la mente y el ahínco que tengamos en el corazón. Con una fe a prueba de balas, todo es posible. El problema es que muchos desistimos. Ahí estriba el desarrollo o subdesarrollo del país. Solo ahí se encuentra la primera, segunda, tercera, cuarta o enésima transformación del país; en la de cada uno de sus hijos.

    Parte de lo que nos enseñaron en las décadas de los setentas, ochentas y noventas está obsolesciendo, como pensar en un empleo de por vida o en una jubilación digna para el tramo final. Otras enseñanzas de antaño deben estar más vigentes que nunca, como la aplicación de los valores en la cotidianidad de la rutina. Si después de un largo camino cuyo balance ha sido positivo aparecen el desánimo, la frustración y la depresión, es la mejor seña para interpretar al universo. Te llegó la hora de evolucionar.

    Nos dicen: «Si te caes una vez, levántate una; si te caes dos veces, levántate dos veces, si te caes ocho veces, levántate ocho veces», pero ¿qué pasa si en vez de caerte te derrumbas? Y no una, sino más de cien ocasiones. La respuesta sigue siendo la misma desde hace miles de años para el ser humano: persistir, echarle inteligencia hasta emerger con la victoria.

    Pensamientos, sentimientos —tuyos y de otros— son el epicentro de las acciones que causan infortunios o felicidad. Agarrarse de cualquier buena rama, aferrarse a Dios, sostenerse con uñas y dientes. Sobrevivir primero para reinventarse después.

    El personaje se atreve a expresar opiniones, a proponer al nuevo orden político nacional sencillas frases que, incrustadas en la ley, contribuirían a una verdadera transformación republicana. En medio de la trama, hace denuncia; la corrupción es su desierto para escoger causa forzada, pero también aprestarse a la recuperación lo mismo de la convivencia familiar como de ecosistemas naturales o de la mejora actual del marco legal hacia la justicia y la verdad en vez de limitarse a la exasperante legalidad.

    Dentro del bosque mexicano, un frondoso árbol de la vida y los suyos se ven sometidos a momentos muy difíciles con los que pueda el lector se identificarse, o por mero escrutinio; enterarse de las vivencias del vertiginoso, sísmico y contradictorio interior de Jacinto y el amor de su familia como catalizador determinante. Si acaso el lector logra motivarse, enterarse y generar juicio propio, el libro habrá cumplido su misión.

    En medio de la confusión y el caos, el reto es poner atención lo mismo a cada pensamiento como conversación que sostenemos, por intrascendente que parezca, a cada acción que realizamos, a cada gasto o inversión que generamos; seguramente entonces nos toparemos de frente con grandes oportunidades para mejorar nuestras vidas. Se trata, querido lector, de dirigir las velas del barco llamado «yo», y hacerlo a plena conciencia, hacia mejores puertos. Aunque la barca llegase a naufragar, usted y yo aún podemos usar nuestros pies y manos para, en medio del océano, flotar; así como nuestra mente para prosperar y, ¿por qué no?, transformar.

    Capítulo 1

    #14O Derrúmbese

    el empleo

    «Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido han redundado más bien para el progreso del evangelio».

    Filipenses, 1:12

    Tarde noche del viernes 13 de octubre, el festejo del cumpleaños de una compañera de la oficina se ha extendido. Lo que hacía mucho tiempo no sucedía, Jacinto siente que se dio permiso de disfrutar con quienes ha convivido por más de cuatro años, más de ocho horas cada día, prácticamente todos los días del año, pasando más tiempo en la oficina que en casa. Él y su equipo fueron requeridos sábados, domingos, días festivos no laborables; lo hacían gustosos, comprometidos, sin chistar.

    Las risas, el chacoteo combinado con el tinto, así como los cortes de carne y las ensaladas, forman parte de la escena. Son al menos diez los asistentes, surgen las bromas: que si Israel y Abnar se entienden —como pareja, los muy hombrecitos—, que Carroe la trae con la festejada —de hecho, en la realidad, ella solo lo consecuenta—, risas a cada lado de la mesa, por momentos se forman grupitos, algún par comparte entre ellos impresiones de cualquier asunto para volverse a reintegrar a la charla general minutos después. Los meseros transitan entre las mesas repletas de comensales, cuyo barullo asoma un ánimo generalizado que se va renovando paulatinamente.

    Días atrás aconteció un lamentable terremoto que caló las emociones del país entero. Ahí estuvo Jacinto, como muchos mexicanos, con ropa de obrero, apoyando solidariamente a los hermanos caídos. Le negaron el acceso por su seguridad; militares y expertos habían tomado el control de las tareas más peligrosas. Trágicas historias de gente atrapada entre los escombros, los videos emergieron de aquel horrible momento y fueron repetidos con una viralidad que cimbró el corazón de todo México: 19 de septiembre de 2017, #19S, 13:14, 7.1 Richter. La escuela primaria Enrique Rebsamen acaparó el centro de atención de los medios masivos de comunicación por la cantidad de niñas y niños que ahí se encontraban. Las imágenes mostraban la gran sacudida, los gritos, el desconcierto de niñas y niños, de maestras tratando de replegarlos hacia la barda perimetral; de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, el desplome, polvo por doquier, más gritos, emergencia total, toneladas de concreto cual gigante sándwich yacían en el suelo. Aquello era ya el caos. Se apreciaba entonces la reacción inmediata de transeúntes, de madres y padres de familia desesperados para sacarlos de ahí. Varios infantes lograron, polvorientos y lesionados, salvar la vida; a otros el infortunio los alcanzó, de un momento a otro la vida les cambió, seguramente la sofocante claustrofobia en los escombros o la opresión de los pensamientos más depresivos no marcaba diferencia entre estar fuera o dentro. La cobertura mediática sacó máxima raja del asunto, fiel a su condición.

    Como toda herida que va sanando, el país retoma poco a poco sus actividades, máxime si —gracias a dios— alguno de los suyos no resultó afectado. En caso contrario, el dolor es mayor y seguramente la inmersión es en un duelo tan profundo que no estaría alguien como para este tipo de convivencias, aunque cada ser humano traza sus propios derrumbes emocionales.

    Llega el pastel con la velita encendida, todos a cantar las tradicionales mañanitas mexicanas; luego la hora de pedir los postres, ya sea con café o algún digestivo, la fiesta sigue.

    Son aproximadamente las diez de la noche, suena el celular, Jacinto se apresura a salir al pasillo de la plaza para escuchar bien y evitar el ruido intenso del interior. Se ha percatado de que el número telefónico es de las oficinas centrales.

    «¡Achís! ¿Quién será?», pensó sorprendido.

    —¿Director?, ¿ingeniero Jacinto? —dijo con seguridad la voz femenina, buscando asegurarse de que era la persona correcta quien le había contestado.

    —¡A la orden! Sí, dígame —sostuvo la firmeza en el tono.

    —Le llamo de parte del señor subsecretario, lo convoca mañana a las diecinueve horas en su oficina.

    —Ahí estaré con mucho gusto —replicó en automático.

    —Gracias, ingeniero, que pase buena noche —cerró la conversación.

    Aunque los convocaban fines de semana, regularmente la actividad se realizaba por la mañana.

    «Pues… ¿para qué será? Creo que aquí le voy a parar, mejor me despido y llego a descansar a casa, ya salió jornada para mañana», pensó Jacinto.

    En la primera oportunidad les pidió hacer el corte de cuenta y de ahí propuso que quien quisiera seguir o retirarse por voluntad propia lo hiciera. Su condición de director general se hacía sentir hasta en este tipo de detalles. Todos asintieron, se empezaba a notar el cansancio en al menos un par de sus compañeras, que estaban ahí más por compromiso con los jefes que por propio gusto; apenas si su moción les cayó como anillo al dedo.

    —Nosotras también nos retiramos —se apresuraron a decir.

    La mayoría seguía a las grandes carcajadas y parecían dispuestos a trasnochar ahí mismo o brincar a otro lugar; el caso era mantener el buen ambiente.

    De la cuenta que han divido en partes iguales:

    —¡Yo pongo el doble! —les mencionó con la seguridad de quien se sabe holgado lo suficiente como para aportar de más.

    La cartera no lo resiente, el creador ha sido benevolente con él, lo ha tratado muy bien en la remuneración económica producto de su trabajo desde hace ya veintitrés años. Ha logrado adquirir casi cualquier artículo que una persona de clase media en este país aspire a conseguir: una casa, un auto, vacaciones, ropa, salir a cenar, tomar la copa en un bar, acudir a un concierto…

    —¡Síganla pasando de maravilla! —les dijo Jacinto al tiempo que se embolsaba la cartera en el saco—. ¡Avisa a Facundo de que nos vamos! —instruyó a Camilo.

    —Ya le he enviado whats —respondió aquel con esa eficiencia que le venía caracterizando durante los años que tenía de conocerlo.

    —¡Ahí viene! —dijeron casi al unísono.

    Camilo y Facundo se habían convertido en sus verdaderos amigos, habían estado con él en las buenas y en las malas. Le habían demostrado lealtad y Jacinto hacía su mejor esfuerzo por ser recíproco. Cuando ingresó a laborar en esta institución, le hicieron saber que contaba con una plaza de asistente; sin dudarlo, invitó a Facundo para que se hiciera cargo, ya habían vivido experiencia laboral previa. El padre de uno colaboró con el del otro décadas atrás, se conocían desde la infancia. Facundo, padre de tres, sufrió vicisitudes económicas en la infancia a grado tal que, cuando su padre los llevaba a una feria, se quedaba viendo fijamente algún juguetito con el deseo de poder tenerlo algún día en sus manos, jugarlo en medio de la tierra, atesorarlo para la diversión propia. Pero ese infantil deseo nunca se cumplía, pues siendo hermano de nueve, su padre tenía que hacer magia dividiendo sus ingresos y asignando prioridades. Alguna ocasión Facundo le platicó a Jacinto que un cuarto de cinco por cinco era el dormitorio de toda su familia; las láminas de la techumbre eran tan viejas, oxidadas y con agujeros que, cuando llovía, ellos sufrían los estragos de las filtraciones. Buscaban solventarlo colocando montones de cobertores viejos sobre ellos para que el agua solamente mojara las primeras capas con la esperanza de no sentir la humedad; solo pocas ocasiones lo lograban, así que siempre se le observaba medido en su consumo al asistir a restaurantes como ese, un agua mineral si acaso, para que su aportación a la cuenta total fuera la mínima. Por otro lado, tenía justificación al ser responsable del volante, ya que la responsabilidad de las vidas propia y ajenas recaía en él. Jacinto había aprendido a apreciarlo como amigo, pero le criticaba aquellos comentarios que consideraba tendientes a la mediocridad, con la máscara de la austeridad.

    Por otro lado, a Camilo lo había conocido hace aproximadamente ocho años; un joven que durante los lapsos en los que no hay clientela —mientras atiende el puesto de venta de pollo de su madre— hojea un libro. Cada vez que concluye la lectura de una página, con la mano derecha, empuña una pluma, toma algunas notas, continúa leyendo.

    —¿Me da medio kilo de pechuga? —interrumpe una señora.

    —¡Claro que sí! —le responde soltando de lado libro y pluma para intercalar con la tijera, hacer el destajo del pollo, colocarlo en la báscula, embolsarlo, entregarlo a la clienta, recibir el pago, entregar el cambio y proceder a colocar el dinero en la bolsita de mimbre que su madre le asignó para ello.

    Días después, se lo topa caminando —en realidad, lo invocaba mentalmente—, él a pie, Jacinto en su flamante camioneta japonesa:

    —¿Cómo te va?, ¿en qué andas? —le pregunta Jacinto.

    —Bien, buscando empleo con el árbitro electoral —responde Camilo.

    —¿Y eso? Pues, ¿qué escolaridad tienes? —Jacinto le calculaba mitad de preparatoria.

    —Acabo de concluir la carrera de Derecho —afirmó el recién egresado.

    —Oye, pues qué buena noticia. ¿Por qué en vez de enrolarte ahí te sumas a mi candidatura?

    Camilo, Facundo y Jacinto se hicieron amigos prácticamente desde que se conocieron; además, fueron compañeros de trabajo tres años en el Ayuntamiento y cuatro en la escuela universitaria.

    Con gran ánimo y confianza transcurrió el trayecto hacia Santa Cruz, tenían frases muy bien hechas para cargarse bromas de todo tipo:

    —Ya mejor llegamos a casa, no quiero que sus esposas digan que los sonsaco, que por mí no ven a sus hijos, que soy el culpable de que lleguen tarde, que no vean a sus hijos, que quién sabe qué, que quién sabe cuánto —dijo Jacinto con voz dominante.

    —¿Ahora qué, Facundo? No me digas que otra vez te dieron ganas de orinar, ya ni la amuelas, deja de estarte agarrando ahí, ese problema de incontinencia que te cargas, no te la pajuelees —dice Camilo a Facundo.

    —Perdón, perdón, es que estoy bien tranquilo, pero una vez me llegan las ganas, debo atenderlo, y solo agarrándome ahí siento que lo controlo —se disculpa el otro.

    —Ja, ja, ja, ja, ji, ji, ji, ji.

    —Entonces, mañana, ¿a qué hora nos vamos?, ¿la cita dices que es a las siete de la tarde? —comenta Facundo a Jacinto.

    —No, pues a la hora que el señor diga, no quiero problemas, como el otro día que dijiste que por mi culpa llegamos tarde —le increpa el jefe al subordinado.

    —¿Te parece a las 16:00? —dice Facundo con serenidad.

    —¡Está perfecto!

    —Ándale, flaco, pásate para acá, maneja, ¿o quiere el señor que el jefe la haga de su chófer? —retoma la broma Facundo, sabiendo con quién meterse.

    —Ya voy, ya voy, ¿no te digo? Apenas les dice uno «mi vida» y ya quieren casa aparte —se defiende Camilo hábilmente.

    —¡Bueno, ya! Que hay que descansar —cortando Jacinto de tajo la conversación.

    Sábado #14O

    «A cada santo le llega su día».

    Un fin de semana normal, los hijos y esposa de Jacinto toman clases de inglés, así que temprano arranca la actividad; Francisca ha de levantarse primero que todos, es difícil que le sigan el paso porque ¡qué mujer! Una vez cepillándose los dientes se convierte en un verdadero torbellino: busca los pies a su marido para hacerle cosquillas, sabe que refunfuñe, pero también que le encanta iniciar el día alegre, enciende la radio a todo volumen, prende luces de las recámaras de sus tres hijos: Oliva, Patricio y Domingo, de abrupto les retira cobijas, zangolotea sus cinturas, baja a la cocina, prende hornillas, abre refrigerador, parte papaya y melón, exprime zanahorias o naranjas para los jugos, prende licuadora, prepara el jugo verde de Jacinto para reducir triglicéridos, calienta nuggets, alguna quesadilla, el huevo revuelto.

    Arriba se mueven a ritmo mucho más lento. Patricio es el segundo en bajar, a veces tiende su cama, algunas otras no. Oliva le sigue detrás, dejándola en orden. A Jacinto le corresponde apresurar al pequeño Domingo, un niño con mucha pila por las noches, pero completamente desconchinflado al inicio de cada mañana.

    Son las nueve y se han ido. Jacinto abre la tapa del piano, ya que, como cada sábado que le es posible, utiliza sus dotes autodidactas y aprende a través de tutoriales gratuitos de YouTube. Este día se enfoca en el tema de La pantera rosa.

    Entre las once y una de la tarde decide darse una vuelta por los trabajos que encargó a Armando y su equipo. Ellos son gente muy trabajadora que sabe lo que hace y también sabe cobrar. El proyecto le motiva, pues tiene la intención de sustentar la base de lo que pudiera ser en un futuro su modus vivendi. Todos están activos, mueven sus manos con gran destreza, se coordinan, por tiempos están en silencio, a veces hacen señas, hacen equipo.

    —Va, a la cuenta de tres; uno, dos, tres.

    Jacinto siente que se ha rodeado de gente buena, muy trabajadora, que no se raja cuando les pide alguna actividad. Esos trabajos los toma como inversión con la fe de que será para bien. Al final de cuentas, tiene ingresos estables.

    Hacia sus adentros, se convence: «Como cada sabadito, ahora que tengo oportunidad, va siendo el momento de que el patrón se eche una pestañita».

    El ritual de aseo lo inicia a las tres en punto, rasurada previa, depilado de vello en orejas, baño con agua caliente, música de fondo, nada del otro mundo, un iPad y una bocina de marca para escuchar tipo lounge chill out. Las ropas son de marca, aunque ya tienen su uso.

    Sus niños han regresado de sus clases casi solo para ver a su padre despedirse de ellos. Los ve bien, la niña pinta para ser una calca de su mamá, con destreza manual y habilidad mental; le gusta la gimnasia, así como hacer valer su punto de vista, sobre todo en la defensa de la familia, que no se metan con ella o los suyos porque se las verán negras. Patricio es el mediador, analiza las cosas e inclina la balanza hacia quien tenga la razón o demuestre los argumentos más sólidos. El diseño y la gastronomía parecen ser lo suyo. Domingo se carga el sueño de ser futbolista —también lo tuvo Jacinto de niño—. Siempre ha sobresalido en la educación física y batallado un poco con las ciencias exactas. Los varones, o alguno de ellos, quizá como Jacinto o su padre, arraiguen el sueño de ser presidente —municipal como realidad en los logros locales y de la República como lucha aspiracional transgeneracional—; claro, si el partido les permite crecer mientras llega el tiempo de truncarles a conveniencia del grupo dominante.

    A minutos para la reunión, las interrogantes de Jacinto se intensifican: «¿Será para ascenderme por lo que hemos logrado?, ¿me asignarán alguna nueva tarea de mayor relevancia? Fui honrado con la distinción para formar equipo con el gobernador anterior, ambos cumplimos nuestra palabra de dar resultados a la gente, el actual se comprometió a la continuidad siempre y cuando le entregásemos los resultados electorales de nuestras asignaciones territoriales, lo cual en mi caso sucedió. De hecho, ante una victoria tan, pero tan estrecha, el valor de quienes aportamos de nuestros recursos personales, amén de tiempo y experiencia, seguramente será reconocido, pero ¿por qué en sábado y a esta hora? Bueno, así es esto», se interroga y contesta mentalmente Jacinto.

    Apenas cinco minutos después de las siete se escucha la voz amable de una de las secretarias anunciándole:

    —Ingeniero, pase usted, el subsecretario lo espera en la sala.

    Él no ocupa la cabecera que le corresponde como superior de Jacinto; es notoria la diferencia, pues los pasados dos subsecretarios invariablemente se integraban directo a esa posición una vez les daban aviso de que la o las personas convocadas estaban listas en la sala de reuniones, pequeña para los tiempos actuales, pero con mobiliario de madera fina, así como algunos cuadros de paisajistas de la entidad. Ahora la sorpresa es de Jacinto al entrar y notar que es en uno de los costados donde lo espera el subsecretario, lo cual le hace suponer que se integrará el mismo recién nombrado secretario, pero el subsecretario inicia su intervención:

    —Señor director, un gusto saludarle —dice mientras se extienden la mano y toman asiento uno frente al otro.

    El señor Gutiérrez, una persona a la que Jacinto ha tenido en alta estima, inicia con simulado congojo su intervención:

    —Mire usted, con pesar, porque aquí entre nosotros, por el poco relacionamiento que hemos tenido, me he percatado de que es usted un hombre de resultados, que ha tenido un alto desempeño en su encargo. Debo decirle que tengo instrucciones precisas de solicitarle que realice la entrega de su puesto de trabajo.

    Justo ahí se consuma un terremoto de escala inimaginable hasta ahora en la vida de Jacinto, quien, sabiéndose desplazado, desglosa con números y porcentajes ese alto desempeño al que se refiere:

    —En este tiempo, junto con el equipo de trabajo, hemos conseguido esto, aquello, la mayoría de nuestros indicadores ya están por arriba de las medias nacional y estatal, somos referente por el valor agregado que nos caracteriza en cada objetivo y meta institucional que nos planteamos, así como en las tareas políticas que nos asignan.

    El subsecretario le interrumpe:

    —Mire, esto es una lista que llegó de la más alta superioridad, a mí solo me corresponde ejecutar.

    Aunque viniera de él mismo, Jacinto tiene la firme concepción de que toda autoridad es nombrada por Dios, y por ese hecho la obediencia debe ser irrestricta. Si esa superioridad se equivoca, no es él quien debe ajustar cuentas; Dios, en todo caso, lo decidirá en sus tiempos y formas.

    También le quedaba claro que es muy socorrido en el medio el texto «es instrucción de la más alta superioridad o por instrucciones del gobernador» para, ocasionalmente, fortalecer decisiones intermedias y así evitar reclamos. Se sabe que es muy difícil acceder al de la más alta posición y, cuando llega a suceder, es rapidito y en público como para inhibir o, al menos, apresurar la intervención del gobernador; solo los de más alto privilegio tienen oportunidad de una mayor convivencia.

    —Mire, señor subsecretario, me precio de ser muy respetuoso de las jerarquías y las formas, pero debo decirle que con el mismo gobernador, siendo candidato, tuve reunión meses atrás con más asistentes y nos pidió apoyo para hacerle ganar —le argumentó Jacinto.

    El hoy gobernador se comprometió:

    —Ustedes, ganando sus asignaciones, cuentan conmigo para una continuidad política y profesional, ya sea en las posiciones en que ahora se encuentran o la consideración expresa para candidaturas en sus localidades. Son gente de alto perfil con gran trayectoria.

    —Estaban los secretarios en primera fila, a ellos les dijo que no podía hacerles el mismo planteamiento, y mire, está resultando exactamente lo contrario, están acomodando a sus incondicionales. ¿Cómo es posible que sigan prometiendo y luego dando la espalda? —sentenció Jacinto con determinación.

    —Pues sí, señor director, pero son instrucciones precisas y le reitero que mi deber es acatar y ejecutar.

    Tratando de mantener la calma, Jacinto cuestionó:

    —¿A partir de cuándo?

    —Que nos pudiera elaborar un documento con fecha 16. Mire, si llegara a haber alguna opción, me encargaría de defenderlo para un espacio en otra de las áreas de la subsecretaría. También nos han dicho que quieren ver la reacción —concluyó el subsecretario.

    Fue la primera vez que alguien le requería la renuncia en un empleo; aunque conoció sinsabores de diversa índole, jamás un terremoto emocional había estremecido sus entrañas al grado de derrumbar su autoestima, empezando por el orgullo propio. Quizá era lo que necesitaba.

    Ya en la calle, buscó desesperadamente comprar cigarrillos; a bocanadas, intentó calmar el nervio, el enojo, la frustración. Durante los días subsecuentes, así como le da fin a uno, enciende otro; sus pulmones lo resienten, especialmente el izquierdo, puede percibirlo por el dolor que se asoma por la espalda, pero parece no importarle en lo más absoluto.

    «La primera persona que debe enterarse —pensó— es Francisca». Han estado muchos años unidos en todas; aun cuando tuvieron aquellas pérdidas, ella sufrió con valentía los designios, digamos, de la naturaleza; los abortos y legrados afloraron su fe a grado tal de lograr la concepción y nacimiento de sus tres pequeños. Ella se entregó más a la oración; a la distancia, Jacinto está convencido de que él quedó a deber. Francisca logró que Dios la escuchara mientras él se alejaba más del creador.

    Jacinto textea:

    —Amor, que tengo que entregar mi puesto. Te amo.

    —Todo es para bien —le responde Francisca de inmediato.

    Eso le da cierto alivio.

    —Así es, princesa —continúa la comunicación.

    —Te amo, ¿ya vienes?

    —Y yo a ti. Sí.

    Días después, Francisca le confesó sentir también un sismo emocional. ¿Y ahora? ¡Qué poca madre! Tanto que Jacinto le ha entregado a la causa. Se pasa las horas estudiando cómo mejorar esto, cómo eficientar aquello, constantemente habla con uno, con otro, envía correos, mensajes de texto, monitorea sus indicadores, da resultados, sacrifica tiempo de familia para que le salgan con esto.

    Regularmente, la gente identifica las tragedias colectivas como instantes únicos que quedan marcados para siempre en su memoria. Si les preguntan o si cuestionan: «¿Dónde estabas cuando ocurrió el temblor?», basta una fracción de segundo para

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