Quitilipi lote ocho
Por María Gudiño Gil
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Son relatos de historias reales y otras ficcionadas que dan testimonio de lo que vivió un pueblo que se vio comprometido en toda su estructura y en la de sus habitantes.
María: (Odontóloga de Hospital Regional de Comodoro Rivadavia). "Durante el conflicto fue nombrado Hospital Militar".
Manuel (Médico, del Hospital Regional de Comodoro Rivadavia) El relato sobre la vida privada es de ficción. Su vida profesional se la recuerda como de excelencia y es honrada en este texto por su entrega durante el conflicto de Malvinas y después de el.
Raúl (Médico, de la Ciudad de Comodoro Rivadavia). Ex Director del Hospital Regional de Comodoro Rivadavia.
Luís (soldado, con nombre de ficción y domicilio real). Fue atendido, por la doctora María en el hospital Regional de Comodoro Rivadavia.
Celestino (soldado, con nombre de ficción. Tiene una parrilla al paso sobre la ruta tres antes de la entrada a Capital Federal)
Abel (soldado. Su nombre y testimonio son reales. Lo entrevisté por zoom, en el dos mil veinte, al querer averiguar por su compañero de Quitilipi, lote 8)
NN (soldado ficcionado que muestra, la ausencia mental de algunos de ellos.)
Hechos y sensaciones que acompañan la ausencia de respuestas a cuarenta años de aquella macabra realidad.
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Quitilipi lote ocho - María Gudiño Gil
LAS RISAS PERDIDAS
Soldado, niño-hombre que iniciaste tus rezos
a distancias tan largas de tu seno materno.
No vivías conflictos y solo necesitabas
la casa, el vecino, el trabajo y el amigo.
El seguro refugio era la Patria.
Cuando se inició la guerra
en esa zanja helada del fin del universo,
el peligro te acechó junto a amigos de armas.
Borcegos, ropa de fajina y fusiles al hombro.
El terror y la espera perversa.
Luego, los macabros sucesos y los gritos sin fin.
La muerte y la tierra minada de esquirlas,
de sangre y cascos sin nombres.
Perplejos, destruidos y locos
En el silencio del abismo y la nada
No deseaban ir a ningún lado, tampoco estar allí
Capítulo 1
MARÍA
1 de abril 1982
Se inicia el otoño en nuestro Comodoro Rivadavia, una ciudad angosta como un gusano que serpentea entre el muro del cerro Chenque y el océano Atlántico.
El horizonte se funde la mayor parte del año con nubes grises por donde se filtra un sol diluido y escaso. En cambio, las noches de cielo rojizo rodeando la luna anuncian vientos huracanados. En estos días unas olas gigantescas golpean el muelle, estallan las profundidades y dejan en la costa espuma cargada de algas y berberechos. En los tiempos sin viento, el paisaje se yergue y el diáfano cielo se replica sobre el cristal que es el mar sin movimiento. Solo el picoteo de alguna gaviota rasga esa postal y vuela con su presa.
Con Roberto llegamos acá hace diez años en busca de trabajo. Estábamos casados y ya teníamos un hijo y otro en camino. Él fue contratado en una empresa petrolera y yo entré como concurrente al Hospital Regional por un tiempo y luego rendí un examen por oposición y gané mi puesto.
Hoy llegué a mi hogar a las nueve de la noche desde mi consultorio que atiendo desde las cinco de la tarde y durante todos los días laborales. Abro la puerta que da a la cocina desde la calle y repito la frase diaria a mi familia que andan, casi siempre, a estas horas en la parte alta de la casa con sus deberes o mirando televisión.
—¡Hola, besitos, en veinte bajen a cenar!
Dejo cartera y abrigo en el perchero y después de lavarme las manos, me coloco el delantal de chef y abro la heladera. En ese momento decido qué cocinar, algo rápido y sabroso. Un desafío diario y divertido después de las corridas cotidianas. Arrastro de la niñez la calidez de este ambiente de reunión, la cocina. La nuestra es alegre y rústica con barrales y repisas de madera. Las hornallas y un aparador están en isla. La mesa es de pino, pintada igual que las sillas de color amarillo. Del centro del techo cuelga desde una cadena la lámpara de pantalla enlozada y sobre la pared del fondo aparece la boca del gran horno a leña. Ya tengo lista la cena y siento las corridas de nuestros tres hijos por la escalera caracol. Atraviesan como una tromba la puerta vaivén, se abrazan a mi falda y yo los acurruco por un momento. Estas caritas inocentes y alegres son aire puro después de un día lleno de compromisos. Luego llega el abrazo de Roberto. Suelo quedarme tildada por unos instantes cuando estas manifestaciones suceden, en la creencia de que tengo una vida ideal, hasta que caigo dándome cuenta de que ellos son los que me alientan a seguir. La realidad pega en el hospital y me convenzo de que nada es para siempre.
Nuestro hijo Javier se acerca después de la cena, con ojos vidriosos, y nos dice:
—Hoy me pusieron en penitencia y mañana tiene que ir alguno de ustedes a hablar con la directora o no me van a dejar entrar al aula.
De inmediato lo abrazo:
—No te preocupes hijo, mañana veremos. Algo que has hecho disgustó a tu maestra. Seguro que pasará.
Lo siento aliviado. Mira al papá buscando su sonrisa. El mayor, Sebastián, muestra su boletín con buenas notas. Roberto se lo firma y lo felicita por ser tan responsable a sus once años. A Matías, el más pequeño, le preocupa su viaje a Trelew. Irá a jugar un torneo de tenis con su amigo, el Rusito. Está ansioso. Es la primera vez que competirá y su papá es el elegido para acompañarlos en la aventura.
Antes de acostarme, los beso y les rasco unos minutos la cabeza a cada uno como mimo diario. Entonces sí voy a descansar satisfecha. Apago la luz de inmediato. El día ha sido largo. Me abrazo a Roberto y entre risas nos intriga lo que habrá hecho Javier en el colegio.