La negra luz del círculo oscuro: Relatos de lo extraño
Por José G. Cordonié
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La negra luz del círculo oscuro es una colección de relatos englobados en el subgénero weird fiction, o ficción de lo extraño, en la que podemos encontrar historias que transcurren en un insólito cotidiano, dentro de una atmósfera donde es difícil de definir, en ocasiones, si nos hallamos frente a un hecho extraordinario o ante una creación inexplicable de nuestra mente.
Un hombre que descubre en el espejo que su cara no es su cara, un niño que contacta con el más allá a través de una caracola de mar, un vampiro que se enfrenta a la pérdida de memoria o un hombre que se encuentra con su doble exacto en una difícil y confusa situación son algunos de los temas que puedes encontrar en estos relatos, escritos con una alta dosis de creatividad y originalidad para transformar momentos de la vida de los personajes en situaciones que provocan asombro y extrañeza.
José G. Cordonié
José G. Cordonié nació en La Coruña (1967) y reside en Madrid, donde desarrolla su labor profesional como directivo en el sector de automoción. Ha publicado las siguientes obras: Las baladas de Morotropium, narración poética finalista del premio La Nunca Poesía (Ediciones Oblicuas, 2012), 26 [Veintiséis], obra ganadora del III Premio Wilkie Collins de Novela Negra (M.A.R. Editor, 2013), El amor es un revólver cargado por el diablo (Lupercalia Ediciones, 2015) y Vang! (Lupercalia Ediciones, 2016). Adicionalmente, ha colaborado con relatos breves de diversa temática en diferentes antologías, con Ediciones Irreverentes, M.A.R. Editor, Amargord Ediciones, Excodra Editorial o en el célebre fanzine Vinalia Trippers.
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La negra luz del círculo oscuro - José G. Cordonié
La negra luz del círculo oscuro
Relatos de lo extraño
Primera edición: 2019
ISBN: 9788804672739
ISBN eBook: 9788417669904
© del texto:
José G. Cordonié
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A mis padres, in memoriam,
y a mis hijos
«Raramente está ausente la ironía en los más grandes horrores. Unas veces forma parte de los mismos acontecimientos, y otras ocupa solo una posición accidental entre las personas y los lugares».
H. P. Lovecraft
La casa del piano desafinado
Cuando Alonso Trujillo llegó al cruce de caminos, detuvo la furgoneta unos segundos para comprobar en el sistema de navegación de su móvil cuál era el camino que debía tomar.
Atrás dejaba un horizonte estratificado de nubes grises, donde se perdía la carretera en la perspectiva cónica de una llanura amarilla de cebada y de postes de electricidad que se encuadraba en el espejo retrovisor.
Al frente, el cielo oscuro amenazaba tormenta.
Miró el reloj y vio que era casi la hora de su cita. Emprendió la marcha y subió la pequeña colina a la que se llegaba por el trazado recortado de la izquierda. La carretera serpenteaba hasta la cima y se curvaba aún más en la bajada hasta la falda, donde se volvía a extender la llanura para dar la sensación de que el horizonte era más amplio.
Había tomado por teléfono las instrucciones de cómo llegar, y al acercarse al cartel indicativo del pueblo dudó de si la casa a la que se dirigía se encontraba a la entrada o a la salida de la población. Aminoró la marcha y atravesó dubitativo el pueblo, reduciendo la velocidad. Mientras lo hacía, recordó la conversación mantenida con aquella mujer, quien le había advertido que debía tomar el primer desvío a la derecha nada más salir del municipio.
Al fin, encontró la casa al fondo de un camino de tierra, flanqueado a ambos lados por una hilera de cipreses. Se trataba de una casona antigua de una planta, construida en piedra y tejas de pizarra, tras la cual se desplegaba un campo ocre salpicado del amarillo anaranjado de los cientos de girasoles que crecían hasta donde la vista alcanzaba.
Alonso aparcó la furgoneta en un camino de gravilla que había junto a la casa, tomó el maletín donde llevaba la herramienta y se acercó silbando hasta la puerta, observando a su alrededor.
Parecía un lugar maravilloso.
Antes de golpear con el llamador, volvió a mirar el reloj para comprobar que era la hora convenida.
La mujer que abrió le pareció más joven de lo que él había imaginado al oír su voz por teléfono. También le pareció más moderna de lo que uno podría imaginarse encontrar en un ambiente rural como en el que se hallaban. Se trataba de una mujer menuda, de unos cuarenta años, con una melena morena que le llegaba hasta los hombros. Tenía una bonita sonrisa, que extendió nada más abrir la puerta y que ya no cesó de mostrar. Su rostro era dulce, de piel blanca moteada de finas pecas, y el brillo de sus ojos pardos mostraba ese tipo de encanto que solo pueden poseer aquellas personas que se encuentran bien consigo mismas y que tratan de transmitir su bienestar a todos los que las rodean.
—Soy el afinador de pianos.
—¿El afinador de pianos?
—Eso es. Tengo un aviso de esta dirección para afinar un piano. —Alonso extendió el brazo para mostrarle el papel donde había anotado los datos.
—Sí, esta es la dirección, pero yo no lo he llamado. Aunque es verdad que el piano necesita una afinación. Sin duda, es una casualidad.
—No sé qué decirle. Esta es la dirección que me han dado, pero si hay un error…
—No, por favor, pase usted. El piano necesita una afinación.
La mujer lo hizo pasar a un acogedor salón comedor con chimenea, donde al fondo, junto a un gran ventanal, se encontraba el piano.
Por un momento se sintió sobrecogido al ver el instrumento. Era un magnífico piano vertical de la casa Steinway & Sons, enchapado en palo de rosa y pintado al tapón en color natural.
Alonso Trujillo abrió el maletín y desplegó la herramienta sobre un paño extendido en el suelo de terrazo, después de que ella, que se presentó como Ana, se fuese a la cocina a buscar el café que había insistido en prepararle.
Entonces, a solas en la amplia estancia, se dirigió hacia el piano.
Se acercó y posó las manos sobre la madera para sentir la robustez de la estructura.
Pareció que lo acariciaba.
Por un instante cerró los ojos, como si quisiera que fuese el tacto el sentido más despierto mientras las manos avanzaban por la madera de la caja de resonancia. Abrió la tapa, para llegar al teclado de ochenta y ocho teclas de marfil y ébano, y dejó que los dedos marcaran con suavidad una trayectoria lineal sobre las teclas, sin hacerlas sonar, únicamente notando la fría calidez de su tacto. Aun así, Alonso pudo sentir el sonido en su agitada imaginación. Conocía tan bien el sonido de cada tecla que podía escucharlo mentalmente únicamente con un suave roce.
Y con los ojos cerrados y las manos sobre las teclas del piano, Alonso fue interpretando música en su cabeza, hasta que escuchó a Ana entrar en el salón portando una bandeja con el café.
—Bueno —irrumpió Ana, rompiendo el embelesamiento místico del momento—, veo que ya está con el piano, ¿verdad?
—Es una auténtica maravilla, señora. Un magnífico ejemplar de pianoforte de Steinway & Sons de finales del siglo
xix
.
—Así es —afirmó la mujer—. En su interior tiene atornillada una pequeña chapa con la numeración y el año de fabricación y registro. Creo recordar que es de 1892, pero no me haga mucho caso, es posible que no me acuerde bien.
Ana le acercó la taza con el café y le preguntó si quería azúcar. Añadió dos cucharaditas y un poco de leche, y dejó seguidamente la bandeja sobre la mesa del salón. Alonso dio un pequeño sorbo y, venciendo su natural timidez, hizo algún cumplido sobre el café, que ella agradeció de inmediato abriendo aún más su amable sonrisa.
—Durante la llamada me dijeron que el piano estaba desafinado, poco más. ¿Sabe si suenan todas las teclas?
—No tengo ni idea —rio Ana con un gesto que la hizo parecer aún más atractiva—. Ni yo lo he llamado ni toco el piano. Sé que está desafinado, pero no puedo decirle nada más.
—¿Quién lo toca? ¿Su marido? ¿Algún hijo?
—¡Qué va! Vivo sola. Lo del piano es una historia muy larga y, además, me tomaría por loca si se la contara.
—Bueno, pues veamos qué le pasa a este precioso piano.
La afinación del piano consiste en hacerle los ajustes necesarios a las tensiones de las cuerdas, con el fin de alinear adecuadamente los intervalos entre las distintas tonalidades de sonido. Alonso Trujillo sabía que, con una pieza tan delicada como la que tenía entre manos, era necesario hacer un trabajo minucioso, pero que a la vez solo consistiera en realizar los ajustes mínimamente precisos para conseguir el afinamiento final del instrumento con una correcta interacción entre las notas. Comenzó el trabajo con el ajuste de un conjunto de cuerdas en el registro medio de una octava temperada, por ser el intervalo más fácil de afinar al tratarse de la de proporción más sencilla. Luego, continuó con el ajuste de los demás tonos, comparándolos con esa octava inicial y tomando como referencia de frecuencia el sonido La 440.
Ana observó atentamente cómo el afinador medía las frecuencias de batimiento ayudándose de un metrónomo y cómo iba ajustando con la llave el clavijero de cuerdas. Aunque no entendía nada de lo que hacía, le pareció un trabajo bonito y delicado. Y consideró que Alonso debía de ser ese tipo de personas que cuentan con la paciencia y el don necesarios para llevarlo a cabo.
—Lo dejo concentrarse en su trabajo —dijo Ana—. Aún tengo un montón de cosas que hacer.
—No se preocupe, me queda un buen rato de faena.
—Estaré en mi despacho. Cuando usted termine no tiene más que darme una voz.
Ana salió del salón intuyendo que la mirada de aquel hombre la seguiría por el pasillo hasta que desapareciera de su vista. Y, efectivamente, la mirada de Alonso Trujillo acompañó el contoneo de su silueta hasta que ella desapareció.
Otra vez solo, y con la mirada perdida en el espacio donde la mujer acababa de desaparecer, pensó que, sin duda, era muy atractiva.
Cuando se disponía a retomar la afinación del piano, escuchó a su espalda una voz oscura y senil que lo sobresaltó:
—A veces falla la tecla sesenta y cuatro.
Alonso Trujillo, con la perplejidad formando un arco en sus cejas, como si fueran los signos de interrogación que encerraran un enigmático dilema, se giró despacio, hacia donde le pareció que provenía la voz, y vio la figura de una mujer anciana, tan vieja que parecía decrépita y totalmente consumida, sentada en un viejo sillón de cuero marrón oscuro casi negro.
Por un momento pensó en si aquella figura que estaba viendo podía ser real.
Aunque sin duda alguna se trataba de una mujer muy mayor, con una cara sumamente arrugada y pálida, le pareció un extraño ser, sombrío y espectral, como si fuese algo impreciso venido de algún confín de otro mundo.
—La tecla sesenta y cuatro falla en ocasiones —repitió la anciana, señalando hacia el piano con una temblante mano blanquísima y ajada.
Alonso se acercó con la cautela del silencio y dando pasos medidos de discreción hasta el sillón donde se hallaba encogida la vieja.
Se fijó en sus ojos lechosos, que tenían el iris diluido en la pupila casi por completo. Era el rostro más blanco que había visto jamás. Completamente cruzado por arrugas y estrías profundas marcadas en la piel, que le daban un aspecto terriblemente imposible, quimérico y legendario. Parecía que aquel rostro hubiese alcanzado la eternidad sin conseguir evitar que la piel se frunciera hasta convertirse, a lo largo de los siglos, en una contracción de lo que un día fue la cara de una mujer.
La anciana levantó el rostro en un gesto de amplia serenidad, mostrando los pliegues de piel remangada del cuello, y miró fijamente a los ojos del joven afinador.
Alonso sintió frío en su mirada.
—Perdone, señora, ¿qué es lo que ha dicho?
—En ocasiones falla la tecla número sesenta y cuatro. El Do5 parece que tuviera ausencia de tensión.
—¿Es usted quien toca el piano? —preguntó, asombrado de que una mujer de su edad, y con ese aspecto de debilidad, pudiera conservar las cualidades para hacer sonar aquel maravilloso instrumento.
—Nadie más lo sabe tocar. Y esta casa sin su música me deshace en tristeza y melancolía. Por eso lo toco yo. Por eso y por nada más.
—Es una buena razón.
—¿Hará usted el favor de afinarlo y reparar esa tecla que no suena en ocasiones?
—Claro que lo haré, no se preocupe.
Alonso volvió a su trabajo. Tomó la llave de clavijas con la mano derecha y puso de nuevo en marcha la aguja del metrónomo, que parecía medir el silencio con su chasquido acompasado.
Se sentó en la banqueta y realizó una serie de escalas con ambas manos, para confirmar si el sonido que salía del piano tenía el temperamento adecuado y guardaba la propia identidad del instrumento.
—Ya está listo —afirmó Alonso en voz alta, girándose hacia la butaca donde se encontraba la anciana—. Afinado y con todas las teclas sonando a la perfección. También la tecla número sesenta y cuatro.
Pero cuando se giró hacia ella, el lugar estaba vacío.
No había nadie allí.
La dama se había marchado sin que él lo hubiera advertido, posiblemente cuando estaba abstraído con los últimos ajustes leves, reduciendo la inarmonía y extendiendo las notas, rectificando las agudas y bajando las graves para lograr la misma frecuencia en las notas fundamentales.
Alonso Trujillo recogió el utillaje, lo envolvió en el trapo donde lo había extendido en el suelo y lo metió cuidadosamente en el maletín de cuero. Después, llamó a Ana elevando la voz.
Antes de recorrer los metros que lo separaban de la entrada de la casa, echó un último vistazo al solemne piano y a la butaca vacía donde poco antes había estado sentada la anciana.
Ana no tardó en llegar, manteniendo esa sonrisa inmensa que la hacía parecer una mujer encantadora. Agradeció al afinador el tiempo que había dedicado y lo obsequió con una generosa propina.
—Muchas gracias, señora. Espero que su abuela quede satisfecha con el arreglo. Le puede decir que la tecla sesenta y cuatro funciona ya perfectamente.
—¿Mi abuela? —preguntó Ana extrañada.
—La mujer anciana que estaba sentada en el salón. Parecía preocupada por esa tecla. Decía que, en ocasiones, no llega a sonar.
—Usted también la ha visto, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir con que si la he visto? ¿Acaso insinúa que es una aparición o algo parecido?
—Es difícil de ver, no crea. Al menos durante el día. Todas las noches, a las dos y diez de la madrugada, toca una bella melodía en el piano. Siempre a la misma hora. Siempre la misma melodía. Después se esfuma, sin más.
—¿Me quiere decir que esa mujer que he visto, y con quien he hablado, es un fantasma?
—Eso parece —sonrió Ana—. Dicen las gentes del pueblo que, hace muchos años, una pobre mujer fue asesinada en esta casa. Según cuentan, la estrangularon con una cuerda del piano que acaba usted de afinar.
Cuando Alonso Trujillo dejó la casa, y antes de subirse a la furgoneta, giró la cabeza hacia el ventanal del salón. Allí vio la silueta de la sombra del piano a través de los cristales. Imaginó a la anciana decrépita sentada sobre la banqueta, tocando con solemnidad una deliciosa pieza de música, quizá alguno de los temas de las «Variaciones Goldberg» de Bach, como si fuera un rito que, de no hacerse, pudiera hacer caer una maldición sobre aquella casa, donde parecía que se concentraba la alegría del paisaje llano y amarillo que la rodeaba.
Arrancó la furgoneta y pensó que, tal vez, el ritual diario de esa viejecilla en el piano fuera dar cuerda a esa parte del mundo que no siempre se ve, pero que es la que guarda el equilibrio de todas las cosas.
Y con ese pensamiento extraño rondando en su cabeza,