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Los reinos latinos: El despertar de las sombras
Los reinos latinos: El despertar de las sombras
Los reinos latinos: El despertar de las sombras
Libro electrónico623 páginas9 horas

Los reinos latinos: El despertar de las sombras

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Latinoamérica y el mundo como jamás los has imaginado.

Año 2064. Después de un tiempo de anarquía y caos, el mundo emerge completamente diferente: las guerras, las alianzas, las luchas por el poder y los recursos cambiaron totalmente el mapa geopolítico del planeta. Las fronteras que antes se conocían desaparecieron. Grandes naciones cayeron y grandes naciones surgieron. Latinoamérica no es la excepción, las decenas de países ya no existen. Ahora están cinco reinos que trabajan codo a codo en la lucha por la supervivencia. Es una época de monarcas que, al frente de ejércitos, combaten contra un enemigo fiero, despiadado y sin igual.

En esos reinos algunas personas pelean, otras se entrenan, otras negocian, otras planean, otras sueñan... Estas son las historias de los reinos latinos de América.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 mar 2020
ISBN9788417984977
Los reinos latinos: El despertar de las sombras
Autor

Sergio Daniel Araujo

Sergio Daniel Araujo Peña nació en Colombia en 1985, es un escritor novel, que debuta con su primera novela titulada Los reinos latinos. El despertar de la sombra, con la cual busca sumergir al lector en una historia como quizás nunca antes se ha planteado.

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    Los reinos latinos - Sergio Daniel Araujo

    Los reinos latinos

    El despertar de las sombras

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788417984458

    ISBN eBook: 9788417984977

    © del texto:

    Sergio Daniel Araujo

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España — Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Al Creador y a mi familia

    Capítulo I

    Informe de acontecimientos

    Reino de los Andes, Nueva Caracas, 21 de mayo de 2064

    —¿Ha llegado el canciller mexica? —preguntó el rey Rogelio a su primer ministro.

    —Aún no, majestad, pero no tarda en venir, se lo aseguro —aseveró Lorenzo.

    —Entiendo —replicó Rogelio. Diciendo esto, se encaminó a la sala del trono; necesitaba sentarse y descansar, aunque fuese por un momento. Muchos problemas tenía que atender: la terrible sequía al norte del reino que amenazaba las cosechas; el continuo descontento hacia su persona en el Reino del Río de la Plata, pues ahí no aceptaban del todo su regencia (lo obedecían solo por la última voluntad del rey Abel) y, lo más importante, la guerra en la frontera del Reino Mexica con la Horda estaba en un punto muerto. Esos pocos años de tranquilidad fueron efímeros.

    «Si tan solo César hubiese firmado la paz cuando pudo… —pensó Rogelio—. Pero no, a pesar de tener todo en la palma de la mano, su ambición y su rencor pudieron más; el que una vez dirigió los ejércitos latinos por el corazón del territorio de la Unión del Norte ahora mantiene con dificultades sus propias fronteras. Era muy fácil. Parecía tan sencillo… Hasta ese fatídico día. Había rumores de nuestros espías, pero nadie esperaba un ataque tan grande y mortífero por parte de la Horda; eso cambio todo. Si tan solo…».

    —Majestad, el canciller Lucas Alamán está aquí —dijo Lorenzo de forma apresurada.

    —Por fin, llévalo a la sala de reuniones y comunícales a todos que llegaré en un momento —dijo Rogelio al recordar que tenía que buscar algo en su despacho.

    —Así se hará, majestad —aseguró Lorenzo, y salió inmediatamente para cumplir las órdenes, cruzó la puerta de la sala del trono y se encaminó por el pasillo de mármol hacia la sala de reuniones; frente a ella estaba Lucas, quien volteó su rostro al escuchar los rápidos pasos del primer ministro andino.

    —¿En dónde se encuentra su majestad? —preguntó Lucas.

    —Mi señor está a punto de venir, canciller; entre conmigo en la sala de reuniones —contestó Lorenzo, quien procedió a girar las manijas y dar entrada al canciller mexica.

    Cruzando el umbral de la puerta, Lucas se encaminó al centro de la sala, donde unos hermosos muebles estaban en círculo, y expresó:

    —Saludos, hermanos latinos.

    —Saludos, canciller —respondieron Ricardo Bustamante y Paulino Sousa, cancilleres de los Andes y del Amazonas, respectivamente. Estos se pusieron de pie y dieron la mano a Lucas.

    —Saludos, hermano —y diciendo esto José de la Cruz Prieto, general rioplatense, y Luis Herrera, strategos del Reino del Caribe, se acercaron a Lucas.

    —¿Cómo está todo en tu reino, amigo? —inquirió Ricardo. Al tiempo que preguntaba, todos los presentes rodearon a Lucas; la información que él dijese sería muy importante. Para nadie en la Alianza Latina era un secreto que lo que sucediese en la frontera mexica los afectaba a todos, y más aún después de que aquel nuevo ejército pudo vencer en el campo de batalla al poderoso ejército mexica. Efectivamente, ¿qué pasaría si los mexicas fuesen derrotados o, peor aún, si esa Horda decidiese atacar en un nuevo frente? Este era un pensamiento que todos tenían y temían.

    Con algo de tranquilidad, Lucas dijo:

    —Por los momentos hay calma, compañeros, afortunadamente nuestras tropas han contenido todos los ataques; desde hace cuatro años estamos así, más que todo son escaramuzas, un pequeño grupo ataca aquí y otro ataca allá. Aunque estos últimos seis meses los ataques han sido más fuertes. Pero nada que no podamos contener…

    Se detuvo un momento como reflexionando, pero Lucas al fin habló de lo que todos querían saber.

    —Claro está para todos que precisamente desde hace cuatro años no ha aparecido ningún melek. —Y con estas palabras guardó silencio Lucas.

    «Melek». Esa palabra retumbaba en la mente de todos, fueron ellos los que cambiaron para siempre la balanza de poder. Hasta la fecha se sabía de la existencia de dos: el primero comandó a las fuerzas de la Horda que derrotó al ejército mexica en la batalla de Knoxville y el segundo fue el que mató a Abel, rey del Río de la Plata en un ataque sorpresa. Ciertamente, todos los ahí reunidos sabían que los ataques eran contenidos, ya que no aparecía ningún melek.

    —Pero ¿por qué no aparecen? Si los dos atacasen juntos, les sería sencillo rebasar las fronteras mexicas. No lo tomes como algo personal, Lucas —dijo Paulino mientras se dirigía a sentarse.

    —Tranquilo, Paulino; no tiene sentido molestarse por la realidad: un ataque combinado de dos meleks sería devastador para todos, eso lo sé muy bien —respondió Lucas mientras se disponía también a sentarse.

    —Algo deben estar planeando. Me pareció muy extraño el último ataque cuando el segundo melek mató a su majestad Abel. Hablando fríamente, ¿por qué no se quedó? ¿Por qué no trajo un ejército consigo? —preguntó José.

    —No lo sabemos, pero te aseguro que no fue algo fortuito; quien organizó todo sabía muy bien lo que quería. Más bien debemos agradecer que la princesa Sara y el príncipe Daniel no murieran en ese ataque; estoy seguro de que el segundo melek no completó su trabajo —dijo Ricardo con voz trémula.

    —No sabía que apoyabas esa teoría, Ricardo —advirtió Lucas extrañado, pues desde el último ataque se habían barajado muchas razones, pero esta era una de las más osadas.

    —Cada día que pasa me convenzo más de eso, Lucas —respondió Ricardo mientras tomaba asiento y se llevaba la mano derecha a la frente en actitud pensativa—. Piensen por un momento: traer un ejército hubiese sido más estruendoso, le hubiese dado tiempo a su majestad Abel para prepararse y pedir refuerzos. Pero no… Un día tranquilo en que la familia real rioplatense se reunía para disfrutar del campo; unido a eso el hecho de que el príncipe Daniel estaba presente.

    —Un momento, Ricardo —interrumpió Luis, quien escuchaba detenidamente la conversación de sus colegas—. En tu opinión, ¿fue algo más que un magnicidio?

    —Lo del magnicidio está más que claro, por un momento pensemos qué hubiese pasado si toda la familia de su majestad Abel y el príncipe Daniel hubieran resultado muertos —replicó Ricardo.

    —Simple, amigo —respondió José, que ya había tomado asiento en su correspondiente sillón que, junto a los otros, formaba un semicírculo alrededor de un sillón principal donde se sentaría Rogelio—. El exterminio de la familia real rioplatense hubiese traído caos a mi reino; tal vez soy extremo, pero llego a pensar que lo habrían aprovechado muy bien ciertos sectores para desatar una guerra civil. En cuanto a lo del príncipe, a eso sí no le encuentro razón, claro que su muerte habría sido un duro golpe para el Reino de los Andes, pero tampoco algo irrecuperable; total, el príncipe era tan solo un niño pequeño para ese momento.

    Tan concentrados estaban en la conversación los presentes, que no habían notado la llegada de Rogelio a la sala de reuniones.

    —General, para mí sí habría sido irrecuperable esa pérdida —contradijo Rogelio con voz firme y molesta.

    Todos se pusieron de pie inmediatamente. José, que no ocultaba su vergüenza, exclamó:

    —Majestad, no era mi intención menospreciar al príncipe Daniel; por supuesto que él es muy importante…, solo hice una comparación.

    Pero un ademán de Rogelio hizo que José guardase silencio.

    —No quiero oír más de eso, general; estás hablando de mi hijo, de mi heredero.

    Con una expresión que denotaba fastidio, Rogelio se encaminó al sillón principal; palabras como estas lo molestaban profundamente, pero recordó que no era momento de cuestiones personales. A pesar de que José fuese irrespetuoso —aunque tal vez no de forma intencional—, seguía siendo general supremo de los ejércitos rioplatenses y uno de los pocos que aún apoyaban su regencia en el Reino del Río de la Plata.

    «Diplomacia y guerra, efectivas solo cuando sabes el momento para usarlas —recordaba ese dicho que le había enseñado Samuel, el antiguo rey mexica cuando aún estaba con ellos—. Por los momentos pura diplomacia, no voy a pelear, y menos ahora en una situación tan delicada. Los latinos debemos, ante todo, permanecer unidos; de lo contrario, no sobreviviremos», pensó el rey, que, volteándose, permaneció de pie dando la espalda a su asiento.

    Con un semblante más calmado, Rogelio expresó:

    —Saludos a todos, en especial a usted, canciller Lucas. ¿Cómo le fue en el viaje?

    En ese momento todos los presentes, que ante el paso de Rogelio habían hecho una reverencia, saludaron al rey de los Andes.

    —Saludos, majestad. El viaje me cansó un poco, pero estoy mejor, creo que nunca me acostumbraré al tren rápido subterráneo —dijo Lucas mientras sonreía, buscando así con esto disipar aún más de la mente de Rogelio aquel escabroso tema que José había tocado.

    —Es cierto, se mueve mucho. En especial cuando pasa por debajo del canal. Bueno, sé que, si por ti fuese, siempre preferirías la superficie, ¿no es así, Lucas? —dijo Rogelio.

    Contento porque los ánimos se calmaran, Lucas replicó:

    —Así es, majestad; lastimosamente, ese viejo tren es nuestro único medio de transporte rápido que es totalmente seguro; la Confederación Oriental hizo un gran trabajo construyéndolo.

    —No te culpo, amigo, tampoco a mí me gusta. ¡Qué buenos aquellos tiempos en que podíamos volar tranquilos en nuestros aviones por esa zona! Pero eso ya es pasado —recordaba Rogelio—. Bueno, compañeros —dijo mientras tomaba asiento y acto seguido todos los presentes lo imitaban—, he convocado esta reunión informal a petición de César, rey de los mexicas; él no pudo venir, ya que está inspeccionando el norte de su territorio y rechazando algunos ataques.

    »El motivo de este encuentro es discutir la situación actual; los ataques en la frontera mexica han sido más numerosos en los últimos meses, un cambio notable comparado con años anteriores; todo indica que la Horda está preparando algo; además, recuerden la situación del ejército rioplatense de aquí a un año, más o menos. Quizás nuestros peores temores se confirmen y los meleks aparezcan nuevamente. Estamos reunidos porque debemos prepararnos para ese escenario; prefiero que todo esté listo de antemano. Por favor, quiero que todos hablen y den su opinión. Canciller Lucas, como su reino es el más afectado, empiece usted.

    —Gracias, majestad. —Inclinándose un poco hacia delante en el sillón, Lucas empezó a relatar los últimos acontecimientos—. Como había dicho al principio, amigos, a pesar de que han sido contenidos, los ataques han sido más numerosos y fuertes; de todos los ataques, el que más me llamó la atención fue el de hace dos meses.

    Extrañado, Luis preguntó:

    —¿Qué tenía de particular?

    Con una expresión sombría, Lucas dijo:

    —Apareció un heetec.

    Por un momento todos en la sala quedaron mudos de la sorpresa. Ciertamente, un heetec no se comparaba a un melek, ya que era muy inferior en poder e inteligencia, pero aun así eran amenazas respetables; encontrárselos en el campo de batalla significaba una pelea muy dura.

    Levantándose inmediatamente del sillón, Luis dijo:

    —¿Qué? ¿Apareció un heetec y ahora es que lo vienes a decir? Sabes que eso significa solo una cosa…

    Rogelio habló interrumpiéndolo.

    —Calma, strategos, todos sabemos lo que significa, pero estoy de acuerdo con Luis —dijo dirigiendo su mirada a Lucas—, esa información es muy delicada. ¿Por qué ustedes no avisaron sobre esa aparición?

    —Al principio no estábamos seguros, fue un ataque fugaz y uno de nuestros soldados reportó el avistamiento, aunque con dudas. Recuerden que, salvo ciertas características, los heetecs no se diferencian mucho de los soldados comunes de la Horda. Además, ¿qué sentido tendría hacer sonar la alarma de forma innecesaria? —dijo Lucas a todo el grupo.

    —Me parecen buenas tus excusas, Lucas, pero ¿cuándo confirmaron la presencia del o los heetecs? —preguntó Luis.

    Pausadamente, mientras miraba al suelo, Lucas respondió:

    —Hace tres semanas su majestad César patrullaba con un grupo de caballería la frontera noreste y repentinamente fue atacado por un pequeño grupo del ejército de la Horda. Al principio todo iba bien y el enemigo se batía en retirada, pero luego hubo un vocerío en las filas enemigas. Súbitamente se reorganizaron e iniciaron el contrataque. De pronto un heetec salió del grupo enemigo e hizo retroceder a nuestros soldados. No los culpo, porque varios de ellos eran jóvenes y no habían visto nunca a un heetec personalmente —levantando la mirada, Lucas prosiguió—: Algunos de nuestros soldados murieron, pero afortunadamente su majestad, que se había quedado en la retaguardia, avanzó velozmente, plantó cara al heetec y luego de un corto combate lo mató.

    »Al ver esto, los enemigos huyeron desorganizadamente, el rey dijo que mantuviésemos posiciones, alertamos a nuestros ejércitos en la frontera sin dar muchos detalles, permanecimos así por una semana y nada sucedió. Su majestad ordenó mantener la alerta; reforzó los puestos de vigilancia con soldados veteranos y regresó a la capital. Allí reunió al Consejo Real e informó de los acontecimientos.

    —Ahora entiendo. Precisamente hace una semana César me llamó y me pidió que organizara la reunión. Admito que me extrañó que él no asistiese y te enviase a ti, Lucas; presentía que era importante, pero igual no imaginaba algo tan delicado —decía Rogelio mientras tomaba un sorbo de temon antes de continuar—. Claro, de esta manera, César buscaba no alborotar las cosas.

    —Muy inteligente de su parte, majestad —dijo Lucas mientras asentía—. Mi rey desea mantener este asunto en secreto hasta saber qué medidas tomará la Alianza en conjunto.

    —Debo felicitar a su majestad, César —dijo Paulino mientras se servía un vaso de temon. Si en la Alianza se corriera la voz de que aparecieron los heetecs nuevamente, todos llegarían a una sola conclusión.

    Adelantándosele, Rogelio expresó con aire de preocupación:

    —De que los meleks están a la vuelta de la esquina.

    —Solo esa idea traería mucho miedo a todos nuestros pueblos y ya tenemos suficientes problemas como para agregar la amenaza de un melek —replicó Ricardo.

    —Hasta ahora, ¿estás completamente seguro de que desde que César mató al heetec no se ha visto ninguno de ellos nuevamente? —inquirió Rogelio.

    —Completamente, majestad —respondió Lucas.

    —Perfecto. Entonces esto es lo que haremos —dijo Rogelio mientras se levantaba y todos los presentes le imitaban—, las noticias que nos trae el canciller Lucas son muy sorpresivas y delicadas para todos nosotros; sin embargo, se está haciendo un poco tarde. Haremos un receso en esta reunión para que cada uno de nosotros descanse y analice cuidadosamente la información recibida. En la noche ofreceré una cena en honor de todos los aquí presentes.

    »Si alguien fuera de nosotros pregunta el motivo de esta reunión dirán que se están haciendo los preparativos para la próxima cumbre de la Alianza Latina; eso los calmará a todos. Hablen sobre asuntos de negocios y sobre la conveniencia de nuevos pactos comerciales con la Confederación Oriental. Mañana nos reuniremos nuevamente al mediodía y a puerta cerrada, diremos que estamos en un almuerzo informal y ahí determinaremos las medidas que tomará la Alianza. Recuerden muy bien: este asunto es totalmente secreto hasta nuevo aviso. ¿Alguien quiere agregar algo? —preguntó Rogelio a los presentes.

    Paulino alzó un poco la mano pidiendo el derecho a la palabra.

    —En efecto, este tema debe ser tratado con suma cautela, pero también recuerden que tarde o temprano la noticia se va a filtrar a los medios; estoy seguro de que ya deben correr rumores entre las tropas. Por más poderoso que sea el rey César, ni aun él podrá acallar esas noticias, que tarde o temprano saldrán a la luz.

    —¿Qué propone, canciller? —solicitó Rogelio.

    —Cuando terminemos los preparativos debemos informar de esto al público, de manera que no quedemos ante el pueblo como unos mentirosos; el anuncio no debe tardar más de una semana, en mi opinión —respondió Paulino.

    —El canciller tiene razón, no esperemos mucho y demos a conocer esto al pueblo, pero asegurándoles que ya todo está arreglado y que no hay nada que temer —dijo Luis.

    Lucas sonrió un poco al escuchar las últimas palabras mientras pensaba: «Hay demasiado que temer».

    —Perfecto, contactaremos a nuestros respectivos encargados de medios en el momento oportuno y así lo comunicaremos a los reinos una vez que todo esté arreglado. Nos veremos en tres horas para cenar. Ricardo, lleva al canciller a sus aposentos. Saludos, amigos —dijo Rogelio.

    —Saludos, majestad —respondieron todos. Entendían que las palabras de Rogelio eran sabias; ante temas tan importantes, lo mejor era descansar y analizar a solas la situación antes de discutirlo con otros. Rogelio era un rey prudente y cauteloso, rasgos que le permitieron sortear las grandes dificultades al inicio de su reinado. Sí, efectivamente, una cena y un descanso permitirían a todos pensar mejor.

    Mientras se retiraba del salón, Rogelio dirigió su mirada a Lorenzo y le indicó con una seña que lo acompañase; este lo siguió inmediatamente adelantándose un poco para abrirle la puerta a su rey.

    Después que salieron, Ricardo increpó a José:

    —Pero ¿cómo se te ocurre hablar de esa manera sobre el príncipe Daniel?

    Aún con aire de pena, José dijo:

    —No fue intencional, Ricardo; solo analizaba desde un punto de vista militar; además, no sabía que su majestad estaba en el salón.

    —Entiendo muy bien la cuestión, pero razona, ese es un tema muy delicado, el rey aún se siente culpable por la tragedia —dijo Ricardo—. Y en cuanto a lo de no saber que estaba allí, me parece muy imprudente de tu parte, José; pensar y mirar antes de hablar es algo muy simple.

    —Bueno, ya basta, Ricardo —respondió algo exasperado José. Al fin y al cabo, él era un general del Río de la Plata y no le gustaba ser tratado como un niño.

    Observando la molestia de su compañero, Ricardo bajo el tono y aclaró:

    —No es mi intención ofenderte, solo te pido prudencia.

    —Está bien, Ricardo, olvidemos lo ocurrido; no hablaré más de eso —replicó José con dureza.

    —Bueno…, amigos, ya todos tienen sus habitaciones; si necesitan algo, avisen a los criados. He asignado uno a cada uno de ustedes. Canciller Lucas, venga conmigo; lo llevaré a su habitación —dijo Ricardo ante todos.

    Despidiéndose, cada uno tomó el camino a su respectivo aposento.

    Mientras esto ocurría, Rogelio y Lorenzo caminaban hacia la biblioteca del palacio.

    —Estuviste muy callado en la reunión, Lorenzo. ¿A qué se debió eso? —indagó Rogelio.

    —Estaba analizando todo, majestad; la situación es grave: la aparición de los heetecs es un preludio a los meleks —respondió Lorenzo.

    —Eso lo sabemos todos, Lorenzo, pero igual, ¿por qué no dijiste nada? —insistió Rogelio mientras caminaba derecho por el pasillo.

    —Hay dos cosas que me llaman la atención, majestad, pero una de ellas no le agradará —dijo Lorenzo deteniéndose y cerciorándose de que nadie le escuchase.

    —Vamos al jardín y hablamos —dijo Rogelio.

    Atravesaron el pasillo y se desviaron a la derecha, entrando en el jardín real, que tenía muchos árboles frondosos y algunos frutales, un jardín con pequeños senderos de piedra y varias fuentes; aunque no era grande e imponente como el jardín real amazónico o el rioplatense, el jardín de los Andes era fresco y acogedor, además de perfecto para hablar a solas.

    Bajando un poco la velocidad de la caminata y asegurándose de que nadie estuviese cerca, Rogelio preguntó:

    —¿Te refieres a lo que habló José sobre mi hijo?

    Con una pequeña sonrisa, sabiendo que a su sabio rey difícilmente se le escapaba algo, Lorenzo comentó:

    —Ese es un punto, pero no quiero hablar, pues temo irrespetarlo, majestad.

    —Habla libremente, Lorenzo —respondió Rogelio mientras se sentaba en un banco de piedra marmoleada—. Sabes que valoro tu opinión y tu consejo, además de considerarte un buen amigo.

    Mientras Lorenzo permanecía de pie frente a su rey, cuidando que nadie estuviese cerca, dijo:

    —Agradezco mucho su confianza, majestad. El primer punto es sobre lo que comentó José hace un rato; estoy muy de acuerdo con él al pensar que ese ataque fue bien planeado y que el fin era exterminar a la familia real rioplatense; recuerde que en esos tiempos había algunos grupos rioplatenses que conspiraban entre sí por ganar poder; solo gracias al rey Abel todo se mantenía bajo control.

    —Recuerdo eso, pero ¿cuál es tu punto? —dijo Rogelio.

    Lorenzo continuó:

    —También concuerdo en que la desaparición de la familia real traería caos en Río de la Plata; esa anarquía hubiera llevado, en el peor de los casos, a una guerra civil. El reino rioplatense habría quedado desprotegido; de esa manera, la Horda hubiese aprovechado para invadirnos por el sur. Pero, claro, son solo especulaciones; recuerde una cosa, majestad: desde el inicio de la guerra, las acciones de la Horda en el campo de batalla se desarrollaron mayormente en la frontera mexica y algo menos en el Reino del Caribe, mientras que, con la excepción de los incidentes en la antigua Guayana Francesa y en la pampa, fue casi nula en el resto de los reinos.

    —Creo que empiezo a entender; algunos informes decían que el ataque del segundo melek provino de las islas Malvinas —dijo Rogelio algo pensativo.

    —Exacto. Aunque es pura hipótesis, estoy convenciéndome de que el siguiente paso era una invasión a gran escala en el sur del reino rioplatense. Además, tome en cuenta que el melek atacó solo y por sorpresa —dijo Lorenzo.

    Arrugando la frente porque aún algunas cuestiones no estaban claras, Rogelio preguntó:

    —Ajá, pero las islas Malvinas son territorio de la Federación Central. ¿Cómo va a salir de allí un ataque de la Horda? —dijo Rogelio.

    —Recuerde que aún estoy analizando, majestad; por el momento puedo decir que es el único lugar que serviría de base para atacarnos por el sur —replicó Lorenzo.

    —Está bien, pero ¿qué tenía que ver Daniel en todo eso? —dijo Rogelio.

    —El príncipe no era el objetivo, majestad; solo fue coincidencia su presencia. ¿No fue usted el que me dijo que lo envió un día antes a que pasara el fin de semana con el rey Abel y su familia? Es más, ¿qué fue lo que salvó a la princesa Sara?

    Aún más extrañado, Rogelio dijo:

    —Fue mi llegada. Casualmente, ese día regresé a buscar a mi hijo porque un compromiso que tenía se había cancelado y Margarita me dijo que lo buscase.

    —Correcto, majestad —continuó Lorenzo—. Al llegar usted detuvo al segundo melek y, aunque el rey Abel estaba mortalmente herido, se mantuvo de pie; estoy seguro de que el melek no se atrevió a pelear con ustedes dos al mismo tiempo, o quizás pensó que tras usted venía su ejército y por eso se retiró. Otra cosa, justo allí el rey Abel le entregó a usted la regencia del Río de la Plata. Eso garantizó la estabilidad de ese reino, echando al traste cualquier hipotético intento de invasión por parte de la Horda. De no haber llegado usted, nadie hubiese sobrevivido; por lo tanto, no se sabría qué o quién mató a la familia real rioplatense y a su hijo Daniel. Era la situación perfecta para el caos. Por eso, como bien dijo Ricardo, el segundo melek no completó su trabajo y, en mi humilde opinión, fracasó completamente.

    —Murió un gran rey, además de mi mejor amigo. Eso lo veo como un gran éxito para la Horda —respondió Rogelio mientras miraba al cielo.

    —Por supuesto que sí, majestad, y repito: no es mi intención ofenderlo y sé que tampoco era la intención de José hacerlo. Pero, por un momento, hablemos únicamente en el plano estratégico. ¿Qué habría pasado con un nuevo frente en el Río de la Plata?

    —Hasta el más raso de nuestros soldados respondería eso —dijo Rogelio suspirando—. La Alianza estaría en gravísimo peligro. Recuerdo que la mayoría de las tropas estaban en la frontera mexica y caribe. Como el setenta por ciento, si mal no recuerdo.

    Contento de que Rogelio siguiese sus ideas, Lorenzo dijo:

    —Si hay algo por lo que se caracteriza la Horda es por su rapidez. Una invasión a gran escala en el Río de la Plata hubiese sido incontenible, no hubiera dado tiempo de contrarrestarla. Pero gracias a que usted llegó y tomó el mando se reforzaron las huestes en el Reino Rioplatense.

    —Claro, pensé que el melek iba a traer a su ejército —dijo Rogelio—, por eso reforcé las tropas, aunque no pasó nada después; pero ahora te pregunto: si tan importante era matar a Abel y a su familia, ¿por qué el melek no trajo a todo un ejército? No estoy muy de acuerdo con la teoría de que trayendo su ejército Abel hubiese tenido más tiempo. De haber sido así, aun mi presencia habría sido insuficiente para salvar a Sara y a Daniel.

    —No lo sé, majestad; eso también me extraña y lo estoy analizando —dijo Lorenzo.

    —Je, je… —De esta manera rio un poco Rogelio, lo que causó desconcierto en Lorenzo.

    —¿Por qué ríe, majestad?

    —Creo que para no llorar; pensé que ya tenía suficiente con lo de la aparición del heetec y la posible manifestación del melek, pero ahora me sales con ese análisis tuyo que, sinceramente, me causa más preocupación.

    —Pues me va a tener que perdonar, majestad, porque mi segundo punto es el más delicado y lo preocupará aún más —dijo Lorenzo en tono serio.

    —¿Más delicado que todo lo que he escuchado? ¿Es en serio?

    —Así es, majestad; si mi análisis es correcto, mi mayor preocupación en este momento es usted.

    —¿Yo? —dijo Rogelio mientras se paraba—. ¿Por qué yo?

    Lorenzo, con rostro sereno y serio, miró a Rogelio por un momento; no estaba seguro de decirle su análisis, no quería abrumarlo más; admiraba mucho a su rey y deseaba lo mejor para él, pero este asunto era de suma importancia y el rey debía saberlo, aunque fuese solo una hipótesis. Lo mejor era prepararse en caso de que el escenario que había pensado se hiciese realidad.

    —Bueno, majestad, la cuestión es la siguiente…

    Pero unos rápidos pasos lo silenciaron desde el otro lado del jardín: un criado avanzaba velozmente y los abordó con una reverencia.

    —Majestad, la reina lo busca, debe prepararse. Por favor, acompáñeme; y usted también, primer ministro: falta poco para la cena de honor.

    —Está bien, iremos enseguida; comunícale a la reina que me espere en nuestra habitación —recalcó Rogelio—. Acto seguido el criado se retiró presuroso a cumplir las órdenes—. Lo que me ibas a comentar me lo dices mañana, Lorenzo —dijo Rogelio.

    —Por supuesto, majestad; por lo que veo no desea más preocupaciones por el día de hoy. Solo le pido algo.

    —Dime —respondió Rogelio mientras caminaba de regreso.

    —Por cuestiones puramente diplomáticas, hágale ver a José que no está enojado o que al menos ya olvidó el comentario sobre su hijo; recuerde que es importante el apoyo del general para la estabilidad del Río de la Plata.

    —Te admiro, Lorenzo; siempre tan sagaz. No te preocupes; arreglaré eso, qué cosa, ¿no?, diplomacia y más diplomacia —argumentó Rogelio con una sonrisa.

    —Así es, majestad. Por momentos, diplomacia y más diplomacia.

    Terminando eso, Rogelio y Lorenzo, cada quien por su lado, fueron a alistarse para la cena. Ambos sabían que el futuro se veía sombrío, pero al menos se estaban preparando, aunque una pregunta retumbaba en sus mentes: ¿sobrevivirían?

    Capítulo II

    La fortaleza en construcción

    Reino Mexica, Frontera Zona Centro,

    21 de mayo de 2064

    Aproximadamente a unos cien kilómetros al noreste de la ciudad de Amarillo, en la provincia Río Bravo —nombre con el cual Samuel el Grande llamó al territorio que conformaban antiguamente los estados de Nuevo México, Texas, partes de Colorado, Kansas y Oklahoma—, una camioneta avanzaba velozmente escoltada por seis carros; dentro de la misma, un hombre revisaba varios planos con detenimiento.

    Era Eliezer Ortiz, ministro de Infraestructura del Reino Mexica. Con cincuenta y dos años de edad, llevaba en el cargo unos tres años; aunque había servido brevemente en el ejército, sus habilidades en arquitectura e ingeniería lo llevaron a su puesto. Eliezer tenía muchos pensamientos rondando en su mente; por un momento dejó de ver los papeles y fijó su mirada en el horizonte observando el monótono paisaje semiárido de esos lugares.

    —¿Cuánto falta para llegar? —preguntó Eliezer al conductor.

    —En quince minutos, ministro —aseguró el chofer mirándolo por el retrovisor.

    Tras la respuesta, el funcionario volvió a revisar sus papeles. Pasados diez minutos el automóvil disminuyó la velocidad, cuestión que notó Eliezer; sin embargo, no emitió palabra, ya sabía que estaba próximo a su destino.

    A medida que se acercaban dieron un giro hacia la derecha, lo cual les permitió ver un gran asentamiento donde se reunían muchas personas.

    La camioneta paró en un pequeño galpón que estaba rodeado por numerosos tráileres, situado a quinientos metros del objetivo de Eliezer. El ministro se bajó allí, donde fue recibido por varios contratistas y capataces.

    —Muy buenos días, señor ministro —dijo uno de ellos mientras le tendía la mano.

    —Buenos días —asintió Eliezer mientras le estrechaba la mano. ¿Cómo va todo?

    —Todo de acuerdo con las proyecciones, ministro; venga usted a verlo por sí mismo —le respondieron mientras un todoterreno se encendía.

    —¿Y el brigadier? —preguntó Eliezer.

    —En este momento debe estar patrullando, pero ya hemos mandado un mensaje para que venga a recibirlo; en una hora más o menos debería regresar —le respondieron.

    Eliezer se montó en el carro y se dispuso a marchar; a medida que se aproximaban el ministro sonrió mientras empezaba a ver con detalle la grandiosa edificación que se estaba construyendo. El viento soplaba con fuerza levantando el polvo de un paraje que se extendía sin fin como una llanura, aunque con algunas pequeñas elevaciones. En ese lugar despoblado se escuchaban varios sonidos de forma incesante, todos provenientes de maquinarias y personas que trabajaban afanosamente. Si bien Eliezer se contentó al ver el progreso, enseguida recordó la terrible noticia que días antes le había comunicado César sobre su combate con un heetec; eso había provocado una gran preocupación entre los miembros del Consejo Real.

    El todoterreno continuó su avance hasta que se detuvo, por orden de Eliezer, antes de cruzar el puente, que estaba sobre una gran zanja que se había excavado. Algunos trabajadores, conscientes de la presencia del ministro, dejaron sus labores con intención de ir a su encuentro para saludarlo.

    Eliezer notó eso y, tomando un megáfono, bramó con fuerza:

    —¡Vamos, vamos, no se queden ahí parados! Sigan moviendo esos tractores. ¡Oigan, ustedes!, ¿para cuándo estarán listas las reparaciones de la tubería de agua? ¡La fosa es para hoy, señores, sigan cavando!… Capataz, ¿qué ha pasado con los bloques de piedra?

    De esta manera, el ministro gritaba a todos los presentes y repartía órdenes. Quienes lo rodeaban se sorprendieron, pero no dijeron nada. Muchos sintieron respeto al ver el ahínco del funcionario, que no quería perder tiempo, y los que se habían acercado corrieron para reiniciar inmediatamente sus trabajos.

    Eliezer, satisfecho, se detuvo un momento para apreciar la descomunal obra que poco a poco iba tomando forma gracias al esfuerzo de miles de trabajadores. Se ajustó el abrigo por el frío; eran como las dos de la tarde y, aunque el cielo estaba despejado, la temperatura era de unos quince grados Celsius. La construcción que Eliezer vigilaba vendría a ser un baluarte defensivo para contener los ataques de la Horda; dicha edificación era llamada «fortaleza madre», pues de allí serviría como avanzada y apoyo para otras pequeñas fortificaciones que constituían la barrera que impedía la invasión de la Horda a territorio mexica.

    La impresionante edificación tenía una forma estrellada gracias a los bastiones que sobresalían, lo que permitía una mayor protección a la hora de una embestida, pues el enemigo se veía obligado a atacar los vértices para así evitar un fuego cruzado; si se concentraban en las puntas lo hacían en poco número, de manera que facilitaban su eliminación por parte de los que guardaban la fortaleza. Construcciones como estas, aunque de menor tamaño, fueron decisivas para contener a la Horda durante los primeros años del reinado de César; de hecho, fue él quien dio la orden para eso, salvaguardando así a su reino de la aniquilación.

    Esta ciudadela era diferente a sus antecesoras no solo por su forma, sino también porque era mucho más grande e iba a estar fuertemente guarnecida, el plan era que diese abrigo a unos cien mil soldados, sin contar con el personal civil.

    Todos en el Consejo Real conocían las pretensiones de César de pasar a la ofensiva; tantos años repeliendo ataques minaban la moral de los mexicas y, por ende, la de los latinos en general; el rey quería establecer una formidable defensa y tomarla como punto de partida para algún día lanzarse al ataque en la propia Tierra Sombría, hogar de la Horda, sitio del cual hasta la fecha nadie que hubiese entrado había logrado salir con vida.

    «Meleks —pensó Eliezer para sus adentros—, malditos meleks».

    Asegurar la frontera era la máxima prioridad. Se tenían que construir nuevas fortalezas para contener un ataque total de la Horda: «Definitivamente la próxima vez que vengan no serán un grupito». Así seguía pensando mientras miraba las obras que se desarrollaban, aunque le causaba algo de gracia ver el temor en los trabajadores, ya que nadie esperaba que el ministro en persona viniese a supervisar las obras; sin embargo, sabían que su presencia no era una mera casualidad: algo grande estaba por venir; lo sentían en sus venas.

    —¡Más velocidad en las excavadoras, más velocidad, aquí no se viene a meditar! —continuaba Eliezer mientras apremiaba a sus obreros. Así continuó por un par de horas mientras recorría la instalación e inspeccionaba sus alrededores.

    Estando en eso, sintió que un grupo se le acercaba, se dio vuelta pensando en que ya vendría nuevamente un capataz a pedir explicaciones sobre la construcción y ya estaba listo para acometerlo cuando vio a los tekuanis, quienes eran la guardia real, la élite del ejército mexica. En el centro, y al frente de ese grupo, avanzaba firmemente el rey César, señor de los mexicas. Su sola presencia imponía respeto y temor.

    El rey se distinguía por su aspecto, de un metro con ochenta centímetros de estatura, cabello castaño y abundante, con una barba incipiente, el cuerpo cubierto con una armadura, ceñido con su espada de doble filo mientras traía su escudo en la espalda. Tenía en su cuerpo cicatrices, causadas por las batallas, mayormente en los brazos, además de una que iba desde la sien derecha en sentido oblicuo cruzando el tabique nasal hacia abajo terminando un poco por encima del maxilar inferior izquierdo. Todas estas marcas las exhibía orgulloso.

    Ese era César, respetado y obedecido por todos, un rey guerrero que no dudaba en acompañar a sus soldados en la primera línea de combate; el monarca que una vez hizo temblar a la Unión del Norte liderando a la Alianza Latina y que reconquistó la mayoría de los territorios perdidos en la Antigua Guerra.

    —Eliezer, ¿cómo van las obras? —inquirió César directo al grano mientras fijaba su mirada en la construcción. El rey era alguien que no daba muchas vueltas al hablar.

    —Saludos, majestad —dijo Eliezer al tiempo que hacía una reverencia ante su soberano—. Los trabajos van bien, calculo que en ocho meses terminaremos la fortaleza.

    —La quiero en seis meses, ministro; ninguna construcción en el reino es más importante que esta —dijo César con un tono seco denotando molestia mientras miraba el gran foso que se construía.

    Por un momento Eliezer enmudeció. «¿Seis meses?». Claro que entendía la delicada situación, pero ¿seis meses? Era muy rápido. No contaba con la mano de obra que se necesitaba para eso y todos los trabajadores estaban a lo largo y ancho de la frontera construyendo fortalezas, fuertes, avanzadas y torres de vigilancia; la obra era titánica, la fortaleza madre era muy importante, pero, sencillamente, no se podía construir en tan poco tiempo.

    Así pensaba Eliezer buscando una respuesta; no quería enojar al rey; el antiguo ministro de Infraestructura había sido exiliado por fallar en sus cálculos. Afortunadamente para él fue a parar al Reino del Caribe, pero eso fue por la intercesión de Rogelio, ya que la idea primaria de César era exiliarlo hacia la Tierra Sombría, una sentencia de muerte… Tragó un poco de saliva. ¿Qué decir?, se debatía.

    —¿Por qué tan silencioso, ministro? —increpó César—. ¿Acaso no escuchaste lo que te dije?

    —Sí, sí, majestad, lo que pasa es que… —Asustado, Eliezer buscaba una buena respuesta.

    ¿Qué rayos pasa, ministro? Habla de una buena vez —exigió César airado mientras descargaba su escudo y se lo entregaba a uno de sus guardias para estar más ligero.

    En ese punto Eliezer se rindió; si hay algo que sabía era que César odiaba las excusas; mejor decir la verdad.

    —Majestad, con todo respeto, no puedo cumplir su petición, pues no tengo los suficientes obreros para la tarea; ya los tengo trabajando en turnos de ocho horas las veinticuatro horas del día.

    Tembloroso, Eliezer se disponía a continuar, pero el súbito acercamiento de César y su inquisitiva mirada lo frenaron.

    —Entonces ponlos a trabajar en turnos de veinte horas. Esa fortaleza tiene que estar lista en seis meses, Eliezer, ¿no sirves para esto, o es que debo buscar a un nuevo ministro? —decía César mientras caminaba alrededor de Eliezer como una fiera acechando a su presa.

    «¿Cómo me metí en esto? —pensaba Eliezer—. Solo quería servir a mi reino. Sabía que el rey era exigente, pero esto es demasiado. ¿Cómo hacerle entender que no se puede sin poner en peligro mi vida?».

    Ya se disponía a hablar César cuando un mensajero llegó, se arrodilló ante el rey y dijo:

    —Majestad, le informo de que recibimos noticias del canciller —ante una señal de César, el mensajero se levantó y continuó diciendo—: El canciller ya llegó al Reino de los Andes, ya se reunió con su majestad Rogelio y el resto de los representantes de la Alianza. Además, dijo que mañana discutirían el tema que usted solicitó.

    «¿Discutirlo mañana? —pensó extrañado César—. Claro, ya sé lo que pasa —se dijo para sus adentros mientras sonreía—. Seguramente Rogelio está analizando la noticia del heetec y pidió tiempo para pensar. Ese Rogelio nunca cambiará, siempre meditando y planificando; es un buen guerrero, pero piensa mucho. Esta situación es muy simple, pronto nos atacarán y debemos prepararnos».

    Eliezer observaba cuidadosamente mientras su rey reflexionaba; la noticia del mensajero le llegaba como anillo al dedo: ya sabía cómo zafarse del gran embrollo en que estaba metido. No era seguro, pero valía la pena arriesgarse.

    —Con permiso, su majestad: tendré en cuatro meses la fortaleza —dijo Eliezer sin alzar la mirada.

    Algo sorprendido, César giró su cabeza y frunció el entrecejo.

    —Me acabas de decir que no puedes hacerlo en seis meses ¿y ahora dices que lo harás en cuatro? ¿Estás jugando conmigo, ministro?

    Rápidamente, sin subir la mirada, Eliezer replicó:

    —Jamás ofendería a su majestad, pero si usted solicita mano de obra y ciertos materiales al rey de los Andes podré terminar en cuatro meses la construcción de esta fortaleza.

    César relajó la tensión que tenía en el rostro. Definitivamente, este ministro no era tonto, pero quería ponerlo a prueba un poco más.

    —¿Y si Rogelio se niega? —preguntó.

    Algo más tranquilo y levantando la mirada, Eliezer respondió:

    —Asegurar la frontera mexica es asegurar a toda la Alianza Latina; su majestad Rogelio es inteligente y lo sabe tanto como usted. Tengo la certeza de que no se negará a su petición. Pero si se negase, entonces puede disponer de mi persona como mejor le parezca.

    Sin pestañear y mirándolo fijamente, sabiendo que Eliezer razonaba bien, César respondió:

    —Tienes valor para ser solo un arquitecto, ministro. Está bien, me gusta tu propuesta —dirigiéndose al mensajero, le dijo—: Te quedarás aquí en espera del informe que preparará el ministro para la solicitud de ayuda a Rogelio. Apenas lo tengas lo llevarás inmediatamente por correo seguro al Reino de los Andes, donde esperarás respuesta y vendrás aquí.

    Respirando aliviado, Eliezer se tranquilizó. Había contentado a su rey y asegurado su puesto. Y su vida.

    Mientras esto sucedía, un grupo de caballería se les acercó; los jinetes desmontaron rápidamente y se aproximaron al rey. Al quedar a unos metros, inclinaron respetuosamente la cabeza por estar ante César mientras se llevaban el puño derecho al corazón, gesto de saludo entre los militares latinos.

    —Su majestad, es un honor estar en su presencia —aduló uno de los jinetes.

    —¡Nombre! —replicó César inmediatamente, mirándolo sin pestañear.

    —Brigadier Vicente Saldaña. Estoy a cargo de la brigada que se encuentra aquí acantonada, mi señor —anunció el militar mientras volvía a inclinar la cabeza y se recriminaba mentalmente por no haberse presentado debidamente ante el rey.

    —¿Y dónde estaba usted, brigadier? —preguntó César con acritud.

    —Me encontraba organizando la disposición de las tropas y aproveché para patrullar el norte y hacer un reconocimiento de la zona —argumentó Vicente un poco temeroso por la actitud de su rey.

    —A partir de ahora no quiero que salga a patrullar; designe a otro para esa tarea. Su responsabilidad es guardar esta fortaleza —dijo César mientras señalaba con su dedo a la construcción.

    —Así se hará, majestad; perdone mi imprudencia —respondió Vicente mientras permanecía inclinado.

    César no respondió y se dispuso a marcharse seguido por los tekuanis, se paró junto a su caballo y tomando el pomo de la silla de su corcel dio un salto para montarlo. Entonces miró fijamente al ministro:

    —Recuerda, Eliezer, cuatro meses y quiero mi fortaleza —rugió César mientras señalaba el número con sus dedos al funcionario.

    —Cuente con eso, majestad, se lo garantizo —reafirmó Eliezer inclinado ante el monarca, que se alejó rápidamente con su guardia para seguir inspeccionando las obras en la frontera, así como para repeler ataques si se presentaban.

    Eliezer, contento, sonreía por dentro y pensaba: «Qué cosas de la vida: al antiguo ministro lo salvó el rey Rogelio y a mí también, aunque sin él saberlo. Solo espero que no se vaya a negar; esto no es por los mexicas solamente, es por todos los latinos. Si los meleks regresan, necesitaremos toda la ayuda posible».

    Vicente quedó observando cómo César galopaba a toda velocidad; se encontraba frustrado, ya que deseaba patrullar con el rey mientras se encontrase en esa área. Pensando en esto, vio cómo Eliezer se paró delante de él. Vicente solo arqueó la ceja confundido.

    —Buenas tardes, brigadier; no hemos tenido tiempo de presentarnos. Soy Eliezer Ortiz, ministro de Infraestructura; vengo a supervisar las obras —expresó, mientras le daba la mano.

    Vicente, aún molesto por no poder cabalgar junto a su rey, caminó hacia delante pasando a un lado del ministro mientras decía:

    —Cumpla con las órdenes de su majestad; no hay tiempo que perder.

    El brigadier montó a caballo y corrió junto a sus soldados en dirección al centro de operaciones.

    Eliezer permaneció inmutable; en parte entendía la actitud del militar, y esperaría otro momento para presentarse ante el brigadier. El ministro sabía que el asunto de la Horda tenía a todos bajo una gran presión, y no era para menos, ya que el sitio donde estaban era uno de los más peligrosos en todo el territorio de los reinos latinos.

    Sin perder tiempo, Eliezer llamó al mensajero indicándole que lo siguiese. El informe tenía que ser redactado y entregado lo antes posible; su puesto y su vida dependían de eso.

    Después de despachar el mensaje, Eliezer fue al tráiler que se le había asignado; antes de subir a él se sacudió el polvo de los pantalones y los zapatos y se dispuso a entrar. El tráiler era modesto, pero tenía una cama individual cómoda, un escritorio y un baño. Para Eliezer esto era aceptable; recordaba sus humildes orígenes, que desde pequeño le enseñaron a vivir sin lujos; además, por la situación imperante, no era apropiado hacer ostentaciones.

    Después de descargar sus efectos personales, tomó unos papeles donde se detallaban informes sobre la cantidad de trabajadores, equipos y materiales que se contaban. El ministro, luego de darse una rápida ducha, permaneció leyéndolos y haciendo cálculos. A las siete de la noche salió para ir al comedor, donde le sirvieron un plato de cochinita pibil; Eliezer disfrutó la comida, que le recordaba a la que su madre hacía en su tierra natal.

    Mientras comía, conversó con algunos capataces y trabajadores para así escuchar opiniones y empaparse más del tema; todos sabían que a partir de ese día, por órdenes del rey, el ministro se encargaría de velar por el cumplimiento del plazo de la construcción. Al terminar la cena Eliezer se preparó para retirarse; entonces un mensajero entró rápidamente por la puerta que daba al comedor.

    —Buenas noches, señor ministro —dijo el mensajero.

    —Buenas noches, ¿qué se le ofrece, amigo?

    —Ministro, el brigadier solicita su presencia en el cuartel general.

    Eliezer asintió con el ceño algo fruncido y dijo:

    —Iré inmediatamente.

    El sol ya se estaba ocultando, eran las ocho de la tarde. Eliezer se montó en un todoterreno y se dirigió hacia el cuartel. Esta instalación militar estaba puesta por delante de

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