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Isabel la Católica: Reino de Castilla, 1451. Nace la enérgica mujer y excepcional gobernante bajo cuyo mandato se logrará el descubrimiento de América y la reconquista de Granada.
Isabel la Católica: Reino de Castilla, 1451. Nace la enérgica mujer y excepcional gobernante bajo cuyo mandato se logrará el descubrimiento de América y la reconquista de Granada.
Isabel la Católica: Reino de Castilla, 1451. Nace la enérgica mujer y excepcional gobernante bajo cuyo mandato se logrará el descubrimiento de América y la reconquista de Granada.
Libro electrónico626 páginas12 horas

Isabel la Católica: Reino de Castilla, 1451. Nace la enérgica mujer y excepcional gobernante bajo cuyo mandato se logrará el descubrimiento de América y la reconquista de Granada.

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Cristina Hernando Polo nace en Madrid el 6 de julio de 1970. Es psicóloga y trabaja desde hace más de diez años como orientadora en un instituto público de secundaria de Madrid. Previamente, ha trabajado como responsable de las secciones de psicología y sexualidad de una revista juvenil y como profesora de psicología en una escuela de turismo. También ha preparado opositores en una academia privada para el puesto que ella desempeña actualmente.Tiene escritos diversos cuentos y relatos breves y ha publicado diversos artículos de psicología escolar en manuales especializados.Le apasiona la lectura de novela histórica, así como de biografías de personajes ilustres. También disfruta con libros técnicos de psicología, especialmente de estimulación temprana. En esta su primera novela nos sumerge en la apasionante vida de una de las reinas más poderosas de todos los tiempos.
IdiomaEspañol
EditorialNowtilus
Fecha de lanzamiento1 ene 2010
ISBN9788497633963
Isabel la Católica: Reino de Castilla, 1451. Nace la enérgica mujer y excepcional gobernante bajo cuyo mandato se logrará el descubrimiento de América y la reconquista de Granada.

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    Isabel la Católica - Cristina Hernando Polo

    Isabel

    la Católica

    Grandeza, caracter y poder

    CRISTINA HERNANDO POLO

    NOWTILUS

    Colección: Novela Histórica

    www.nowtilus.com

    Título: Isabel la Católica

    Autor:© Cristina Hernando Polo

    Copyright de la presente edición © 2007 Ediciones Nowtilus S. L.

    Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madrid www.nowtilus.com

    Editor: Santos Rodríguez

    Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

    Diseño y realización de cubiertas:Carlos Peydró

    Diseño y realización de interiores: JLTV

    Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

    ISBN: 9788497634687

    Primera Edición Digital

    Conversión digital: Newcomlab S.L.L.

    A Isabel. Es mi deseo honrar tu memoria.

    A mis hijos. Gracias por estar cerca de mí.

    Tanto monta, monta tanto,

    Isabel como Fernando...

    Indice contenidos

    Portada

    Portadillas

    Legal

    Dedicatoria

    Cita

    Índice

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    CAPÍTULO XII

    CAPÍTULO XIII

    CAPÍTULO XIV

    CAPÍTULO XV

    CAPÍTULO XVI

    I

    1451

    Don Pedro González de Mendoza entró en la sala. El rey suspiró aliviado al ver que una sonrisa se dibujaba en su cara; sin duda, traía buenas noticias. El portador de la nueva agachó la cabeza y el torso en señal de reverencia.

    —¡Enhorabuena, majestad! Acabáis de ser padre.

    La alegría estalló en la sala. Todos los presentes se volvieron hacia Juan II de Castilla que no ocultaba su cara de satisfacción.

    —¿Niño o niña? —inquirió el rey.

    La pregunta era innecesaria pues de haber sido varón don Pedro González de Mendoza lo habría proclamado con aire ufano.

    —Niña, majestad.

    —¿Y cómo se encuentra la reina? Y el bebé, ¿goza de buena salud?

    —Vuestra esposa, la reina Isabel de Portugal, ha tenido un parto largo y difícil; se llegó incluso a temer por su vida. Pero no os inquietéis, majestad, ahora está fuera de peligro, razón por la que me he ofrecido yo mismo a ser el portador de esta noticia. Dejé a doña Isabel en muy buen estado, aunque con mucha fatiga en su cuerpo. Sin duda, el estar cerca de su bebé y su juventud le ayudarán a recuperarse rápido.

    Juan II de Castilla se perdió en el recuerdo de su bella mujer lusitana. Sonrió ante la idea de tener un calco de su esposa en el cuerpo de un bebé pues aunque, como cualquier monarca, ansiaba engendrar varones, el hecho de tener ya un heredero sano y joven, de dieciséis años, no hacía tan pesarosa la nueva de hoy.

    —Vuestro bebé —continuó don Pedro González de Mendoza— también se encuentra muy bien.

    Ajeno a los pensamientos del rey, pero atento a su mutismo, don Pedro se sintió obligado a volver a tomar la palabra. De su boca escapó un sincero deseo.

    —Sin duda será una mujer piadosa, ya que escogió el jueves santo para nacer —bromeó.

    Efectivamente, el 22 de abril de 1451, jueves santo, venía al mundo la que tiempo después se convertiría en la gran reina Isabel I de Castilla, que la historia conocería como Isabel la Católica. Don Álvaro de Luna continuó en un tono festivo.

    —A juzgar por las dificultades que ha dado en su nacimiento, ¡será una mujer de armas tomar!

    El monarca sonrió. Hubiera preferido que tal lisonja fuera dedicada a su primogénito, ya que su hijo Enrique mostraba un carácter demasiado sensible. Precisamente por ese motivo, don Álvaro de Luna, hombre de confianza del monarca, había propuesto como ayo del príncipe Enrique a don Juan Pacheco. Se trataba de un hombre inteligente y atrevido, que podría ejercer una influencia positiva sobre el heredero. Cierto era que también el caballero era arrogante y ambicioso, pero sus pecados eran tan habituales entre los nobles que se disputaban el privilegio de adquirir más cotas de poder que, por ser tan comunes, eran perdonables.

    Don Álvaro de Luna advirtió el silencio del soberano. Entendiendo sus sentimientos, optó por liberarle de sus obligaciones regias.

    —Majestad, si no mostráis ninguna contrariedad, daré órdenes inmediatas para que se prepare nuestra marcha —propuso—. No hay mucha distancia hasta Madrigal de las Altas Torres; pronto podréis conocer a vuestro retoño y abrazar a la reina. Estos asuntos de estado no son urgentes y bien pueden retrasarse unas horas.

    —Perfecto —agradeció el soberano.

    Y, sin quererlo, otra vez Juan II de Castilla se dejó llevar por los recuerdos del pasado. Rememoró aquel lejano día en que supo que su corona estaba asegurada, cuando su primera mujer, la entonces reina María de Aragón, le hizo padre por primera vez.

    Habían pasado muchas primaveras desde entonces, pero aún tenía vívida la imagen de aquella dicha, cuando tuvo ante sí al príncipe Enrique. Con esta segunda paternidad creía haber sentido un gozo mayor… o quizá simplemente su edad avanzada le hacía emocionarse con más facilidad.

    —¡Qué tontería! —apartó estos pensamientos de su mente—. Aunque doble la edad a mi mujer, no soy tan viejo. Y a pesar de mis cuarenta y seis años, esta no será la única vez que daré pruebas de mi virilidad...

    Horas después, don Álvaro de Luna regresó para informar al monarca que todo estaba previsto para su partida. Juan II de Castilla sonrió agradecido a su valido. Sentía una gran admiración por este hombre de cuerpo pequeño aunque robusto, cara menuda y mirada intrigante, amigo leal, buen consejero y fiel servidor, como acababa de demostrar, organizando todo con gran diligencia.

    La comitiva real abandonó Madrid y se dirigió a Madrigal de las Altas Torres, esa villa abulense tan querida por la reina Isabel de Portugal, pues en ese bello paraje tuvo lugar el desposorio que la encumbró a reina consorte de Castilla. Su esposo, Juan II, quiso entregar esta villa en arras a su mujer y ella decidió fijar allí su residencia.

    Cuando ya se avistaban las primeras señales de que estaban acercándose a la población, don Álvaro de Luna se adelantó para dar aviso de la llegada del rey.

    Una vez en el castillo, Juan II de Castilla se dirigió con paso presto a saludar a la reina y a conocer a su hija. Haciéndose acompañar por don Álvaro de Luna y por don Pedro González de Mendoza, subió al encuentro de su mujer. La reina, Isabel de Portugal, lejos de hallarse desmejorada, mostraba un aspecto envidiable. Tal era así que hasta el propio don Pedro González de Mendoza, que acababa de dejarla unas horas antes, se sorprendió y no pudo menos que imaginarse cuán radiante habría estado la mañana de su boda, aquel día que inspiró a su padre, don Iñigo de Mendoza, primer marqués de Santillana, ese poema que decía así:

    Dios os haga virtuosa,

    Reina bien aventurada,

    cuanto os hizo hermosa.

    Sin embargo, la reina mostraba un gesto altivo y serio y apenas se molestó en atender a los caballeros que habían entrado para ofrecerle sus respetos. Su cara se inclinó con un mohín de enfado, perfectamente estudiado para que fuera perceptible a todos los presentes, cuando su esposo se acercó a besarla. Don Álvaro de Luna, consciente de que los gestos de la reina estaban originados por su persona, pidió disculpas para ausentarse, pretextando la urgencia de unos asuntos del reino que habían de resolverse. El monarca le dio permiso y, al instante, la cara de Isabel de Portugal resplandeció con una amplia sonrisa que dedicó al condestable mientras este cerraba la puerta, cruzando su mirada con la de la reina. Don Pedro González de Mendoza, hombre sagaz y prudente, hizo lo propio, dejando a los cónyuges a solas. El rey suspiró pesaroso, pues le dolía la falta de afecto que su esposa sentía hacia su favorito. Aunque ¡si solo fuera falta de afecto…! Juan II de Castilla no se equivocaba al presentir que su Isabel no tardaría en arremeter contra su valido.

    —¿Sigues teniendo a don Álvaro cerca de ti? —preguntó Isabel—. ¿Acaso olvidas el pesar que eso me produce? ¿O… será que no te importa?

    —Isabel, no puedo prescindir de él. Es un hombre inteligente y apto para el buen gobierno.

    —Querrás decir —escupió ella con fiereza— para gobernar su propio interés; en poco tiempo ha escalado de paje real a ostentar los títulos de Condestable de Castilla, Conde de Santiesteban… ¡y Gran Maestre de la Orden de Santiago! Y todo ello con gran aumento de su patrimonio, claro.

    Juan II de Castilla guardó silencio. Le pesaban las palabras de su esposa y esperaba que el tiempo curara esta animadversión. La soberana, por su parte, trató de serenarse; no quería que su marido interpretara esta malquerencia como los caprichos de una joven reina recién desposada.

    —Juan, esposo mío —inició con ternura—. Si te hablo así, consciente del dolor que mis palabras te causan, no es por la preocupación de las cuentas de mi reino, sino por el temor que me supone el poder sin límites de que goza don Álvaro. Él dispone a su antojo, comete abusos, trama intrigas, desplaza a los que no comulgan con él, conspira a escondidas y… —la prudencia detuvo su voz.

    —¿Y? —inquirió el rey.

    —Y… —una saliva seca bajó por la garganta de Isabel de Portugal mientras reunía el valor para añadir— hasta… planea asesinatos.

    El monarca bajó los ojos en señal de asentimiento, pues de todos era conocido que había sido don Álvaro de Luna el que había intrigado para librarse del contador del rey entre otros. Isabel de Portugal no quiso añadir más, pese a que ardía de ganas de inquirirle acerca de la veracidad de los rumores que corrían en palacio, esos que implicaban a don Álvaro de Luna en la muerte de la anterior soberana, María de Aragón. Pero se mordió la lengua. Sabía que el rey negaría que su esposa hubiera sido envenenada y, más aún, que hubiese sido por mediación de su leal amigo, por lo que prefirió no avivar el fuego de la disputa con leños que no arderían a su favor.

    Era invierno; un viento glacial azotaba las paredes del castillo, un viento frío y seco, como el silencio que mediaba entre los esposos.

    —Olvidas —fue Juan II de Castilla el primero en salir de su mutismo— que don Álvaro me ha mostrado más lealtad que muchos de los cortesanos que nos rodean y halagan. Él ha luchado con tesón para librarme de los infantes de Aragón que durante tantos años han acosado mi trono y fue él quien me ayudó a escapar del secuestro que tan bien habían planeado. Él ha arriesgado su vida por mí mientras que yo, el rey de Castilla, le pagué con el ingrato precio del destierro… incluso en dos ocasiones —el monarca tuvo que hacer una pausa; su piel transpiraba vergüenza. Al rato, añadió con una voz suave— Isabel, don Álvaro siempre ha acudido en mi ayuda, a pesar del rencor que debía tenerme por mi mal pago. En el pasado, me equivoqué dos veces al dejarme arrastrar por las injurias y vilipendias de nobles envidiosos; te ruego que no me hagas volver a caer en el mismo error.

    —Recuerda —replicó Isabel de Portugal— que él actúa en su propio beneficio.

    —Que también es el mío —apostilló Juan II de Castilla con el tono de voz elevado—, pues si yo me mantengo en el poder, él también estará encumbrado. Por otra parte, no puedo reprocharle el defecto que es común en todos los Grandes de Castilla; nadie actúa si no es por interés personal.

    Isabel de Portugal calló, consciente que no mudaría el afecto de su marido hacia don Álvaro de Luna. La firmeza del monarca era tal que ella no quiso desgastar sus argumentos poniendo voz a los pensamientos que pujaban por salir a gritos de su garganta. ¿Cómo podía estar tan ciego? ¿Cómo era posible que el monarca no se sintiera un títere en sus manos? Don Álvaro había estado al servicio de Juan II de Castilla desde que el rey tenía tres años; siendo así, su valido conocía todas sus debilidades… que eran muchas en las cosas del gobierno. ¿Cómo no iba don Álvaro a apoyarle en el pasado? ¿No era acaso fácil mudar el rencor por la ambición de poder? ¿No eran todas las penalidades soportables cuando el gobierno de Castilla se alzaba como una promesa futura?

    —Sabes que te amo y acabo de demostrártelo al engendrar en ti tan precioso bebé, que no es el sello de una alianza matrimonial sino el fruto de un verdadero amor. Por eso, te suplico que no vuelvas a pedirme que aleje de mí a la única persona que siempre me ha sido fiel —concluyó Juan II de Castilla con una mirada suplicante.

    La reina apartó la mirada en señal de asentimiento, pero no aceptó el desenlace de la disputa. Ella era mujer de gran tesón para las empresas importantes y esta era una de ellas. No quería en la corte a don Álvaro de Luna, una persona tan ambiciosa y con tanto poder que podría volverse contra ella… o contra los suyos; la reciente maternidad le había hecho vulnerable y miedosa. Don Álvaro seguía contando con el favor de su marido, pero solo de momento. Ella sabría buscar la ocasión más propicia para retomar el asunto y sabía que la victoria sería suya. Podía leer en los ojos de su marido que le daría todo cuanto ella pidiera… —Venid —le rogó Isabel de Portugal con aire apaciguadorrecemos a la Virgen María para que cuide y proteja a nuestra pequeña.

    No muy lejos de allí, dos personajes de la corte también hablaban sobre el suceso.

    —¡Un bebé! —refunfuñó malhumorado el príncipe Enrique—. ¡Mi padre ha tenido descendencia!

    El heredero se levantó y echó la misiva al fuego; sus ojos contemplaron cómo las llamas devoraban aquel papel. ¡Si pudiera destruirse la noticia también! Elevó su brazo izquierdo sobre su cabeza y fue a apoyarlo, flexionado, en la pared de la chimenea. La piedra estaba caliente, acogedora. El heredero hundió su rostro en el hueco creado por su codo.

    —Oh, no debéis tomároslo de esa manera —repuso divertido don Juan Pacheco, marqués de Villena—, la noticia no podía ser más halagüeña para vos.

    —No os burléis de mí, marqués —se giró para encararle—. Sabéis que no tengo aprecio a la nueva esposa de mi padre… una mujer que bien podría ser la mía, dada su juventud.

    —Como siempre, os perdéis en sentimientos dolientes sin buscar vuestra ganancia.

    —¿La hay? —repuso con escepticismo el príncipe.

    El marqués de Villena inició su exposición con voz calma y sugerente. La sonrisa no se había desvanecido de sus labios.

    —El hecho de que vuestro padre engendre más hijos no hace sino afianzar vuestra sucesión al trono, pues refuerza la corona en la dinastía Trastámara. Por otra parte, al tratarse de una niña evita el riesgo de luchas fraticidas por el poder y os sirve en bandeja de plata una alianza matrimonial que os asegurará la paz con algún reino vecino.

    El príncipe Enrique sonrió también y se alejó del calor sofocante del hogar. Como tantas otras veces, agradecía tener cerca de sí a su fiel amigo, don Juan Pacheco, el sagaz hombre capaz de trocar los problemas en provecho propio. Se sentó junto a él.

    —Creedme —concluyó el ayo con su permanente sonrisa—, dejad que el monarca engendre niñas y vuestro reinado será pacífico y próspero. Vos, por vuestra parte, preocupaos también de concebir.

    El príncipe Enrique dudaba sobre la intención de sus últimas palabras. Además de atrevidas, resultaban hirientes, incluso ofensivas, por venir de quien venían: el marqués de Villena era el único que conocía todos los esfuerzos que el príncipe había realizado por lograr tal fin, pero ni los brebajes, ni las curas medicinales, ni los preparados afrodisíacos, ¡ni tantos remedios probados!, habían conseguido que su esposa Blanca… Hasta pronunciar el nombre resultaba doloroso, pues inevitablemente le retrotraía al color de la sábana que once años atrás fue motivo de tanta vergüenza y humillación. ¡Aquella maldita sábana blanca!

    Por la noche, Enrique IV rememoró en sueños los dolorosos recuerdos pasados. Sus ojos cerrados le devolvían la imagen inocente de su mujer, Blanca de Navarra, el día en que se celebraron los esponsales. Ella contaba tan solo doce años, por lo que la costumbre de la época obligaba a los contrayentes a vivir separados hasta alcanzar la mayoría de edad. Tres largos años tuvo el príncipe Enrique de tregua.

    Cuando, al fin, ella llegó a las quince primaveras, se preparó la ceremonia de confirmación del matrimonio. La misa de velaciones tuvo lugar en el Monasterio de San Benito, en Valladolid. La princesa Blanca llegó acompañada de su madre. Él solo podía contar con la presencia de sus hombres de confianza, pues su progenitora ya descansaba en tierra y su padre… pretextó asuntos de gobierno para no asistir al evento.

    El sueño atrajo a la memoria el recuerdo de aquella trágica velada. Ambos cónyuges estaban cubiertos con un velo de seda, como era la tradición. Cuando el prelado finalizó la homilía los contrayentes se dispusieron para levantar el lienzo. Estaban arrodillados uno enfrente del otro y debían descubrir sus rostros al unísono para enfrentar sus miradas. Llegó el momento. El príncipe Enrique apartó la tela de su cara pero doña Blanca de Navarra seguía cubierta por la suya.

    Con movimientos nerviosos, la joven esposa trataba de zafarse del velo, pero este se había enganchado en uno de los adornos de su gracioso tocado. La novia estaba compungida y avergonzada; todas las miradas estaban puestas sobre ella y sus torpes dedos, que no acertaban a liberarla.

    Enrique IV se agitó en el lecho. Aquello no era como él lo recordaba. La congoja de Blanca había durado solo unos segundos. Cuando retiró el velo, su rostro lucía un intenso rubor carmesí en sus mejillas y una mal disimulada sonrisa en sus labios. Enrique IV recordaba su expresión angelical. Su impericia le había acercado a un esposo que siempre se sentía torpe.

    Pero eso no era lo que su sueño mostraba. Morfeo se deleitaba en deformar los recuerdos. La novia seguía presa de aquel velo, que esta vez era blanco, de un resplandor inmaculado. Los dedos de Blanca que habían adquirido unas dimensiones desproporcionadas se afanaban por desenredar aquella tela, pero más bien parecía que en vez de dedos eran agujas que tejían una red con hilo níveo.

    Enrique IV se giró; el sudor se dibujó en su frente. Sus ojos seguían cerrados, pero presas de una gran agitación.

    La agonía continuaba para Blanca de Navarra que ahora gritaba a su recién desposado que le ayudara a desasirla. Él permanecía imperturbable, hierático, inmóvil. Algunas damas se acercaron a asistir a Blanca de Navarra. Sus rostros estaban deformados por una amplia sonrisa burlona. Al fin, lograron apartar la prenda.

    Todas las miradas seguían posadas en la novia, salvo la del que ya era legalmente su marido. El príncipe Enrique mantenía los ojos fijos sobre aquel velo que había quedado abandonado en el suelo. Su color inmaculado le tenía hipnotizado. Nunca había visto una tela tan deslumbrante; su claridad le hería las pupilas, pero no podía dejar de mirarlo. Oyó la voz de su esposa, que lo instaba a mirarle pero él seguía hechizado por el velo blanco.

    —Enrique, mírame —repetía Blanca de Navarra.

    La voz sonaba rítmica, melodiosa, como imaginó Enrique IV que serían los cantos de sirena. Entonces, desvió la mirada de la seda abandonada en el suelo y enfocó a su esposa. La visión le sobresaltó. Esta aparecía cubierta por una sábana blanca, tan inmaculada como el velo que aparecía en el suelo, pero apenas perceptible pues una gran mancha carmesí la cubría casi en su totalidad, una gran mancha de sangre.

    Las órbitas de Enrique IV se movían nerviosas. Casi todo el lienzo estaba cubierto por la sangre, un fluido que resbalaba también entre las piernas de Blanca de Navarra, visibles por debajo de la sábana. Enrique IV se agitó en su catre. Una risa nerviosa, como de ultratumba, escapaba del rostro que, otra vez, permanecía oculto bajo la sábana. Era ella, Blanca de Navarra, quien se escondía tras el velo cubierto de sangre, pero su carcajada sonaba distinta.

    El monarca transpiraba el miedo por su piel. El sudor se había extendido por todo su cuerpo. Blanca de Navarra permanecía prisionera de su sábana, riéndose a carcajadas. Con unas risotadas graves… varoniles… iguales que… las de… ¡don Juan Pacheco!

    Enrique IV se incorporó en el lecho, presa de una gran agitación y con los ojos desmesuradamente abiertos.

    La reina Isabel de Portugal calmó su ira, resignada a claudicar. Durante un año había intentado todo: zalamerías, ruegos, disputas, súplicas infantiles, reproches… y ahora esta discusión tan intensa. Inútil, todo inútil. Su marido estaba dispuesto a no ceder. Jamás le había visto mantener una postura con tanta firmeza y jamás se había visto a sí misma tan fuera de control como hoy. Durante estos años de matrimonio, él no le había negado nada, salvo esto y a pesar de la insistencia que ella había demostrado. La confianza ciega en sí misma la había abandonado y ahora, en la penumbra de su habitación, admitía que don Álvaro de Luna siempre se mantendría en su puesto. Si al menos no se sintiera tan mal por su estúpido y cruel comportamiento de esta tarde… El rey Juan II de Castilla se sentía cansado, especialmente cuando su mujer iniciaba uno de sus ataques contra don Álvaro. Y este último año había sido especialmente difícil; hubo incluso ocasiones en las que estuvo tentado de ceder, pero el recuerdo de la lealtad de su privado asomaba a su mente y triunfaba su obstinación de mantenerle en su cargo.

    Había confiado en que su mujer le tomaría aprecio, pero se equivocó; ahora solo esperaba que Isabel desistiera de su terco empeño al constatar su decisión inquebrantable. Sin embargo, ¡su amada podía ser tan tenaz cuando se encaprichaba de algo!

    Juan II de Castilla suspiró con tristeza. La discusión de hoy había sido tan virulenta que su esposa mantendría un intencionado mutismo durante varios meses. Y eso le apenaba profundamente. Le pesaban los días que debía ausentarse de Madrigal de las Altas Torres, pero más aún las jornadas que permanecía allí sin tener a su querida Isabel cerca; esa distancia, estando tan próximos, resultaba amarga.

    Esa noche, durante la cena, apenas hubo entre ellos un intercambio formal de frases protocolizadas. Juan II de Castilla miraba a hurtadillas a su esposa, prendado del esplendor de su rostro, tal vez porque la ira de esa tarde había tiznado sus mejillas de carmesí o tal vez porque la reina lucía una mirada distinta… unos ojos brillantes que denotaban que había estado bastante tiempo llorando.

    Isabel de Portugal no hablaba pero… observándola bien… parecía que sus gestos delataban deseos de reconciliación. Tal vez su mutismo no se debía a su enfado sino a la vergüenza por su comportamiento de esta tarde.

    Instantes después, el monarca ensayó un acercamiento e Isabel de Portugal sonrió. Esa velada su esposa no solo no le rechazó, sino que se mostró harto complaciente. Nueve meses más tarde, el 17 de diciembre de 1453, nacería su segundo retoño, el infante Alfonso.

    A la mañana siguiente, los ojos de Isabel se mostraban igualmente brillantes, aunque esta vez debido a que irradiaban felicidad.

    —Guardias —dijo con voz calma—, llamad a don Álvaro de Luna a mi presencia.

    El aludido acudió presto al encuentro de la reina, lleno de inquietud, pues no desconocía que su presencia no era del agrado de la soberana. Al llegar, sin embargo, se tranquilizó; Juan II de Castilla también estaba presente. Sin embargo, el monarca rehuyó su mirada y esto alertó al valido. Reparó, además, en que las manos de los esposos estaban entrelazadas.

    Los reyes estaban a solas; tan solo la presencia de los guardias rompía la intimidad de ese momento. Isabel de Portugal contempló a su esposo antes de tomar la palabra y este le correspondió con una mirada repleta de complicidad, aunque al preferido del rey le resultó lúgubre. Ella centró su atención en el valido. Con una voz alta y fresca, aclaró sus dudas. En esos pocos segundos, la vida de don Álvaro de Luna tomó un rumbo nuevo.

    Un año después, en 1454, el príncipe Enrique era reconocido como Enrique IV, el nuevo rey de Castilla y León. Apenas hacía dos días que su padre yacía muerto, pero el gobierno de un reino no podía guardar un largo luto. Su primera orden fue muy clara: Isabel de Portugal, junto a sus dos hijos, debía abandonar su residencia de Madrigal de las Altas Torres y dirigirse a Arévalo.

    Sus siguientes objetivos se centraron en procurar la paz para su pueblo. Para ello se iniciaron negociaciones con los reinos vecinos: Navarra, Portugal y Francia. Como resultado de estos acuerdos, se fijó el desposorio de su hermana Isabel con el infante Fernando de Aragón. La elección no podía ser más acertada, ya que el prometido era hijo de don Juan, infante de Aragón y rey consorte de Navarra. Su parentesco le ligaba también a Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón, de quien era sobrino. La alianza matrimonial, por tanto, garantizaba la paz con Navarra y Aragón, reinos con los que su padre, Juan II de Castilla, había tenido múltiples enfrentamientos. Los prometidos apenas contaban tres años de edad, pero eso no era óbice para que no sirvieran a los intereses políticos de sus respectivos reinos.

    Igualmente, se acordaron las segundas nupcias de Enrique IV con doña Juana de Portugal, hermana del rey luso, Alfonso V. Este acuerdo prometía una paz duradera con el país vecino, al tiempo que avivaba la esperanza de lograr descendencia que asegurara la sucesión al trono. Hacía un año que el Papa había anulado su anterior matrimonio con Blanca de Navarra, por lo que el monarca podía desposarse de nuevo; ahora, más que nunca, se imponía la necesidad de engendrar un varón.

    Enrique IV se perdió en el pasado, en el recuerdo de aquella noche… La misa de velaciones había transcurrido sin sobresaltos, salvo por el insignificante retraso de Blanca de Navarra en desasir su velo, enredado en el broche que lucían sus cabellos. Después, los presentes se dirigieron al salón de ceremonias, lujosamente engalanado para la ocasión. Los recién desposados se sentaron juntos. Blanca estaba espectacular; el rubor de sus mejillas se había atenuado, resaltando su aspecto virginal. Su cabello negro se recogía atrás, dejando una nuca despejada, que acentuaba el contraste de su inmaculada piel con sus mechones azabache. Cuando ella se giró para dirigir unas palabras a su madre, el príncipe Enrique pudo reparar en el broche que había sido causa de un incidente tan divertido. Los rubíes engarzados entre aquellas perlas le recordaron el débito que debía cumplirse esa noche. Una inquietud sacudió su cuerpo, pero se tranquilizó. Hacía ya tiempo que no era mancebo; había yacido con mujeres que le habían enseñado las artes de amar y, a pesar de su inseguridad, creía que esta noche estaría a la altura de las circunstancias.

    La cena fue abundante, muy al uso. El príncipe Enrique se incorporó; el convite había llegado a su fin y tocaba ahora la retirada de los novios. El heredero sintió el peso del vino embotando su mente. Había bebido en exceso, en parte obligado por la copiosa comida y, en parte, necesitado para vencer la intranquilidad que se iba apoderando de él a medida que la noche iba extendiendo su manto negro. Los invitados estaban complacidos con el banquete y procedieron a levantarse también.

    Todas las miradas estaban fijas en los contrayentes. El heredero tomó a Blanca de Navarra de la mano y la encaminó hacia los aposentos. Un ingente número de curiosos les siguieron. Llegaron a la alcoba. Los tres notarios que se apostillaban ante la puerta se pusieron en pie antes de inclinarse en una protocolizada reverencia. El príncipe Enrique les saludó. Ellos recuperaron su compostura y escudriñaron el rostro de la recién desposada. Sus caras se deshacían en una amplia sonrisa, con la que pretendían alentar el ánimo de los novios, pero que debilitaron al monarca, abrumado por el peso de la responsabilidad.

    El príncipe Enrique empujó suavemente de la cintura a Blanca de Navarra, para animarla a entrar en la alcoba. Ella entonces se soltó de la mano y él notó sus piernas flaquear. El apoyo de su mujer era necesario para continuar andando; el vino embriagaba sus sentidos. Unas damas, de paso ágil, se apresuraron a seguir los pasos de la princesa, cerrando la puerta tras de sí.

    El príncipe Enrique permanecía inmóvil, a ese lado del dintel, incapaz de avanzar sin sentir que los muros se le venían encima. No se había girado para evitar encarar las miradas cómplices de los que habían querido acudir como testigos de tan feliz acontecimiento.

    En el interior del aposento, las damas se acercaron a su señora que las esperaba cerca del lecho y, con gran diligencia, procedieron a asistirla para que pudiera yacer con su marido con total comodidad. A tal fin, la desnudaron y deshicieron su tocado. El peine acarició su cabello, mientras que otra dama esparcía esencia de rosas por las zonas recónditas de su piel. Blanca de Navarra permanecía solícita y colaboradora.

    Cuando la princesa ya estuvo preparada, las damas la mandaron acomodarse sobre el lecho. A continuación, colocaron las sábanas graciosamente sobre su cuerpo; dispusieron también su largo cabello rizado a ambos lados de sus hombros. Blanca de Navarra lucía espectacular. Las damas estaban satisfechas con su trabajo, por lo que abandonaron a toda prisa los aposentos reales.

    El heredero dejó salir a las damas antes de adentrarse él en la alcoba. Cerró la puerta tras de sí y respiró hondo. Atrás quedaba una gruesa comitiva, encabezada por tres notarios que darían fe del desfloramiento de la princesa. Era llegada la hora de yacer junto a ella, pero el príncipe Enrique no se atrevía. Ella esperaba con el cuerpo inerme y una expresión hierática en su rostro, aunque su alma se deshacía de desconcierto.

    El príncipe Enrique nunca supo cuánto tiempo estuvo de pie, inmóvil, esperando que la Providencia cambiara su destino. Pero todo permaneció imperturbable; hasta el rostro de su esposa seguía siendo el mismo. A pesar de que ella debía estar interrogándose sobre el motivo de la espera, su faz seguía mostrándose angelical.

    Al fin, el príncipe avanzó unos pasos, tímidamente. La visión del cuerpo desnudo de su mujer, cubierto por esa fina sábana, lejos de envalentonarle le inspiró temor. Se acercó a Blanca de Navarra, tratando de vencer el peso del vino para no desplomarse sobre ella. La joven mantuvo su expresión neutra. Su marido se tumbó sobre ella y la contempló. Ella no devolvió la mirada; sus ojos seguían fijos en algún punto del techo, ni siquiera pestañeaba. Si no fuera por su respiración agitada, mezcla de temor y excitación, el príncipe Enrique habría dudado de que estuviera viva.

    El heredero decidió no demorar más el lance e hizo posesión de su mujer.

    Instantes después, la puerta de la alcoba era abierta por un compungido príncipe heredero. Su esposa Blanca permanecía oculta tras el quicio de la puerta, avergonzada. No se atrevía a enfrentar la mirada de los tres notarios y menos aún del cortejo de curiosos que aguardaban expectantes que los contrayentes mostraran la sábana.

    El príncipe avanzó unos pasos con el lienzo entre sus manos. Los testigos no le prestaban atención; sus ojos escudriñaban el lienzo para advertir la mácula carmesí. Pero era inútil. Enrique extendió la sábana y dirigió una mirada lúgubre a los tres notarios. Estos se miraron entre sí con gesto serio antes de dirigirse al monarca.

    —Entonces —dijo el de más edad- ¿la sábana está impoluta?

    El heredero asintió con la cabeza y mirada huidiza. Hubo un murmullo, acompañado de algunos suspiros femeninos y expresiones de pesar. Los tres notarios volvieron a mirarse entre sí. El más joven era el que más dudaba. ¿Debían dar fe de que la tela blanca seguía siendo del mismo color? ¿Someterían al monarca a tal humillación? El acta que levantó el notario de más edad acalló sus interrogantes: en él se daba constancia de que la princesa Blanca seguía siendo doncella. El príncipe Enrique sintió sus miradas de decepción clavarse como dagas en su corazón y tuvo deseos de llorar. Su esposa Blanca de Navarra permanecía parapetada tras la puerta, pero él podía sentir sus sollozos.

    Su infortunio duró trece largos años. Después, Castilla reconoció la impotencia perpetua de su príncipe y se pudo anular el matrimonio. El feliz desenlace dejó, sin embargo, un poso amargo en el ánimo de Blanca de Navarra, pues la incapacidad sexual de Enrique solo se circunscribió al lecho conyugal. Doña Guiomar, doña Catalina de Guzmán y otras nobles segovianas testificaron haber yacido con el heredero; alguna de ellas lo refrendó con una voluminosa barriga...

    Enrique IV maduraba ahora su ardid pasado con la calma que da la distancia. En esos días, pudo sostener la mirada al pueblo, aunque no así la ira de los reinos vecinos; el infante don Juan de Aragón, rey de Navarra y padre de la afrentada, se enconó contra el yerno que, lejos de fecundar el vientre de su esposa, había preñado la imaginación popular. El rey aragonés, Alfonso V, se hizo eco del agravio inflingido a su sobrina.

    En esas circunstancias, la diplomacia castellana debía esmerarse en volver a atraerse las simpatías de Navarra y de Aragón o, al menos, su indiferencia. Enrique IV esperaba impaciente la respuesta del infante don Juan; si aceptaba el desposorio de su hijo Fernando de Aragón con la infanta Isabel de Castilla, las reticencias de los reinos vecinos habrían sido salvadas.

    En la villa abulense de Arévalo, transcurría la vida de los infantes Isabel y Alfonso. Ella, al nacer su hermano, se había visto desplazada en la línea sucesoria al trono de Castilla. Sin embargo, esta injusticia en las leyes de sucesión dinástica, que relegaba a las mujeres por detrás de los varones, jamás se interpuso en el cariño que los dos hermanos se profesaron.

    Los años pasaron sin prisa en su nueva residencia. Los infantes compartieron juegos y complicidades, aunque también momentos de tristeza, pues la vida no era tan holgada como antes. No obstante, la vida austera no les preocupaba tanto como… Algo inquietante acaparaba su atención… algo que sus mentes infantiles no acertaban a explicar… algo que les llenaba de temor y de lo que nadie parecía querer hablar. Frecuentemente, los juegos de los pequeños Isabel y Alfonso quedaban interrumpidos por un grito desgarrado de mujer: ¡Don Álvaro, don Álvaro!. Asomando el rostro entre las almenas, una mujer desvaída repetía una y otra vez ese nombre a gritos y todos, salvo los infantes, parecían no verla.

    El rey Enrique IV estaba agitado. La historia se repetía; su segunda mujer, Juana de Portugal, seguía sin dar heredero a la corona. Las humillaciones sufridas con Blanca de Navarra no eran nada en comparación con las que padecía ahora. ¡El pueblo se mofaba de nuevo de su virilidad! Y no era para menos. Después de cinco años de matrimonio, el vientre de la soberana Juana, seguía yermo.

    Alfonso V de Portugal se dolía con la humillación de su hermana, a pesar de que no había sido tan pesarosa como la de Blanca de Navarra, pues Enrique IV, anticipándose a lo que sospechaba que sucedería, derogó la ley de los notarios. De esa manera, el lance de la noche de bodas quedaba para la intimidad de los contrayentes, protegido de la curiosidad del pueblo. Aun así, era fácil deducir la falta de sexo en esa velada y en todas las demás que compartieron los monarcas en ese largo lustro. De nuevo, coplas y pícaras tonadillas proclamaban la impotencia del monarca castellano.

    El marqués de Villena entró en la sala, ahuyentando los pensamientos del rey.

    —Ya están iniciadas las negociaciones para que la infanta Isabel se despose con Carlos de Navarra, príncipe de Viana —anunció don Juan Pacheco.

    Alfonso V el Magnánimo había muerto. Su hermano, el infante don Juan, había ascendido al trono aragonés. El ahora Juan II de Aragón, seguía siendo rey de Navarra, pero su reinado se había vuelto inestable. Al morir su esposa, la auténtica propietaria de la corona de Navarra, había nombrado en su testamento a su primogénito Carlos como príncipe de Viana. Juan II de Aragón se resistía a ceder el cetro de este reino a su hijo Carlos.

    En ese momento estratégico, Enrique IV anuló el compromiso de su hermana Isabel con el infante Fernando y ofreció la mano de la infanta Isabel a Carlos de Navarra, príncipe de Viana.

    —Estas nupcias servirán a mis intereses políticos… al tiempo que alejarán una posible rival al trono —repuso Enrique IV de Castilla.

    Una sonora carcajada retumbó en la sala. Don Juan Pacheco se mofaba del rey. ¿En serio creía el monarca que una chiquilla alejada de la corte suponía un peligro? Enrique IV no se dejó amilanar e increpó al marqués de Villena.

    —¿Y qué hay de mi hermano, el infante Alfonso? ¿También os parece desdeñable la amenaza que representa?

    —Vuestra única amenaza… se halla en vuestro sexo, majestad —respondió don Juan Pacheco, con una sonrisa, tan amplia como hiriente.

    —Habláis con gran atrevimiento, marqués —se quejó el soberano.

    —Y gran sinceridad —repuso el aludido, sin prestar atención a los sentimientos del rey.

    Acto seguido, el marqués de Villena salió de la sala con paso presto, sin advertir que el nuevo paje del rey estaba a punto de entrar. Don Juan Pacheco arrolló al mozo, que estuvo a punto de caer.

    —Aparta, zagal —masculló con desprecio el marqués, en lugar de las debidas disculpas.

    El joven, llamado Beltrán de la Cueva, se hizo a un lado y contempló con admiración a don Juan Pacheco. A pesar del mal trato que este le profesaba, el muchacho seguía admirándole, pues el hombre que ahora se alejaba había promocionado desde ayo del entonces príncipe Enrique hasta valido del mismo Enrique que ahora se sentaba en la silla real. Beltrán de la Cueva aspiraba a emular sus pasos. ¡Algún día llegaría a ocupar un alto cargo en la corte! Confiaba en sus posibilidades y estaba seguro de que la suerte jugaría a su favor.

    De hecho, había sido un golpe fortuito el que había encaminado su futuro a la corte, hacía tan solo unos meses. Todo sucedió cuando el rey Enrique IV se dirigió a Úbeda. Unos asuntos del reino exigían su presencia en esa plaza. Se decidió su alojamiento en la casa del regidor de la villa. La estancia transcurrió con total sosiego para el monarca; tales eran las cortesías del anfitrión. Antes de emprender el periplo que le conduciría de nuevo a la corte, Enrique IV se sintió obligado a corresponderle.

    —Don Diego, estoy en deuda con vos —dijo el soberano—. Vuestra hospitalidad es inmensa.

    —Vuestro agradecimiento ya es suficiente pago, majestad. Todas las atenciones para vos son pocas.

    —Sin embargo, yo me siento vuestro acreedor. A tal fin, quisiera pediros la tutela de vuestro hijo primogénito. Me acompañará a la corte y le será garantizado un puesto a mi servicio, como paje de lanza; con un buen sustento, por supuesto.

    El mozalbete estaba, por causalidad, presente en la conversación. Se hallaba de pie, junto al quicio de la puerta, con las manos enlazadas a la espalda y la cabeza gacha. Su actitud humilde agradaba al monarca, hastiado de caballeros prepotentes henchidos de soberbia. Al oír las palabras del rey, sus ojos implorantes se fijaron en su padre. El soberano malinterpretó este gesto. Creía que el joven suplicaba a su progenitor que accediera a tan suculenta promesa. Los anhelos del chaval, por el contrario, estaban muy alejados de la corte y muy próximos a su hogar. Su padre lo sabía, pero ignoraba cómo rechazar la oferta del monarca, sin enojarle.

    —Sois muy generoso, majestad… —el corregidor hablaba despacio y en voz baja.

    —Vuestro estado no es el que corresponde a un padre dichoso —adivinó el soberano—. ¿Hay algún impedimento, algo que os turbe?

    —Majestad… yo… —titubeó el aludido.

    —Hablad con franqueza, os lo ruego. No deseo causaros mal, sino agradaros.

    —Veréis mi primogénito ya está comprometido. El desposorio promete un futuro estable para mi hijo y mi familia. En cambio —se apresuró a añadir—, mi hijo Beltrán no tiene aún definido su destino. Si Vuestra Alteza tuviera a bien llevarse a este en lugar de a aquel.

    El monarca asintió con una sonrisa, mientras su mano se escondía tras sus ropajes. Parecía estar buscando algo. El regidor no se atrevió a articular palabra. Enrique IV encontró lo que pretendía. Su mano hizo aparición portando una pequeña bolsa de terciopelo granate.

    —En tal caso, se hará como vos proponéis. Y para evitar rivalidades entre hermanos, aceptaréis entregar de mi parte estas monedas a vuestro vástago —comenzó mientras miraba al mozo—. Esto servirá para celebrar sus nupcias con todo el honor que merece.

    —Majestad, yo…

    Enrique IV interrumpió su agradecimiento con un gesto. Alzó la mano para imponer silencio y acto seguido, dio orden a don Juan Pacheco de comprar un equino para el muchacho que acababa de entrar a su servicio. Cuando todo estuvo preparado subió a su montura y se despidió del regidor. Don Beltrán de la Cueva montó su caballo y se puso a la cola de la comitiva, con el semblante iluminado por una mirada esperanzada.

    Carlos de Navarra, príncipe de Viana, rechazó la propuesta matrimonial con la infanta Isabel, consciente de que eso avivaría las tensiones con su padre. No deseaba agigantar la brecha que les desunía, antes de que su herencia estuviera asegurada: su progenitor seguía sentándose en el trono que le pertenecía.

    La red de confidentes era extensa y efectiva. Juan II de Aragón conoció, por obra de ciertos delatores, de los contactos secretos entre su hijo Carlos y Enrique IV. Sospechando perversas intenciones en estos encuentros clandestinos, mandó encarcelar a su vástago, acusado de conspiración. El castillo de Azcona fue la cárcel que acogió al príncipe cautivo.

    Poco tiempo después, se aclaró la negativa que el joven había dado a la propuesta castellana y Juan II de Aragón le liberó. Pero la fortuna ya había dejado de velar por el heredero de Navarra. Apenas unos meses después, su alma huía de la prisión de su cuerpo. El funeral por Carlos, príncipe de Viana, anuló las intrigas de Enrique IV.

    Ajena a los entuertos que giraban sobre su desposorio, la infanta Isabel mantenía una vida humilde en el castillo de Arévalo. Esa noche los gritos volvieron a sonar. El viento trasladó lejos de las almenas ese lamento de mujer, aunque en la fortaleza, como de costumbre, nadie pareciera oírlos. Ni siquiera esta vez los pequeños infantes se giraron, tan acostumbrados como ya estaban a las excentricidades de su madre, Isabel de Portugal.

    La que antes fuera reina de Castilla, erraba ahora sin rumbo entre las almenas del castillo, exhalando desconsolada el nombre del que años antes había sido su protector. Doña Isabel de Portugal se perdió en el recuerdo de aquel tiempo pasado, cuando el condestable llegó a tierras lusitanas para trasladarla de la protección de su primo, Alfonso V de Portugal, a la de su prometido, Juan II de Castilla. Su primer contacto con el reino castellano había sido él, el odioso Álvaro de Luna, el preferido del monarca, el ambicioso y pérfido, el que había cometido abusos de poder, atropellos e inmoralidades…

    Pero, ¿qué derecho tenía a juzgarle? Don Álvaro solo debía dar cuentas ante Dios, como también ella comparecería algún día ante Él, para responder por sus pecados, como única responsable de la muerte del valido, así como del rey Juan II de Castilla.

    La pequeña Isabel se acercó a doña Beatriz de Bobadilla.

    —Mi madre está cada vez más cerca de perder la razón, pero nadie parece querer hablar del tema. Doña Beatriz, estoy segura de que vos sabéis algo que no me queréis contar.

    La aludida guardó silencio; tal era su costumbre cuando la infanta la interrogaba sobre este tema. En ese momento, doña Isabel de Portugal descendió de las almenas y se dirigió a sus aposentos, pasando por delante de su hija sin verla; sus ojos vidriosos solo contemplaban imágenes del pasado: cuando ella hizo traer ante sí a don Álvaro de Luna para darle la noticia.

    La visión de su madre recargó las fuerzas de la infanta Isabel.

    —Doña Beatriz —insistió la infanta— sois la hija del alcaide de esta fortaleza y además, sois mayor que yo; estas ventajas os permiten participar en conversaciones que a mí me están vedadas. Os lo suplico ¿qué sabéis de mi madre que yo ignoro? ¿Quién es ese don Álvaro al que tanto nombra?

    Doña Beatriz de Bobadilla vaciló, pero la expresión de súplica de la infanta la envalentonó.

    —Se trata de don Álvaro de Luna, el favorito de vuestro padre, Juan II de Castilla.

    —¿Don Álvaro de Luna? ¿Y por qué motivo le nombra mi madre?

    Doña Beatriz de Bobadilla abrió la boca para decir algo, pero tan solo salió una forzada tos con una torpe disculpa para retirarse. La infanta Isabel no se descorazonó; ya estaba hecha a que los moradores del castillo rehusaran hablar del tema.

    Su amiga Beatriz se había retirado por el mismo camino que acababa de seguir su madre, Isabel de Portugal, la que tiempo atrás fue reina y podía dictar las órdenes que deseara, como la que transmitió a don Álvaro de Luna cuando le tuvo ante sí, aquel lejano día en que ordenó a los guardias traerle a su presencia. La inquietud del valido se tornó estupefacción cuando escuchó las órdenes de la reina consorte.

    —Guardias —pronunció la soberana sin desdibujar su sonrisa—, apresadle.

    Los soldados dudaron; no estaban seguros de haber entendido que debían aprehender al favorito del rey, por eso sus miradas escépticas se dirigieron a este que con un débil movimiento de cabeza y una mirada pesarosa confirmó la sentencia.

    —¿De qué se me acusa? —quiso saber don Álvaro de Luna, lleno de estupor.

    —Lo sabréis a su debido tiempo —contestó la reina Isabel de Portugal con voz altiva.

    Giró el rostro hacia su esposo Juan II de Castilla, cuya voz apaciguadora se había alzado por encima de la suya.

    —No temáis, don Álvaro. Os prometo que vuestra vida y vuestros bienes estarán a salvo.

    En su voz se advertía que el monarca lamentaba esta situación y, más aún, ser el testigo timorato que no hacía nada por impedirlo. Don Álvaro le creyó y no intentó defenderse; su ejército no se levantó contra Juan II de Castilla, esperando no enconar más la ira de la reina hacia sí. Pero los acontecimientos se sucedieron demasiado rápidos.

    Meses después, la noticia sorprendió a los monarcas: don Álvaro de Luna acababa de ser decapitado en el cadalso. Un relámpago frío recorrió el cuerpo de Juan II de Castilla, deteniéndose en su corazón. Se llevó una mano al pecho y otra a los ojos para contener las lágrimas; de no haber estado sentado habría caído al suelo. Isabel de Portugal también sintió una sacudida por todo el cuerpo a modo de látigo; supuso que era el azote de Dios.

    Doña Beatriz de Bobadilla volvió sobre sus pasos y se acercó con paso presto y con aires de confidencialidad a la infanta Isabel. Esta sonrió, convencida de que la hija del alcaide iba a romper por fin su silencio. Doña Beatriz la tomó por el brazo, sin oprimirla pero con tanta firmeza que no daba opción a oponerse.

    —Esta noche me acercaré a vuestros aposentos y allí hablaremos. ¿Estáis conforme?

    —Por supuesto —respondió complacida la infanta.

    Horas más tarde, las dos jóvenes se encontraban frente a frente.

    —Deseo preveniros sobre los peligros de la corte, pero antes os relataré lo que yo sé de vuestra madre; solo así comprobaréis que soy una persona de confianza y seréis permeable a mis advertencias sobre… —se acercó con aire confidencial y con un susurro de voz apenas audible añadió—: don Juan Pacheco.

    La infanta Isabel se acercó con curiosidad pues, le confesó, sentía un gran afecto hacia el marqués de Villena, que cada cierto tiempo se desplazaba al castillo de Arévalo para interesarse por el bienestar de su madre Isabel, de su hermano Alfonso y de ella misma. Su hermano, el rey Enrique IV no había dado ninguna muestra de humanidad; en cambio, el gentil don Juan Pacheco se deshacía en atenciones.

    Doña Beatriz de Bobadilla, entonces, perdió el arrojo y no se vio con fuerzas de continuar. Al escuchar de los labios de la infanta el aprecio que tenían a don Juan Pacheco temió que su osadía pudiera perjudicarla. Al fin y al cabo, ella era solo la hija del alcaide, mientras que el marqués de Villena era una persona poderosa y… si conocía que ella contaba chismes sobre

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