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Me llamo Emma: Soy un bebé
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Libro electrónico302 páginas4 horas

Me llamo Emma: Soy un bebé

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Información de este libro electrónico

«Ya habéis olvidado que fuisteis bebés. Voy a contaros cómo los niños somos niños».
Emma

Me llamo Emma. Soy un bebé es un relato que explora las vivencias de una niña desde que nace hasta que cumple veinte meses. Cuando aún no sabe pensar ni hablar, se mueve como pez en el agua entre los sentidos que el mundo contiene. El bebé nace sin «yo» y tiene que construirlo. Y ha de descubrir a su madre, a su padre y todo lo demás.

La historia nos guía hasta que Emma empieza a manejarse con cierta soltura en nuestra lengua. Antes de aprenderla, ella tiene su propio lenguaje, el mismo que hemos hablado todos al nacer, el que la especie humana hereda al llegar al mundo. Es la misma Emma quien nos cuenta en primera persona sus vivencias. La labor del autor de este libro es hacer, así pues, de traductor.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento14 dic 2018
ISBN9788417717674
Me llamo Emma: Soy un bebé
Autor

Silverio Sánchez Corredera

Silverio Sánchez Corredera, doctor en Filosofía, Premio Extraordinario de Doctorado, ha sido catedrático de Filosofía en centros de bachillerato de Asturias. Autor de Mundus (2017) -novela que indaga en la naturaleza humana-, de Jovellanos y el jovellanismo (2004) -denso ensayo sobre el ilustrado español-, de otros libros y múltiples artículos sobre su teoría E-P-M (Ético-Político-Moral), estudios de autores (filósofos y literatos) y contribuciones didácticas, entre la que destaca Felinus. Una historia de la filosofía (2010) y Jovellanos a la luz de Felinus (2011) -ambas con dibujos de Mila García-, tratan temas de actualidad crítica -modelo educativo, secesionismo o la función de la estética-. Colaborador habitual de LNE. Ahora, Me llamo Emma. Soy un bebé es un relato que explora el lenguaje del bebé hasta convertirlo en concepto.

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    Me llamo Emma - Silverio Sánchez Corredera

    Agradecimiento

    El relato se presenta ilustrado con quince dibujos que siguen el proceso madurativo del bebé y dan a la historia trasfondo gráfico. El autor de los dibujos es Rafa Rollón. ¡Qué libro no agradece tener la fortuna de contar con un pintor consagrado! Deseamos que el lector pueda disfrutar de su arte. Esta vertiente colorista del relato ha sido posible por la mediación y generosidad de Alberto González-Moratiel, abuelo también como yo y ferviente promotor de este homenaje a la infancia.

    ¿Quiénes somos los protagonistas de este libro?

    Todos los bebés del mundo somos los protagonistas en este libro.

    Pero como tiene que hablar alguien, seré yo, Emma, quien os lo cuente en nombre de los demás.

    Meses después de cumplir un año, estaré preparada para empezar a tener amigos. Por eso aparecerá José, un nene como yo, para resolverme una duda. Si tenéis en cuenta mi punto de vista y el suyo, veréis que cada niño es un caso irrepetible, pero que todos somos iguales en lo más esencial.

    Quizá ya habéis olvidado que fuisteis bebés. Mirad, voy a contaros cómo los niños somos niños.*

    Hola, yo soy Emma

    I

    Acabo de nacer

    Mis primeras semanas**

    Acabo de nacer


    * Al final del libro, en «Aclaración del traductor (1)», se explica el modelo seguido para dar la voz al bebé.

    ** «Mis primeras semanas» es la primera etapa de la vida del bebé. Pueden consultarse las características que la conforman al final del libro, en «Aclaración del traductor (2)».

    Acabo de nacer

    Me llamo Emma. Acabo de nacer. Vengo de un sueño largo y solo tengo recuerdos corpóreos muy tenues. Ahora he salido y aquí fuera todo es distinto.

    Todavía estoy a oscuras, hay un rayito de luz. Antes mi atmósfera era líquida; lo sé porque ahora ya no es así. Ahora hace más frío y no me duermo tan fácilmente. Allí vivía cálida, acunada, continuamente adormecida. Solo me despertaba para moverme un poquito entre sueños y para sentir como un afuera que marcaba ritmos acompasados y entreverados con otros ritmos de adentro. Por supuesto, yo nada sabía ni de adentros ni de afueras, pero estaban ahí, en mi cuerpo, cruzándose, y yo vivía en ellos.

    Os preguntaréis qué hago yo aquí hablando con vosotros, tratando de engañaros como si ya supiera hablar, yo, que ni siquiera sé pensar. Tenéis razón, pero solo en parte, porque antes de pensar y de hablar ya sabemos «pensar» y «hablar», aunque de otra manera. A vosotros se os ha olvidado, lo mismo que un artista que deja sin pintar infinitos detalles del paisaje, pero si de verdad es un artista, habrá sabido cómo meterlos dentro. Aunque lo habéis olvidado, también vosotros lo tenéis dentro. El cuerpo sabe cosas mucho antes de que la mente se haya aclarado a sí misma. El alma va creciendo en la mente, pero mucho antes se despliega desde sus mismas raíces, que son raíces corpóreas. Así que voy a hablaros desde lo que mi cuerpo sabe y mi traductor —a quien le «pedí» que lo hiciera— os lo dirá en vuestro lenguaje, porque el mío ya lo habéis perdido casi. Supongo que me entendéis.

    Antes, cuando estaba dentro de mamá, mi vida era muy sólida, pero ahora es, sobre todo, líquida. Hay algo ahí fuera que está pasando a mi lado y me interesa, y hay algo dentro que me pasa y que no tengo más remedio que echarlo fuera. Dentro de mamá me identificaba con el ritmo magnético de intervalos perfectos en que vivía sin sobresalto alguno; solo tenues llamadas de algún lugar lejano, protegida en una tierna atmósfera. Cuando vivía en su interior, fundida a su cuerpo, nada sabía ni de mamá ni de mí ni del mundo, porque todo era una misma cosa. Yo misma empezaba a vivir, pero todavía no existía como ahora existo. Es verdad, a medida que el bombeo de mi corazón insistía e insistía, una sensación de regularidad iba creciendo de forma natural. Era un corazón dividido en dos y como dialogante, porque siempre había dos sones en comunicación continua; bombeo y bombeo, mi corazón y el de mi mamá en una cálida calma orgánica, acunada en un vaivén de ritmos dulces. Andaba sumida en profundos sueños, seguidos de tenues despertares. Aquí fuera hay luz que allí no había. Y todo va creciendo en intensidad en este exterior.

    No tengo más que algunos días. Pero mi cuerpo ya ha empezado a saber lo que son los días. ¿Cómo os lo explicaría? Se parecen a un péndulo que va y viene, repitiendo siempre su vaivén. Os hablo desde mis imágenes; desde menos que eso, desde mis esquemas sensibles. Mi sabiduría es de naturaleza elemental. Yo vivo en un paisaje que es difícil pintar con palabras. Me hundo en mis paisajes y los voy reconociendo gracias a que algunos se repiten, fieles a sí mismos.

    El adentro era muy tranquilo, me llegaban unas resonancias de fuera. Aunque yo no distinguía el adentro y el afuera, que ahora ya distingo un poco, me llegaban reverberaciones disueltas, casi sordas; impulsos mortecinos. Afuera, las tenues resonancias son ahora sonidos vivos. Dentro era como estar siempre durmiéndome. Fuera es como estar siempre despertándome. Dentro estaba envuelta en ritmos armónicos que me acompañaban y me hipnotizaban. Algunos destellos me despertaban y, por momentos, me giraba y bullía, pero pronto volvía a los ritmos del sueño. Muellemente me desperezaba y muellemente me dormía.

    Sé que transcurrió mucho tiempo mientras viví enclaustrada. No sé cómo lo sé, porque allí el tiempo era como si no existiera; estaba detenido en una noria, en el ir y venir de mis sueños. Ahora el tiempo ya existe, y el espacio que voy descubriendo. Todavía no sé dónde acaba mi cuerpo. Ni siquiera sé que tenga un cuerpo que sea mío, todo se entremezcla porque el mundo, por ahora, no es nada bien distinto de mis sensaciones, de los trozos con los que mi cuerpo se construye a sí mismo.

    Veo luces, oigo ruidos, pero no sé dónde acaban mis ojos ni mis oídos y dónde empieza el mundo. De momento, todo es algo parecido a una densa niebla que se va despejando poco a poco y que va dejando al descubierto a una protagonista: yo. Yo y este trozo de mundo que me acoge.

    Oscuridad y luz

    Aunque provenga de la ceguera y todavía mi visión no sea gran cosa, no creáis que por ser un bebé soy una tonta. Sé que el mundo es una gran herida de luz. Ya sé que también muchas veces está oscuro y apacible, pero conozco muy bien la luz como un chorro que llega a mis ojos y que a menudo me ciega con un dolor sin sufrimiento.

    Siento la luz alegre ahí fuera, como una guía. Ella me va enseñando que el mundo está lleno de cosas. Pero la luz no está siempre ahí. Se cansa y se va. Yo también me voy cuando me canso y me duermo; entonces sí me gusta la compañía de la oscuridad, que es mucho más serena. La oscuridad no me enseña cosas. Prefiere que cierre los ojos, que descanse… Esos impulsos de desplegarme y replegarme me hacen poco a poco ir sabiendo quién soy. Pero yo muchas veces no estoy cansada y quiero ver la luz y quiero que se vaya la oscuridad, pero no se va porque la luz es juguetona y alborotadora y no le gusta el silencio como a la oscuridad. Y cuando estoy despierta no quiero oír el silencio, sino los otros ruidos.

    Hambre y saciedad

    Además, un suave dolor me despierta siempre. Se llama hambre y entonces lloro, y si alguien no me salva y con una lucecita empieza a saciarme, un estruendo que brota de todo mi ser lo llena todo, y siento que el lloro hace temblar a la oscuridad y a la luz. Ya todo es igual, todo se derrumba a mi alrededor y mi ser queda poseído por un impulso que es como un terremoto que no puedo detener.

    El hambre se va, pero siempre vuelve. El hambre no es como la luz o la oscuridad, que siempre se me acercan desde fuera. El hambre me viene de dentro y le dice a mi boca que busque; ella sabe buscar. Es una comezón que me empuja. Vive dentro de mí y se duerme y se despierta. Aparece como un impulso biológico que me provoca, por eso tengo que buscar y ya nada puedo hacer, solo buscar. No encuentro y entonces el lloro viene y me ayuda. El lloro no siempre lo consigue todo. A veces se pierde en un remolino y entonces mi espíritu se desordena completamente. En este momento, el lloro llama al llanto y a la rabia y al berrido desconsolado, como en una cadena ascendente y endemoniada que hace que mi interior quede habitado por el deseo y el estruendo. Un ejército de fenómenos voluntariosos me transita. Por fin, gano la batalla, y entre arrumacos y caricias, me calman un poco, aunque a veces me engañan porque succiono con fuerza el chupete, pero allí no hay leche, y vuelve el lloro. Al final siempre viene la leche.

    No es que sea una llorona; por mí yo no lloraría nunca o casi nunca. Es esa torpeza vuestra, que no oye los poderes elementales que me mueven. Mi vacío interior tiene que llenarse de aire y leche. El aire viene con facilidad, pero la leche me la traéis vosotros. Y muchas veces estáis desprevenidos y perezosos. ¡Y tengo que llorar hasta que mi vacío interior empieza a llenarse!

    Me gusta la saciedad. Me engaña siempre porque me hace creer que el hambre se ha apagado perennemente. Pero no es así. Aunque es natural que me engañe, porque, henchida, la borrachera de la saciedad me hace regurgitar si quiero seguir respirando con comodidad. Entonces me viene también una pereza en los brazos, en las piernas y en los ojos. Y el sueño me viene de dentro afuera. No hace falta que me acunen. Duermo sin cansancio muscular, agotada por una digestión que todo lo llena. La saciedad es muy amiga del sueño porque siempre anda buscándolo.

    El sueño

    El sueño es un visitante que me hipnotiza y me deja suspendida en un relajo profundo. Siento cómo viene y siento también cómo se va. Y es como si yo misma me fuera y volviera con él. Como por tanteos, voy conociéndome; a veces me parece que yo me voy con el sueño a otro lugar lejano y a veces siento que el sueño me posee por dentro durante un tiempo. ¿Qué se yo lo que son el espacio y el tiempo? Ahora estoy hablando del espacio y del tiempo corpóreos, de cuando percibo que me balanceo entre uno y otro y, a la vez, también que yo misma soy un espacio que se oscurece en un tiempo que se detiene. Lo sé porque después vuelven a avivarse y a aparecer. Y como escenarios entremezclados, el afuera y el adentro espaciotemporales confusamente se entreveran uno y otro. A veces, alguien echa de mí a la fuerza el sueño, y él no quiere irse, y a empellones lo sacan de mí. Entonces no me encuentro demasiado bien y me enfado rotundamente porque mi cuerpo sigue cansado. No puedo despertarme alegre si estoy cansada.

    Hipo, eructo y cólicos

    El sueño es un visitante que me inspira confianza. No como otros que también me visitan aunque no quiera, como el hipo, el eructo o el cólico, que todavía no sé por qué se me cuelan sin invitación.

    El hipo es odioso. Él dice que solo es juguetón, pero no es así, porque es inoportuno y un bromista estúpido. Siempre me engaña y me obliga a jugar a un juego que no me gusta; no sé cómo se las arregla, pero siempre me hace caer en la trampa. Es como si una o dos veces fuera divertido; llega a parecerlo, pero, como siempre insiste, es una lata, aunque al final tengo que dejar que se canse y que se vaya cuando él quiera, y me parece que, si no le haces mucho caso, acaba cansándose él mismo de su propio estúpido juego. Como su compañía no me sirve para nada, empiezo a concebir corpóreamente que el mundo contiene también cosas estúpidas.

    Mientras que el hipo es ruidoso, enojoso y baldío, el eructo se me mete dentro siempre silenciosamente, y es al salir cuando mi cuerpo descubre que estaba en el interior y que formaba parte de una digestión frenada por su presencia inoportuna. Reconozco que siempre sale razonablemente y que entra como si quisiera ayudarme para arrastrar malos vapores. Cuando ya se ha ido, simpatizo con él, aunque si no volviera a verlo, no lo echaría de menos. Quizá yo haga algo mal; aún soy muy pequeña. La boca sirve para comer. Entre comer y beber no hay por ahora diferencia, pero también para respirar, y puede que me coma lo que respiro, que confunda el aire y la leche. ¡Qué complicado es todo! El eructo me avisa pacientemente de mis equivocaciones. No me enfado con él, solo viene a decirme que debo comer como es debido.

    Los cólicos son agresivos y fatuos. El eructo, a su lado, es un duendecillo bueno. Mi cuerpo descubre que hay cosas que pueden provocarle verdadero daño, por eso se esfuerza por hacerlas desaparecer mientras madura sus defensas, pero no lo consigue hasta después de tres o cuatro meses, hasta que aprende a disolverlos. Y optimista y autoafirmándome contra el intenso dolor, al final puede que también los cólicos me sean útiles. ¡Maldita la gracia! Me enseñan a rebelarme, aprendo a ser una rebelde. No como en la protesta del hambre o de las pequeñas molestias que le nacen a mi cuerpo. No, no es así, porque aquí el lloro es un buscar y un cambiar de postura y un saciar el hambre, no una rebelión. Pero el cólico es un auténtico dolor, un dolor sin finalidad, y contra eso mi cuerpo se rebela y llora con un lloro absolutamente distinto. Es un lloro de rebeldía, de protesta contra el dolor. ¿Por qué tiene que doler el mundo? Y, de este modo, todo mi cuerpo se revuelve y, sin pretenderlo, se cohesiona y se concentra en una sola cosa: la expulsión del dolor. El bien y el mal empiezan a ordenar mi actividad.

    Mi mamá-leche

    A mamá ya la conocía antes de salir al exterior, aunque volví a reconocerla intensamente nada más nacer.

    Antes viví una pesadilla donde me ponía roja a reventar porque tuve que pasar por un estrecho conducto. No fue un dolor, pues estaba adormecida, pero sí fue un trauma, ya que todas mis fibras cambiaron de posición, me trunqué, fui arrancada de una calma inmensa y arrojada a un mundo frío e inquisitivo. Fueron sensaciones agridulces; por una parte, un tránsito misterioso y, por otra, un estado de liberación a medida que avanzaba y alcanzaba una meta. Después tuve que sentir experiencias agudas que se fueron alternando. Experiencias inéditas, como sentirme bocabajo y colgante, con la gravedad afectándome directamente y un tibio líquido que resbalaba por mi piel, que nunca hasta ahora nadie había tocado, y un traqueteo y un cambio brusco de posturas. Todo venía de fuera y, por fin, algo que vino de dentro: un llanto fuerte, con la fuerza del aire que corre, que daba una nueva ventilación a mi cuerpo. ¡Qué extraño todo! Mi cuerpo entero se hallaba en una especie de vértigo, como cuando después de bajar por un tobogán largo rato, emprendes una subida vertiginosa y sorpresiva. ¿Era la vida un gigante tobogán? Por fin la sensación de volver a estar protegida, arropada en superficies blandas, pero sólidas; qué raro se me hace todo, yo que provengo de envolturas líquidas, y la sensación de presión que siente mi cuerpo. Qué sabía yo, pero lo sentí. Pensaréis que sufrí un maltrato de manos que me lavaban rápido, me pesaban, me medían y me hacían llorar para que mis pulmones por fin aprendieran a respirar, pero no fue exactamente así como sucedió.

    Entonces, sintiendo por primera vez frío, cuando pensaba que había llegado a un infierno helado, conocí y reconocí a mi mamá y supe que era algo que ya conocía desde siempre. Volver de nuevo a la paz segura, al calor; eso era mamá. Recibí el calor de su piel como un confort perfecto y olí algo que todavía no conocía, pero que ya pude reconocer. No sé cómo lo aprendí, pero ya sabía mamar. Mi boca y todo mi cuerpo detrás empezaron movimientos de búsqueda. El olor guiaba mi succión. Lo que olía era mi mamá, mi mamá, que se me apareció como calor y luego como leche caliente y grata. No llegaba a oír, pero casi, voces dulces, lejanas con las que mi mamá-leche me arropaba. No llegaba a ver, pero casi, sus gestos cariñosos con los que me tranquilizaba. Sí sentía sus caricias como la primera música deliciosa sobre mi piel delicada. Y su calor me daba la vida. Su calor-leche se convertía en líquido y me llenaba por dentro, dándome aliento, fuerza y la primera sensación de calma felicidad y de estar segura. Nunca antes me había sentido insegura; ahora sí, por eso saboreaba como algo nuevo el sentirme pegada a mamá.

    II

    En el entorno del mes***

    Mi mamá me mira. Yo miro a mi mamá


    *** «En el entorno del mes» es la segunda etapa de la vida del bebé. Pueden consultarse las características que la conforman al final del libro, en «Aclaración del traductor (3)».

    Mamá y papá

    Ahora me toca hablar de mamá y de papá. No tengo palabras para describir cuánto los quiero, pero lo intentaré.

    Mi mamá no solo me da leche, calor, caricias y ternura. Está continuamente ahí; ¡qué pronto aparece siempre cuando me caigo en algún agujero y no sé salir! Bueno, no es que me caiga o que haya agujeros, ya me entendéis, es una metáfora —¡qué sabré yo de metáforas! ¡Pero mi cuerpo lo sabe, eso lo sé!— Cuando estoy en un apuro, un picor, un escozor, un pequeño dolor; al bullir o balbucir para defenderme, para salir del atolladero siempre aparece mamá como una sombra protectora que está en todas partes y me mueve, me habla, me tranquiliza y me saca del agujero.

    Y no sé cómo lo hace. Mamá está hasta cuando no está; no sé cómo lo consigue, debe de ser un poco maga. Porque a veces no puede venir de inmediato —el mundo en el que estoy tiene cosas imposibles, ya empiezo a saberlo—, pero yo la presiento y la noto en la distancia, sé que está ahí y que, tras la espera, siempre aparece. Es una promesa segura. Es una promesa que es mía.

    Muy pronto noté que mamá se desdoblaba. Que lo que ella hacía no era siempre ella quien lo hacía. Era papá. Mi papá es mi otra mamá, pero yo sé que no son iguales. Las manos de mamá, cuando me cogen, me dan seguridad; las manos de papá, cuando me cogen, me dan la misma seguridad, pero me la dan de otra manera. Yo sé cuándo me coge mamá y cuándo me coge papá. Es un juego divertido adivinar pronto quién me ha cogido. Las manos de papá son tiernas, cariñosas y cálidas, como las de mamá, pero tienen un algo, no sé qué, diferente, como una fuerza añadida, una presión nueva, una seguridad distinta, un ritmo y unos movimientos… ¡diversos y divertidos! Quizá es que me lleva por los aires como más rápido, no sé bien, o que sus cariños me aprietan algo más; o que sus movimientos tienen, a veces, una tierna torpeza, otras veces una prieta firmeza. Papá no sabe darme el pecho, enseguida lo supe. Pero sabe hacer muchas cosas que me encantan después de haber mamado. Me pone todo a lo largo sobre su cuerpo, yo estoy muy a gusto así echada y tan bien sostenida. Coloco la frente cerca de su cuello, me palmea la espalda, eructo con facilidad, me quedo muy relajada, me siento muy protegida y siento que me crece una fuerza muy grande, una fuerza que yo no tengo, pero que me da mi

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