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El rostro oculto de la verdad: Daniela creció haciéndose una sola pregunta: ¿Por qué?
El rostro oculto de la verdad: Daniela creció haciéndose una sola pregunta: ¿Por qué?
El rostro oculto de la verdad: Daniela creció haciéndose una sola pregunta: ¿Por qué?
Libro electrónico635 páginas9 horas

El rostro oculto de la verdad: Daniela creció haciéndose una sola pregunta: ¿Por qué?

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Información de este libro electrónico

Daniela Astori es una exitosa mujer de negocios marcada por una infancia traumática y dolorosa. Tras sobrevivir siendo una niña al accidente de tráfico en el que sus padres perdieron la vida, fue abandonada a su suerte por su familia en un internado. Durante años se ha sentido culpable de este hecho, sin poder concebir el motivo por el que su abuela materna, a la que adoraba, se desentendió completamente de ella. Ahora, por fin, ha decidido enfrentarse a su pasado en busca de la verdad.
Ayudada por su amigo Tommy, Daniela va a descubrir que nada de lo que ella creía era verdad. El destino le brindará la oportunidad de cruzarse con personas clave que le permitirán esclarecer los verdaderos intereses económicos que había detrás del fallecimiento de sus padres. Aquel supuesto accidente de tráfico fue en realidad un asesinato premeditado. El error que cometió el asesino fue dejar a una niña indefensa con vida…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2022
ISBN9788412606294
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    El rostro oculto de la verdad - Rosa Castilla

    Preámbulo

    Unos ojos inocentes fueron testigos de un asesinato perpetrado por una mente maquiavélica que codiciaba todo aquello que creía merecer. Su férrea ambición le llevó a cometer un crimen que jamás debió ocurrir. Su mayor error fue dejar con vida al único testigo…

    «Nadie, al ver el mal, lo elige, sino que se deja engañar por él, como si fuera un bien respecto a un mal peor».

    Epicuro

    PRÓLOGO

    No es fácil despertar cada mañana y afrontar día tras día la realidad de esta vida, de mi vida. Una vida llena de sinsabores, de una crueldad que no conoce límites. He tenido que aprender a ser una experimentada equilibrista para caminar por ella desde que perdí a los dos principales pilares de mi existencia. Sin embargo, no voy a dejar de recorrer mi camino; pese a lo angosto que se presente, he de llegar hasta el final.

    Llevo años alimentándome de confusos retazos de recuerdos que mi mente se ha encargado de difuminar con el paso del tiempo. Pensándolo bien, desde el primer momento en que me vi arrojada a los pies del abismo, mi mente comenzó a transformarse y, en consecuencia, a encerrarse en un mundo único y particular, adaptando y eliminando todo aquello que me pudiera causar dolor con su recuerdo.

    Intento rememorar sin éxito aquellos años en que todo era felicidad junto a mi familia. Sencillamente, no puedo hacerlo. Fue tan rápido, tan fugaz el momento en el que todo ocurrió que mi tierna infancia se quebró en un eterno segundo. El bloqueo emocional fue mi única vía de escape ante lo que se me avecinaba. Pronto fui consciente de que me estaba despidiendo de la más entrañable y feliz etapa de mi vida para dar paso a la incertidumbre, a una serie de situaciones desconocidas para mí que condicionarían el resto de mi existencia, forjando a la mujer que soy hoy, que busca encontrar la paz y su lugar en este mundo tan incierto.

    Cada amanecer es un nuevo comienzo, una nueva esperanza que se desvanece en la intimidad de la habitación que cada noche me acoge sin saber cuándo regresaré de nuevo. Me siento extraña en cada una de las estancias en las que despierto. No soy capaz de encontrar mi lugar, de encontrar la estabilidad de un hogar acogedor. Me esfuerzo por salir adelante vaciando mi corazón de todo tipo de sentimientos. Solo me viste una rigurosa frialdad. Una latente y perpetua indiferencia hacia esa parte de la sociedad que no ha sido capaz de entenderme. Nunca me preguntaron qué era lo que yo quería, qué era lo que necesitaba para ser feliz. No he sentido la compresión del ser humano. Nadie me tendió su mano para ayudarme a salir de mi oscura soledad. Solo he sido el blanco de la soberbia y el desprecio de los cuidadores o de las familias de acogida, que poco tenían de familias aparte del nombre.

    La vida te enseña mil caras de las cuales no te puedes fiar. Aprendes a identificar cada una de ellas. Versátil recorrido que te engulle en su inconsecuencia. ¿Amor hacia el prójimo? Nunca he vuelto a sentir ese amor generoso e incondicional, y sí el condicionado e interesado que el ser humano comparte. Este espera encontrar a alguien desvalido para resarcir así sus carencias, su mísera vida que trata de convertir en perfecta. Una idealizada armonía que apuntala a base de aparente felicidad. Dichosa composición que le hace situarse en un asiento preferente desde el cual presenciar todo aquello que anhela poseer. No siempre se puede tener todo lo que uno desea. Toda vida perfecta tiene su perfecto error. Es utópico desear lo imposible y pretender que se materialice sin esfuerzo, sin poner de tu parte.

    Trato de disociar mi vida. De buscar así el camino que acabe uniéndome en una sola vida, en un solo latir. Quiero buscarme. Reencontrarme con esa niña que un día fue feliz. Construir una torre de naipes capaz de resistir en pie cuando el viento sople con toda su fuerza. Reconstruir mi interior mientras la adversidad se encarga de tirar una y otra vez los cimientos de la niña que un día fui. Bien es cierto que es una empresa difícil de acometer.

    Aún me pregunto qué fue de mi adorada abuela materna con la que pasaba, junto a mis padres, cada verano de mi infancia. Desde que ocurrió aquel nefasto accidente, nunca más supe de ella. Nunca se puso en contacto conmigo, nunca me llegaron noticias de su búsqueda. ¿Por qué me abandonó? Son tantos los pensamientos crueles adormecidos en mi mente…

    Quizá ese cariño que nunca se perdió en mi memoria y que en ocasiones me visita para recordarme que la felicidad existe, que el amor existe y que los sueños a veces se hacen realidad me provea de un fino hilo de esperanza con el que zurcir mi desgarrada vida.

    1

    Martes, 14 de abril de 2020

    Residencial Sea Cliff

    San Francisco, California

    Con calma, el amanecer arrollaba a la noche fresca y oscura. A su paso, iba dejando en el firmamento un velo de claridad que poco a poco iba apoderándose con cierta insolencia de toda su inmensidad. Daniela dormía, desconocedora de lo que le aguardaba al abrir los ojos. Cada día era una aventura para ella, la posibilidad de encontrar su «arca de la felicidad» —así lo llamaba ella simbólicamente—. Soñaba con ello. Con los recuerdos de su niñez, con el anhelante deseo de encontrarle algún día y que le devolviera parte de su pasado, de su felicidad. Desde siempre le había acompañado la esperanza de que aquel niño que permanecía en su memoria salvo por su nombre fuera el que quizá pudiera rescatarla del amargo olvido, de su dolor. Daniela siempre estaba en busca de una vida auténtica y propia con la que sentirse completa. A veces se sentía hastiada de encarnar una vida inventada para tratar de disfrazar las carencias afectivas, aislándose por decisión propia del mundo real, caminando entre secretismos y falsas apariencias ―aunque en ciertos momentos, las apariencias eran reales―. Sentía que necesitaba quebrantar esa coraza que la rodeaba y que había construido con tanta rabia y tesón a lo largo de los años. Era consciente de que tenía que cambiar, romper de una vez por todas con su dolor, con el lastre que arrastraba desde hacía tanto tiempo. ¿Pero cómo? Esa era la gran pregunta.

    Observándola bien, se la veía dormir plácida y serena. El ritmo de su respiración marcaba el movimiento de su pecho bajo la blanca, fina y suave sábana de hilo egipcio. La fresca brisa del amanecer mecía los visillos a su antojo. Los primeros rayos de sol atravesaban las ranuras del ventanal acariciando con suavidad el tejido vaporoso que trataba de volar en el interior de la estancia. Mientras, dulces y atrevidas notas de jazmín inundaban el plácido descanso de la joven. La arrogante y brillante luz invadía todo a su paso sin ningún tipo de pudor, aportando una tonalidad cálida y acogedora a la amplia habitación. Pronto había de despertar, pero aún estaba viajando a través de los sueños.

    El arca de la felicidad

    ―¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

    —¡Vamos, Daniela, deja de correr de una vez!

    ―¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¡No quiero! Corro más que tú. ¡Eres un patán!

    —Me estás cansando con tus risitas y tus insultos, ¡me oyes!

    ―¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¡No sé lo que dices, no te oigo!

    —Para de una vez o te darás un buen trompazo.

    —No pararé, no pararé… ¡Ja, ja, ja! Corro más que túú…

    —Daniela, ¿no ves que te estoy dejando ganar?

    —No, no es verdad.

    —Sí, sí que lo es. Por favor, deja de mirar hacia atrás mientras corres o…

    —¡¡Ay!!

    Daniela se despertó sobresaltada, temblorosa. Se llevó con desconcierto las manos al pecho tratando de contener su agitado corazón. Miró a su alrededor desorientada buscando ubicarse en el lugar y en el momento.

    «Ha sido solo un sueño. Tranquila… Respira… No tienes que asustarte aunque parezca real. Estás sobre la cama; no te caíste», trató de autoconvencerse.

    Aturdida, desperezó sus vidriosos ojos frotándolos con cuidado entre bostezos que se sucedían una y otra vez. No entendía qué hacía despierta tan pronto. Se giró para mirar el reloj que estaba sobre la mesita: las ocho menos cuarto. Se incorporó quedando sentada en la cama mientras seguía estirando las extremidades, que aún parecían dormidas. No era la primera vez que soñaba con él. No. A lo largo de su desafortunada vida había soñado vestigios que le habían ido recordando quién era, pero sin dejarle claro qué había sido exactamente lo que había ocurrido con su vida. Intermitentes imágenes que su mente había ido dosificando a lo largo de los años para así protegerla del dolor y la tristeza.

    Por un momento se la veía deslumbrada por el atrevido sol que iba conquistando sin permiso los pies de la cama. «¿Qué permiso necesita el astro rey para entrar a su antojo donde a su caprichosa y brillante luz le plazca? ¡Ninguno!», se dijo a sí misma. Daniela decidió abandonar la cama, pero no sin antes apagar la alarma del reloj que estaba programada para que sonara más tarde. Descalza y con un exquisito pijama de seda gris perla, bordeado por una finísima blonda color blanco antiguo, se encaminó hacia el balcón. El vuelo del visillo parecía fascinarla. La refrescante brisa y el ligero perfume a flores que provenía del jardín que rodeaba la pequeña mansión la cautivaban. Con cuidado, esquivó el ondulante velo abriendo por completo los ventanales para dar paso al balcón. A sus pies se extendía un mimado y exuberante jardín, donde las flores de alegres colores, las plantas trepadoras, la palmera real, el sauce, el olivo, el pino de California y el nenúfar, entre otras especies, conformaban el paisaje junto a una fuente de agua dulce y un estanque de agua de mar con pequeños peces de colores. Todo un edén. Un prodigio del arquitecto paisajista que lo proyectó y que lo cuidaba a diario. No podía evitar echar la cabeza atrás para respirar a placer la mezcla floral aderezada con intensas notas de mar. Las aves surcaban el cielo a baja altura trazando rutas de libertad. Mientras, el cálido sol acariciaba su rostro sin ningún ápice de pereza. No parecía apreciar la intensa frescura de la húmeda bruma del mar, que con lentitud trataba de desvanecerse ante ella. Pero sí el privilegio de poder despertar y contemplar tanta belleza. Incluso, disfrutar de las increíbles vistas que le proporcionaba Sea Cliff. Desde allí, a lo lejos, se divisaba parte de la bahía de San Francisco y su emblemático puente, el Golden Gate. Una gran ciudad donde los mestizajes eran una realidad junto a la riqueza de su cultura y sus bondades.

    Desde muy pequeña soñaba que viajaba junto a sus padres en el destartalado Ford Thunderbird que su padre se había empeñado en conservar, recorriendo a gran velocidad el Golden Gate. Le divertía sentir el viento que entraba con fuerza a través de las ventanillas haciendo que su pelo volara y se enredara en su rostro impidiéndole ver. No dejaba de votar sobre el asiento entre carcajadas y gritos de alegría. Para su más profunda desdicha, solo había quedado en eso, en un sueño incumplido entre otros muchos.

    —No es fácil —dijo en voz alta tras volver su mente a la realidad.

    2

    Daniela era consciente de que ese idílico lugar era perfecto para una familia y no para ella. Hacía algo más de medio año que había recibido aquella pequeña mansión en pago por su trabajo tras trazar un proyecto económico y financiero para salvar y reflotar el negocio de un conocido empresario de la costa californiana. No era habitual en ella cobrar en especie, sino en dólares; esa vez hizo una excepción y no entendía muy bien por qué. Últimamente notaba que algo estaba cambiando en su interior. ¿Quizá se estaba ablandando?

    Volvió a recorrer con sus ojos una vez más todo el terreno que rodeaba la mansión, buscando una razón que justificara quedarse con ella; pero no, no existía razón alguna. Tenía claro que no podría acostumbrarse a vivir en un lugar como aquel, con tanto lujo, con sirvientes y toda esa parafernalia de la que tanto presumían los ricos. A Daniela le gustaba llevar una vida sencilla, aunque su faceta profesional le requiriera aparentar todo lo contrario. Además de que sus constantes viajes por todo el país, e incluso fuera de él, no le dejaban suficiente tiempo para disfrutar de un lugar así. Prefería vivir en Alamo Square, en la casa victoriana que hacía pocos meses había adquirido y que poco a poco estaba convirtiendo en lo más parecido a un hogar.

    Daniela se recordó que era acertada su decisión de ponerla en venta. Una prestigiosa firma inmobiliaria de San Francisco iba a visitarla a primera hora de la tarde para formalizar todos los detalles de la futura venta. Tomarían fotos de todas las estancias para distribuir las imágenes por todos los portales de su red comercial. Así ella no tendría que preocuparse de nada, ya que ellos se encargarían de enseñar la vivienda a los posibles compradores y correr con todos los trámites necesarios.

    Tras la fructífera entrevista con la vendedora de la agencia inmobiliaria, de la que se despidió convencida de estar en buenas manos, Daniela miró la hora en el teléfono dándose cuenta de que la visita le había llevado más tiempo del que se podía permitir. En dos horas tenía un acuerdo que cerrar en las oficinas de una importante compañía en el distrito financiero de San Francisco. Así que, sin pensárselo un segundo más, subió a la habitación para recoger sus pertenencias, junto con la documentación para formalizar la operación.

    3

    20:45 p. m.

    Distrito financiero de San Francisco

    Pirámide Transamérica

    San Francisco era una ciudad atractiva a los ojos de quien la observaba. Las vistas desde uno de los últimos pisos de la Pirámide Transamérica le invitaban a un entretenimiento puramente matemático. El ajedrezado paisaje de sus calles comenzaba a iluminarse tímidamente al anochecer. El cálculo de las cuadrículas se le antojaba una distracción un tanto peculiar. En pocos minutos la oscuridad se extendió sin complejo por todo el firmamento, resaltando el colorido centelleante de las luces de la ciudad mientras los transeúntes y vehículos discurrían por ella. No era una urbe que se echara pronto a dormir; siempre estaba activa, llena de vida. Desde esa privilegiada altura se podía divisar gran parte de la metrópoli, desde el distrito financiero a Coit Tower, Jackson Square, North Beach, Russian Hill o Chinatown, toda la bahía de San Francisco y todo aquello que alcanzaba la vista. Un privilegio que solo unos cuantos se podían permitir al trabajar en aquella inmensa construcción de oficinas.

    Daniela guardó durante unos instantes en su retina la fascinante imagen de la ciudad, símbolo de Estados Unidos junto a otras. Sentía una agradable satisfacción tras ser la principal artífice de una gran negociación. Consumada la reunión, entre las paredes de la Pirámide Transamérica se celebraba un cóctel a cargo de la compañía anfitriona. Daniela se mantenía apartada de los asistentes por decisión propia, sin dejar de controlar lo que sucedía en todo momento, sin entrever que su vida estaba a un paso de cambiar.

    —Yo que tú, amigo, no pensaría en ella —dijo haciendo un gesto de desaprobación.

    —¿Por qué no? —dijo volviendo la cabeza hacia el grupo.

    —Owen, no es el tipo de mujer al que estás acostumbrado —dijo avanzando hacia él.

    —¿Quién dice que no lo sea?

    —¡Ja, ja, ja! Yo.

    —¿Acaso no es un hermoso animal?

    —Vaya… ¿Acaso pretendes domarla?

    —¿Y por qué no?

    —Porque seguro que te domaría ella a ti.

    —Johnny, me estás subestimando, amigo —dijo lanzándole una fugaz pero retadora mirada antes de darle un largo trago a su copa, buscando de nuevo con los ojos el objeto de su deseo.

    Algo llamó la atención de Daniela. El reflejo en el cristal le devolvió la imagen de dos hombres observándola. Pensó que era una pérdida de tiempo permanecer en aquel lugar. Era la primera vez que se permitía la licencia de abstraerse. Nunca se entretenía en conversaciones insustanciales derivadas de sus acciones tras una satisfactoria negociación, ni en cócteles o cenas tras dar punto final a grandes acuerdos. Romper con su ritual le parecía un acto un tanto repentino y extraño. Se reprochaba haber cedido a la petición del anfitrión, por mucho que este le hubiera insistido y rogado. El hecho de haber coincidido en otras negociaciones no era motivo suficiente para saltarse su propio modus operandi, pero ya era tarde para lamentarse.

    —Johnny, desde que te has vuelto a casar has perdido facultades.

    —¡Ja, ja, ja! No creas… Ya sabes que la lealtad no es lo mío. No es mi palabra favorita. —Vuelve a reír mientras se muerde el labio—. Sabes que no soy capaz de vivir solo, por eso me volví a casar. Brenda es una mujer joven, llena de vida, ella es la mejor gasolina para este cuerpo, amigo. Es la razón por la que vuelvo a casa cada noche. Ya es hora de echar freno a la lujuria, ¿no crees? Brenda nunca aceptaría compartirme. Ya sabes, es celosa y no soportaría verme en la cama con otra mujer. ¡Qué le vamos a hacer! —dijo encogiendo los hombros.

    —¿Renuncias a estar con otras mujeres? ¡¿En serio?! —preguntó incrédulo ante la respuesta de este.

    —Owen, si ahora me propusieses…

    —¿El qué? ¿Qué quieres que te proponga, Johnny?

    —Aidan, ¿qué te parece? —Johnny trató de escabullirse de las provocaciones de Owen preguntándole a su asistente personal mientras le indicaba con la mirada hacia donde estaba la mujer. Se encontraba sola, mirando a través de los ventanales, ajena a la conversación.

    —¿La señorita Astori? —preguntó extrañado.

    —Sí, ella —insistió Owen.

    —No sé…

    —¡Oh! ¡Vamos, Aidan! Llevas diez años casado y tienes dos hijos. ¿Desde cuándo no hechas un polvo en condiciones?

    —¡No me fastidies, Owen! —dijo ofendido.

    —Vamos, hombre, no te enfades. Owen solo trata de provocarte. No le entres al trapo —le aconsejó Johnny con tono irónico.

    —¿Tu mujer siempre está dispuesta? ¿O está harta de las interrupciones?

    —Somos una familia, Owen. Ya sabes lo que pienso sobre tu modo de vida. Carol y yo somos tradicionales. Ya sé que lo tradicional y convencional no tiene nada que ver contigo; es aburrido y carente de emociones para ti.

    —¿Me vas a decir que no te llevarías a la cama a esa mujer? ¿No tienes sangre o qué? —le preguntó con tono burlón—. Mírala bien. Imagínala en el salón de tu casa. Imagina que Carol está con los niños en casa de sus padres, a doscientos kilómetros de aquí.

    Aidan contempló la figura escultural de la mujer. Sus contorneadas, largas y suaves piernas se perdían bajo el rojo y ajustado vestido. Hacía tanto que su mujer había perdido la figura tras los embarazos que recrear la mirada en la atractiva silueta de Daniela le parecía un pecado. Su moral no le permitía ir más allá de lo que le gustaría.

    —Eh, me habéis dejado abandonado.

    —Barry, ¿tú qué dices?

    —¿Qué digo a qué?

    Owen dirigió de nuevo la mirada hacia Daniela, indicándole la sinuosa y excitante visión de la mujer que hacía algo más de una hora había formalizado la expansión de Mills and Project por el mundo.

    —Lo primero, me alegro de tu iniciativa, Johnny Mills. Creo que es un suculento negocio el que te ha ofrecido. La señorita Astori tiene buenos contactos. El mercado asiático es su fuerte, su preferente. Se maneja como pez en el agua en él.

    —¿Qué sabéis de ella?

    Owen quería conocer las luces y las sombras de Daniela, era una incógnita para él y quería resolverla. Quería saber de buena mano qué se escondía tras esa mujer inflexible y poco expresiva. En su día, también había tratado de buscar información sobre ella, pero no había encontrado nada relevante. Esa era la tercera ocasión en que coincidía con Daniela para el cierre de un negocio, en el que él también tenía parte. La primera vez que coincidieron había sido hacía algo más de dos años, en Múnich. Le había cautivado por su arrogante, fría y calculadora forma de actuar. Nunca había podido apreciar una sonrisa, un doble parpadeo en ella. Todos sus movimientos y sus palabras estaban estrictamente destinados a controlar cada situación, cada escenario de negociación. No se inmutaba ante aquellos que trataban de desprestigiar su más que consabida habilidad para los negocios. Tenía claro cuál era su trabajo y lo que era capaz de conseguir. A decir verdad, pocos eran los que dudaban de su profesionalidad y discreción.

    —Si te refieres a lo personal, yo no la conozco ni he tenido ocasión de entablar una conversación con ella. Tan solo me puedo referir al campo profesional. Como asesor financiero, pienso que esa mujer es una crack. Es lo único que te puedo decir sobre ella.

    —Ya. Poco se puede sacar en claro.

    —¿Estás pensando en ella como creo que piensas? —dijo Barry con una sonrisa socarrona.

    —No. Te equivocas si estás pensando en lo que creo que estás pensando —zanjó la cuestión con rotundidad desafiándole con la mirada.

    —¿Te has cansado de tus sumisas? —le increpó Johnny esta vez.

    —¿Y si así fuese? —puso tono burlón a su pregunta a la vez que prestaba toda su atención a este.

    —Entonces es que quieres cambiar el rol, ser tú el dominado —propuso Barry.

    Aidan no dejaba de reír y de asombrarse de cómo la conversación comenzaba a girar y a centrarse en la gran afición de Owen por el BDSM. Era mejor eso que aguantar que la incesante verborrea se centrara en su insípida vida conyugal.

    —Si hay algo a lo que no estoy dispuesto a renunciar es a ejercer la dominación. Tal vez me haya cansado de que las mujeres hagan lo que deseo y ordeno. Puede que esté aburrido de que mis órdenes sean su máximo deseo, de que se rindan dóciles con tanta facilidad.

    —Pero de eso se trata, ¿no? —insistió Barry sabiendo su desconocimiento sobre ese mundo, en su opinión, surrealista.

    —Tanto instruirlas como conocerlas es un reto cargado de satisfacción, créeme. Pero llega un momento en que conocerlas tanto se convierte en rutinario, necesito que se rebelen, que me provoquen, que saquen mi lado oscuro.

    —¿Nos estás diciendo que esas son tus pretensiones, dominarla? —sugirió el señor Mills con su pregunta.

    —¡Uf! Ese es un deseo que me satisface mucho, amigo. Necesito sacar esa parte… —afirmó mientras se le escapaba una sonrisa ladina al pensar en ello.

    —¡Estás loco! —le interrumpió Aidan expresando con sus labios una sonrisa cargada de crueldad.

    —Yo digo que hagas lo que quieras. Eres libre —sentenció Barry.

    —Ya veo, ya… No me creéis cuando os digo que esa mujer es perfecta, es cuanto necesito y deseo. Quiero someterla. Necesito a alguien que no se rinda con facilidad. Que se resista. Me he cansado de no tener que esforzarme por conseguir lo que quiero. Ahora me apetece esta tentación, me apetece que me desafíen. Sentir cómo se tensan mis emociones —dijo con total convicción.

    —Eres un enfermo, Owen —le recriminó Aidan con cierto desprecio en el tono de su voz.

    —Yo al menos disfruto de lo que deseo, de lo que necesito. Persigo todo aquello que ambiciono. En cambio tú, aparte de ambicionar un buen plato de comida, los juegos con tus hijos y los dolores de cabeza de tu esposa, ¿de qué disfrutas? ¿Qué ambicionas?

    —No te lo voy a tener en cuenta, Owen —le advirtió indignado―. Haré como si no hubieses dicho nada, no tengo ganas de discutir.

    Alterado, Aidan se distanció dos pasos del grupo con la respiración agitada tras el choque de palabras con Owen. Devolvió su copa vacía a la bandeja de uno de los camareros asegurándose de coger otra llena.

    —No pretendo molestarle, pero está claro que a este hombre le falta sangre, vida.

    —Y tú estás demasiado vivo —observó Johnny soltando una sonora carcajada―. No está bien que te emplees así con Aidan. Creo que te excedes, amigo.

    —Tienes razón, pero no voy a ser yo el que se eche a morir. Te puedo asegurar que estoy vivo, muy vivo. Y con deseo de… Escucha, Johnny, solo pretendo que abra los ojos y se dé cuenta de que la vida está llena de placeres y que reprimirse es un error. Será un ser gris e infeliz toda su vida.

    —Owen, ese es su problema. Y si sigues empecinado en esa mujer, vas a ser tú el que tenga un problema. Ella no es para ti. ¡Olvídala! Haz caso de tu viejo amigo, si es así como me ves. Mi avezado olfato me dice que puede ser peligrosa para ti —le advirtió.

    —Johnny, no acepto un no por respuesta. No. Esa mujer es perfecta. Es un reto para mí. La quiero rendida a mis pies. Sé que no van a ser todo facilidades por su parte y no por ello voy a desistir.

    —Pues sí que te ha dado fuerte. No te confundas, tu testarudez te puede pasar factura.

    —Eso ya lo veremos —dijo desechando de su mente todos los consejos dados por su amigo mientras, decidido, avanzaba hacia Daniela.

    —Owen, no lo hagas —trató de retenerle Johnny cogiéndole por el brazo, en un acto desesperado, para evitar que se diera de bruces contra un muro de hielo.

    4

    Las apuestas por saber cuánto iba a tardar en ser despachado por Daniela comenzaron a dispararse entre risas y bromas por parte del pequeño grupo. El resto de los asistentes al cóctel se mantenían ajenos a lo que en unos instantes iba a suceder. Inmersos en sus conversaciones, desconocían la valentía que Owen Relish estaba a punto de cometer.

    Daniela apartó la mirada del reflejo del cristal para perderla en el horizonte tras advertir que uno de los tertulianos del animado grupo se encaminaba hacia ella. Reconoció su torpeza al dar pie a este momento. No se podía permitir por más tiempo permanecer en aquel lugar, debía ser disciplinada y estricta. Tenía claro que su primera prioridad era apartar el trabajo de su vida personal y social, y no estaba dispuesta a aguantar a egocéntricos y babosos millonarios. Entendía que era una mujer hermosa que suscitaba ciertos comentarios y comportamientos por parte de los hombres, que cortaba con tajante rapidez al ignorar a estos por completo.

    —Hace una noche hermosa, ¿no cree? —dijo al contemplar con poco interés la ciudad.

    Daniela se mantuvo en silencio ignorando el trivial comentario del hombre. Un ser con pocos recursos, a su parecer, cuya actitud distaba de ofrecerle una conversación inteligente. Pero Owen tenía claro que no iba a rendirse con facilidad ante el nulo interés que mostraba Daniela. Poco le importaba que en un principio ignorase su presencia o que ni siquiera pestañease al saberse acompañada. Pensaba que la estaba incomodando y eso le satisfacía gratamente. No era la primera vez que una mujer trataba de ignorarlo. No. En un principio le atraía y, lejos de molestarle, le estimulaba. No se iba a dejar amedrentar por la displicencia de su conducta. Sabía que no era accesible ni voluntariosa a la hora de relacionarse fuera del terreno profesional.

    —Tiene la copa vacía, ¿le apetece tomar otra?

    —No, gracias. Ya me iba.

    Sin más y con la taxativa respuesta zumbando en los oídos de Owen, Daniela se retiró ante la atónita mirada de sus amigos dando punto final a la velada. Al pasar junto a un camarero, depositó la copa en la bandeja y a continuación cogió de debajo del brazo su cartera para caminar a paso ligero hacia el señor Mills.

    —Señor Mills, ha sido un placer hacer negocios con usted. Si me disculpan, señores, es hora de retirarme —dijo a los allí presentes sin cambiar ni un ápice la rigidez en su rostro.

    Los hombres, sorprendidos, le tendieron la mano, que ella estrechó con premura. Se volvió hacia Owen Relish para mirarle un instante y, sin mediar palabra, abandonó el salón a paso ligero dejando al séquito que siguiera celebrando el éxito de la transacción.

    —¡Te lo advertí! No debes acercarte a ella. No es para ti.

    —Johnny, no me fastidies —dijo con frustración mientras se integraba en el pequeño grupo.

    —¿Pero qué pensabas, que iba a dejar que te acercaras a ella por la divina providencia?

    —Tenía que comprobarlo por mí mismo —dijo sin apartar la mirada de la estela de cabezas que se volvían para ver como la mujer se marchaba sin dirigir una palabra al resto de los allí presentes: abogados, secretarias, inversionistas, representantes de las compañías tratantes.

    —Ya tienes la respuesta. Ha salido como un rayo de aquí.

    Aidan y Barry le observaban con cautela sin abrir la boca. El rostro de decepción que mostraba Owen no dejaba lugar a dudas. Pese a ello, pronto desapareció dando paso a la confianza. Tal vez no hubiera sido buena idea acercarse a ella. Era lo que todos pensaban, excepto él, que creía que había sido acertada la manera de tomarle el pulso. Aun sin dejarle pistas claras sobre cómo penetrar en sus defensas, le había abierto de par en par la necesidad de exhumar y explorar la vida de Daniela. Sí. Lejos de desengañarse, cobraba más fuerza su deseo por conocer todo sobre ella, sobre su vida. Buscaba en ella algo más que sexo, buscaba a alguien que enriqueciera su existencia. Pese a que su ambición por dominar, ser complacido y complacer era prioritaria para él, estimaba apetecible y enriquecedor conectar su mente a otra poderosa e irresistible, alguien que le nutriera de algo más que lujuriosos adjetivos, un ser inteligente. Lo consideraba todo un desafío y, desde ese momento, una necesidad.

    —Te aconsejo que te olvides de esa mujer, te lo digo muy en serio, Owen. Poco se sabe de ella. He investigado sobre su vida: su familia, amigos, estudios, anteriores trabajos… Ni rastro, no he encontrado nada. Es una incógnita. Solo conseguí averiguar que entró en el país hace cuatro años. Tiene pasaporte norteamericano, se expidió en la embajada de nuestro país en Bélgica hace cinco años. Desde entonces ha viajado en varias ocasiones por Europa, Asia, África… En él aparece Denver como lugar de nacimiento. Y tiene treinta y seis años. No he podido averiguar cuándo abandonó el país. No hay registro alguno de su salida en un vuelo, en tren, en autobús o en barco hacia ninguna parte. Se investigó si pudo salir de algún aeropuerto de la Costa Este. ¡Nada!

    —¿Y sus padres, su familia directa?

    —Como ya te he dicho, no hay nada. Ni rastro.

    —Qué extraño, ¿no? —dijo mirando a los tres hombres que le observaban con detenimiento.

    —Sí que lo es —afirmó Barry—. Yo no te puedo ayudar, amigo, no sé nada sobre ella, tan solo lo que ya he contado.

    —Quise saber con quién me la estaba jugando, ya sabes… Hay que tener mucho cuidado al decidir a quién confías tus estrategias comerciales. Como puedes ver, su prestigio es lo único que la avala —finalizó Johnny.

    —Lo sé. En fin…

    Se masajeó su perfecta y recortada barba mientras rememoraba los breves instantes en los que había tenido la oportunidad de estar cerca de Daniela, el tiempo suficiente para apreciar su perfume y observar las perfectas líneas de sus carnosos labios color rojo rubí. Un más que apetecible capricho que saborear, lo cual se prometió no tardar mucho en hacer realidad.

    5

    Miércoles, 15 de abril de 2020

    12:10 p. m.

    Oficinas IMIR

    548 de Market Street

    Distrito financiero de San Francisco

    Era raro en él permitirse divagar, abstraerse de su trabajo y, más aún, que el hecho de que se le antojasen unas faldas le hiciera mantener semejante devaneo.

    Tras el análisis de las últimas semanas, teniendo en cuenta las nuevas adquisiciones realizadas y las fructuosas inversiones en bolsa, el balance sobre sus empresas era positivo. Se abría un nuevo tiempo, un nuevo horizonte para IMIR (Investments, Management and Insurance Relish). Reconocía encontrarse en un gran momento profesional y empresarial, pero… esa mujer…

    —Señor Relish, tiene una llamada en espera —le informó su secretaria tras golpear con los nudillos en la puerta.

    —Gracias, señorita Evans —dijo volviendo a la realidad.

    Tan agradable distracción le había impedido estar atento al tono de la llamada entrante que se había producido hacía unos instantes. Se levantó con desgana del confortable sillón que le permitía ver una buena parte de la zona financiera de San Francisco. Desde el 548 de Market Street, en el corazón de la ciudad, controlaba un grupo de empresas desde hacía más de diez años. Lo hacía junto a su padre, Dam Relish, de quien había heredado el talento, la sagacidad y la astucia para hacer negocios.

    —Relish al habla.

    —Soy Ethan. ¿Cómo estás, amigo?

    —¡Vaya! Dichosos los oídos que te escuchan. No esperaba tu llamada. Te creía aún en Kenia. ¿Ya regresaste del safari?

    A Owen le agrada escuchar de nuevo la voz de su íntimo amigo.

    —Sí. Y quería invitarte a almorzar para contarte la cautivante experiencia —le comentó.

    —¿Vamos a almorzar solos?

    —Por supuesto. Rita está agotada y la he dejado en el club con sus amigas. Le vendrá bien relajarse junto a ellas.

    —Bien hecho. De acuerdo, entonces. —Suspiró antes de seguir hablando―. ¿Nos vemos dentro de una hora?

    —Perfecto. ¿Qué te parece si comemos en el Boulevard, en Mission Street?

    —Conozco ese restaurante. Está en la zona de Embarcadero. He almorzado allí en un par de ocasiones.

    —¡Estupendo! Tiene una cocina exquisita —puntualizó.

    —Cierto.

    El restaurante Boulevard se encontraba muy concurrido a la hora del almuerzo. Su clientela era distinguida y selecta. Ejecutivos y altos cargos de empresas de la zona financiera se daban cita allí. Fueron inevitables, por parte de los dos, los pertinentes saludos y estrechamientos de manos a diferentes comensales de camino a la mesa reservada. Ambos eran conocidos y respetados en las altas esferas financieras de San Francisco y les era muy difícil no coincidir con clientes en diferentes lugares de la ciudad. La decoración era clásica, lo que hacía del Boulevard un elegante y acogedor lugar. Un sitio donde quedar para saborear exquisitos platos y degustar magníficos vinos mientras se mantenía una grata conversación. Desconectar durante un par de horas de la rutina de la oficina, aunque se respirara entre sus paredes casi el mismo ambiente, reconfortaba a ambos.

    La sobremesa era el mejor momento para las confesiones, acompañadas del postre y un rico café:

    —Y bien, ¿cuándo te incorporas al trabajo?

    —Quiero tomarme unos días libres antes de volver a la oficina. Tengo que preparar algunos viajes de negocios y… La verdad es que no me apetece pensar ahora en ello.

    —No me extraña —dijo Owen arqueando las cejas.

    —Necesito adaptarme al cambio de horario. Ha sido un viaje agotador. Diría que hasta salvaje —dijo mostrando una sonrisa socarrona—. Demasiadas emociones.

    —Ya veo…

    —Debiste venir. Hubieras disfrutado de lo lindo llevando a una de tus sumisas.

    —De eso nada, amigo. Prefiero ir por libre.

    —Si quieres preparo uno para ti y para mí. Sin mujeres. ¿Qué me dices a eso? ―le propuso con cierto aire insinuante.

    —¿Sin mujeres? ¿Qué me estás proponiendo? —le preguntó con fingido aire de desconcierto.

    Ríen los dos.

    —Te gustan las mujeres de color, ¿no?

    Owen deslizó la cuchara por la crema inglesa que bañaba su postre mientras se sonrió al pensar en esas fibrosas y esbeltas mujeres de las que su amigo le había hablado en otras ocasiones en que había viajado a África. Meneó ligeramente la cabeza al pensar en lo exóticas y diferentes que eran, pero estas no estaban entre sus preferencias. Jamás practicaría con ellas el tipo de sexo que a él tanto le satisfacía. Necesitaban un mínimo de preparación, y no era hombre de improvisar sobre la marcha. No estaban preparadas para ello y entendía que sería desagradable para ambos. A no ser que precisamente estuvieran convenientemente instruidas y en lugar apropiado para mantener ese tipo de relación.

    —Me gustan mucho las mujeres, independientemente de su raza o color, eso ya lo sabes, amigo mío, son una tentación. Entiendo que mis gustos son un tanto especiales. Mejor safari sin mujeres.

    —Rita y yo tuvimos tres encuentros de intercambio.

    —¿Con nativos de Kenia?

    Sus palabras alertan a Ethan de la ferviente curiosidad que siente.

    —Tuvimos la ocasión de disfrutar con un matrimonio nativo de la alta burguesía del país.

    —¿Y las otras dos veces?

    —Las otras dos, con un matrimonio más joven que nosotros. Franceses.

    —Hummm… ¿Cuál fue la mejor experiencia?

    —Sin duda, con la pareja burguesa. Oh, amigo… Aún recuerdo esa piel de color ébano… A Rita le pareció una experiencia inolvidable. Y qué decir de lo bien dotado que estaba aquel hombre. Ya te puedes imaginar… Rita disfrutó como no recordaba.

    —¡Joder, Ethan! —dijo abrumado ante las descripciones de su amigo—. ¿Y no te hace sentir mal saber que tu mujer está disfrutando como una posesa con un hombre dotado de unas dimensiones más que considerables?

    —Te recuerdo que yo estaba allí. Los cuatro en la misma cama.

    —No sé cómo puedes… Yo no sería capaz de compartir a mi pareja. De ver cómo otro se lo hace con ella. Me niego rotundamente. ¡No me fastidies! —dijo consternado.

    —¿Que no te fastidie, Owen? Tus prácticas son poco ortodoxas comparadas con las nuestras. Créeme que quiero entenderte y entender a esas mujeres.

    —¿Acaso nunca has atado a Rita a la cama? ¿No le has vendado los ojos?

    —¡Pues claro que sí! ¿Qué tiene eso que ver?

    —Te informo, Ethan, de que mis prácticas son consensuadas con la mujer. Ella es la que decide hasta dónde quiere llegar. Hasta dónde necesita sentirse sometida para disfrutar con mayor plenitud. En el momento en que sale por su boca la palabra de seguridad paro de inmediato y detengo la sesión.

    —Sesión… ¿Así lo llamáis, amo? —dijo riéndose de forma burlona.

    —¡Ja, ja, ja!

    Ambos hombres rompieron a reír obviando lo concurrido que estaba el restaurante. Varios comensales voltearon sus cabezas en dirección a las sonoras risas que provenían de los dos amigos. Ninguno de los dos estaba por la labor de entender los gustos del otro. La sobremesa se alargó animada hasta que el tono de llamada entrante del móvil de Owen rompió la distendida conversación.

    6

    Esa misma tarde

    Residencia de Daniela Astori

    720 de Steiner Street

    Alamo Square, San Francisco

    —Papá, dime una cosa, ¿por qué la abuela parece estar siempre enfadada contigo?

    —Cielo, la abuela no está enfadada conmigo.

    —Pero si yo la veo retorcer el hocico cuando no la miras.

    —¡Ja, ja, ja! ¿Acaso la abuela es una loba feroz para tener hocico?

    —¡Ja, ja, ja! ¡No, papá! ¡Ja, ja, ja! ¡Para! No me hagas cosquillas que me hago pis.

    —Está bien, princesita.

    —Mira, ella retuerce el morro, la boca, así, papá. ¿Lo ves? ¡Ja, ja, ja!

    —Yo lo que veo es una niña muy guapa y graciosa. ¡Ja, ja, ja!

    —Sí, papá, ya lo sé. Pero ella se pone muy fea. Así de fea, mira qué fea me pongo.

    —Anda, deja de hacer eso o se te quedará la boca torcida.

    —No, papá, no se me quedará torcida. Lo he hecho muchas veces mirándome al espejo para imitar a la abuela.

    —No tengo la menor duda. Eres una niña muy traviesa. ¡Ja, ja, ja!

    —Pero no se lo digas a mamá, me regaña cuando le digo que la abuela se pone muy fea cuando se enfada.

    —Será nuestro secreto.

    —¿De qué secreto habláis?

    —¡De ninguno, mamá!

    —Le he oído decir a papá que será vuestro secreto.

    —Mamá. Los secretos son secretos. No se dicen.

    —Ya lo creo…

    —A papá no le he contado nuestro secreto, mamá. Y tú no se lo puedes contar tampoco. ¡Ja, ja, ja!

    —Pero si te está escuchando decir que tú y yo tenemos un secreto.

    —Uy… Uy… Ja, ja, ja. Si es verdad… ¡Papá, papá, tú no has escuchado nada! ¿Vale? Tú te haces el tonto. Yo no he dicho nada.

    —Ja, Ja, Ja. Vale, hija, lo que tú quieras.

    —¡Dios mío! Qué feliz me siento al teneros. No puedo dejar de quereros y abrazaros. Os quiero con locura.

    —Y nosotros a ti, mamá. Mamá…, nos estás estrujando.

    —Es que me muero de amor por vosotros dos.

    —¡Mamá…!

    De repente, el cuerpo de Daniela se estremeció. Estaba hablando en sueños y se dio cuenta de que estaba despertando. Había tenido un día intenso de trabajo y había caído agotada sobre el sofá.

    Transcurridos unos segundos, aún seguía experimentando las secuelas del sueño que la había despertado. Seguía sintiendo el abrazo de su madre, ese que la rodeaba y comprimía con tanto amor entre sus progenitores. La sensación era tan dulce… Con los ojos mirando al techo y el tierno recuerdo serpenteando en su cabeza, hizo que sus labios se estirasen para dibujar en su rostro una tímida sonrisa. Pero pronto un escalofrío recorrió su espina dorsal, provocándole sentimientos contradictorios. La sacudida era tan profunda y desagradable que se desestabilizó al intentar incorporarse. El recuerdo de sus padres, ese sueño que la había colmado hacía unos instantes de una sutil alegría, pronto comenzaba a desvanecerse. Hacía tanto tanto tiempo que había desterrado el recuerdo de sus rostros por miedo a sentir tan profundo dolor que creía…

    —¡Dios mío!... —exclamó angustiada—. Creía haber olvidado vuestras caras… y ese momento… No me lo puedo perdonar —se recriminó en voz alta llevándose las manos al rostro—. Esa foto… ¿Dónde la guardé?

    Se incorporó tras conseguir traer a su memoria el lugar donde había dejado esa pequeña foto. Esa que había conseguido esconder bajo la manga del babi y que la había acompañado todos estos años. Tantos viajes, mudanzas, hoteles, residencias… Tantas veces creyó haberla perdido… No es que no llevara cuidado de tenerla a buen recaudo, ese era el problema, la guardaba con tanto recelo que a veces le costaba recordar dónde la había puesto. Desgastada y descolorida, apareció entre unos pañuelos de seda en un cajón del vestidor. Se dio cuenta de que sus rostros estaban irreconocibles. Se había mojado tantas veces y la había escondido en lugares tan dispares a lo largo de su niñez que era imposible que no se evidenciase en ella la huella inquebrantable del paso del tiempo. La respiración de Daniela se volvió lenta y profunda, y sus ojos empezaban a humedecerse al recordar de nuevo a sus padres. Por fin les había vuelto a ver. Por fin, en muchos años, había sentido el calor humano al que la vida le había obligado a renunciar para fundirse en su alma, en sus sentidos. Recordar con tanta intensidad provocó que sus lágrimas comenzaran a brotar y a deslizarse por su rostro, dejándose mecer por la agradable sensación de volver a la niñez. Pero por qué ahora, por qué después de tantos años, se preguntaba tratando en vano de hallar una respuesta. ¿Por qué ahora eran tan frecuentes los sueños y no aislados? Quería creer que su mente se los había ido dosificando a lo largo de su vida para protegerla, pese a su intento por desterrar su duro y amargo pasado. Era la conclusión que, por ahora, era capaz de alcanzar. Pero no. No quería volver a la realidad, quería evocar una vez más el recuerdo de sus progenitores. Se sentó en el borde de la cama con los ojos cerrados acercando la foto hacia su pecho. Quería sentir el latido de su corazón. Quería volver a sentir, recuperar el recuerdo de aquel abrazo.

    De repente un extraño hedor llegó hasta ella invadiendo su respirar profundo y pausado. Esa no era la primera vez que le ocurría, cada vez era más frecuente. El repugnante olor del pasado volvía en esta ocasión a impregnar de tristeza el instante de felicidad que Daniela trataba de rememorar. Las náuseas comenzaron a convulsionar su cuerpo con violencia. El despiadado pasado se instaló de nuevo en ella sin permiso, arrasando y devastando cualquier intención de reconstruir un pequeño cimiento en su asolada felicidad. Sin poder aguantar ni una angustia más, ni un espasmo más, se levantó para arrodillarse frente al inodoro. Tras una fuerte arcada, se abrazó a la loza para vomitar. Los ácidos recorrieron su garganta con celeridad abrasándola, mientras su cuerpo empezaba a transpirar, a cubrirse de sudor, y sintió como un frío sobrecogedor arrasaba toda su columna vertebral subiendo hasta la nuca. Su rostro se contrajo mientras rotundas sacudidas, acompañadas de escalofríos y mareos, le dejaban el cuerpo desmadejado. La desagradable sensación de mareo le irritaba, le encolerizaba haciendo que perdiera la poca estabilidad que su cuerpo era capaz de mantener. El llanto de rabia e impotencia la invadía sumergiéndola en la confusión.

    Se dejó caer a un lado del suelo mientras con el dorso de la mano trataba de limpiarse la boca. La crueldad dejaba un sabor tan amargo, tan doloroso, que no pudo evitar liberar un inquietante y desgarrador grito que se propagó por toda la casa. Se sentía tan impotente, tan desesperada, que no podía dejar de gritar retorciéndose en el suelo del baño. Sus lágrimas habían pasado a ser ríos de desesperanza. Incontrolables y desbordados ríos de sufrimiento.

    Fueron largos los minutos en los que no paró de agitar su cuerpo golpeándose una y otra vez contra el mobiliario del baño. Retorciéndose sobre el suelo, no dejó de luchar contra el endemoniado recuerdo que trataba de arrasar su juicio. Dentro del caos que imperaba en su cabeza, sacó el suficiente coraje para frenar al poderoso y oscuro caballo del pasado, para que no irrumpiera en ella a todo galope una vez más. Sin saber cómo, su sexto sentido reaccionó para protegerla del miedo acuciante que trataba de dominarla, de derrotarla.

    Tras pasar cerca de media hora en el suelo batallando, luchando contra sus sentimientos y sus imperativas lágrimas, consiguió levantarse con dificultad, perdiendo el equilibrio en más de una ocasión al sentir el rompedor dolor que su cuerpo soportaba. Notaba en sus carnes la réplica de los golpes que ella misma se había proporcionado. Era tal el aturdimiento que sufría que no era capaz de controlar sus movimientos. Con manos temblorosas, intentó secarse las lágrimas, pero se dio cuenta de que estaba manchada de secreciones. Miró alrededor observando el panorama que había dejado, a la vez que comenzaba a sentir una ligera paz en su interior. Apoyó las manos sobre la encimera del lavabo agachando la cabeza para tratar de controlar su agitada respiración. Poco a poco volvió a sentirse dueña de sí misma. Con pavorosa lentitud, levantó la mirada hacia el espejo. Su tétrico aspecto reflejado le provocó rechazo. No se reconocía. Parecía alguien perdido en el tiempo, en el olvido. Demacrada y sucia, le sobrecogió su propia imagen y, en un acto de rebeldía, arrastró con el brazo todo lo que había sobre la

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