Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La Espiral de Enós
La Espiral de Enós
La Espiral de Enós
Libro electrónico234 páginas3 horas

La Espiral de Enós

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Para comenzar de nuevo, debes soñar sin miedos.

En el constante huir hacia adelante ante los reveses de la vida, Enós logra momentos de alegría y trata de aferrarse a ellos de manera exasperante, logrando un efecto contrario al deseado. Se le presenta la oportunidad única y especial de verse sin ambages, pero le resulta doloroso e incómodo, por lo que trata de hacer lo que siempre ha hecho: huir hacia adelante.

Solo que esta vez no parece haber más adelante...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 jul 2019
ISBN9788417717995
La Espiral de Enós
Autor

Ana María Rotundo

Ana María Rotundo es licenciada en Administración Comercial y licenciada en Contaduría Pública, con especialización en Riesgo de Crédito. Banquera durante veinticinco años y socia en empresa de administración de proyectos durante cinco años. Asesora de riesgo financiero y profesora universitaria. Viuda y madre de dos hijos. Ha realizado varios talleres literarios en la Universidad de Panamá y publicado varios cuentos en diarios de circulación nacional. Creó un blog a principios de 2018 con la finalidad de escribir ensayos y cuentos. Actualmente tiene 3680 visitas.

Relacionado con La Espiral de Enós

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La Espiral de Enós

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La Espiral de Enós - Ana María Rotundo

    La Espiral de Enós

    La Espiral de Enós

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717452

    ISBN eBook: 9788417717995

    © del texto:

    Ana María Rotundo

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Nada es absoluto en la vida,

    hay matices que difícilmente aceptamos.

    La única certeza es la muerte y

    allí no hay matices.

    1

    Estoy inmóvil en una cama, puedo ver los números que rodean las líneas de colores que hacen movimientos rítmicos arriba y abajo. Es un monitor de signos vitales que está a mi lado. No sé si celebrar que estoy vivo o llorar por la desmemoria y la no percepción del cuerpo; ni siquiera recuerdo mi nombre, estoy horrorizado de esta consciencia sin cuerpo y sin sentido.

    Puede que esté dentro de una pesadilla y deba esperar a despertar para comprender lo que sucede. No lo sé, pero tengo mis sospechas por el silencio que me rodea y la sensación de inmaterialidad que me arropa. Puede también que esté muerto. Si así fuera, estoy viviendo mi muerte sin saberlo y mi mente hace que no lo crea y, por eso, veo moverse las líneas del monitor. ¿Y si es una ilusión? Comienzo a sentir vértigo. Tengo mucho miedo.

    Dirijo la mirada al monitor, que sigue con sus mismas señales; no hay respuestas, excepto que mi cuerpo parece estar con vida y, entonces, aumenta mi desesperación al estar sumergido en la confusión y el miedo. Mientras tanto, soy consciente de esta situación, que es incontrolable por mi obligada paralización. Me percibo oscuro, como si intuyera que hay secretos profundos que me desagradan y no quiero saberlos. Apartando el estado físico incierto y desconocido, hay una contradicción fundamental y es que por momentos me siento cómodo en esta vaguedad espiritual de mí mismo.

    Cierro los ojos con la ingenua intención de que, así como la luz, se vaya también el desasosiego. Trato de salir de este lugar y dejar que mis pensamientos vuelen; los libero y me aferro a ellos para que poco a poco me trasladen lejos de aquí. Lo logro. Comienzo a ver la imagen de un joven. Me intereso en él, aunque sé que no es él en particular, ya que sentiría lo mismo por cualquier cosa que me mantuviera alejado del lugar desconocido y solitario en el que estoy tendido. No quiero volver. Le presto la mayor atención posible a la imagen que percibo para permanecer asido a una esperanza de humanización. Sé que es una forma desesperada de huir de lo que se me asemeja a la muerte.

    El joven, a quien veo mejor, está sentado en un pupitre a poca distancia de mí; tiene frente a él un libro cerrado y parece estar muy concentrado, quizás en la exposición previa de su maestro. Extrañamente, como si de una misma persona se tratara, sé que en realidad el joven solo divaga. Estoy dentro de él, percibiendo el momento, y puedo reconocer que estamos en un salón de clases. No le interesa nada de lo que dice su maestro, a quien yo no puedo escuchar, pero entiendo que está haciendo una exposición por el movimiento de sus labios. Al mismo tiempo, estamos observando a los otros estudiantes, que han de ser sus compañeros, para concluir que, a diferencia de nosotros, ellos sí muestran interés en el tema. Surge la idea entonces de aprenderlo para poder impresionarlos, ya que queremos acercarnos a ellos porque los conocemos y sabemos que pertenecen a familias adineradas. Odiamos la pobreza, ya es suficiente con la propia.

    Esa extraña dinámica, como si me desdoblara en otra persona, me hizo sentir muy agobiado. No esperaba ni quería que la atención inicial prestada al joven me hiciera fusionarme con él; además, no me gustaba lo que sentía porque yo no era así. En realidad, ¿cómo soy? No me había hecho esa pregunta. Estoy moribundo, ¿qué me interesa tal cosa? Sin embargo, aislado de la realidad física, tenía aquella sensación tan desagradable que me hacía rechazar alguna semejanza. Traté de mover la cabeza, como si con ello pudiera ahuyentar mis pensamientos y redirigirlos al objetivo inicial. Solo quería observar y mantenerme distraído, pero todo era dispersión y arbitrariedad, mis pensamientos saltaban de un lugar a otro confundidos, a pesar de mis esfuerzos por mantenerlos centrados. ¿Conozco a ese joven?, ¿seré yo en otro momento?, automáticamente bajé la mirada hasta que encontró mi cuerpo tendido y con él mis manos sin tono ni gracia. Son viejas porque están llenas de manchas y la piel ya no es tersa. Sé de inmediato que el joven estudiante no soy yo y que he vuelto. Me lleno de angustia, en medio del horror cierro los ojos y de nuevo me concentro para irme lejos. Quiero huir.

    Vuelvo lentamente a la oscuridad, donde permanezco indefinidamente. Allí no caben preguntas, ni búsquedas, ni percepciones, tampoco confusión. Estoy flotando en la nada sin pretensiones, abstraído de todo. Los pensamientos y sensaciones parecían haberme abandonado, cuando una mirada se cruzó con la mía. Es el mismo joven y el brillo curioso que tienen sus ojos me indica que percibió mi presencia y, probablemente, la extraña fusión que hubo entre ambos.

    —¿Quién eres?

    Una gran angustia me invadió. Todo había sido extraño y, seguramente, él estaba molesto. ¿No se trataba de un sueño entonces? Pero la lógica me decía que tampoco podían ser hechos reales. Yo no hablaba, no escuchaba, ¿cómo puedo explicar lo ocurrido?, ¿cómo es que puedo escucharlo?

    —¡Qué fastidio!, solo te he preguntado quién eres y haces todo un análisis antes de contestar. ¿Acaso no te das cuenta de que no hace falta que hables?, yo te estoy escuchando. ¿Quién eres?

    —No estoy comprendiendo nada. ¿Qué está pasando?

    —¿Quién eres y qué quieres de mí?

    —Estoy asustado y confundido. No puedo contestarte porque no sé quién soy, he perdido la memoria. No sé lo que me pasó, quizás sufrí un grave accidente o tengo una enfermedad. Es posible que esté delirando.

    —Bueno, tranquilízate un poco. Suenas muy ansioso, no parece que me estés engañando. Lo que pasa es que te has entrometido en mi vida sin permiso…

    —Por favor, no te molestes, nada ha sido premeditado. ¡Qué pena contigo!, pero la verdad es que no tengo una explicación para lo que sucedió…

    —Dejemos ya las lamentaciones y disculpas, soy muy impaciente en estos asuntos. No perdería un minuto más de no ser porque me impresionó lo que hiciste. ¡Ojalá yo pudiera hacer algo parecido! Me gustaría saber cómo lo hiciste.

    —A mí también me gustaría saber qué fue lo que sucedió y cómo lo hice. Me ha sorprendido tanto como a ti. Estoy en una situación límite. Me encuentro preso en un cuerpo sin movimiento donde solo son libres los pensamientos, así llegué hasta ti y, progresivamente, sucedió una fusión o algo parecido. Estoy muy confundido, pero, quizás, si me cuentas algo de ti, me ayudes a conseguir algunas respuestas…

    —Estoy ocupado, ya te dije que soy impaciente en estos asuntos. No suelo hacer nada por nadie a menos que me convenga.

    —Pero no puedes saber que no te conviene. Si recuerdo algo, quizás pueda decirte lo que pasó.

    —Ya te dije que me impresionó y he quedado muy intrigado. Me entusiasma mucho pensar lo útil que me resultaría poder introducirme en los pensamientos y emociones de otros.

    —Pues entonces, ¿a qué esperas?, ayúdame a recordar algo. Cuéntame de ti.

    —¿Cómo te llamas?

    —No lo sé. Ya te he dicho que no recuerdo nada.

    —¡Ya veo! Si me hubieses dado algún nombre, sabría que me estás mintiendo. Solemos decirlo de manera automática. Te llamaré Al, que es un nombre corto y empieza con la primera letra del abecedario. Lo recordaremos con facilidad. ¿Te gusta?

    —Sí, está bien, puedes llamarme Al. Y tú, ¿cómo te llamas?, ¿tienes familia?

    —Me llamo Enós. Sí, tengo padres y hermanos. Mis padres no son personas ilustradas, pero admito que en el caso de mi padre hay justificación, porque trabaja muy duro para hacer dinero y el poco tiempo del que dispone es para descansar. Él me ha enseñado que nada importa más que tener dinero, porque sin él, no se es nadie. Mi madre, en cambio, no se ilustra porque no le interesa; ella nos atiende y ve la televisión, es útil pero bastante nula, pienso que esa es la razón por la que aceptó la oferta de matrimonio de mi padre. Ambos me dan vergüenza porque son muy inferiores a los padres de mis compañeros, siempre prefiero ir a casa de ellos y no al revés, además, todo lo que me rodea es irritante: un apartamento sencillo ubicado en una zona comercial y no residencial, un carro de segunda mano, muebles de mal gusto y baratos… Solo espero terminar mis estudios para salir de ese agujero.

    Permanezco callado. Su sinceridad me resulta chocante y banal el contenido de sus palabras. Estas sensaciones me permiten conocerme un poco, entenderme y comenzar a familiarizarme conmigo mismo, porque más que el estado dramático de postración y confusión que me define en estos momentos es maravilloso comenzar a procesar información mundana que me produzca respuestas. Las inquietudes de Enós me resultan irrelevantes no porque las compare con las inmediatas mías, sino porque, sencillamente, no las comparto. Quiero continuar en esta dinámica. No quiero volver. Pienso y reacciono rápidamente. ¿Le doy un corto sermón constructivo? Eso pudiera ser útil, porque, por un lado, puedo transmitirle mi experiencia y, por otro, invierto más tiempo en una actividad que me está distrayendo.

    —Enós, siento que estás muy convencido de las afirmaciones que haces y me parece que van en línea con lo que tu padre te ha trasmitido, pero me parece que deberían reconsiderarlo, porque no incluyen como necesario el afecto en las interacciones y sí que lo es. De hecho, observo que te estás distanciando afectivamente de él, a pesar de ser alguien tan cercano.

    —¿Crees que sintiendo afecto por él haré dinero? ¡No, claro que no! Quererlo me hará débil y no puedo ni debo serlo. Yo quiero ser millonario.

    Callo y el silencio se apodera del lugar. Me siento envuelto en una contradicción básica: no sé si quiero seguir escuchándolo o volver al letargo. Rechazo sus creencias. Me duelen. Hace unos segundos tenía la certeza de que estaba mejor allí y que la conversación me permitía recrear situaciones humanas conocidas a diferencia de mantenerme en el silencio angustioso de la postración. Pero ahora siento malestar y deseos de irme.

    El miedo se apodera de mí, parece que la opción es volver o prolongar un discurso ajeno que me perturba, cuando lo que yo quiero es perder la noción de todo y quedarme tranquilo sin tener esta inconsciencia consciente que me caracteriza. ¿Por qué no puedo flotar olvidándome de mí?, ¿por qué debo estar entre ideas confusas, solo ojos, con la ansiedad de saberme presente físicamente? Es culpa de esas señales del monitor, ¿a quién se le ocurre colocar tan cerca este horrible artefacto a un moribundo? Debí sentir muchas veces temor y necesidad de protección, pero no lo recuerdo. ¿Cómo entonces puede fortalecerse mi inexperto espíritu? Estoy aterrado en mi prisión, como si estrenara ese sentimiento.

    2

    Hay mucha luz, tan blanca y fuerte que el estímulo sobre el sentido de la vista me resulta doloroso. Veo periféricamente el lugar donde me encuentro. Es una habitación sin colores, sin muebles, se me asemeja a una celda hermética y esterilizada. Es deprimentemente austera. Escucho el sonido del monitor, que sigue allí tan cerca como indeseado. Es un ruido simple, monótono y repetitivo, pero me resulta extraordinariamente maravilloso porque lo estoy escuchando después de tanto silencio, ¡es sencillamente un milagro! Siento una alegría repentina que quisiera conservar, entonces, afino el oído porque me torno ambicioso y quiero escuchar más allá, sentir voces, quizás el susurro de algún bullicio lejano que me indique que estoy en un lugar habitado, algún ruido que evidencie movimientos. No escucho nada más. No hay nadie cerca.

    La pasajera alegría se fue ante la presencia de pensamientos inoportunos. Trataba sin éxito de controlarlos mientras mis emociones enloquecidas jugaban sucio conmigo al imponerse con determinación. Era como si mi alma se transformara en un buitre que acechara al cuerpo moribundo y me apresara esperando con calma el final para comerse la carroña. Me la imaginaba convenientemente convertida en un ave Fénix porque deseaba que renaciera. ¿Quién soy?, ¿habré cometido alguna locura y mereceré lo que me está pasando?, ¡tantas preguntas de las que no quiero saber respuestas que me perturben! Pero, a pesar de todas las inconsistencias que me acompañan, sé que en el fondo prefiero saber la verdad, aunque no me guste. Hay una evidente contradicción entre mis deseos más profundos y mis pensamientos. Todo yo soy una contradicción. Mejor estaría muerto. Intento voltear la cabeza, como si viendo en otra dirección, perdiera la noción, ¿de qué?, si no entiendo nada. Es un estúpido ardid a mí mismo.

    La angustia va y viene, por momentos me invade, otras veces me abandona. Quiero respuestas y tengo miedo de escucharlas. La contradicción es la reina absoluta de mi presente, aunque ahora sé que estoy con vida. Una vida extraña y limitada. Cierro los ojos y permanezco así, esperando que alguien entre a la habitación. En ese estado de negrura expectante afino el oído para tratar de escuchar pasos, quizás de alguna enfermera que venga para revisar el monitor o para colocarme una inyección o, sencillamente, para verme, y nada pasa, el silencio que ha crecido por encima del ruido del monitor solo me confirma que no viene nadie. Entonces, de nuevo, me quedo dormitando en la búsqueda del letargo conocido que por fuerza de la costumbre se ha convertido en mi zona de confort. Allí, en medio de la oscuridad, hago esfuerzos por obtener alguna imagen y comienzo a distinguir la figura de un hombre que está de espaldas. Trato de detallarlo más: es alto, viste traje oscuro muy formal y, a juzgar por la impecable caída de la tela, debe de ser hecho a la medida. El cabello está peinado con gel.

    En un momento, encontrándome absorto en la observación de su aspecto, no me percaté de que se había girado y de pronto podía ver su rostro. Sorprendido de que me resultara familiar, hice contacto visual con él y su mirada, a pesar del bigote y las gafas, que debían de producirle un cambio importante a su fisonomía, me permitió confirmar sin duda que lo conocía. En ese estado de rápida contemplación observé que me sonreía y comprendí que él también me conocía, solo esperaba que me abordara primero para ubicarlo.

    —Al, ¡qué de tiempo sin verte!

    —¿Enós?, pero ¿cómo puede ser?, tengo la impresión de que hace apenas unas horas eras…

    —¡No cambias! Si de impresiones se trata, yo tengo la impresión de que sigues despistado y te confundes con frecuencia. ¿Sabes que no nos habíamos vuelto a ver en mucho tiempo?, ya perdí la cuenta.

    —Tienes razón, estoy confundido. El tiempo debió de pasar muy rápido, ya no eres aquel joven —no insistí porque entendía que no iba a comprenderme, estábamos en tiempos diferentes y él no lo notaba.

    —Me alegra volver a verte. Estoy casado, tengo hijos y un negocio propio; he hecho dinero, no todo el que lograré, pero sí bastante más del que tenía. Mi padre, por fin, después de muchos intentos, hizo un buen negocio y manejó una importante cantidad de dinero. Él y sus socios necesitaban un profesional que los ayudara y logré que me incorporaran a la empresa.

    —¿Ahora trabajas para tu padre?

    —¡No vayas tan rápido! Ya incorporado a la empresa, comprendí todo el manejo del negocio y convencí a mi padre de sacar su dinero e invertirlo en un negocio que fuese nuestro. Bueno, en realidad, mío, porque necesito tener el control total.

    —Entonces, ¿se retiró y te cedió el control del negocio?

    —No, mi padre jamás me cedería el control total, porque ha sido un emprendedor que ha trabajado duro toda su vida. Le ha costado mucho construir lo que tiene.

    —No comprendo.

    —Verás, descarté la vía del convencimiento y conspiré para generar dudas entre los socios. Se produjo una situación caótica relativamente rápido porque todos eran hombres de trabajo, pero sin formación en los temas empresariales, y algunos estaban emparentados entre sí, lo que facilitaba que se produjeran bandos y divisiones. Finalmente se separaron.

    —¿Vendieron la empresa?

    —La empresa continuó, pero mi padre vendió sus acciones a uno de los socios. Con esa decisión se cerraba la posibilidad de volver a trabajar en el futuro con alguno de ellos.

    —¿Y era con ellos que siempre había hecho sus negocios?

    —Sí, básicamente, fueron sus socios siempre.

    —¡Vaya!, debió de ser una decisión difícil y muy estresante, sobre todo porque tu padre ya debe de ser un hombre mayor para iniciar un negocio y buscar nuevos socios. ¿Qué sucedió entonces?

    —¡Muy fácil, Al!, sucedió exactamente lo que yo esperaba: mi padre tenía dinero en las manos, ganas de trabajar, necesidad de seguir produciendo y ningún socio, así es que rápidamente lo convencí de meterse en mis proyectos.

    Mientras me hablaba, no podía evitar imaginarme la angustia de su padre después de comprender, por su ya dilatada experiencia, que aquello había sido una maniobra del hijo, a quien, seguramente, conoce muy bien. Debió de quedar muy preocupado. Interrumpiéndome con una voz cuyo tono me resultó áspero, volví a prestar atención.

    —Tu cara indica reproche,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1