Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El manjar suculento de un joven lambrija
El manjar suculento de un joven lambrija
El manjar suculento de un joven lambrija
Libro electrónico171 páginas2 horas

El manjar suculento de un joven lambrija

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Flaco, feo y desgarbado... pero bien armado.

¿Con frío? Caldéate con las excitantes aventuras de un joven lambrija.

Para un feo como él estar con una bonita no es una utopía. Al principio, lo desdeña, claro; se burla, desde luego, pero una vez prueba su incomparable producto... la fémina no lo quiere soltar...

Ah, y no está solo en sus correrías, están también Martha y Angelita, Nacho y Delgadina: amándose tiernamente, locamente, fogosamente.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 feb 2018
ISBN9788417426682
El manjar suculento de un joven lambrija
Autor

Sergio Balcázar

Sergio Balcázar, autor latinoamericano. El manjar suculento de un joven lambrija constituye su segunda novela: obra con la que intenta hacer oír su voz en medio de un piélago de voces.

Relacionado con El manjar suculento de un joven lambrija

Libros electrónicos relacionados

Erótica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El manjar suculento de un joven lambrija

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El manjar suculento de un joven lambrija - Sergio Balcázar

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    El manjar suculento de un joven lambrija

    Primera edición: febrero 2018

    ISBN: 9788417234713

    ISBN eBook: 9788417426682

    © del texto:

    Sergio Balcázar

    © de esta edición:

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Ningún artista es morboso.

    El artista está capacitado para expresarlo todo.

    Oscar Wilde

    Parte primera

    Capítulo I

    En una ciudad hermosa, de playas y de mar azul, de soles ardientes como sus mujeres y donde todos quisiéramos estar alguna vez, un taxi se deslizaba por una amplia y expedita avenida.

    A la misma hora, en la misma ciudad, en el confortable dormitorio de una casa de dos pisos, una pareja traveseaba con desenvoltura. Ella, ahorcajada sobre él a la altura de su bajo vientre y restregándose sin cesar: ora hacia adelante, ora hacia atrás, hacia la izquierda, hacia la derecha, y soltando cada tanto su risa de hembra dominadora que resonaba en todo el ámbito aluzado por la luz artificial. Él, como buen rocín, soportándole el peso de yegua maciza sin un quejido y sobándole, con una pericia de alfarero, las mórbidas ancas por debajo del vestido carmesí.

    De pronto, el taxi encendió el guiñador del lado derecho, redujo la velocidad y, virando suavemente, se introdujo por una angosta bocacalle. En el asiento de atrás, una mujer hermosa, de cutis color del trigo, pelo negro rizado y ojos vivaces, reposaba con una pierna encima de la otra. El hombre sentado al volante, que no era ningún eunuco, la observaba con disimulo a través del retrovisor: atento a cualquier cambio de posición en las piernas esbeltas que su minifalda azul dejaba al descubierto. A lo largo del trayecto, la mujer había ya alternado la izquierda sobre la derecha al menos un par de veces, y otras tantas la derecha sobre la izquierda, y él, un espión redomado de pasajeras, había logrado contemplar tales variaciones por entero, pero en ninguna había podido encontrar al menos un resquicio por dónde descubrir el color de su braga.

    Resignado, finalmente pensó: «Debe ser blanca». Y en seguida, impelido por una idea de proximidad, se preguntó: «¿Y el sexo, peludo o lampiño?». Viéndola a la cara a través del espejo, concluyó: «¡Peludo!». Y echó a reír por lo bajo.

    Entre tanto en el dormitorio los retozos continuaban y el colchón de agua se movía delicadamente, como mar en bonanza. Pero de pronto, como diciendo «basta de prolegómenos», el hombre, que estaba sólo en calzoncillos, dirigió sus manos hacia arriba, hacia la espalda de su compañera y, apenas descubrió el primer botón, lo despojó de su ojal, luego despojó otro, y otro, y otro…; después, asiendo el traje por su ruedo holgado y exiguo, lo elevó hasta arrancarlo del cuerpo menudo y macizo de la mujer. En instantes, un calzoncillo oscuro, una braga y un afelpado corpiño volaron por los aires, y se inició una colisión carnosa y se oyó unos gemidos de placer que brotaron de la mujer. El colchón ahora se movía como mar embravecido.

    El taxi con la bella pasajera alcanzó la cima de una cuesta, atravesó un parquecito de barrio, y al fin se detuvo frente a una casa de dos pisos, detrás de un automóvil descapotable color amarillo.

    «Gracias, muchas gracias», le dijo la mujer al conductor, que de buen agrado le hizo el favor de cargar la voluminosa maleta hasta lo alto de la entrada. Luego, giró el pomo de la puerta cerrada sin llave y penetró en el interior, con el equipaje a rastras.

    «Ignacio… Nacho…», llamó con voz dulce al tiempo que quitaba la mano del asa de la maleta y depositaba la cartera en el suelo alfombrado del recibidor, pero nadie contestó. Se dirigió entonces hacia la cocina, en cuya radio sonaba una canción en el programa de las tres de la tarde de aquel lunes hermoso y donde pensaba hallaría al tal Nacho —sujeto de 35 años, mostacho de turco, cabello ondulado— cuando, antes de arribar a la puerta, unos «¡Ah, ah…!» y unos «¡Mm, mm…!» libidinosos que de pronto oyó venir del segundo piso, la detuvieron en seco. Intrigada, desandó el camino en el acto y tomó las escaleras. A mitad de éstas percibió que los «¡Ah, ah…!» y los «¡Mm, mm…!» eran más claros, más nítidos y que provenían del dormitorio. Apuró los pasos hacia él y se plantó en el umbral. Pasmada, no podía dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo: una mujer desnuda moviéndose con frenesí encima de su prometido, y gimiendo, bramando, alaridando de placer; y él, también corito, y correspondiéndole en los meneos, aullidos…

    —¡Hijo de puta! —bramó tras reponerse, dispuesta a apalearlo.

    Pero arremetió primero contra la usurpadora. Así pues, con los ojos desorbitados y las manos engarfiadas, se abalanzó sobre ella y, tomándola de las mechas áuricas a fuerza de tinte, la bajó con furia y llamándola «puta de mierda» sin cesar. El hombre, estupefacto ante la aparición repentina de su prometida, apenas logró proferir, con evidente desuello, eso sí: «¡Pero si todavía no tenías que regresar...!», e impulsado por una fuerza invisible, descendió de un salto, se puso el calzoncillo y se acurrucó en un rincón: quieto y sin hablar; ni siquiera intentó defender a la mujer con la que hasta hace unos instantes folgaba. Ésta yacía de rodillas en el suelo y gritando como en antes, pero ya no de placer, sino de dolor, pues Valentina, atenazándola del pelo con vigor, la sacudía violentamente. Peor aún, con la misma brutalidad, la obligó a ponerse de pie, la arrastró hacia la puerta, la descendió por las escaleras, la atravesó por el vestíbulo hasta el umbral de salida, y desde ahí, al tiempo que le espetaba un estruendoso «¡Fuera de aquí, puta de mierda!», le dio un aventón que la hizo estrellarse contra una de las columnas de la entrada.

    «¡Ay, madre mía!», se quejó la desalojada, sosteniendo en sus ágiles manitas el vestido carmesí que en el último instante había logrado coger con la punta de los dedos. Luego, con la puerta cerrada a sus espaldas, murmuró entre jadeos: «Qué forzuda resultó esa cornuda de mierda, casi me arranca las mechas…, pero bueno, ya estamos libres… Ahora…, ahora a ponerse el vestido y a buscar al novio para que termine lo que el pobre Nacho no pudo… ¡Ja, ja, ja!».

    Desde la acera más próxima, una pareja la observaba atónita. Ella, lejos de ocultarse o de cubrir al menos al menos su vulva peluda y sus montes erguidos con la veste, sonrió toda complacida, y hasta, con un descaro ejemplar y una postura de modelo, se dispuso a exhibirse en pleno, diciendo: «¿Qué tal, eh?». Por último, y al verla alejarse tapándose la boca por el asombro, le hizo, sin dejar de sonreír, una señal de adiós que trazó con los dedos de su diestra.

    Momentos después, embutida de cualquier modo en el traje de ruedo holgado y exiguo, subió en el auto amarillo sin capota, encendió el motor, y despegó haciendo chirriar los neumáticos.

    Ocho, nueve cuadras más allá, un semáforo en rojo la detuvo: contiguo a un vehículo cuyas ruedas enormes y volante del lado derecho, suscitaban la curiosidad de más de un transeúnte. El conductor, un hombre de unos cincuenta años, con tatuajes en los brazos y chaleco negro, gafas oscuras, pelo largo y barba apostólica, apenas la vio aparecer a su diestra sonrió, y dejó que su sonrisa se prorrogara en tanto le escrutaba desde lo alto la nariz, los labios, el cuello, el busto, la… De pronto, entrevió algo que le impelió a saltearse el recorrido. «Es lo que creo que es», se dijo entonces con extrañeza. Para estar seguro, bajó los lentes, aguzó la mirada sobre el blanco y… se topó con el ruedo del vestido de la muchacha respingado por la parte delantera y su pubis piloso al aire. Atónito y con los ojos desorbitados, apenas sí balbuceó algunas palabras ininteligibles; pero luego, todo temerario, alzó la mirada y la depositó sobre la de aquella hermosura: la encontró insinuante, picarona; más aún: encontró el guiño de unos de sus ojos negros que, en una suerte de invitación final, lo espolearon a proferir lleno de euforia: «¡Yo te sigo hasta el fin del mundo, mi vida!».

    —¡Inténtalo si eres hombre! —le desafió ella con voluptuosidad, e inmediatamente, percibiendo que la ancha vía que cruzaba por enfrente quedaba eventualmente expedita, y pese a estar la suya aún con el semáforo en rojo, arrancó con el acelerador a fondo y prosiguió su camino en línea recta.

    El hombre, totalmente enloquecido por aquella beldad, se subió las gafas e intentó imitarla, pero apenas apretó el acelerador y soltó el embrague apareció un camión frigorífico del lado izquierdo y colisionaron. Al sentir el ruido de la destrucción, la muchacha del auto amarillo fijó la mirada en el espejo retrovisor y rió a lo lejos: «¡Ay, pobrecito!».

    Entre tanto, Valentina, al son de unos airados «¡Hijo de puta…! ¡Desgraciado…! ¡Traidor...!», había descargado una seguidilla de puntapiés, bofetadas y puñetazos sobre la humanidad del inverecundo de su prometido; peor aún: había tomado una decisión irrevocable en torno a él: romper el compromiso de matrimonio y echarlo de su casa. Así que, tras enjaretarle inútilmente un discurso de chapucero redomado y soltar en balde un raudal de lágrimas de cocodrilo, Ignacio descendía las escaleras con la camisa a medio abotonar, el pantalón sin pretina, descalzo, y con una maleta mal cerrada por cuya abertura asomaba el cuello de una remera y el borde de un calzón de mujer, el de la mujer menudita (el resto de sus prendas: su corpiño y sus altos tacones que parecían de puta, habían quedado debajo de la cama; sólo rato después, la recién llegada los descubrió y no dudó en echarlos a la basura).

    —¡Y no vuelvas más, desgraciado! —rugió Valentina desde lo alto de un peldaño.

    Pero Ignacio se detuvo en el recibidor y, volviéndose, tornó a suplicar hecho un mojigato:

    —¡Por favor, Valentina, qué va a decir mi mamá!

    —Eso debiste pensarlo antes de meterte con esa puta teñida y quién sabe con cuántas más durante mi ausencia —repuso la mujer manteniéndose en sus trece; peor aún, precipitándose a la puerta, la abrió con brusquedad y, señalando hacia la calle, lo aguijoneó diciendo—: ¡Y ya lárgate de una maldita vez!

    Ignacio retomó la marcha, pero en tanto se acercaba, asido a una última esperanza, le dijo todo lisonjero:

    —Yo sólo te amo a ti, mi hermosa, mi bella, mi incomparable Valentina… Me cogí a otras, pero sólo te amo a ti, nena.

    —¡Sinvergüenza —rugió Valentina, cruzándose de brazos—: todavía tienes el descaro de reconocer tus felonías!

    —Al menos soy probo —replicó él, deteniéndose a su lado y tratando de tomarla del mentón.

    Pero ella, que tenía varios años menos que él y una ferocidad de leona cuando se la hería, apartándole la mano con rudeza y lanzándole una mirada torva, amenazadora —lo cual impelió a Ignacio a retomar su camino una vez más—, le respondió:

    —¡Pues quédate con tus putas y tu probidad! —y cuando lo tuvo en el umbral, en un ágil movimiento de su pierna, le clavó en la nalga el tacón de aguja de su calzado, diciéndole—: ¡Mi casa no es tu serrallo, carajo, para que la inquines como te dé la gana!

    —¡Ay! —gritó él, arqueándose de súbito y yendo a parar a mitad de las gradas de la entrada, desde donde, haciéndose el desentendido, agregó en tono de guasa—: Lo erraste por nada, un poco más a la derecha y hubieras dado en el blanco.

    —¡En tu agujero apestoso, querrás decir! —replicó ella enfurecida, y adelantando unos pasos, tornó a expresarle—: ¡Y no vuelvas más, desgraciado!

    Luego, volviéndose, entró en la casa y cerró la puerta con llave.

    «¡Ya era hora…! ¡Ya era hora de que echaran a ese sinvergüenza, canalla, virote!», había exclamado la dueña del restaurant-confitería que se erigía al frente de la casa al ver el planchazo de Valentina en el trasero de Ignacio, expulsándolo. Y casi a la par, oyó que alguien la favorecía duplicando maquinalmente su frase cerca de su hombro: «¡Sí, ya era hora…! ¡Ya era hora de que echaran a ese sinvergüenza, canalla, virote!». Dándose vueltas, la mujer se topó con un joven de 18 años, estatura apenas superior a la media, complexión magra, peinado

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1