Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Me llamo Kanebe
Me llamo Kanebe
Me llamo Kanebe
Libro electrónico282 páginas4 horas

Me llamo Kanebe

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una sociedad despiadada para los que van a contracorriente. Una niña determinada a cambiar la historia. Sola contra todos. ¿Lo conseguirá?

Kanebe es una jovencita despreocupada que vive en un pueblo africano con sus padres. No le gusta la realidad de las mujeres de su entorno, cuyo único horizonte es la cocina y el campo. Quiere otra cosa. Pero la sociedad es despiadada para las que van a contracorriente y ella lo va a descubrir pronto.

Casada por su padre con un anciano polígamo cuando aún es una niña, se niega más tarde a casarse con el hermano de su esposo cuando este fallece, y acaba en la calle sin sus hijos. Empieza para ella una vida llena de peripecias que la llevará a Occidente, donde llega con su segundo esposo -cura de la iglesia donde se refugió- y a África de nuevo.

Rechazada poco después de su llegada a España por su esposo -que prefiere la herencia que sus padres quieren quitarle si se empeña con vivir con un mono-, ella descubre el infierno de las migrantes. Decidida a arreglárselas a pesar de todo, acaba siendo médica y decide volver a África cuando todo parece sonreírle, por fin, para ayudar a los suyos a ver la luz.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jun 2019
ISBN9788417587215
Me llamo Kanebe
Autor

Céline Magnéché Ndé Sika

Céline Magnéché Ndé Sika es emprendedora social, consultora hotelera y escritora. Tiene un doctorado en Filología Hispánica(Universidad de Zaragoza, España), un máster en Estudios de Mujeres (Universidad de Valladolid, España) y un diploma en Gestión de Hoteles (Selkirk College, Canadá). Tras un paréntesis de dos años en la Universidad de Dschang (Camerún), donde trabajó como profesora de Lengua y Literatura Española, creó AFFAMIR (affamir.com), una ONG que desde 2002 crea oportunidades de desarrollo en Bansoa (Camerún). Ha publicado una antología de cuentos: ¿Verdad que esto ocurrió? Cuentos orales africanos (Páginas de Espuma, Madrid, 2004); copublicado una antología de poemas, Equinoccio (Puentepalo, Gran Canaria, 2008) y relatos, El carro de los dioses (Puentepalo, Gran Canaria, 2008). Así como libros sobre el desarrollo personal: How to Survive When Your Ship is Sinking; Leaders in Pearls: How to Be a Change Architect; Releasing Strongholds. Letting Go of What is Holding You Back (Professional Women Publishing, Prospect, USA, 2012). Vive entre Nairobi (Kenya), Bansoa (Camerún) y Kelowna (Canadá).

Relacionado con Me llamo Kanebe

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Me llamo Kanebe

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Me llamo Kanebe - Céline Magnéché Ndé Sika

    Me llamo Kanebe

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417717124

    ISBN eBook: 9788417587215

    © del texto:

    Céline Magnéché Ndé Sika

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para mi familia.

    Tuve el privilegio de tener unos padres que, aunque pobres en una sociedad que consideraba y sigue considerando a la mujer como una ciudadana de segunda clase, me dieron la fundación sobre la que creció la persona que soy hoy.

    Tuve la suerte de conocer a un hombre estupendo que, desde hace treinta años, ha contribuido muy significativamente a construir sobre aquella fundación establecida por mis padres la mujer, la esposa, la madre, la ciudadana comprometida y la persona que soy hoy. Me ha dado dos maravillosos hijos que han heredado nuestra rabia de contribuir a crear un mundo mejor para todos. Son nuestro orgullo y nuestro mayor éxito.

    Verlos indignarse por el mal estado de la humanidad y desplegar, desde su más tierna infancia, cualidades que anhelamos ver en ellos, y que intentamos insuflar en los hombres y las mujeres con quienes interactuamos para provocar el advenimiento de aquel mundo justo y mejor que deseamos, es motivo más que suficiente para seguir invirtiendo en los seres humanos. Y la literatura es una de las mejores herramientas para alcanzar este objetivo. De hecho, si las palabras no cambian el mundo por sí solas, tienen el increíble poder de transformar a las personas que cambian y cambiarán el mundo, como dijo alguien.

    Ha sido y sigue siendo un enorme privilegio ser los padres de nuestros hijos.

    Céline Magnéché Ndé Sika

    Bawang

    El avión de la compañía Splendid Airways procedente de Bruselas dibujó una última evolución para situarse frente al terminal de Kidouma. Corrió todavía unos pocos metros y se detuvo. Los motores siguieron funcionando durante unos segundos, pero al fin enmudecieron. A los pocos minutos, se dispuso la escalerilla de descenso y los pasajeros empezaron en ordenada fila a bajar del aparato, dirigiendo un último adiós a la sonriente azafata situada en lo alto de la escalera. Entre ellos, se encontraba una mujer que, por sus movimientos y la cara que ponía, se veía que no quería bajarse del avión. Se acercó a la escalerilla y levantó el pie derecho para emprender la bajada, pero retrocedió, se hizo a un lado y dejó a los demás pasajeros bajar. Y, cuando el último pasajero apareció a la luz y empezó a bajar, entonces la mujer se decidió a hacer lo mismo. Era alta, delgada, elegantemente vestida con un traje de Coco Chanel. Con el pelo castaño y recogido en un precioso moño, aparentaba tener unos cuarenta y tantos años. Una vez al pie de la escalerilla, cruzó rápido los cien metros que separaban la pista de aterrizaje del vestíbulo de llegada y se unió a los otros pasajeros que esperaban en una cola para despachar los trámites de pasaporte, aduanas y sanidad. Por otra parte, un enorme cartel colgado de la pared justo en frente de la escalerilla del avión invitaba a los viajeros a someterse imperativamente a este último trámite. Los tiempos se estaban poniendo muy feos en muchas partes del mundo con bichos mortales, desafortunadamente incontrolables, que se complacían en burlarse de los hombres y de sus sofisticados medios tecnológicos, pasando alegremente de un continente a otro.

    Cuarenta y cinco minutos más tarde, seguían allí sin moverse. Un señor gordo y oscuro como la noche se había apoderado de los pasaportes de un grupo de viajeros y no paraba de hojearlos y volver a hojearlos. Ya había esparcido al suelo el contenido de sus maletas, nada raro: botellas de güisqui, cámaras fotográficas, gafas de sol, perfumes, ropa veraniega e interior, relojes, cartones de cigarrillos, algunos aparatos electrónicos. De vez en cuando, dejaba de palpar los pasaportes y acariciaba amorosamente las botellas de güisqui murmurando cosas inaudibles. La gente se impacientaba, gruñía, daba vueltas, pero nadie se atrevía a preguntarle por qué no los dejaba pasar. Acaso impresionados por el cuerpo y el torso cargado de medallas del hombre. Finalmente, alguien, no aquellos cuyas pertenencias yacían en el suelo, preguntó, más que harto de esperar:

    —¿Se puede saber por qué y qué esperamos aquí? Tenemos cosas urgentes que hacer.

    La respuesta llovió:

    —¿Quién es el cabrón que quiere decirme cómo tengo que hacer mi trabajo? ¿Quién es, eh? —preguntó—. Estas medallas me las he ganado —vociferó sacando pecho.

    —Deseamos saber qué está pasando. No puede usted confiscar pasaportes y parar el funcionamiento de la mitad del país sin motivo —dijo el hombre que había hablado, volviéndose para mirar a sus compañeros de viaje como buscando un apoyo, pero nadie dijo nada.

    —¡Ah! ¿Eres tú el cabrón? —inquirió el funcionario del Estado—. ¿Quién te ha comisionado? ¿Sabes a quién atacas? ¡Abre la boca otra vez y te encierro aquí tres días, y nadie hará nada! ¿Entendiste? Yo soy el jefe de este aeropuerto y acabo de descubrir un grupo de aventureros, de temibles contrabandistas cuya acción es nefasta para la economía del país.

    »El Gobierno ha tomado medidas enérgicas para acabar con esta lacra, esta mafia de comerciantes que importan artículos y alimentos de la peor calidad y que se forran vendiendo esa porquería a la gente, envenenándola de paso. Nos ha encargado que las apliquemos y las aplicaremos os guste o no.

    —Pero, señor, no somos comerciantes, sino pasajeros que...

    El hombre, uno de los incriminados que intentaba corregir el error, no terminó su frase.

    —¡Cierra el pico! —lo interrumpió el aduanero—. Si crees que este país está abierto a cualquier aventurero en busca de dinero, te has equivocado porque estamos aquí para velar. Voy, pues, a embargar el objeto del contrabando y pedirles, señores, que desaparezcan antes de que les pida a mis agentes que se os lleven. El contrabando está sancionado en este país con condena sin reducción de pena porque es lo que ha puesto a la economía del país de rodillas, sumergiendo a millares de familias enteras en la miseria más abyecta.

    Mientras hablaba, se apoderó de las botellas de güisqui, de los cartones de cigarrillos, de los relojes y aparatos electrónicos que disimuló en una enorme caja debajo de su mesa de trabajo. Los pasajeros se miraron, estupefactos, pero nadie dijo nada.

    —¡Coged vuestros pasaportes! —gruñó, al tiempo que los tiraba en la mesa.

    El tropel obedeció. Luego recogieron lo que quedaba de sus pertenencias en el suelo, lo amontonaron como pudieron en las maletas y salieron.

    Una hora y media después de la salida del avión, Kanebe emergió al sol. Miró a la derecha y a la izquierda como buscando alguna cara conocida. De hecho, buscaba a alguna cara conocida. Un reflejo. Pero, por lo visto, nadie había ido a esperarla, lo que no fue ninguna sorpresa para ella dadas las circunstancias en las que se había marchado de su país veinte años antes.

    Tan pronto como puso el pie en la calle cargada con sus dos grandes maletas, una nube de taxistas se abalanzaron sobre ella y la despojaron de sus bienes chillando cual posesos, arrastrándola hacia lo que era todo excepto coches. Verdaderas chatarras remendadas con alambre y chapa. Los asientos originales habían sido sustituidos por bancos y troncos de árboles. No se percató de ello, pues luchaba por recuperar su equipaje, que había desaparecido. Perdió casi una hora buscándolo y acabó encontrándolo en el maletero de uno de los coches amarillos. Cuando quiso recuperarlo, el chófer le opuso un no rotundo:

    Su equipaje ya está en mi coche. Tiene que viajar conmigo.

    —Decido con quién viajo, no usted —dijo Kanebe—. Y no viajo con usted.

    Madame, he luchado como un león para recuperar su equipaje. No me va a dejar sin nada. Y este es mi primer viaje desde que salí de mi casa hoy. Mis hijos tienen que comer.

    La mujer se negó a subirse al coche por su estado muy deteriorado. Dio la vuelta a otros coches que había allí pensando encontrar algo mejor. Finalmente, tuvo que guardar su orgullo en el armario como otros su ropa y subirse al primero en el que ya estaba su equipaje. El chófer la tranquilizó, asegurándole del buen estado de su vehículo.

    —Veo que no se fía de mi coche, madame.

    —¿A esto lo llama coche? —preguntó Kanebe, incrédula—. Esta cosa ni siquiera puede arrancar y, aunque lo hiciera, no recorrería ni diez metros.

    El hombre soltó una carcajada estruendosa. Rio largo rato y por fin dijo:

    —Déjeme decirle que las cosas no siempre son lo que aparentan. Este coche es capaz de dar la vuelta al país sin toser ni una sola vez. Dígame a dónde va y verá milagros.

    —Será efectivamente un milagro que esto me lleve a donde voy —susurró la mujer.

    —¿A dónde va? —preguntó el taxista, abriéndole la portezuela.

    Ella se dejó caer en un banco de madera que había sustituido el asiento original. El hombre cerró la portezuela, abrió la suya, se sentó y la volvió a cerrar en un gesto que hizo temblar el coche.

    —Voy bastante lejos de aquí, por eso estoy preocupada. Su coche nunca llegará. ¿Ha visto en qué estado está?

    —¿Me quiere decir a dónde va, madame? —volvió a preguntar el hombre—. Me parece que allí de donde viene no existe la palabra confianza.

    —Voy al oeste.

    —El oeste es grande, ¿sabe?

    —Bawang.

    —Pues la llevo si me paga bien y le aseguro que llegaremos sanos y enteros.

    —¿Qué quiere decir con si le pago bien?

    —Verá. No quiero desplumarla como hacen algunos sinvergüenzas porque es usted una hermana, pero comprenderá que tengo que vivir y mantener a mis ocho hijos y mujer, y solo cuento con este coche.

    —No ande con rodeos. ¿Cuánto quiere?

    —Quiero decir que solo me dará..., euh..., euh..., cien mil francos.

    —¡Adelante! —se contentó con decir Kanebe, con gran asombro del hombre. Este se volvió lentamente para mirarla, detenidamente. Creía que había entendido mal.

    —¿Nos vamos? —preguntó.

    —Nos vamos, ¡he dicho! —repitió la mujer.

    —¡Guau! —exclamó el hombre, arrancando a toda prisa.

    ***

    El taxi se deslizó entre un laberinto de callejuelas estrechas bordadas de casuchas que desaparecían bajo andamios de maderas rudimentarios y pronto se encontraron en la carretera nacional. El hombre conducía lentamente para evitar las trincheras que la llenaban y las montañas de detritus a veces en plena calle. Los niños chapoteaban en la podredumbre para ahuyentar a los perros y corderos que engullían algo innombrable. Los hombres, sumergidos en esta gigantesca basura de la que se escapaban volutas de humo agrio, recuperaban todo cuanto podía ser reciclado. Viejos zapatos, neumáticos, latas, botellas y envases de plástico. Todo encontraba casi siempre una segunda e incluso tercera vida, aliviando el planeta maltratado y permitiendo a familias enteras que pudieran sobrevivir.

    El hombre conducía también lentamente a causa de las numerosas barreras de la Policía colocadas a cada diez kilómetros, donde hormigueaban policían armados hasta los dientes. Era como si el país estuviera en guerra.

    Pasaron la primera barrera sin que los pararan. «A ver si esto dura», pensó el taxista para sus adentros. Pero pocos kilómetros más lejos, cuando doblaban una esquina, se encontraron cara a cara con una enorme chatarra en mitad de la calle. Otro control. Dos barbudos sentados en el coche de policía debajo de un árbol le hicieron una señal para que fuera a verlos con la documentación del coche. El taxista aparcó su vehículo y bajó, sin la documentación, cerrando la portezuela con un ruido que le hizo temer a Kanebe que el coche se fuera a desintegrar.

    —¿A dónde va usted? —preguntó ella, asombrada de que fuera a verlos en lugar de ellos a él.

    —Tengo que ir a ver a los jefes. Para el control de los papeles de este cuatro ruedas.

    —¿Y va con las manos vacías?

    —Documentación no tengo.

    —¿Y cómo circula sin ello? —le preguntó Kanebe, cada vez más asombrada.

    —Tranquila, mujer, que no pasa nada —le contestó el hombre alejándose.

    Cuando el taxista llegó donde las fuerzas del orden, los saludó. A continuación, hablaron un rato y el hombre metió la mano en el bolsillo, sacó algo que deslizó en la mano de uno de los policías. Sonrisas, saludos otra vez y el hombre se despidió.

    Kanebe los observaba.

    Cuando el hombre llegó donde el coche, le dio la vuelta para inspeccionarlo. Se agachó para mirar debajo, abrió el capó, tocó dos o tres cables, lo volvió a cerrar, se subió dentro y arrancó.

    Kanebe estaba intrigada. Para borrar la duda que la atormentaba, ella le volvió a preguntar cómo podía circular sin documentación.

    —No la necesito para circular, le dije —le contestó el taxista, riéndose.

    —Cada vez mejor —pensó Kanebe en voz alta.

    Como si leyera en sus pensamientos, el hombre le preguntó:

    —¿Le sorprende?

    —¿Que si me sorprende? Creo que este es el único país en el mundo donde la gente no necesita documentación para circular. En un país normal, coches como el suyo estarían pudriéndose en el desguace y detendrían a gente como usted por circular sin permiso y poner en peligro la vida de los pasajeros con esta chatarra. Mire, puedo ver perfectamente la carretera debajo de mis pies.

    Madame, ¿qué le vamos a hacer? Lo ha dicho usted misma: este país es único. Es nuestra manera de ser originales.

    —Si no necesita documentación para circular, ¿por qué lo han parado aquellos señores?

    —Se buscan la vida.

    —A ver, no entiendo.

    —¿Tiene alguna idea de lo que aquella gente se lleva a casa cada día con todos los coches que paran?

    —¿Me está diciendo que les ha dado dinero?

    —Yo y todos los que paran esos bandidos a lo largo del día —soltó el hombre en medio de carcajadas.

    —¿Por qué?

    Ignoró la pregunta y prosiguió:

    —En cada control de policía tengo que dar algo. Antes había una tarifa: mil francos. Pero bajaron los precios de la colecta y ahora nos dejan dar lo que podemos. Lo que sea. Los tiempos son difíciles y ellos mismos lo saben. Incluso aceptan cien francos. Pero hay que dar algo, si no, no te dejan pasar. Tenga o no la documentación completa.

    Otra carcajada.

    —Pero es increíble lo que me dice —exclamó Kanebe, estupefacta—. No podéis aceptarlo porque esos señores cobran un sueldo del Gobierno.

    —Un sueldazo —añadió el taxista—. Son los únicos cuyo sueldo no bajó. Nunca ha bajado. Al contrario, lo suben incesantemente para que no se enfaden y... ¿me entiende lo que le quiero decir?

    —Sí, lo entiendo. Cobran un sueldazo para hacer su trabajo y no solo no lo hacen, sino que estafan a los ciudadanos.

    —Le voy a hacer una pregunta, madame. ¿Cree usted que me gusta darle mi jornal a un hijo de la gran puta que se siente con derecho a quitarme la vida porque lleva un arma? Se lo doy porque, si no lo hago, me puede matar y, si me matara, no pasaría nada, créame. Absolutamente nada.

    —¿No se queja?

    —Esto es más que el Far West, madame.

    —Debería quejarse porque esto no se hace en ningún sitio. Esos señores están ahí para hacer su trabajo y deberían hacer únicamente su trabajo. Organícense, quéjense y niéguense a seguir forrándolos.

    —¿Quiere que mi familia se muera de hambre? Me gustaría hacer lo que dice porque estoy harto de que me despojen del sueldo de miseria que gano. Intenté convencer a mis colegas para que hiciéramos oír nuestra voz, pero nadie me hizo caso. En esta tierra, todo el mundo quiere ir al cielo, pero nadie quiere morirse. Todo el mundo sabe qué pasa en las carreteras. Esos policías están colocados ahí para arrestar y retirar de la circulación coches como el mío porque…

    —Porque son ataúdes ambulantes —lo interrumpió Kanebe.

    El taxista se rio un rato y prosiguió:

    —Su trabajo debería ser sancionar el exceso de velocidad y la costumbre que tenemos de llevar más pasajeros de lo requerido, y controlar a ver si los conductores tienen toda la documentación necesaria para hacer su trabajo. Pero, tan pronto como se colocan en las carreteras, hacen todo excepto lo que se supone que deben hacer: estafan y despojan a los conductores de sus bienes y dinero, estén en regla o no. Todo el mundo sabe que eso está mal, incluso muy mal, pero todo el mundo obedece y les da cabras, gallinas, sacos de maíz, dinero sin rechistar, sin quejarse.

    —Hacen ustedes mal en no quejarse. Tienen que negarse.

    —Aquí no nos educan para decir no a los superiores, ¿no lo sabe usted? Creí que era de aquí, ¿no?

    —Sí, soy de aquí, pero le digo que aceptar este tipo de comportamiento es convertirse en cómplice, monsieur. Lo que no pueden hacer es padecer en silencio. ¿Qué pierden al negarse a hacer lo que deben hacer?

    —Mucho, madame. La gente calla porque sabe que perdería mucho si hablara. Por ejemplo, su vida, dado que los policías no vacilan en disparar sobre los recalcitrantes y acusarlos luego de subversivos o terroristas que llevaban armas en sus coches. A ellos no les faltan pretextos. Nunca les faltan pretextos. Si hablas, puedes perder tu coche, tu única fuente de ingresos, porque los sinvergüenzas lo llevan a la comisaría y no lo volverá a ver nunca o sí, en piezas de recambio en algún taller del país.

    »Conductores de autobuses y taxis nos las ingeniamos como podemos para compensar las enormes pérdidas que nos infligen esos hijos de la gran perra. Ya nadie se molesta en sacar el permiso de conducir porque no solo cuesta una fortuna, sino también porque nadie se lo va a pedir. Mire y verá a conductores de taxi que meten quince pasajeros en un coche de cinco: cinco delante, cinco detrás y cinco en el maletero, y circulan sin ninguna molestia, con tal de que le den al jefe su cerveza.

    —Dice usted que todo el mundo sabe lo que pasa en las carreteras.

    —Absolutamente.

    —¿Incluso los jefes? Quiero decir los grandes jefes, los de arriba. Estoy segura de que no están al tanto de lo que me cuenta, de las realidades cotidianas, de lo que está pasando de verdad. Infórmenlos y verán cómo encuentran a los culpables, los sancionan, y así evitarán tales comportamientos en adelante.

    El hombre se echó a reír de nuevo, estruendosamente, golpeándose los muslos.

    —¿Los jefes? ¿Qué jefes? Son ellos quienes organizan la sangría, madame. Si los de la calle trabajaran solo para ellos mismos, nos dejarían algo. Pero tienen que conseguir su dinero y el de sus jefes. Si no, ya no los mandan a la carretera y nadie quiere quedarse en los despachos polvorientos y antiquísimos donde la única actividad es roncar, prepararle el café al jefe o separar peleas a veces sangrientas entre las numerosas novias de este cuando llegan al mismo tiempo y el jefe se escapa por la puerta de atrás.

    »Todos los jefes son multimillonarios. Tienen numerosos palacios y coches de lujo en el país y en el extranjero. No hablemos de las vacaciones de ensueño que se ofrecen y ofrecen a sus esposas y amantes en la Costa Azul. El dinero lo pulen sin escrúpulos, obscenamente.

    Kanebe escuchaba todo aquello con atención, los puños apretados de impotencia y rabia. Aquello la ponía mala y por ello pensó que, a veces, es bueno ser ignorante. Miró al taxista, una especie de bestia prehistórica que medía más de un metro noventa, mandíbula masiva. Montaña de músculos. Como él, había muchos. Y volvió a ver a los policías del control. Incluso con sus armas, podían difícilmente acabar con todos. «¡Dios mío! ¿Por qué no intentaban algo para recuperar su dignidad pisoteada? Si el Estado se había aliado contra ellos, no debían abandonar su pelo a los piojos porque chuparían toda su sangre». Su ira fue creciendo, pero, cuando le dirigió la palabra otra vez al hombre,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1