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Una novela extraña y conmovedora, con toques de terror, de novela psicológica e incluso romántica. Una historia sobre los valores familiares, oscura y pesimista, donde se pone a prueba la moral del ser humano.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento17 may 2021
ISBN9788417895822
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    Translúcido - Juan Carlos S. Giménez

    SI ALGO PUEDE SALIR MAL

    Al salir de casa tuve la sensación de que me olvidaba algo. Regresé y pasé unos minutos barriendo cada centímetro del salón con la mirada. Tuve que revisar el maletín tres veces para convencerme de que eran cosas mías. Acabé saliendo por la puerta acompañado por una extraña sensación de pérdida.

    Cincuenta minutos en el coche, sitiado por un tráfico intenso formado por apresurados conductores de bocina fácil, y llegaría a la oficina. Como cada puñetero día. Sin embargo, esa mañana no lograría cumplir con la rutina. Cuando iba a incorporarme a la entrada de la autopista recibí la llamada. Una voz tristemente familiar resonó en el habitáculo. Lo que me dijo me dejó obnubilado unos instantes, sin darme cuenta de que me había detenido en medio de un cruce con el motor al ralentí. No escuché los bocinazos de los vehículos a los que les cortaba el paso. Los conductores me gritaban para que saliera del medio y mi mente estaba a mil kilómetros de allí. Durante unos segundos me vi convertido en el foco de todos sus males. No podía reprocharle nada a aquella gente, yo hubiese hecho lo mismo. Continué la marcha hecho un amasijo de nervios y con una nueva dirección que tomar.

    Detuve el coche en una gasolinera de la autopista y al lado de una papelera eché hasta la primera papilla. Acabé salpicándome los zapatos de vómito bilioso ante la atenta mirada de una madre y su hija. La niña le preguntaba «¿qué es lo que le sucede al señor?» mientras me señalaba. La madre, dedicándome una mirada despreciativa, tiró de ella y la metió en el coche como si yo fuera una especie de violador. Solo les faltó que las ruedas del coche rechinaran sobre el asfalto cuando se marcharon. Si no hubiera tenido el cruasán del desayuno obstruyéndome la garganta le hubiera dicho cuatro cosas.

    Hacía años que no pisaba la casa del pueblo, sin embargo no había logrado olvidar cómo se llegaba. La ropa que llevaba puesta y un maletín lleno de contratos por firmar eran mi austero equipaje. De camino llamé a mi hermano. Deseé con todas mis fuerzas que atendiera la llamada.

    ¿Tienes idea de la hora que es? Me dijo. Tengo que contarte algo, respondí. La voz de mi hermano enmudeció de repente. Es papá, ¿no? Sí, dije. ¿Cuándo ha sido? Hoy. Mierda, cogeré el primer avión y mañana estaré ahí, ¿necesitas algo? No, está bien, le dije, y la llamada terminó.

    Ni mi hermano ni yo tuvimos nunca una buena relación con el viejo. Sabíamos que algún día recibiríamos la llamada que nos notificaría su muerte. Luego los dos continuaríamos con nuestras vidas. Era como si estuviéramos esperando que el momento se dignara a llegar.

    Tuve el impulso de llamar a mi mujer, incluso marqué su número. Me detuve antes de hacerlo. No, no sería buena idea, necesitaba estar concentrado y tranquilo. Hablar con ella solo me traería más quebraderos de cabeza.

    El trayecto, que normalmente se recorría en una hora, me llevó más de dos circulando a la velocidad mínima de la vía. Me costaba horrores conducir hacia el pueblo. Intentaba convencerme de que no lo hacía por gusto, sino porque, simplemente, es algo que debía hacerse. Me lo dije más de cien veces, convirtiéndose en algún tipo de mantra con el que convencerme. Para acabar de rematarlo, el lacerante dolor en la clavícula derecha había regresado. Hacía tanto que no me molestaba que había llegado a olvidar que me la fracturé quince años atrás. Ni siquiera recordaba cómo me la rompí, solo lo mucho que dolía.

    Un cielo plomizo amenazaba con descargar el diluvio. Chispeó con timidez antes de convertirse en una lluvia torrencial. Los limpiaparabrisas no daban abasto y las gotas impactaban contra el coche como si fuesen piedras. Dejé la autopista y conduje por carretera nacional durante un buen rato. El paisaje iba cambiando paulatinamente, ensombreciéndose, tiñéndose de gris. El pueblo dónde me crie se encontraba a las afueras de todo, rodeado de cientos de hectáreas de viñedos y campos donde pastaban las reses. Poco había cambiado en estos años.

    Llegué sin hacer mucho ruido, aunque no pude evitar las miradas de los ancianos sentados en los portales con sus bastones soportando el peso de sus manos artríticas. Los saludé con la cabeza y continué mi camino. Salvo la plaza mayor, todas las calles del pueblo eran estrechas y en pendiente, con adoquines del siglo pasado. Difícil maniobrar por ellas e imposible pasar inadvertido.

    Detuve el coche ante la puerta metálica sin apagar el motor. Ahí estaba. La casa de mi infancia. La pintura de la fachada se había descascarillado por el paso del tiempo y la dejadez. No iba a culpar a mi padre por eso, no podía ni ir al lavabo solo como para ponerse a hacer reformas. El jardín también estaba descuidado y no quedaba una sola brizna de césped, en su lugar había una tierra negra llena de trasquilones y el tocón de un antiguo naranjo en el centro. Respiré hondo. Metí la mano en el bolsillo y cogí las llaves de la casa. Nunca tuve la suerte de perderlas. De alguna manera siempre se las arreglaban para recordarme un pasado que se negaba a ser olvidado. Programé el GPS y tracé el itinerario a la funeraria bajo una tromba de agua.

    Entré al edificio como si me hubiera dado un chapuzón en la piscina municipal sin quitarme antes la ropa. Claudio, el hermano de mi padre, llevaba esperándome una hora. El tío Claudio era una persona despierta y eficiente, y siempre sabía qué hacer en este tipo de situaciones. Él fue el que me llamó para darme la noticia. Ya se había ocupado de que trasladaran el cuerpo para comenzar los trámites. A parte del poco pelo que le quedaba en la cabeza y la rojez de sus párpados, estaba tal y como lo recordaba.

    —Qué bien que hayas llegado —dijo al verme.

    —Gracias por llamarme —le dije.

    Me ofreció un abrazo del que no pude librarme y me palmeó la espalda para decirme al oído:

    —Qué dura perdida.

    —Lo es —convine.

    —Nadie se lo esperaba, Marcos.

    —Nadie.

    Los dos sabíamos que eso no era cierto. En el pueblo, hasta las piedras que bordeaban el camino sabían que ese momento llegaría. Metástasis ósea, no hacía falta decir más. Guardé esa apreciación para mí y me libré de su abrazo. El tío Claudio me informó que esperaba a un empleado para iniciar el trámite. Le di las gracias y nos sentamos en las butacas de la recepción.

    Cuando llevábamos cinco minutos, mi tío sin parar de hablar y yo asintiendo a todo tratando de alejarme de su halitosis, llegó un hombre trajeado, con el rostro más corriente que uno pudiera imaginar. Se movía con pesadez, como si llevara plomo en los zapatos. Lo seguimos en silencio y nos ofreció asiento en un pequeño despacho tan gris como el traje que vestía. Una vez estuvimos los tres acomodados, el empleado abrió una ancha carpeta de color negro y empezó a diseminar su contenido sobre la mesa.

    —Me consta que su padre era cristiano —me dijo.

    —Sí, el que más —se adelantó a decir el tío Claudio.

    Lo miré por el rabillo del ojo por habérseme adelantado.

    —Sí, todos los domingos iba a misa —dije sin ganas.

    —Bien, bien —dijo el empleado con la vista clavada en sus papeles—. ¿Han pensado en lo que quieren que diga en los recordatorios?

    —No, acabo de llegar —dije, pasando la vista por los trípticos que nos mostraba—. Pero si me da un momento…

    —No corre prisa —se aventuró a decir el empleado—. Primero deberían elegir ataúd, supongo que el velatorio se celebrará con ataúd abierto.

    —Supongo —dije por decir algo.

    —Sí —dijo el tío Claudio. Saltaba la vista que era mucho más versado en estos temas—. La familia agradecerá verlo para despedirse de él como Dios manda. Y estos recordatorios valdrán —añadió señalando el que me quedaba más alejado.

    Le eché un vistazo y asentí, la verdad es que me daba lo mismo que saliera cristo crucificado que el pato Donald. La conversación continuó durante media hora en la cual mi mente se abstrajo por completo. Mi atención recaía en el amplio ventanal a la espalda del empleado y en sus vistas. Había dejado de llover por fin y el cielo empezaba a clarear.

    Empapado hasta los calcetines volví al coche y me dirigí a la antigua casa. El tío Claudio se quedó en la funeraria «por lo que pudiera pasar» y yo agradecí un poco de soledad. Aparqué junto al portón metálico. Atravesé el lastrado jardín e introduje la llave en la cerradura. Tomé aire y abrí la puerta. El olor a cerrado no me sorprendió en absoluto. Todo permanecía estancado en el pasado. El frío comedor con las baldosas del suelo negro carbón y el vetusto empapelado de rombos de las paredes me daban la bienvenida como si nunca me hubiese marchado. Incluso la mesa con mantel de lana color hueso con el brasero oculto entre sus patas no había sido movida ni un centímetro. Los recuerdos de la infancia se agolpaban en mi cabeza queriendo ser conmemorados a la vez. La llamada de Bruno me sacó de mi ensimismamiento.

    —¿Cuándo llegas? —le pregunté.

    —Aún no lo sé.

    —¿Cómo que no lo sabes? —pensar que tendría que estar solo ante lo que estaba por llegar me aterraba.

    —¿Es que no ves las noticias? —me dijo como si hablara con un ignorante.

    —No, he estado ocupado escogiendo el ataúd de nuestro padre.

    —¿Dónde estás?

    —En nuestra antigua casa.

    —Sal al jardín.

    —¿Pero qué coño…?

    —Sal, por favor —insistió. Pude notar el apremio de su voz.

    —Vale, ya salgo —dije abriendo la puerta.

    Las nubes se habían disipado dejando al descubierto un cielo azul completamente limpio. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la brillante luz diurna, pero cuando pude ver con claridad, me quedé sin habla. Algo que no debía estar allí había aparecido durante la lluvia. Me froté los ojos sin poder creerlo. Ni con una imaginación tan desbordante como la mía podría haber ideado algo parecido. Una grieta inmensa partía en dos el firmamento como si quisiera comerse el mundo de un bocado.

    —¿Sigues ahí, Marcos?

    —Sí, sigo aquí, Bruno —dije con voz trémula.

    —Es flipante ¿no? —me dijo.

    —Sí, flipante —repetí con los ojos clavados en la gigantesca brecha purpurea.

    —Apareció hace unas horas y nadie tiene ni idea de lo que es. Han cancelado todos los vuelos hasta que descubran si es peligroso.

    —No es más que un fenómeno atmosférico que… —empecé a decir.

    —No me fastidies, ¿desde cuando eres científico, tío? Si fuera una jodida aurora boreal no cancelarían vuelos.

    —Vale, no tengo ni idea de lo que es. Te lo pido por favor, haz todo lo posible por venir, no quiero comerme el marrón yo solo.

    —¿Y qué quieres que haga? Te recuerdo que nos separa el océano atlántico y nunca se me dio bien la natación.

    —Tú solo coge el primer vuelo que salga ¿vale? No creo que tarden mucho en restablecer las líneas.

    —No sé, tío. Parece algo muy gordo.

    —Gordo o no, el velatorio de nuestro padre es en dos días y necesito

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