VERDE que te quiero VERDE
Por J.C. Caldetor
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Este libro no tiene nada que ver con Federico García Lorca, ni siquiera con la poesía. Se llama VERDE que te quiero VERDE haciendo referencia al color predominante durante el servicio militar.
VERDE que te quiero VERDE está basado en la experiencia vivida por el autor, mezclada con anécdotas contadas por antiguos compañeros de trabajo y una gran dosis de imaginación. Todo en clave de humor, sin pretender criticar, enseñar ni hacer pensar a quien lo lea. O sea que si lo que buscas es un escrito que te haga reflexionar, lleno de palabras incomprensibles y significados ocultos... no pierdas el tiempo.
Este libro está escrito por un autor 100% autodidacta a quien nadie ha enseñado cómo escribir un libro, así que no esperes encontrarte con demasiada intelectualidad. Simplemente se ha escrito con la finalidad dedivertir y dar a conocer una época entrañable vivida y recordada por miles de españoles que seguro, identificarán con su lectura esa etapa de sus vidas: ¡¡LA MILI!!
J.C. Caldetor
J.C. Caldetor nació el 5 de agosto de 1961 en Barcelona. Se crio en un colegio interno hasta los 14 años. Permaneció en su casa ayudando a su madre con las labores del hogar hasta los 16 años. Cuando empezó a trabajar de friegaplatos, un trabajo desagradable y sumamente estresante, pero gracias al que se pagaba el kárate, su gran pasión. Aguantó allí 6 años, justo el tiempo que tardó en conseguir el cinturón negro. Entonces dejó el restaurante y se colocó como portero en una discoteca. Participó en el campeonato de Cataluña de kárate moderno, celebrado en Tarrasa en abril de 1986 proclamándose campeón. Cuatro meses después sufrió un derrame cerebral del que se repuso en poco tiempo. Pero cuando ya se ilusionaba con volver a los tatamis, le sobrevino una hemorragia cerebral que lo postró a una silla de ruedas de por vida. Su gran fuerza de voluntad, su gran fortaleza física, no sirvieron de mucho. Pero si no hubiese sido por esa fortaleza seguramente ni habría sobrevivido. Uno de los muchos ejercicios de rehabilitación que le impusieron se trataba de escribir. Lo importante en un principio era poder escribir sin que se cayese el boli sin importar en absoluto el tema ni la caligrafía. Pero al mejorar rápidamente, resultaba aburrido escribir cosas sin sentido como los días de la semana, los meses del año y cosas similares. Así que J.C. empezó a escribir sus recuerdos de la mili. Se divertía tanto haciéndolo que pronto decidió haber encontrado el que sería su nuevo modo de vida.
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VERDE que te quiero VERDE - J.C. Caldetor
VERDE que te quiero VERDE
Primera edición: 2019
ISBN: 9788418104534
ISBN eBook: 9788418104923
© del texto:
J. C. Caldetor
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Justo en el centro de la península ibérica, al sur de la Unión Europea, brilla un soleado día de primavera, la gente sonríe por la calle y se respira felicidad. Cosme y María, una entrañable pareja de ancianos, regresa de su paseo matinal diario, ella apoyada en él y él en su bastón. Hoy han ido más lejos de lo acostumbrado, están agotados, buscan con la mirada un banco donde aposentar sus cansadas osamentas. A unos metros de ellos hay un par de dichos objetivos, pero uno está ocupado por un tipo gordo que se ha sentado en medio, con los brazos en cruz, ocupando todo el banco. En el otro hay dos chicos sentados en el respaldo y con los pies en el asiento. Cosme refunfuña:
—¡Brrr, parecen monos! ¿Es que no pueden sentarse como Dios manda?
María estira el cuello y divisa un precioso banco de madera verde libre, pero está fuera de la zona peatonal, en el parque, cruzando el semáforo. Mientras esperan junto a un numeroso grupo de gente a que cambie de color, Cosme no deja de gruñir:
—Con los impuestos que pagamos, ya podían poner más bancos.
Una señora que hay a su lado lo mira y asiente con la cabeza, dándole la razón. Cuando la luz se vuelve verde, todos los demás cruzan rápidamente, pero ellos no pueden andar tan deprisa; están a medio camino cuando la luz verde empieza a parpadear, volviéndose roja. Los automovilistas ven interrumpida su marcha e, impacientes, hacen sonar su claxon. Cosme, enfurecido, la emprende a bastonazos con los coches y grita:
—¡Venga, pandilla de cobardes, no os escondáis en vuestros cacharros como mariquitas, salid y pelead! ¿Es que ya no quedan hombres en este país?
Uno de los conductores se atreve a decir:
—Si no fuese un anciano...
A lo que contesta:
—¡Tu padre sí que era anciano cuando se suicidó al tener un hijo tan feo!
Por suerte, María lo coge del brazo y se lo lleva literalmente a rastras hacia el parque. Los automovilistas reanudan su marcha y los ancianos se dirigen hacia su ansiado descanso. Están a apenas dos metros de su objetivo cuando, de repente, un grupo de alborotadores niños los abordan, emulando a una banda de piratas. Cosme gruñe malhumorado, María se encoge de hombros y vuelve a estirar el cuello. No muy lejos está ubicado otro banco, pero ocupado por un hombre que lee el periódico. Unos niños juegan al balón tan cerca de él que le dan un balonazo, el hombre se levanta enfurecido y dice:
—¡Niño, deja ya de joder con la pelota!
Más allá, en otro banco, un grupo de yayos toma el sol y cuenta batallitas.
—¡Eureka! El siguiente está libre.
Los dos ancianos se cogen de la mano y aceleran el paso, dispuestos a no dejarse arrebatar su merecido descanso. Cuando están a apenas dos metros, se paran, miran atrás y comprueban aliviados que los niños siguen en el mismo lugar, pero al volver la cabeza, una pareja de enamorados se ha apoderado del banco, abrazándose y besándose apasionadamente. Cosme refunfuña enfurecido:
—¡Qué poca vergüenza, mordiéndose, apretujándose en medio de la calle, como si nadie los viese! Esto con Franco no pasaba.
María vuelve a buscar otro sitio, pero en el parque no hay un banco libre, se coloca la mano en forma de visera y consigue detectar uno ya fuera del parque; es un banco de piedra y sin respaldo, muy incómodo para ellos, pero hay que adaptarse a las circunstancias. Tienen que acelerar para llegar a él, está a unos cien larguísimos metros, ponen el turbo y se dirigen hacia el trozo de piedra. Con desesperación, comprueban que está más lejos de lo que pensaban. Se paran a medio camino para poder respirar un poco, Cosme saca un pañuelo del bolsillo y se lo pasa por la frente y el cuello. De repente, oyen una voz que grita:
—¡Al abordaje!
Giran rápidamente la cabeza y contemplan horrorizados cómo los supuestos piratas se aproximan a gran velocidad, casi los traspasan como fantasmas. ¡Horror! Corren hacia el banco de piedra. «¡Ni hablar!», piensa Cosme y, utilizando el bastón, coge uno de los infantiles tobillos, haciendo caer al chiquillo, los demás piratas se detienen, momento que aprovecha Cosme para coger la mano de María y salir corriendo. Por fin logran su objetivo, se dejan caer pesadamente sobre aquella especie de sofá prehistórico, respiran profundamente y elevan sus caras para que los rayos del sol acaricien sus erosionados rostros.
Una preciosa jovencita se acerca contoneándose por la acera donde están ellos. Lleva una minifalda tan pequeña que más que una minifalda parece un cinturón ancho. Cosme llama la atención a su compañera con el codo y dice:
—¡Mira esa!
Y dirigiéndose a la jovencita, le dice:
—¡Eh, niña, que se te ha olvidado la falda!
María le da una ligera palmada en el hombro, diciendo:
—Ji, ji, eres tremendo, Cosme.
La jovencita se cruza con la señora Maruja, una habitante más del barrio, que viene arrastrando el carrito de la compra. Se detiene en un portal que hay frente a donde se ha sentado el veterano matrimonio, saca unas llaves del monedero, mete una en la cerradura e intenta abrir la puerta, pero está atascada y no puede, forcejea un poco, pero no obtiene resultado alguno. Enfadada, maldice y da una patada a la puerta; en ese momento de ira, alguien le pone la mano en el hombro, mira atrás, hay un hombre joven, delgado, con pelo largo, ojos claros, barba de cinco días y expresión de no haber roto un plato en su vida que le dice:
—¿Me permite que la ayude, buena mujer?
Maruja se aparta a un lado boquiabierta, dejando el campo libre al joven. Este se coloca frente a la puerta, alza los brazos y dice:
—¡Sésamo, ábrete!
Gira la llave y, con un suave empujón, la abre. Maruja, atónita, no quita el ojo de encima a aquel individuo, tropieza con la puerta, aún entreabierta, entra en el portal y se dirige hacia los buzones, abre uno y saca una carta. Es del Ministerio de Defensa y está dirigida a Arnaldo Suaceneger, su hijo, al que llaman a filas. Lee la carta y la vuelve a meter en el sobre, levanta la cabeza y ve que el misterioso joven que le ha abierto le está sujetando la puerta del ascensor. Ella se queda parada y lo mira con desconfianza, entonces él sonríe tiernamente y dice:
—Pase, mujer, que no me la voy a comer.
«Es verdad —piensa—. Qué tonta soy, si hasta parece Jesucristo». Maruja entra confiada y, dándole la espalda al joven, se dispone a pulsar los botones, diciendo:
—Yo voy al tercero, ¿y tú?
Pero no le contesta, ella gira la cabeza para mirarlo y, de repente, el joven se ha convertido en un terrible hombre lobo y dice con voz tenebrosa:
—Ji, ji, qué embustero soy.
Maruja cae al suelo, desvanecida por el susto. El joven, alarmado, se quita rápidamente la máscara y palmea nervioso la cara de la mujer, diciendo:
—Señora, señora, que es una broma.
Ella se levanta dándole bofetadas y gritando:
—¡Pues esas bromas se las gastas a tu madre, gamberro!
Al pararse el ascensor, el joven sale lo más deprisa que puede, Maruja vuelve a sacar las llaves y, tras entrar en su casa, deja el carrito en la cocina y sale al patio a recoger la ropa que hay tendida; mientras lo hace, escucha una típica discusión entre vecinas:
—¡María, que tu perro se ha vuelto a mear en mis patatas!
—¿Y a quién se le ocurre plantar patatas donde habitualmente mea mi perro?
Está ensimismada escuchando a sus vecinas cuando es sobresaltada por el estridente sonido del timbre de la puerta. Va a abrir y, antes de hacerlo, pregunta:
—¿Quién es?
Una voz le responde desde el otro lado:
—Los muertos.
A lo que se apresura a contestar:
—¡Los tuyos, mamón!
—No, mujer, que soy el cobrador del Ocaso, que vengo a por el recibo del mes.
—¡Ah, bueno! —dice, abriendo la puerta.
Al otro lado, se halla un individuo que hace honor a su trabajo. Es delgado; bueno, más que delgado, flaco, pálido, con un viejo traje negro y, para colmo, calvo, lo que le da aspecto de calavera.
—Un momento —dice ella—, que voy a por el dinero.
Va a la cocina, dejando al lúgubre cobrador hablando solo:
—Pues sí, dice el hombre del tiempo que mañana también lloverá.
Palabras sin sentido, pues hace un día espléndido.
Maruja coge el monedero y, mientras saca el dinero, dice para sí misma:
—Toda la vida pagando